Jean-Pierre Claris de Florian
En varios países de Asia se venera a los elefantes, en especial los blancos.
Tienen por establo un palacio, comen en recipientes de oro, todos los hombres se
postran ante ellos y los pueblos luchan para arrebatarse tan preciado tesoro. Uno
de estos elefantes, gran pensador, inteligente, le preguntó un buen día a uno de
sus conductores por qué le rendían tantos honores, dado que en el fondo él no era
más que un simple animal.
–¡Ay! Eres demasiado humilde –fue la respuesta–. Todos
conocemos tu dignidad y toda la India sabe que, al abandonar esta vida, las almas
de los héroes armados por la patria habitan por un tiempo en los cuerpos de los
elefantes blancos. Nuestros sacerdotes lo han dicho, por lo tanto debe ser así.
–¡Cómo! ¿Somos considerados héroes?
–Sin duda.
–De no serlo, ¿podríamos disfrutar en paz, en la selva,
de los tesoros de la naturaleza?
–Sí señor.
–Amigo mío, entonces déjame ir, porque te han engañado,
te lo aseguro; si reflexionas comprenderás de inmediato el error: somos altivos
pero cariñosos; moderados pero poderosos; no injuriamos a los más débiles; en nuestro
corazón, el amor sigue las leyes del pudor; pese a la situación privilegiada en
la que nos encontramos, los honores no han modificado nuestras virtudes. ¿Qué más
pruebas se necesitan? ¿Cómo es posible que alguien haya visto en nosotros el menor
rasgo humano?
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