Julio Cortázar
Vaya
a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, que se
dio en mitad y cesó sin contorno preciso, esfumándose al borde de otra niebla, en
todo caso hay que empezar diciendo que muchos argentinos pasan parte del verano
en los valles del Luberon, los veteranos de la zona escuchamos con frecuencia sus
voces sonoras que parecen acarrear un espacio más abierto, y junto con los padres
vienen los chicos y eso es también Silvia, los canteros pisoteados, almuerzos con
bifes en tenedores y mejillas, llantos terribles seguidos de reconciliaciones de
marcado corte italiano, lo que llaman vacaciones en familia. A mí me hostigan poco
porque me protege una justa fama de mal educado; el filtro se abre apenas para dejar
paso a Raúl y a Nora Mayer, y desde luego a sus amigos Javier y Magda, lo que incluye
a los chicos y a Silvia, el asado en casa de Raúl hace unos quince días, algo que
ni siquiera tuvo principio y sin embargo es sobre todo Silvia, esta ausencia que
ahora puebla mi casa de hombre solo, roza mi almohada con su medusa de oro, me obliga
a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce golem de
palabras. De todas maneras hay que incluir también a Jean Borel que enseña la literatura
de nuestras tierras en una universidad occitana, a su mujer Liliane y al minúsculo
Renaud en quien dos años de vida se amontonan tumultuosos. Cuánta gente para un
asadito en el jardín de la casa de Raúl y Nora, bajo un vasto tilo que no parecía
servir de sedante a la hora de las pugnas infantiles y las discusiones literarias.
Llegué con botellas de vino y un sol que se acostaba en las colinas, Raúl y Nora
me habían invitado porque Jean Borel andaba queriendo conocerme y no se animaba
solo; en esos días Javier y Magda se alojaban también en la casa, el jardín era
un campo de batalla mitad sioux mitad galorromano, guerreros emplumados se batían
sin cuartel con voces de soprano y bolas de barro, Graciela y Lolita aliadas contra
Álvaro, y en medio del fragor el pobre Renaud tambaleándose con sus bombachas llenas
de algodón maternal y una tendencia a pasarse todo el tiempo de un bando a otro,
traidor inocente y execrado del que sólo habría de ocuparse Silvia. Sé que amontono
nombres, pero el orden y las genealogías también tardaron en llegar a mí, me acuerdo
que bajé del auto con las botellas bajo el brazo y a los pocos metros vi asomar
entre los arbustos la vincha de Bisonte Invencible, su mueca desconfiada frente
al nuevo Cara Pálida; la batalla por el fuerte y los rehenes se libraba en torno
a una pequeña tienda de campaña verde que parecía el cuartel general de Bisonte
Invencible. Descuidando culpablemente una ofensiva acaso capital, Graciela dejó
caer sus municiones pegajosas y terminó de limpiarse las manos en mi pescuezo; después
se sentó imborrablemente en mis piernas y me explicó que Raúl y Nora estaban arriba
con los otros grandes y que ya vendrían, detalles sin importancia al lado de la
ruda batalla del jardín.
Graciela se ha sentido siempre en la obligación
de explicarme cualquier cosa, partiendo del principio de que me considera tonto.
Por ejemplo esa tarde el chiquito de los Borel no contaba para nada, no te das cuenta
de que Renaud tiene dos años, todavía se hace caca en la bombacha, hace un rato
le pasó y yo le iba a avisar a la mamá porque Renaud estaba llorando, pero Silvia
se lo llevó al lado de la pileta, le lavó el culito y le cambió la ropa, Liliane
no se enteró de nada porque sabés, se enoja mucho y por ahí le da un chirlo, entonces
Renaud se pone a llorar de nuevo, nos fastidia todo el tiempo y no nos deja jugar.
–¿Y los otros dos, los más grandes?
–Son los chicos de Javier y de Magda, no te
das cuenta, sonso. Álvaro es Bisonte Invencible, tiene siete años, dos meses más
que yo y es el más grande. Lolita tiene seis pero ya juega, ella es la prisionera
de Bisonte Invencible. Yo soy la Reina del Bosque y Lolita es mi amiga, de manera
que la tengo que salvar, pero seguimos mañana porque ahora ya nos llamaron para
bañarnos. Álvaro se hizo un tajo en el pie, Silvia le puso una venda. Soltame que
me tengo que ir.
