Jorge Almarales
Aquella mañana Antonio saltó
de la cama como un resorte. No tenía que ir al colegio porque era sábado, pero salió
temprano de su casa, no se reportó para el almuerzo y aún bien entrada la tarde
no había dejado seña alguna. Lo cierto es que no hizo sino vagar por las calles;
una extraña inquietud, injustificada y sin nombre, lo envolvía desde hacía varios
días. A media tarde Antonio hizo algo que no hacía en años: entró a una misa. El
aire era pesado y sofocante, como de muchas respiraciones. Antonio hizo esfuerzos
por oír al párroco cuando decía: “Esta es de cómo Santa María guio a los romeros
que iban a la iglesia en Seixón y erraron el camino de noche…” Una bruma de polvillo
que se reflejaba en los hilos de luz lo hizo toser. Una anciana cubierta con velo
lo miró con malos ojos, tal vez porque no respondía las oraciones. Antonio aprovechó
el momento de la eucaristía, se acercó a la última puerta y huyó como un forajido.
En la calle pasó cerca del Conservatorio de Música,
desde donde lo alcanzó el sonido melancólico y ronco de un violonchelo. Desaceleró
el paso. Una tenue tristeza lo arropó, como una llovizna. Hubiera querido colocar
en la misa, pensaba, todo el misticismo de la música. Antonio aún buscaba sus ritos,
tenía necesidad de ritos. Varias cuadras después penetró casi al azar en un espectáculo
de marionetas. Una bailarina de madera ejecutaba una secuencia, pero moría sin completarla
y más tarde se transformaba en mariposa. A su lado, una joven abrazó a una niña
que lloraba. Algo en el espíritu de Antonio cambió a partir de ese instante, o pedía
a gritos cambiar, o era acaso la agonía de sospechar que nada cambiaría.
El público abandonó el local en silencio. Las palabras
molestaban. A medida que se incorporaba a la calle, Antonio fue cruzándose con rostros
cada vez más anónimos, igual de silenciosos. La mediocridad también es muda, pero
por otras razones. Hacia el crepúsculo, el cielo se rompió en nubes aborregadas
incandescentes. Era un cielo profundo, distinto, irreal. Sí, la naturaleza sí lo
había entendido.
Era de noche cuando Antonio regresó a su casa. Antes
que su padre le diera cualquier mensaje, ya había respirado el aire enrarecido.
–Una mujer ha estado llamándote (por teléfono).
–¿Quién era?
–No tengo idea… Pero te aseguro que llamará de nuevo.
Antonio pensó en la carta con que el destino preparaba
un cambio en su vida.
Gabriela Chiancone llamó hacia las once de la noche.
Llamada abusiva, sobre todo por su contenido aparentemente banal. Las hermanas Palentini
necesitan de alguien que les dicte clases extras de matemáticas. Nada dramático,
sólo cuestión de reforzar conocimientos. ¿Podrías ser tú esa persona? Te pagarían,
por supuesto.
¡La casa de Paola Palentini! Por fin franquearé su
puerta, conoceré sus muebles, sus paredes, respiraré el aire extranjero de su hogar.
Se dio un baño y antes de dormir dedicó los últimos
minutos del día a recordar el insondable rostro de Paola Palentini, un rostro donde
jamás había visto la duda, la consternación y por supuesto nada que se pareciera
a una sonrisa. “La sonrisa –pensaba Antonio– es debilidad, es la confesión de nuestra
vulnerabilidad humana”. Comenzó a sentir una especie de ansioso despecho, y decidió
dormirse.
A las siete de la noche del siguiente día, Antonio
subía el largo ascensor hacia el pent-house donde vivían las hermanas. Había ensayado
algunos diálogos introductorios y tenía reservados varios temas de conversación.
Una mujer vestida de azul oscuro le recibió.
–Me ha encontrado por mera casualidad, jovencito –comenzó
con tono familiar, como si le conociera de toda la vida–. No puedo marcharme hasta
tanto no termine mi trabajo, qué le parece.
–Eh… Mi nombre es Antonio. Se supone que debía estar
aquí a las siete.
–Lo lamento… pero aquí no hay nadie.
Antonio no entendía. ¿O acaso la mujer bromeaba? Trató
de fisgonear hacia el interior, pero sólo pudo divisar un fragmento de azotea con
ropas batidas al viento.
–¿Es usted de la familia? –preguntó al fin.
–No, de ninguna manera.
–Pero conoce a las hermanas, supongo.
–Como si las hubiera parido, amiguito.
–Lamento preguntar, pero… ¿no le advirtieron que alguien
vendría a las siete?
–No, lo siento. Las niñas deben andar mal de la cabeza–.
Y al poco rato agregó: –Pronto me iré yo también.
Antonio esperó en la planta baja del edificio. Esperó
hasta las nueve, ya no era lógico dictar clases a esa hora, pero no quería marcharse
sin tener al menos una explicación. Como el tiempo pasaba debía tomar una decisión,
así que se dirigió al edificio de enfrente. Tuvo que utilizar toda su labia y su
imaginación para convencer al portero a que lo dejara pasar y subir hasta la azotea.
Por fortuna, Antonio portaba unos prismáticos de bolsillo.
Desde su posición lograba espiar la sala de las Palentini,
a medio iluminar. Durante una hora no ocurrió absolutamente nada. Después se abrió
la puerta. Antonio contempló con emoción la entrada de una chica, menuda y delgada.
Por sus rasgos debía ser la hermana de Paola. Un caballero salió a recibirla, y
Antonio dedujo que debía ser el padre. (¿Por qué a él no lo vio entrar? ¿Acaso nunca
estuvo afuera?) Ambos permanecieron de pie, la joven se quitó algo como una bufanda.
Antonio no podía intuir el sentido de la conversación que quizá fuera de rutina,
pero cosa rara, los seres no avanzaban ni tomaban asiento.
Entonces Antonio fue testigo de una escena verdaderamente
inexplicable, un hecho por completo sobrenatural: la muchacha al principio experimentó
una especie de reflejo nervioso en el brazo izquierdo, después éste comenzó a deformarse
y marchitarse, como una rama seca que se consume al fuego. Un espantoso frío interrumpió
al muchacho, quien por un momento se arrepintió de haber invadido el mundo privado
de la familia. Espió otra vez con sus prismáticos, y allí estaba la joven con una
especie de filamento licuado por brazo izquierdo. Era demasiado. Antonio descendió
todos los pisos por las escaleras y se marchó sin agradecer al portero que le permitió
entrar.
Tal vez lo que Antonio vivió aquella noche fue un
auténtico sacramento, una experiencia iniciática que le advertiría que ya no era
un niño. Había comenzado a buscar… y su sed de conocimiento le respondió. Ahora,
arrojado del jardín del Edén, Antonio ya jamás podría volver a ser la persona que
antes era.
Sólo una noche volvió a toparse con una de las Palentini,
justamente con la hermana de Paola. Venía por la misma acera. Antonio se apresuró
a determinarle los brazos, ambos en perfecto estado. Se cruzaron con una indiferencia
que el muchacho agradeció. Demasiado dolor, demasiado parto, un recuerdo horroroso
que no se ha aplacado. Cuando calculó que la joven debía alcanzar el final de la
acera, volteó y la vio perderse en la esquina. Y, oh desgracia, en su sombra que
aún se proyectaba en la pared, Antonio pudo percibir su brazo obsceno, inefable,
licuarse otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario