Pío Baroja
El coche del muerto se dirigía
por la ronda hacia el Prado. Era un coche de tercera, ramplón, enclenque, encanijado;
estaba pintado de negro, y en las cuatro columnas de los lados se sostenía el techo
y en la cruz que lo coronaba tenía vivos amarillos, como los de un uniforme de portero
o de guardia de orden público.
No
se parecía en nada a esas carrozas fúnebres tiradas por caballos empenachados, de
movimientos petulantes; no llevaba palafrenes de media blanca y empolvada peluca;
no; era un pobre coche, modesto, sin pretensiones aristocráticas, sin más aspiración
que la de llenar la carne el pudridero del Este y no romperse en pedazos un día
de toros, camino de las ventas.
Lo
arrastraban dos caballos escuálidos y derrengados, en vísperas de entregar sus almas
al dios de los caballos; uno de ellos era cojitranco, y hacía bambolearse al coche
como un barco en alta mar y le arrancaba unos crujidos y unos rechinamientos que
partían el alma.
El
cochero, subido en el alto pescante, enfundado en su librea negra y raída, el sombrero
de copa metido hasta las cejas y la corbata subida hasta las barbas, dirigía los
caballos con las riendas en la mano y el látigo en la otra, y sonreía benévolamente
desde sus alturas a la Humanidad que se agitaba a sus pies, como toda la benevolencia
que da a un espíritu recto y filosófico una media docena de quinces introducidos
en el estómago.
Era
un cochero jovial, un cochero que comprendía el mérito de ser jovial, y seguramente
que los que él conducía no podían quejarse, porque cuando iba un poco cargado, lo
cual pasaba un día sí y el otro también, entretenía a los señores difuntos por todo
el camino con sus tangos y playeras, y saltaban los buenos señores sin sentirlo,
en sus abrigados ataúdes, de los puertos de la muerte a las orillas de la nada.
El
cortejo fúnebre no era muy lucido, lo formaban dos grupos de obreros: unos, endomingados;
otros, de blusa, en traje de diario; por el tipo, la cara y esa palidez especial
que da el trabajo de noche, un observador del aspecto profesional de los trabajadores
hubiese conocido que eran panaderos.
Iban
por el medio de la calle, y tenían las botas y los pantalones bastante llenos de
barro, para no tener necesidad de fijarse en dónde ponían los pies.
Primero,
junto al coche, presidiendo el duelo, marchaban dos primos del difunto, bien vestidos,
hasta elegantes; con su pantalón de pana, y su gran cadena de reloj, que les cruzaba
el chaleco.
Luego
iban los demás formando dos grupos aparte. La causa de aquella separación era la
rivalidad, ya antigua, existente entre la tahona del Francés y la tahona del Gallo,
las dos colocadas muy cerca, en la misma calle.
Al
entierro de Mirandela, antiguo oficial de masas, de la tahona del Gallo, y luego
hornero de la tahona del Francés, no podían faltar ni los de una casa ni los de
la otra. Y, efectivamente, estaban todos.
Allí
se veían en el grupo de los del Gallo: el maestro, conocido por el sobrenombre de
O ferrador; el Manchego, uno de los antiguos de la tahona, con su sombrero de alas
anchas, como si fuera a cazar mariposas, su blusa blanca y su bastón; el Maragato,
con su aspecto de sacristán; el Moreno, y Basilio el americano.
El
otro grupo lo capitaneaba el mismo Francés, un auvergnat grueso y colorado, siempre
con la pipa en la boca; junto a él iban los dos hermanos Barreiras, con sombreros
cordobeses y vestidos de corto; dos gallegos de instintos andaluces y aficionados
a los toros; y detrás de ellos le seguía Paco, conocido con el mote de la Paquilla;
Benito el Aragonés y el Rubio, el repartidor.
De
cuando en cuando, de alguno de los dos grupos partía una sentencia más o menos filosófica,
o más o menos burlesca: “La verdad es que para la vida que uno lleva, más valiera
morirse”. “¡Y que se va a hacer!” “Y que aquí no se puede decir no quiero…”
El
día era de invierno, oscuro, tristón; las casas, ennegrecidas por la humedad. Tenían
manchas negruzcas y alargadas en sus paredes, lagrimones que iba dejando la lluvia;
el suelo estaba lleno de barro, y los árboles descarnados entrecruzaban en el aire
sus ramas secas, de las cuales aún colgaban, temblorosas, algunas hojas mustias
y arrugadas…
Cuando
el coche fúnebre, seguido por el acompañamiento, bajó la calle de Atocha y dio la
vuelta a las tapias del Retiro, comenzaba a llover.
A
la derecha se extendía la ancha llanura madrileña, ya verde por el trigo que retoñaba;
a lo lejos surgía, entre la niebla, la ermita del cerrillo de los Ángeles; más cerca,
las dos filas de casas del barrio del Pacífico, que iban a terminar en las barriadas
del puente de Vallecas.
Al
pasar por una puerta del Retiro, próxima al hospital del Niño Jesús, propuso uno
echar unas copas en un merendero de allí cerca, y se aceptó la idea.
–Aquí
vaciamos un frasco de vino con el pobre Mirandela cuando fuimos a enterrar a Ferreiro;
¿os acordáis? – dijo el Marangato.
Todos
movieron la cabeza tristemente con aquel recuerdo piadoso.