Nadie la sujetaba, pero Graciela tiende siempre
a afirmar su libertad. Me levanté para saludar a los Borel que bajaban de la casa
con Raúl y Nora. Alguien, creo que Javier, servía el primer pastis; la conversación
empezó con la caída de la noche, la batalla cambió de naturaleza y edad, se volvió
un estudio sonriente de hombres que acaban de conocerse; los chicos se bañaban,
no había galos ni sioux en el jardín, Borel quería saber por qué yo no volvía a
mi país, Raúl y Javier sonreían con sonrisas compatriotas. Las tres mujeres se ocupaban
de la mesa; curiosamente se parecían, Nora y Magda unidas por el acento porteño
mientras el español de Liliane caía del otro lado de los Pirineos. Las llamamos
para que bebieran el pastis, descubrí que Liliane era más morena que Nora y Magda
pero el parecido subsistía, una especie de ritmo común. Ahora se hablaba de poesía
concreta, del grupo de la revista Invenção; entre Borel y yo surgía un terreno común,
Eric Dolphy, la segunda copa iluminaba las sonrisas entre Javier y Magda, las otras
dos parejas vivían ya ese tiempo en que la charla en grupo libera antagonismos,
ventila diferencias que la intimidad acalla. Era casi de noche cuando los chicos
empezaron a aparecer, limpios y aburridos, primero los de Javier discutiendo sobre
unas monedas, Álvaro obstinado y Lolita petulante, después Graciela llevando de
la mano a Renaud que ya tenía otra vez la cara sucia. Se juntaron cerca de la pequeña
tienda de campaña verde; nosotros discutíamos a Jean Pierre Faye y a Philippe Sollers,
la noche inventó el fuego del asado hasta entonces poco visible entre los árboles,
se embadurnó con reflejos dorados y cambiantes que teñían el tronco de los árboles
y alejaban los límites del jardín; creo que en ese momento vi por primera vez a
Silvia, yo estaba sentado entre Borel y Raúl, y en torno a la mesa redonda bajo
el tilo se sucedían Javier, Magda y Liliane; Nora iba y venía con cubiertos y platos.
Que no me hubieran presentado a Silvia parecía extraño, pero era tan joven y quizá
deseosa de mantenerse al margen, comprendí el silencio de Raúl o de Nora, evidentemente
Silvia estaba en la edad difícil, se negaba a entrar en el juego de los grandes,
prefería imponer autoridad o prestigio entre los chicos agrupados junto a la tienda
verde. De Silvia había alcanzado a ver poco, el fuego iluminaba violentamente uno
de los lados de la tienda y ella estaba agachada allí junto a Renaud, limpiándole
la cara con un pañuelo o un trapo; vi sus muslos bruñidos, unos muslos livianos
y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge del que estaba hablándome
Borel, las pantorrillas quedaban en la sombra al igual que el torso y la cara, pero
el pelo largo brillaba de pronto con los aletazos de las llamas, un pelo también
de oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, en bronce espeso; la minifalda
descubría los muslos hasta lo más alto, y Francis Ponge había sido culpablemente
ignorado por los jóvenes poetas franceses hasta que ahora, con las experiencias
del grupo de Tel Quel, se reconocía a un maestro; imposible preguntar quién era
Silvia, por qué no estaba entre nosotros, y además el fuego engaña, quizá su cuerpo
se adelantaba a su edad y los sioux eran todavía su territorio natural. A Raúl le
interesaba la poesía de Jean Tardieu, y tuvimos que explicarle a Javier quién era
y qué escribía; cuando Nora me trajo el tercer pastis no pude preguntarle por Silvia,
la discusión era demasiado viva y Borel bebía mis palabras como si valieran tanto.
