Fredric Brown
Tuvo lugar, entre todos los lugares del mundo, en Cincinnati. No es que tenga
nada contra Cincinnati, pero no es precisamente el centro del universo, ni siquiera
del estado de Ohio. Es una bonita y antigua ciudad y, a su manera, no tiene par.
Pero incluso su cámara de comercio admitiría que carece de significación cósmica.
Debió de ser una simple coincidencia que Gerber el Grande –¡vaya nombre!– se encontrara
entonces en Cincinnati.
Naturalmente, si el episodio hubiera llegado a conocerse,
Cincinnati se habría convertido en la ciudad más famosa del mundo, y el pequeño
Herbie sería aclamado como un moderno San Jorge y más celebrado que un niño bromista.
Pero ni uno solo de los espectadores que llenaban el teatro Bijou recuerda nada
acerca de lo ocurrido. Ni siquiera el pequeño Herbie Westerman, a pesar de tener
la pistola de agua que tan importante papel jugó en el suceso.
No pensaba en la pistola de agua que tenía en un bolsillo
mientras contemplaba al prestidigitador que ejecutaba su número en el escenario.
Era una pistola de agua nueva, comprada en el camino hacia el teatro cuando engatusó
a sus padres para que entraran en la juguetería de la calle Vine; pero, en aquel
momento, Herbie estaba mucho más interesado por lo que ocurría en el escenario.
Su expresión revelaba la más completa aprobación. Los
juegos de manos a base de cartas no suponían ningún misterio para Herbie. Él mismo
sabía hacerlos. Eso sí, debía utilizar una baraja pequeña que iba en la caja de
magia y era del tamaño adecuado para sus nueve años de edad. Y la verdad es que
cualquiera que lo observara podía ver el paso de la carta de un lado a otro de la
mano. Pero eso no era más que un detalle.
Sin embargo, sabía que pasar siete cartas a la vez requería
una gran fuerza digital así como una habilidad sin límites, y eso era lo que Gerber
el Grande estaba haciendo. Durante el cambio no se oía ningún chasquido revelador,
y Herbie hizo un gesto de aprobación. Entonces recordó el siguiente número.
Dio un codazo a su madre y le dijo:
–Mamá, pregunta a papá si tiene un pañuelo para dejarme.
Por el rabillo del ojo, Herbie vio que su madre volvía
la cabeza y en menos tiempo del necesario para decir “Presto”, Herbie había abandonado
su asiento y corría por el pasillo. Se sentía satisfecho de su hábil maniobra de
despiste y su rapidez de reflejos.
En aquel preciso momento de la actuación –que Herbie
ya había visto en otras ocasiones, solo– era cuando Gerber el Grande pedía que algún
niño subiera al escenario. Lo estaba haciendo en aquel preciso instante.
Herbie Westerman se le adelantó. Se puso en movimiento
mucho antes de que el mago formulara la solicitud. En la actuación precedente, fue
el décimo en llegar a las escaleras que unían el pasillo y el escenario. Esta vez
había estado preparado, y poco se había arriesgado a que sus padres se lo prohibieran.
Quizá su madre le hubiera dejado y quizá no; le pareció mejor esperar a que mirase
hacia otro lado. No se podía confiar en los padres en cosas como ésa. A veces, tenían
ideas muy raras.
“…tan amable de subir al escenario?” Los pies de Herbie
se posaron en el primer escalón antes de que el mago terminara la frase. Oyó un
decepcionado arrastrar de pies a su espaldas, y sonrió vanidosamente mientras atravesaba
el escenario.
Herbie sabía, por anteriores representaciones, que el
truco de las tres palomas era el que necesitaba un ayudante escogido entre el público.
Era el único truco que no conseguía descubrir. Sabía que en aquella caja tenía que
haber un compartimiento oculto, pero ni siquiera podía imaginarse dónde. Sin embargo,
esta vez sería él quien aguantara la caja. Si a esa distancia no era capaz de descubrir
el truco, lo mejor que podía hacer era dedicarse a coleccionar timbres.
