Carlos Alvahuante
El metro no llega. José consulta
el gran reloj digital que cuelga del techo del andén: 7:52. Es la tercera vez que
lo hace y las tres veces el resultado ha sido el mismo. O se trata del minuto más
largo de su vida o el reloj está descompuesto. Las demás personas, unas quince dispersas
por el andén, parecen no darse cuenta. De nada. Sólo siguen esperando.
El calor es asfixiante en la estación. José imagina
lo que sería salir a refrescarse, sentarse en la banqueta, disfrutar de la noche,
de un cigarro y del recuerdo de Norma. Se encamina hacia las escaleras, pero a los
pocos pasos se arrepiente: podría ser que mientras él no estuviera llegara el metro.
Las otras personas lo observan. José se pone nervioso, le gustaría decirles que
no lo vean, que no tiene nada raro, que es una persona como cualquier otra esperando
el metro, que de todos modos ya ni extraña tanto a Norma, que… No dice nada. Ocupa
nuevamente su lugar, baja la mirada y espera.
Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Luego
las saca y se truena los dedos. Luego las vuelve a meter y, de reojo, con mucho
disimulo, checa el reloj del andén: 7:52. Sonríe. Si el reloj no está descompuesto,
entonces él es quien lo está. Sólo para cerciorarse, le pide la hora a una mujer
que se encuentra a su lado. Ella le da la hora, 7:52, y la espalda. José permanece
inmóvil. Contempla a la mujer y a las demás personas, quienes actúan con naturalidad.
O mejor dicho, no actúan; esperan. ¿Será que de verdad no se han dado cuenta? José
insiste. Oiga, ¿está segura de que son las siete cincuenta y dos? La mujer ni siquiera
se da la vuelta, únicamente levanta el brazo para que José pueda leer por sí mismo
la hora. Gracias. Son las 7:52.
El metro no llega. Después de una recitación silenciosa
de las Coplas a la muerte de su padre y una acalorada discusión interna sobre
la posibilidad de que haya vida más allá de la muerte, José levanta la mirada y
la conduce muy despacio hacia el gran reloj digital. Por un instante, apenas una
fracción de segundo, los números rojos desaparecen. Lo que sucede enseguida es casi
simultáneo, a una velocidad espeluznante: el reloj marca las 7:53, José oye que
el metro se aproxima, la mujer se vuelve y lanza un grito, un hombre que está a
unos pasos de la mujer deja caer el periódico abierto y empalidece, las llantas
se bloquean en un desesperado intento por frenarse y el metro cierra los ojos.
El periódico desciende lentamente, en zigzag. Antes
de que toque el suelo, José alcanza a agradecer que el metro al fin haya llegado:
con semejante espera, ya se le andaban quitando las ganas.
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