Vi llevar una mesita baja cerca de la tienda, los preparativos para que los chicos
cenaran aparte; Silvia ya no estaba allí, pero la sombra borroneaba la tienda y
quizá se había sentado más lejos o se paseaba entre los árboles. Obligado a ventilar
opiniones sobre el alcance de las experiencias de Jacques Roubaud, apenas si alcanzaba
a sorprenderme de mi interés por Silvia, de que la brusca desaparición de Silvia
me desasosegara ambiguamente; cuando terminaba de decirle a Raúl lo que pensaba
de Roubaud, el fuego fue otra vez fugazmente Silvia, la vi pasar junto a la tienda
llevando de la mano a Lolita y a Álvaro; detrás venían Graciela y Renaud saltando
y bailando en un último avatar sioux; por supuesto Renaud se cayó de boca y su primer
chillido sobresaltó a Liliane y a Borel. Desde el grupo se alzó la voz de Graciela:
“¡No es nada, ya pasó!”, y los padres volvieron al diálogo con esa soltura que da
la monotonía cotidiana de los porrazos de los sioux; ahora se trataba de encontrarle
un sentido a las experiencias aleatorias de Xenakis por las que Javier mostraba
un interés que a Borel le parecía desmesurado. Entre los hombros de Magda y de Nora
yo veía a lo lejos la silueta de Silvia, una vez más agachada junto a Renaud, mostrándole
algún juguete para consolarlo; el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné
una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica (¿pero no acababa Borel
de preguntarme algo sobre una estatuilla de las Cícladas de la que me hacía responsable,
y la referencia de Javier a Xenakis no había desviado el tema hacia algo más valioso?).
Sentí que si alguna cosa deseaba saber en ese momento era Silvia, saberla de cerca
y sin los prestigios del fuego, devolverla a una probable mediocridad de muchachita
tímida o confirmar esa silueta demasiado hermosa y viva como para quedarse en mero
espectáculo; hubiera querido decírselo a Nora con quien tenía una vieja confianza,
pero Nora organizaba la mesa y ponía servilletas de papel, no sin exigir de Raúl
la compra inmediata de algún disco de Xenakis. Del territorio de Silvia, otra vez
invisible, vino Graciela la gacelita, la sabelotodo; le tendí la vieja percha de
la sonrisa, las manos que la ayudaron a instalarse en mis rodillas; me valí de sus
apasionantes noticias sobre un escarabajo peludo para desligarme de la conversación
sin que Borel me creyera descortés, apenas pude le pregunté en voz baja si Renaud
se había hecho daño.
–Pero no, tonto, no es nada. Siempre se cae,
tiene solamente dos años, vos te das cuenta. Silvia le puso agua en el chichón.
–¿Quién es Silvia, Graciela?
Me miró como sorprendida.
–Una amiga nuestra.
–¿Pero es hija de alguno de estos señores?
–Estás loco –dijo razonablemente Graciela–.
Silvia es nuestra amiga. ¿Verdad, mamá, que Silvia es nuestra amiga?
Nora suspiró, colocando la última servilleta
junto a mi plato.
–¿Por qué no te volvés con los chicos y dejás
en paz a Fernando? Si se pone a hablarte de Silvia vas a tener para rato.
–¿Por qué, Nora?
–Porque desde que la inventaron nos tienen
aturdidos con su Silvia –dijo Javier.
–Nosotros no la inventamos –dijo Graciela,
agarrándome la cara con las dos manos para arrancarme a los grandes–. Preguntales
a Lolita y a Álvaro, vas a ver.
–¿Pero quién es Silvia? –repetí.
Nora ya estaba lejos para escuchar, y Borel
discutía otra vez con Javier y Raúl. Los ojos de Graciela estaban fijos en los míos,
su boca sacaba como una trompita entre burlona y sabihonda.
–Ya te dije, bobo, es nuestra amiga. Ella juega
con nosotros cuando quiere, pero no a los indios porque no le gusta. Ella es muy
grande, comprendés, por eso lo cuida tanto a Renaud que solamente tiene dos años
y se hace caca en la bombacha.
–¿Vino con el señor Borel? –pregunté en voz
baja–. ¿O con Javier y Magda?
–No vino con nadie –dijo Graciela–. Preguntales
a Lolita y a Álvaro, vas a ver. A Renaud no le preguntés porque es un chiquito y
no comprende. Dejame que me tengo que ir.
