Eladio Pascual Pedreño
La
literatura es siempre una expedición a la verdad. Franz Kafka
Intentaba
juntar letras cuando alguien llamó a la puerta. ¿Quién es? Pude escuchar algunas
palabras pronunciadas en otro idioma, que no entendí. Pensé que era alguien que
venía a pedir dinero, cogí un euro y le abrí. Era un hombre bien vestido, aunque
el traje y su cara eran antiguos. Menudo, moreno, me recordó a Manolete, el torero.
Pero enseguida lo reconocí, era Kafka. Allí estaba, en la puerta de mi casa, con
ese aspecto pulcro y casi infantil.
Me quedé petrificado, sólo se me ocurrió decir una estupidez:
“¡Qué bonita es Praga!”. Luego reaccioné, le di la mano y le invité a entrar. Después
de dedicarme las dos obras suyas que hay en la librería, le mostré el ordenador
en el que intentaba escribir. Él me miraba con ojos curiosos, de asombro, y a mí
me daba miedo que su imaginación me convirtiera en una cucaracha. Qué situación
tan kafkiana, pensé. Le llamó poderosamente la atención que al acabar cada línea
no fuera necesario correr manualmente el ordenador hacia la derecha antes de iniciar
una nueva línea. Incluso se sentó al teclado para probar. Fue cuando escribió su
célebre frase “En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo”.
A pesar de su seriedad y de su conducta tranquila y
fría, me atreví a proponerle que nos acercáramos a un bar en el que servían cerveza
tipo Pilsner, como la de su país. Fue allí, después de varias cervezas, cuando,
relajado, sacó a relucir su particular sentido del humor. Yo lo miraba sorprendido,
preguntándome donde había quedado la desesperación, el miedo, la insatisfacción,
el desgarramiento que impregna su obra. Mis pensamientos se interrumpieron cuando,
en tono cortés, pero con aire burlón, alzó su jarra al cielo y dijo: “Yo, en tu
lugar, me dedicaría a otra cosa. Pero si te divierte mucho escribir, cuanto más
corto sea lo que escribes, mejor para todos”. Mientras brindábamos, lo comprendí:
ya lo había hecho, pero en vez de convertirme en cucaracha, me había convertido
en una insignificante pulga.
Volviendo a casa le conté que Borges corregía una y
otra vez sus poemas, excepto uno que escribió una mañana al despertarse, el único
de su obra que jamás corrigió. Dijo que ese poema se lo había dictado usted en sueños,
y que por lo tanto no tenía derecho a cambiarlo. Él me miró sorprendido, y de nuevo
rompió su habitual seriedad con una sonora carcajada. “A Borges siempre le dictaron
los poemas los ángeles”, dijo. Como parecía que habíamos congeniado, me atreví a
decirle: “Frank, ¿no podría dictarme a mí un puñado de palabras en un sueño? Algo
cortito, no es necesario que sea un poema, es para un libro de cuentos ilustrados…”
Transcurridos unos segundos, me miró con esos ojos de asombro con que miran los
escritores y no me contestó, se limitó a sonreír. Nos despedimos con un apretón
de manos. Auf Wiedersehen. Adiós. Y cabizbajo, con un caminar tranquilo,
como si estuviera engendrando una nueva obra, se fue alejando.
Nota: este relato fue escrito una mañana al despertarme,
y sobre el mismo no se ha hecho una sola corrección.
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