Francisco Rojas González
…“Y vivió feliz largos años”. Tantos, como aquellos en que la gente no puso
reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad
que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto, pero con
filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un
lujo”. Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de
que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque
“teniendo uno bueno…”
Mas llegó un día infausto; fue aquél cuando se le ocurrió
pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba
él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras
y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita
tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios,
ni risas, ni algarada… Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló
durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo; en el fondo
del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo
que se imponía entre él y el sol…
Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al
hallazgo del indiscreto escolar… ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele
entonces –imprudente– poner a prueba tan optimista suposición.
Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible
lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo
huérfano y los múltiples y burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta: “Adiós,
media luz.”
Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los
tuertos: era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo
sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron
a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír, como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado
las vacaciones; la muchachada se dispersó por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era
como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas…
Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento:
la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que
a coro le gritaban:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
O era el mocoso que tras del parapeto de una esquina
lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol…”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo
pesar, el pesar, vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma la sentía como
injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes,
pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire cómico que tanto gustaba a los
muchachos:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba,
maldecía y amenazaba con los puños apretados.
Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados
funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con
endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla
se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión:
“Ojo de tirador”.
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva
que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre
amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos
de mezquite: lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático.
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas,
le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del
pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos
y quejidos… Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que
ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime. Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en
busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos,
a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos:
un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la
chirigota:
“Adiós, ojo de tirador…”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del
ofendido determinó que el grandullón le hiciera pagar muy caros los arrestos… Y
el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el
árnica alivio a los incontables chichones… La vieja acarició entre sus dedos la
cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio
a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba
tan fastidiosa.
En falla los medios humanos, ocurrieron al concurso
de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a
su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban
a cambio de templar la inclemencia del muchacherío.
Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la
madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las
legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta
de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron
la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente
por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre.
Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a
cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, arupado en su insignificancia.
La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la Virgen
de San Juan…!
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio
y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de
cuando en cuando, por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras
de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las
cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes
desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros
hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo
era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido
de su vientre ahíto de salitre y de pólvora.
En aquel instante, él seguía, embobado, la trayectoria
de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla… Simultáneamente al trueno,
un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo
en las policromías efímeras… De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano…
Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
–La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito
–gritó la madre, quien imploró después–: Busquen un doctor, en caridad de Dios.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente
la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte…
Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos de dijo:
–Ya sabía yo, hijito, que la Virgen de San Juan no nos
iba a negar un milagrito… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas
palabras.
–¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido
mi ojo bueno en las puertas de su templo.
–Ese es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando
te vean en el pueblo, todos quedarán chasqueados y no van a tener más remedio que
buscarse otro tuerto de quien burlarse… Porque tú, hijo mío, ya no eres tuerto.
Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto
de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una sonrisa dulce, de
ciego, que le iluminó toda la cara.
–¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…! Volveremos
el año que entra; sí, volveremos al Santuario para agradecer las mercedes a Nuestra
Señora.
–Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino.
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