Raúl, que siempre parece asistido por un radar,
se arrancó a una reflexión sobre el letrismo para hacerme un gesto compasivo.
–Nora te previno, si les seguís el tren te
van a volver loco con su Silvia.
–Fue Álvaro –dijo Magda–. Mi hijo es un mitómano
y contagia a todo el mundo.
Raúl y Magda me seguían mirando, hubo una fracción
de segundo en que yo pude haber dicho: “No entiendo”, para forzar las explicaciones,
o directamente: “Pero Silvia está ahí, acabo de verla”. No creo, ahora que tengo
demasiado tiempo para pensarlo, que la intervención distraída de Borel me impidiera
decirlo. Borel acababa de preguntarme algo sobre La casa verde; empecé a hablar
sin saber lo que decía, pero en todo caso no me dirigía ya a Raúl y a Magda. Vi
a Liliane que se acercaba a la mesa de los chicos y los hacía sentarse en taburetes
y cajones viejos; el fuego los iluminaba como en los grabados de las novelas de
Héctor Malot o de Dickens, las ramas del tilo se cruzaban por momentos entre una
cara o un brazo alzado, se oían risas y protestas. Yo hablaba de Fushía con Borel,
me dejaba llevar corriente abajo en esa balsa de la memoria donde Fushía estaba
tan terriblemente vivo. Cuando Nora me trajo un plato de carne le murmuré al oído:
“No entendí demasiado eso de los chicos”.
–Ya está, vos también caíste –dijo Nora, echando
una mirada compasiva a los demás–. Menos mal que después se irán a dormir porque
sos una víctima nata, Fernando.
–No les hagas caso –se cruzó Raúl–. Se ve que
no tenés práctica, tomás demasiado en serio a los pibes. Hay que oírlos como quien
oye llover, viejo, o es la locura.
Tal vez en ese momento perdí el posible acceso
al mundo de Silvia, jamás sabré por qué acepté la fácil hipótesis de una broma,
de que los amigos me estaban tomando el pelo (Borel no, Borel seguía por su camino
que ya llegaba a Macondo); veía otra vez a Silvia que acababa de asomar de la sombra
y se inclinaba entre Graciela y Álvaro como para ayudarlos a cortar la carne o quizá
comer un bocado; la sombra de Liliane que venía a sentarse con nosotros se interpuso,
alguien me ofreció vino; cuando miré de nuevo, el perfil de Silvia estaba como encendido
por las brasas, el pelo le caía sobre un hombro, se deslizaba fundiéndose con la
sombra de la cintura. Era tan hermosa que me ofendió la broma, el mal gusto, me
puse a comer de cara al plato, escuchando de reojo a Borel que me invitaba a unos
coloquios universitarios; si le dije que no iría fue por culpa de Silvia, por su
involuntaria complicidad en la diversión socarrona de mis amigos. Esa noche no vi
más a Silvia; cuando Nora se acercó a la mesa de los chicos con queso y frutas,
entre ella y Lolita se ocuparon de hacer comer a Renaud que se iba quedando dormido.
Nos pusimos a hablar de Onetti y de Felisberto, bebimos tanto vino en su honor que
un segundo viento belicoso de sioux y de charrúas envolvió el tilo; trajeron a los
chicos para que dijeran buenas noches, Renaud en los brazos de Liliane.
–Me tocó una manzana con gusano –me dijo Graciela
con una enorme satisfacción–. Buenas noches, Fernando, sos muy malo.
–¿Por qué, mi amor?
–Porque no viniste ni una sola vez a nuestra
mesa.
–Es cierto, perdoname. Pero ustedes tenían
a Silvia, ¿verdad?
–Claro, pero lo mismo.
–Éste se la sigue –dijo Raúl mirándome con
algo que debía ser piedad–. Te va a costar caro, esperá a que te agarren bien despiertos
con su famosa Silvia, te vas a arrepentir, hermano.
