Carmen Lyra
Había
una vez una viuda de buen pasar, que tenía una hija. La muchacha era hermosa y la
madre quería casarla con un hombre bien rico. Se presentaron algunos pretendientes,
todos hombres honrados, trabajadores y acomodados, pero la viuda los despedía con
su música a otra parte porque no eran riquísimos.
Una tarde se asomó la muchacha a la ventana, bien compuesta
y de pelo suelto. (Por cierto que el pelo le llegaba a las corvas y lo tenía muy
arrepentido). No hacía mucho rato que estaba allí, cuando pasó un señor a caballo.
Era un hombre muy galán, muy bien vestido, con un sombrero de pita finísimo, moreno,
de ojos negros y unos grandes bigotes con las puntas para arriba. El caballo era
un hermoso animal con los cascos de plata y los arneses de oro y plata. Saludó con
una gran reverencia a la niña, y le echó un perico. La niña advirtió que el caballero
tenía todos los dientes de oro. El caballo al pasar se volvió una pura pirueta.
Desde la esquina, el jinete volvió a saludar a la muchacha, que se metió corriendo
a contar a su madre lo ocurrido.
A la tarde siguiente, madre e hija bien alicoreadas,
se situaron en la ventana. Volvió a pasar el caballero en otro caballo negro, más
negro que un pecado mortal, con los cascos de oro, frenos de oro, riendas de seda
y oro y la montura sembrada de clavitos de oro. La viuda advirtió que en la pechera,
en la cadena del reloj y en el dedito chiquito de la mano izquierda, le chispeaban
brillantes. Se convenció de que era cierto que tenía toda la dentadura de oro. Las
dos mujeres se volvieron una miel para contestar el saludo del caballero.
Al día siguiente, desde buena tarde,
estaban a la ventana, vestidas con las ropas de coger misa, volando ojo para la
esquina. Al cabo de un rato, apareció el desconocido en un caballo que tenía la
piel tan negra como si la hubieran cortado en una noche de octubre; las herraduras
eran de oro y los arneses de oro, sembrados de rubíes, brillantes y esmeraldas.
Las dos se quedaron en el otro mundo cuando lo vieron
detenerse ante ellas y desmontar.
Las saludó con grandes ceremonias. Lo mandaron pasar
adelante, y la vieja que era muy saca la jícara cuando le convenía, llamó al concertado
para que cuidara del caballo.
El desconocido dijo que se llamaba don Fulano de Tal,
presentó recomendaciones de grandes personas, habló de sus riquezas, las invitó
a visitar sus fincas y por último, pidió a la niña por esposa. No había terminado
de hacer la propuesta, cuando ya estaba la madre contestándole que con mucho gusto
y llamándolo hijo mío.
Desde ese día las dos mujeres se volvieron turumba;
cada día visitaban una finca del caballero, cada noche bailes y cenas; no volvieron
a caminar a pie, sólo en coche, y regalos van y regalos vienen.
Por fin llegó el día de la boda. El caballero no quiso
que fuera en la iglesia sino en la casa y nadie se fijó en que al entrar el padre
el novio tuvo intenciones de salir corriendo.
Los recién casados se fueron a vivir a otra ciudad en
donde el marido tenía sus negocios.
Desde el primer día que estuvieron solos, el marido
dijo a la esposa a la hora del almuerzo que él sabía hacer pruebas que dejaban a
todo el mundo con la boca abierta y que las iba a repetir para entretenerla; y diciendo
y haciendo se puso a caminar por las paredes y cielos con la facilidad de una mosca;
se hacía del tamaño de una hormiga, se metía dentro de las botellas vacías y desde
allí hacía morisquetas a su mujer; luego salía y su cuerpo se estiraba para alcanzar
el techo. Y esto se repetía todos los días al almuerzo y a la comida. En una ocasión
vino la viuda a ver a su hija y ésta le contó las gracias de su marido. Cuando se
sentaron a la mesa, la suegra pidió a su yerno que hiciera las pruebas de que le
había hablado su hija. Éste no se hizo de rogar y comenzó a pasearse por el cielo
y paredes y a repetir cuantas curiosidades sabía hacer. La vieja se quedó con el
credo en la boca y desde aquel momento no las tuvo todas consigo.
