jueves, 29 de febrero de 2024

Si no lo veo, no lo creo

Eladio Pascual Pedreño

 

La literatura es siempre una expedición a la verdad. Franz Kafka

 

Intentaba juntar letras cuando alguien llamó a la puerta. ¿Quién es? Pude escuchar algunas palabras pronunciadas en otro idioma, que no entendí. Pensé que era alguien que venía a pedir dinero, cogí un euro y le abrí. Era un hombre bien vestido, aunque el traje y su cara eran antiguos. Menudo, moreno, me recordó a Manolete, el torero. Pero enseguida lo reconocí, era Kafka. Allí estaba, en la puerta de mi casa, con ese aspecto pulcro y casi infantil.

Me quedé petrificado, sólo se me ocurrió decir una estupidez: “¡Qué bonita es Praga!”. Luego reaccioné, le di la mano y le invité a entrar. Después de dedicarme las dos obras suyas que hay en la librería, le mostré el ordenador en el que intentaba escribir. Él me miraba con ojos curiosos, de asombro, y a mí me daba miedo que su imaginación me convirtiera en una cucaracha. Qué situación tan kafkiana, pensé. Le llamó poderosamente la atención que al acabar cada línea no fuera necesario correr manualmente el ordenador hacia la derecha antes de iniciar una nueva línea. Incluso se sentó al teclado para probar. Fue cuando escribió su célebre frase “En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo”.

A pesar de su seriedad y de su conducta tranquila y fría, me atreví a proponerle que nos acercáramos a un bar en el que servían cerveza tipo Pilsner, como la de su país. Fue allí, después de varias cervezas, cuando, relajado, sacó a relucir su particular sentido del humor. Yo lo miraba sorprendido, preguntándome donde había quedado la desesperación, el miedo, la insatisfacción, el desgarramiento que impregna su obra. Mis pensamientos se interrumpieron cuando, en tono cortés, pero con aire burlón, alzó su jarra al cielo y dijo: “Yo, en tu lugar, me dedicaría a otra cosa. Pero si te divierte mucho escribir, cuanto más corto sea lo que escribes, mejor para todos”. Mientras brindábamos, lo comprendí: ya lo había hecho, pero en vez de convertirme en cucaracha, me había convertido en una insignificante pulga.

Volviendo a casa le conté que Borges corregía una y otra vez sus poemas, excepto uno que escribió una mañana al despertarse, el único de su obra que jamás corrigió. Dijo que ese poema se lo había dictado usted en sueños, y que por lo tanto no tenía derecho a cambiarlo. Él me miró sorprendido, y de nuevo rompió su habitual seriedad con una sonora carcajada. “A Borges siempre le dictaron los poemas los ángeles”, dijo. Como parecía que habíamos congeniado, me atreví a decirle: “Frank, ¿no podría dictarme a mí un puñado de palabras en un sueño? Algo cortito, no es necesario que sea un poema, es para un libro de cuentos ilustrados…” Transcurridos unos segundos, me miró con esos ojos de asombro con que miran los escritores y no me contestó, se limitó a sonreír. Nos despedimos con un apretón de manos. Auf Wiedersehen. Adiós. Y cabizbajo, con un caminar tranquilo, como si estuviera engendrando una nueva obra, se fue alejando.

Nota: este relato fue escrito una mañana al despertarme, y sobre el mismo no se ha hecho una sola corrección.

 

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