Graciela me humedeció el mentón con un beso
que olía fuertemente a yogurt y a manzana. Mucho más tarde, al final de una charla
en la que el sueño empezaba a sustituir las opiniones, los invité a cenar en mi
casa. Vinieron el sábado pasado hacia las siete, en dos autos, Álvaro y Lolita traían
un barrilete de género y so pretexto de remontarlo acabaron inmediatamente con mis
crisantemos. Yo dejé a las mujeres que se ocuparan de las bebidas, comprendí que
nadie le impediría a Raúl tomar el timón del asado; les hice visitar la casa a los
Borel y a Magda, los instalé en el living frente a mi óleo de Julio Silva y bebí
un rato con ellos, fingiendo estar allí y escuchar lo que decían; por el ventanal
se veía el barrilete en el viento, se escuchaban los gritos de Lolita y Álvaro.
Cuando Graciela apareció con un ramo de pensamientos fabricado presumiblemente a
costa de mi mejor cantero, salí al jardín anochecido y ayudé a remontar más alto
el barrilete. La sombra bañaba las colinas en el fondo del valle y se adelantaba
entre los cerezos y los álamos pero sin Silvia, Álvaro no había necesitado de Silvia
para remontar el barrilete.
–Colea lindo –le dije, probándolo, haciéndolo
ir y venir.
–Sí pero tené cuidado, a veces pica de cabeza
y esos álamos son muy altos –me previno Álvaro.
–A mí no se me cae nunca –dijo Lolita, quizá
celosa de mi presencia–. Vos le tirás demasiado del hilo, no sabés.
–Sabe más que vos –dijo Álvaro en rápida alianza
masculina–. ¿Por qué no te vas a jugar con Graciela, no ves que molestás?
Nos quedamos solos, dándole hilo al barrilete.
Esperé el momento en que Álvaro me aceptara, supiera que era tan capaz como él de
dirigir el vuelo verde y rojo que se desdibujaba cada vez más en la penumbra.
–¿Por qué no trajeron a Silvia? –pregunté,
tirando un poco del hilo.
–Me miró de reojo entre sorprendido y socarrón,
y me sacó el hilo de las manos, degradándome sutilmente
–Silvia viene cuando quiere –dijo recogiendo
el hilo.
–Bueno, hoy no vino, entonces.
–¿Qué sabés vos? Ella viene cuando quiere,
te digo.
–Ah. ¿Y por qué tu mamá dice que vos la inventaste
a Silvia?
–Mirá como colea –dijo Álvaro–. Che, es un
barrilete fino, el mejor de todos.
–¿Por qué no me contestás, Álvaro?
–Mamá se cree que yo la inventé –dijo Álvaro–.
¿Y vos por qué no lo creés, eh?
Bruscamente vi a Graciela y a Lolita a mi lado.
Habían escuchado las últimas frases, estaban ahí mirándome fijamente; Graciela removía
lentamente un pensamiento violeta entre los dedos.
–Porque yo no soy como ellos –dije–. Yo la
vi, saben.
Lolita y Álvaro cruzaron una larga mirada,
y Graciela se me acercó y me puso el pensamiento en la mano. El hilo del barrilete
se tendió de golpe. Álvaro le dio juego, lo vimos perderse en la sombra.
–Ellos no creen porque son tontos –dijo Graciela–.
Mostrame dónde tenés el baño y acompáñame a hacer pis.
La llevé hasta la escalera exterior, le mostré
el baño y le pregunté si no se perdería para bajar. En la puerta del baño, con una
expresión en la que había como un reconocimiento, Graciela me sonrió.
–No, andate nomás, Silvia me va a acompañar.
–Ah, bueno –dije luchando contra vaya a saber
qué, el absurdo o la pesadilla o el retardo mental–. Entonces vino, al final.
–Pero claro, sonso –dijo Graciela–. ¿No la
ves ahí?