A los pocos días volvió a hacer otra visita a sus hijos,
trajo consigo una botijuela de hierro, con una tapadera que pesaba una barbaridad.
A la hora del almuerzo rogó a su yerno que las divirtiera con sus maromas. Después
que éste se dio gusto con sus paseos boca abajo por el techo, le preguntó la tobijuela
y le dijo. –¿Apostemos a que aquí no entra Ud?
El otro de un brinco se tiró de arriba y se metió en
la botijuela como Pedro por su casa.
La suegra hizo señas a unos hombres que tenían listos
con la tapadera, tras una cortina y éstos se precipitaron y taparon la botijuela.
El yerno se puso a dar gritos desaforados y a hacer esfuerzos por salir. La esposa
quiso intervenir para que le abrieran, pero la madre le dijo: –¿pues no ves que
es el mismo Pisuicas? Desde la otra vez que estuve, eché de ver que tu marido no
era como todos los cristianos. Le consulté a un sacerdote, quien me acabó de convencer
de que mi yerno no era sino el Malo. Dale infinitas gracias a Nuestro Señor de que
a mí se me ocurriera este medio de salir de él.
Luego se fue en persona para la montaña, seguida de
los hombres que cargaban la botijuela. Se hizo un hoyo profundo y allí dejó enterrada
la botijuela con su yerno dentro. Este se quedó bramando de rabia y diciendo pestes
contra su suegra.
En efecto, aquél era el Diablo y desde el día en que
la vieja lo enterró, nadie volvió a cometer un pecado mortal, sólo pecados veniales,
aconsejados por los diablillos chiquillos. Y toda la gente parecía muy buena, pero
sólo Dios sabía cómo andaba el frijol.
Pasaron los años y pasaron los años en aquella bienaventuranza,
y el pobre Pisuicas enterrado, inventando a cada minuto una mala palabra contra
su suegra. Un día pasó por aquel lugar un pobre leñador que tenía por único bien
una marimba de chiquillos, y tan arrancado que no tenía segundos calzones que ponerse.
Le pareció oír bajo sus pies algo así como retumbos; se detuvo y puso el oído. Una
voz que salía de muy adentro decía: –¡Quien quiera que seas, sacame de aquí...!
El hombre se puso a cavar en el sitio de donde salía la voz. Al cabo de unas cuantas
horas de trabajar, dio con la botijuela. De ella salía la voz que ahora decía: –Hombre,
sacame de aquí y te tiene cuenta.
Él preguntó: –¿Qué persona, por más pequeña que sea,
puede caber dentro de esta botijuela?
El que estaba en ella contestó: –Sacame y verás. Soy
alguien que puede hacerte inmensamente rico.
Esto era encontrarse con la Tentación y el pobre al
oír lo de las riquezas, hizo un esfuerzo tan grande que levantó solo la tapadera.
Cierto es que por dentro el Diablo empujaba a su vez con todas sus fuerzas. La tapadera
saltó, con tal ímpetu, que desapareció en los aires; el Demonio salió envuelto en
llamas y la montaña se llenó de un humo hediondo a azufre. El pobre leñador cayó
al suelo más muerto que vivo. Cuando fue volviendo en sí, se le acercó el Diablo
y le contó la historia de su entierro.
–Para pagarte tu favor –le dijo– nos vamos a ir a la
ciudad. Yo me voy a ir metiendo en diferentes personas, de las más ricas y sonadas,
para que se pongan locas. Vos aparecerás en la ciudad como médico y ofrecerás curarlas.
