Genrri Wilian Martínez Jerez
Siempre le tuvimos pavor
a las estatuas. Las mirábamos en el parque y nos aterrorizaba su quietud, sus facciones
toscas, sus pieles pulidas, pero lo peor de todo eran sus miradas tenebrosas y los
ojos; esos ojos vacíos, sin alma. Nunca le contamos a nadie, era muy vergonzoso.
Para ocultarlo nos pasábamos todo el tiempo en el parque, incluso de noche. Aunque
ellas clavaran sus pupilas indolentes en nosotros.
Una
noche, a pesar del espanto, ella se aproximó a la más intimidante de las estatuas
y le susurró algo al oído. No sé qué fue, nunca me lo contó. Pero desde ese momento
les perdió el miedo y se acercaba a todas para acariciarlas y susurrarles. Yo observaba
algo alarmado cómo sus movimientos se iban volviendo más ágiles, sus ojos más brillantes,
su piel más suave. ¿O yo me estaría volviendo más lento? No sé, pero me preocupaba.
Un
día, sentados en el parque, observábamos a la gente en su andar habitual cuando
ella decidió marcharse repentinamente. Intenté seguirla en vano; no podía mover
un solo músculo. Entonces me miró compasiva, acarició mis labios y me susurró algo
al oído que aún no he podido comprender.
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