–El
pobre Mirandela decía –añadió uno de los Barreira– que camino del Purgatorio hay
cuarenta mil tabernas, y que en cada una de ellas hay que echar una copa. Estoy
seguro de que él no se contenta sólo con una.
–Necesitarás
al menos una cuartilla, porque él era aficionado, si bien se quiere –añadió el Moreno.
–¿Y
qué se va a hacer? –repuso con su habitual filosofía O ferrador, contestándose a
sí mismo–. Va uno a su casa y la mujer riñe y los rapaces lloran, ¿y qué se va a
hacer?
Salieron
del merendero, y al cabo del poco rato llegaron a la calle de Alcalá.
Algunos
allí se despidieron del cortejo, y los demás entraron en dos tartanas que anunciaban
unos cocheros, gritando: “¡Eh! ¡Al Este, por un real!”
El
coche del muerto empezó a correr de prisa, tambaleándose con la elegancia de un
marinero borracho, y tras de él siguieron las dos tartanas, dando tumbos y tumbos
por la carretera.
Al
paso se cruzaban otros coches fúnebres, casi todos de niños. Se llego a las ventas,
se cruzó el puente, atravesaron las filas de merenderos, y siguieron los tres coches,
uno tras otro, hasta detenerse en la puerta del cementerio.
Se
hizo el entierro sin grandes ceremonias. Lloviznaba corría un viento frío.
Allá
se quedó el pobre Marinuela, mientras sus compañeros montaron en las tartanas.
–Esta
es la vida– dijo O ferrador–. Siempre dale que dale. Bueno. Es un suponer. Y después
viene un cura, y ¿qué? Nada. Pues eso es todo.
Llegaron
a las Ventas. Había que resolver una cosa importante: la de la merienda. ¿Qué se
iba a tomar? Algo de carne. Eso era indudable. Se discutió si sería mejor traer
jamón o chuleta; pero el parecer general fue el de traer chuleta.
El
Marangato se encargó de comprarlas y volvió en un instante con ellas envueltas en
un papel de periódico.
En
un ventorro prestaron el sartén, dieron unas astilladas para hacer fuego y trajeron
vino. La Paquilla se encargó de freír las chuletas.
Se
sentaron todos a la mesa. Los dos primos del muerto, que presidían el duelo, se
creyeron en el caso de poner una cara resignada; pero pronto se olvidaron de su
postura y empezaron a engullir.
Los
demás hicieron lo mismo. Como dijo O ferrador. “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”.
Comían
todos con las manos, embutiéndose en la boca pedazos de miga de pan como puños,
llenándose los labios de grasa, royendo la última piltrafa de los huesos.
El
único vaso que había en la grasienta mesa pasaba de una mano a otra, y a medida
que el vinazo iba llenando los estómagos, las mejillas se coloreaban y brillaban
los ojos alegremente.
Ya
no había separación: los del Gallo y los del Francés eran unos; habían ahogado sus
rivalidades en vino y se cruzaban entre unos y otros preguntas acerca de amigos
y parientes: ¿y Lenzuela, el de Goy? ¿Y Perucho, el de Puris? ¿Y el Farruco de Castroverde?
¿Y el Tolo de Monforte? ¿Y Silvela?…
Y
llovían historias, y anécdotas, y risas, y puñetazos en la mesa, y carcajadas, hasta
que de pronto el Manchego, sin saber por qué, se incomodó y con risa sardónica empezó
a decir que en Galicia no había más que nabos, que todos los gallegos eran unos
hambrientos y que no sabían lo que era el vino.
–¡Claro!
Y en la Mancha, ¿qué hay? –le preguntaban los gallegos.
–El
mejor trigo y el mejor vino del mundo– replicaba el Manchego.
–En
cuanto a trigo y a centeno –repuso el Maragato–, no hay tierra como la Maragatería.
Todos
se echaron encima, protestando: se generalizó la disputa, y todos gritaban, discutían,
y de cuando en cuando, al terminar el barullo de cada período oratorio, se oía con
claridad, a modo de interrogación:
–¿Entonces?
Y
luego, con ironía:
–¡Claro!
O
ferrador sacó el reloj, vio que era tarde y hora de marcharse.
Afuera
se presentaba un anochecer triste. Corría un viento helado. Una nubecilla roja aparecía
sobre Madrid, una lejana esperanza de buen tiempo.
El
Manchego seguía vociferando en contra de los gallegos.
–Léveme
o demo –le decía uno de ellos–. A pesar de eso, ya quieres casar a tu hija con un
gallego.
–¡Yo!
¡Yo! –replicó él, y echó el sombrero al suelo con un quijotesco desdén por su mejor
prenda de vestir–. Antes la quiero ver entre cuatro velas.
Entonces
O ferrador quiso calmarle con sus reflexiones filosóficas.
–Mira
Manchego –le decía–, ¿de dónde son los gobernadores, ministros y demás?… Pues de
la Galicia, hombre, de la Galicia. ¡Y qué se va a hacer!
Pero
el Manchego, sin darse por convencido, seguía furioso, ensuciándose en el maldito
barco que trajo a los gallegos a España.
Luego,
con el frío, se fueron calmando los excitados ánimos. Al llegar a la estatua de
Espartero, los de la tahona del Gallo se separaron de los de la tahona del Francés.
A
la noche, en los amasaderos sombríos de ambas tahonas, trabajaban todos medio dormidos
a las vacilantes luces de los mecheros de gas.
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