La puerta de mi dormitorio estaba abierta,
las piernas desnudas de Silvia se dibujaban sobre la colcha roja de la cama. Graciela
entró en el baño y oí que corría el pestillo. Me acerqué al dormitorio, vi a Silvia
durmiendo en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre la almohada. Entorné
la puerta a mi espalda, me acerqué no sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua
que corre por la cara cegando y mordiendo, un sonido como de profundidades fragosas,
un instante sin tiempo, insoportablemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda,
para mí era como un álamo de bronce y de sueño, creo que la vi desnuda aunque luego
no, debí imaginarla por debajo de lo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas
y los muslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí la suave curva de
la grupa abandonada en el avance de una pierna, la sombra de la cintura hundida,
los pequeños senos imperiosos y rubios. “Silvia”, pensé, incapaz de toda palabra,
“Silvia, Silvia, pero entonces...”. La voz de Graciela restalló a través de dos
puertas como si me gritara al oído: “¡Silvia, vení a buscarme”. Silvia abrió los
ojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma minifalda de la primera noche,
una blusa escotada, sandalias negras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta.
Cuando salí, Graciela bajaba corriendo la escalera y Liliane, llevando a Renaud
en los brazos, se cruzaba con ella camino del baño y del mercurocromo para el porrazo
de las siete y media. Ayudé a consolar y a curar, Borel subía inquieto por los berridos
de su hijo, me hizo un sonriente reproche por mi ausencia, bajamos al living para
beber otra copa, todo el mundo andaba por la pintura de Graham Sutherland, fantasmas
de ese tipo, teorías y entusiasmos que se perdían en el aire con el humo del tabaco.
Magda y Nora concentraban a los chicos para que comieran estratégicamente aparte;
Borel me dio su dirección, insistiendo en que le enviara la colaboración prometida
a una revista de Poitiers, me dijo que partían a la mañana siguiente y que se llevaban
a Javier y a Magda para hacerles visitar la región. “Silvia se irá con ellos”, pensé
oscuramente, y busqué una caja de fruta abrillantada, el pretexto para acercarme
a la mesa de los chicos, quedarme allí un momento. No era fácil preguntarles, comían
como lobos y me arrebataron los dulces en la mejor tradición de los sioux y los
tehuelches. No sé por qué le hice la pregunta a Lolita, limpiándole de paso la boca
con la servilleta.
–¿Qué sé yo? –dijo Lolita–. Preguntale a Álvaro.
–Y yo qué sé –dijo Álvaro, vacilando entre
una pera y un higo–. Ella hace lo que quiere, a lo mejor se va por ahí.
–¿Pero con quién de ustedes vino?
–Con ninguno –dijo Graciela, pegándome una
de sus mejores patadas por debajo de la mesa–. Ella estuvo aquí y ahora quién sabe,
Álvaro y Lolita se vuelven a la Argentina y con Renaud te imaginás que no se va
a quedar porque es muy chico, esta tarde se tragó una avispa muerta, qué asco.
–Ella hace lo que quiere, igual que nosotros
–dijo Lolita.
Volví a mi mesa, vi terminarse la velada en
una niebla de coñac y de humo. Javier y Magda se volvían a Buenos Aires (Álvaro
y Lolita se volvían a Buenos Aires) y los Borel irían el año próximo a Italia (Renaud
iría el año próximo a Italia).
–Aquí nos quedamos los más viejos –dijo Raúl.
(Entonces Graciela se quedaba pero Silvia era los cuatro, Silvia era cuando estaban
los cuatro y yo sabía que jamás volverían a encontrarse).
Raúl y Nora siguen todavía aquí, en nuestro
valle del Luberon, anoche fui a visitarlos y charlamos de nuevo bajo el tilo; Graciela
me regaló un mantelito que acababa de bordar con punto cruz, supe de los saludos
que me habían dejado Javier, Magda y los Borel. Comimos en el jardín, Graciela se
negó a irse temprano a la cama, jugó conmigo a las adivinanzas. Hubo un momento
en que nos quedamos solos, Graciela buscaba la respuesta a la adivinanza sobre la
luna, no acertaba y su orgullo sufría.
–¿Y Silvia? –le pregunté, acariciándole el
pelo.
–Mirá que sos tonto –dijo Graciela–. ¿Vos te
creías que esta noche iba a venir por mí solita?
–Menos mal –dijo Nora, saliendo de la sombra–.
Menos mal que no va a venir por vos solita, porque ya nos tenían hartos con ese
cuento.
–Es la luna –dijo Graciela–. Qué adivinanza
tan sonsa, che.
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