Sonrió abiertamente al mago. No es que él, Herbie, pensara
delatarlo. Él también era mago; por eso comprendía que entre todos los magos debía
existir un gran compañerismo y que uno jamás debía revelar los trucos de otro.
No obstante, se estremeció y la sonrisa se borró de
su cara en cuanto observó los ojos del mago. Gerber el Grande, desde tan cerca,
parecía mucho más viejo que desde el otro lado del escenario. Y además, distinto.
Mucho más alto, por ejemplo.
Sea como fuere, aquí llegaba la caja para el truco de
las palomas. El ayudante habitual de Gerber la traía en una bandeja. Herbie desvió
la mirada de los ojos del mago y se sintió mejor. Incluso recordó la razón por la
que se encontraba en el escenario. El criado cojeaba. Herbie agachó la cabeza para
ver la parte inferior de la bandeja por si acaso. No vio nada.
Gerber cogió la caja. El criado se alejó cojeando y
Herbie lo siguió con la mirada. ¿Era realmente cojo o se trataba únicamente de un
truco más?
La caja se dobló hasta quedar totalmente plana. Los
cuatro lados reposaron sobre el fondo, la superficie reposó sobre uno de los lados.
Había pequeñas bisagras de latón.
Herbie dio rápidamente un paso atrás para ver la zona
posterior mientras la anterior era mostrada a los espectadores. Sí, entonces lo
vio. Un compartimiento triangular adosado a un lado de la tapa, cubierta por un
espejo, y unos ángulos destinados a lograr su invisibilidad. Un truco muy gastado.
Herbie se sintió un poco decepcionado.
El prestidigitador dobló la caja y el compartimiento
oculto por el espejo quedó en su interior. Se volvió ligeramente.
–Y ahora, jovencito…
Lo que ocurrió en el Tíbet no fue el único factor; fue
el último eslabón de una cadena.
El clima tibetano había sido insólito durante esa semana,
realmente insólito. Hizo un relativo calor. La nieve sucumbió a las elevadas temperaturas
en cantidad superior a la que se había fundido a lo largo de los últimos años. Los
riachuelos crecieron, y todos los ríos aumentaron de caudal.
A lo largo de los ríos, los molinillos de oraciones
giraban a más velocidad de la que habían alcanzado jamás. Otros, sumergidos, se
detuvieron. Los sacerdotes, con el agua hasta las rodillas, trabajaban frenéticamente,
acercando los molinillos a la ribera, donde el veloz torrente no tardaría en volver
a cubrirlos.
Había un pequeño molinillo, uno muy antiguo que había
girado sin cesar durante más tiempo del que ningún hombre podía recordar. Hacía
tanto tiempo que se encontraba allí que ningún lama recordaba la inscripción que
ostentaba, ni cuál era el propósito de aquella oración.
Las turbulentas aguas rozaban su eje cuando el lama
Klarath se acercó para trasladarlo a un lugar más seguro. Demasiado tarde. Sus pies
resbalaron sobre el barro y la palma de su mano tocó el molinillo mientras caía.
Liberado de sus amarras, se alejó con la corriente, rodando por el fondo del río,
hacia aguas cada vez más profundas.
Mientras rodó, todo fue bien.
El lama se levantó, tiritando a causa de la momentánea
inmersión, y se dirigió hacia otro de los molinillos. ¿Qué importancia podía tener
un pequeño molinillo?, pensó. No sabía que –ahora que otros eslabones se habían
roto– sólo aquel diminuto objeto se interponía entre la Tierra y Armagedón.
El molinillo de Wangur Ul siguió rodando y rodando hasta
que, dos kilómetros río abajo, chocó con un saliente y se detuvo. Ese fue el momento.
“Y ahora, jovencito…”
Estamos nuevamente en Cincinnati, Herbie Westerman levantó
la vista, preguntándose por qué se habría interrumpido el prestidigitador a mitad
de la frase. Vio que el rostro de Gerber el Grande estaba contorsionado por una
gran impresión. Sin moverse, sin cambiar, su rostro empezó a cambiar. Sin transformarse,
se transformó.
