Liliana Heker
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la
tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre.
¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas
las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la
chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una
fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo –dijo la chica,
que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es
que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de
hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de
su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy
invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–.
Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para
todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser
amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana
y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en la cocina y se contaban
secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la
gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa
del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en
las caderas.
–¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos
sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que
su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas.
Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso
palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste.
Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los
labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la
mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de
Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con
vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura
se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio
lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la
vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a
su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le
preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la
oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero
no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en
la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se
quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la
fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina,
la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos,
capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo
problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al
comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora
Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?” Y
claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia
del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
–¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana
porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo
todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la
del moño, con una risita.
–Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo
Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros.
–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con
ella?
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del
moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras
de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te
pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a
mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir
algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en
una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende
nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés
haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las
salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
–Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con
disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le
encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después
los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha
agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al
delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A
Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que
Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido
que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos
los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó
de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre
sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A
Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una
tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y
tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo
soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba
las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba
socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio,
que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico
tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
–¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida
del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se
asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le
dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el
mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró
la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de
todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y
todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando
el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su
capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas… y el mono
apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos
aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le
dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su
madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
–Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas
gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento,
Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había
pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no.
Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un
momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un
momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a
buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que
también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el
asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que
se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera.
Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo
porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía:
“Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre.
Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única
distinta. En cambio le dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más
porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una
bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de
la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de
trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas
se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre.
Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró,
después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a
hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el
ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo.
Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada
en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo
la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados
al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro.
Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su
mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano
extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve
pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
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