No tenés más que acercarte al oído del enfermo y decirme: “Yo soy el que te sacó
de la botijuela”, y al punto saldré del cuerpo. Eso sí, cuando te acerqués y yo
te diga que no, es mejor que no insistás porque será inútil. Ya te lo advierto.
Y así fue. Partieron para la ciudad, el leñador se hizo
anunciar como médico y a los pocos días cátate que un gran conde se puso más loco
que la misma locura. Lo vieron los más famosos médicos del reino, y nada. De pronto
se puso que un médico recién llegado ofrecía devolverle la salud. Llegó donde el
enfermo y para disimular, se puso a darle cada hora una cucharada de lo que traía
en una botella y que no era otra cosa que agua del tubo con anilina. A las tres
cucharadas se acercó al oído del conde y dijo: –“Soy el que te sacó de la botijuela”–.
Inmediatamente salió el Diablo y el conde quedó como
si tal enfermedad no hubiera tenido. Toda la familia estaba agradecidísima, no hallaban
dónde poner al médico y lo dejaron bien pistudo.
Siguieron presentándose casos de locura de diferentes
aspectos y casi todos eran en el duque don Fulano de Tal, en la duquesa doña Mengana,
en el marqués don Perencejo. Y todos fueron curados por el médico, que ya no tenía
dónde guardar el oro que ganaba. Por fin se puso mala la reina y ¡el señor me dé
paciencia! aquello sí que fue el juicio. La reina no tenía sosiego un minuto y ya
el rey iba a coger el cielo con las manos y últimamente tuvieron que amarrarla porque
ya no se aguantaba. Aconsejaron al rey que llamara al famoso médico y cuando llegó,
le ofreció hacerlo su médico de cabecera y darle muchas riquezas si sanaba a su
esposa. El otro, por rajón, le contestó que ya podía hacerse de cuentas de que la
reina estaba curada y que si no sucedía así, le cortara la cabeza.
Se acercó con su botella de agua y le dio las tres cucharadas.
A la tercera le dijo al oído de la enferma: –“Soy yo, el que te sacó de la botijuela”.
El diablo respondió: –¡No!
Al oír esto, el hombre se achucuyó. ¿Y ahora qué iba
a hacer? Se acercó otra vez al oído de la enferma a suplicarle: – ¡Salí por lo que
más querrás! ¡Mirá que si no, acaban conmigo! Por vida tuyita…
Pero de nada le servían las súplicas: el otro seguía
emperrado en que no y en que no.
Estaba, por lo que se veía, muy a gusto entre los sesos
de la reina.
Pidió al rey tres días de término y entre tanto, no
hizo otra cosa que suplicar al Diablo que saliera, dar cucharadas de agua con anilina
a la pobre reina y sobarse las manos. Cuando estaba para terminarse el plazo, se
le ocurrió una idea: pidió al rey que hiciera traer la banda, que comprara triquitraques
y cohetes, que a cada persona del palacio le diera una lata o algún trasto de cobre
y la armara de un palo y que a una señal suya, la banda rompiera con una tocata
bien parrandera, todos gritaran y golpearan en sus latas y se diera fuego a la pólvora.
Y así se hizo. En este momento se acercó el leñador
al oído de la reina y suplicó al Diablo: –¡Salí por vida tuyita…!
En vez de contestar, el Diablo preguntó: –Hombre, ¿qué
es ese alboroto? El otro respondió: –Aguardate, voy a ver qué es.
Inmediatamente volvió y dijo: –¡Que Dios te ayude! Es
tu suegra que ha averiguado que estás aquí y ha venido con la botijuela para meterte
en ella de nuevo.
–¿Quién le iría con la cavilosada a la vieja de mi suegra?
–dijo el Diablo. ¿Y patas para qué las quiero? Salió corriendo y no paró sino en
el infierno. La reina se puso buena y el leñador, que ya era don Fulano y muy rico,
mandó por su mujer y su chapulinada y todos fueron a vivir a un palacio, regalo
del rey. Desde entonces la pasaron muy a gusto.
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