Después, lentamente, el mago se echó a reír. En aquellas
suaves carcajadas se reflejaba todo el mal del mundo. Ninguno de los que las oyeron
pudieron dudar de su personalidad. Ninguno dudó. Los espectadores, todos y cada
uno de ellos, supieron en aquel horrible momento quién se encontraba ante ellos,
lo supieron –incluso los más escépticos– sin ninguna sombra de duda.
Nadie se movió, nadie habló, nadie contuvo el aliento.
Hay otras cosas aparte del miedo. Sólo la incertidumbre causa miedo y, en aquel
momento, el teatro Bijou estaba lleno de una espantosa certidumbre.
La risa se hizo más fuerte. Alcanzó un crescendo, resonó
en los rincones más polvorientos de la galería. Nada –ni una mosca del techo– se
movió.
Satanás habló.
–Agradezco la atención que han prestado a un pobre mago.
–Hizo una exagerada reverencia–. La representación ha concluido.
Sonrió.
–Todas las representaciones han concluido.
El teatro pareció oscurecerse, a pesar de que las luces
siguieran encendidas. En medio de un silencio mortal, pareció oírse el ruido de
unas alas, unas alas correosas, como si invisibles criaturas se estuvieran reuniendo.
En el escenario reinaba un mortecino resplandor rojo.
De la cabeza y cada uno de los hombros de la alta figura del mago surgió una minúscula
llama.
Aparecieron otras llamas. Surgieron a lo largo del proscenio,
a lo largo del escenario. Una de ellas surgió de la tapa de la caja doblada que
el pequeño Herbie Westerman seguía teniendo en las manos.
Herbie dejó caer la caja.
¿He mencionado que Herbie era cadete de salvamento?
Fue una acción puramente refleja. Un niño de nueve años no sabe gran cosa acerca
de temas como Armagedón, pero Herbie Westerman debería haber sabido que el agua
jamás habría podido apagar aquel fuego.
Pero, como ya he dicho, fue una acción puramente refleja.
Sacó su nueva pistola de agua y lanzó un chorro de líquido sobre la caja destinada
a ejecutar el truco de las palomas. Y el fuego se apagó, mientras gotas del chorro
de agua mojaban una de las perneras de los pantalones de Gerber el Grande, que se
encontraba de espaldas a él.
Se produjo un ruido sibilante, repentino. Las luces
brillaron nuevamente con toda su fuerza, y todas las demás llamas se apagaron, el
ruido de alas se desvaneció, ahogado por otro ruido, el murmullo de los espectadores.
El prestidigitador tenía los ojos cerrados. Su voz sonó
extrañamente forzada cuando dijo:
–Conservo todo mi poder; ninguno de ustedes recordará
lo sucedido.
Después, muy lentamente, se volvió y recogió la caja
del suelo. Se la dio a Herbie Westerman.
–Debes tener más cuidado, niño –dijo– sujétala así.
Dio un ligero golpecito en la tapa con su varita mágica.
La puerta se abrió. Tres palomas blancas se escaparon de la caja. El susurro de
sus alas no era correoso.
El padre de Herbie Westerman bajó las escaleras con
semblante pensativo, descolgó el suavizador de la navaja de afeitar de un clavo
de la pared de la cocina.
La señora Westerman levantó la mirada y dejó de remover
la sopa que estaba haciendo.
–Pero, Henry –dijo–, no irás a castigarlo por lanzar
un poco de agua por la ventanilla del coche mientras volvíamos a casa, ¿verdad?
Su marido meneó la cabeza.
–Claro que no, Marge. Pero ¿no recuerdas que compramos
esa pistola de camino al teatro, y que no nos acercamos para nada a un grifo? ¿Dónde
crees que la llenó?
No aguardó la respuesta.
–Cuando nos detuvimos en la catedral para hablar con
el padre Ryan acerca de su confirmación, ¡entonces fue cuando la llenó! ¡En la pila
bautismal! ¡Poner agua bendita en la pistola de agua!
Subió pesadamente las escaleras, con el suavizador en
la mano.
Rítmicos golpes y gemidos de dolor se escaparon hacia
el piso inferior. Herbie, que había salvado al mundo, estaba recibiendo su recompensa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario