Elena Garro
Subieron en el mismo avión.
Durante el viaje ocuparon lugares muy lejanos uno del otro, e ignoraron a la joven
pareja de recién casados que atraía las miradas de todos los demás pasajeros.
Ella,
Eva, se empeñó en mirar por la ventanilla las nubes que viajaban muy abajo de ella.
Iba absorta, ocupada en pensamientos oscuros. Él, Vicente –el ceño fruncido y los
brazos cruzados–, parecía sombrío y ausente.
En
el campo aéreo de Puerto Vallarta se cruzaron varias veces sin dirigirse la palabra,
cada uno preocupado en reconocer el lugar y en recuperar su equipaje. Eran dos desconocidos.
La pareja de recién casados, por el contrario, no se separaba un segundo. Al llegar
al hotel, cada uno recibió la llave de su cuarto y se dejaron guiar por dos mozos
diferentes. La pareja llegó al mismo hotel.
Eva
no examinó su habitación. Apenas hubo desaparecido el mozo que llevaba su maleta,
la mujer se acercó al espejo y contempló asombrada su fatiga. Luego se dejó caer
sobre la cama. Así estuvo un tiempo, mirando el techo con obstinación. No se inmutó
cuando la perilla de la cerradura giró con suavidad, como si alguien quisiera entrar
sin ser notado. La puerta se abrió con sigilo y Vicente entró furtivo, cerrándola
tras de sí. Se quedó recargado sobre la puerta, conteniendo el aliento, y desde
allí contempló a Eva en silencio. Luego, cabizbajo, se dirigió al balcón a mirar
el mar que jugaba con la luz del atardecer.
La
tarde marina entraba tibia por el balcón abierto. Concentrado, con las manos en
los bolsillos del pantalón, miró los reflejos de las olas.
Eva,
sentada en el borde de la cama, contempló con ojos graves las espaldas cubiertas
por la camisa blanca que le oscurecían la tarde.
Permanecieron
en silencio. De pronto él hizo un gesto inesperado, sacó la mano del bolsillo del
pantalón, se la llevó a los labios y tiró un beso por la ventana. Alarmada, Eva
se puso de pie y avanzó rápido hasta el centro de la habitación de techos altos
y paredes blancas.
–¿Qué
haces?
Él
se volvió tranquilo y la miró risueño.
–Mi
amor, no se encele cuando le tire besos al azul.
Se
miraron reconociéndose y luego él se sentó abatido en el borde de la cama; se cogió
la cabeza entre las manos.
–Estas
semanas serán el espejo de lo que pudo ser la vida.
Eva,
sentada en el otro borde de la cama, permaneció quieta. Miró en su derredor: las
paredes blancas irradiaban una luz extraña, como si la sal del mar las hubiera convertido
en un material salino y luminoso. Por el balcón entraba la brisa ondulando las cortinas
blancas y ligeras.
–Vicente,
si tú te vas, yo me muero –afirmó convencida de que acababa de tener una revelación.
Vicente
se volvió a mirarla.
–¿Irme
de mi vida?
Se
acercó a ella y le pasó una mano sobre los cabellos todavía despeinados por el viaje.
La levantó para abrazarla y los dos se besaron. El cuarto quedó en silencio, habitado
por la extraña presencia del amor, suspendido en un tiempo misterioso y eterno.
Tarde
en la noche, Eva, peinada y alhajada con esmero, salió sola de su habitación. Atravesó
los pasillos silenciosos del hotel y entró al comedor vacío y apagado. Un mozo apareció
a sus espaldas.
–Sólo
en el bar puede comer algo, señora.
Silencioso,
el hombre le mostró el camino. Eva se detuvo frente a la puerta del bar iluminado
por velas simuladas. Después –decidida– entró. Los turistas en mangas de camisa
y enrojecidos por el sol la vieron pasar con entusiasmo. Escogió una mesa apartada
y con disimulo buscó a alguien. Sus ojos cayeron sobre la joven pareja que había
hecho el viaje con ella en el avión. Los observó con nostalgia: se miraban y él,
de cuando en cuando, le hacía caricias disimuladas. Eva bajó la vista y luego buscó
a Vicente.
Lo
descubrió sentado en un taburete alto, con un codo sobre el mostrador y en la actitud
abandonada de quien no se sabe observado. Tenía un vaso de whisky en la mano y junto
a él a una desconocida de pelo rubio y piel tostada, que le hablaba mostrando los
dientes iluminados por la risa. Vicente, distraído, contestaba algo a la intrusa.
Eva vio cómo, de pronto, la desconocida metió un dedo en el vaso de whisky de Vicente
y luego escribió algo en la madera del mostrador. Vicente la miró, mitad asombrado
mitad divertido. Eva supo que había escrito el número del cuarto que habitaba en
el hotel, porque inmediatamente hizo con los dedos un dos y un tres. Vicente se
echó a reír y luego, preocupado, se volvió a mirar alrededor. Descubrió a Eva, inmóvil,
mirándolo a pesar suyo; al verla, agachó la cabeza y fumó concentrado un cigarrillo.
Eva se apresuró a salir y tensa atravesó el bar oscuro, seguida por las miradas
ávidas de los turistas. Uno de ellos, Andrés, joven y de gesto apático, llamó a
un camarero.
–¿Quién
es?
–No
lo sé, llegó hoy en la tarde.
Vicente
la vio irse y bebió el whisky de un trago: parecía furioso consigo mismo.
Eva
caminó por los pasillos del hotel. Tenía prisa por refugiarse en su cuarto. Se encontró
con la joven pareja, que frente a la puerta de su cuarto se besaba. Se detuvo un
instante y los miró con tristeza. Al entrar a su cuarto, cerró la puerta con doble
llave y echó ésta en su bolso. Se desnudó con movimientos secos y precisos y se
tendió en la cama con los ojos abiertos. Oyó cuando alguien hizo girar en vano la
perilla de la puerta. Luego llamaron con los nudillos de la mano. Insistieron largo
rato; ella se sentó en la cama y fumó un cigarrillo. Los ojos se le llenaron de
lágrimas. Dejaron de llamar. A través del humo y de las lágrimas contempló el balcón
lejano y escuchó la voz de un hombre cantando una canción de amor. Se acercó al
balcón: abajo, en el jardín, la mujer rubia se paseaba sola entre los helechos.
Dudó
y luego fue a la puerta y la abrió. Se asomó al pasillo largo, poblado de puertas
iguales a la suya: estaba vacío y silencioso. Descorazonada la cerró, y se volvió
a encontrar sola en su cuarto. Se dejó caer de bruces sobre la cama y lloró largo
rato. Se quedó dormida. Alguien entró y la mano de Vicente le acarició los cabellos,
y con la punta de los dedos le acarició el perfil dormido. La habitación estaba
muy oscura y Eva no supo si soñó con Vicente. Porque la palabra amor que él repetía
junto a su rostro, variaba las imágenes, transfiguraba la realidad y la proyectaba
a un mundo diferente.
Se
despertó sola, con la luz del sol inundando su cuarto. La mañana marina entraba
por el balcón radiante. El cuarto existía solo, fuera del mundo, como un reino diferente.
Se acercó a la ventana a contemplar el jardín, la playa y el mar que no dejaba de
mecerse nunca.
Más
tarde, sola también, se dirigió a la playa. Los bañistas se enderezaron para mirarla.
Impávida se tendió al sol. Desde atrás de sus gafas oscuras lo buscó. Lo descubrió
a lo lejos, tirado boca abajo. Condenado a la separación, parecía abatido: un círculo
de soledad lo envolvía. Trató de no mirarlo. Al poco rato apareció la mujer rubia
seguida de un niño indígena, que cargaba un bolso de lona rayada. La desconocida
lucía un cuerpo acostumbrado al mar, a las olas y al yodo. Caminó con libertad buscando
a alguien; cuando descubrió a Vicente, se dirigió hacia él. Se tendió en la estera
que el niño sacó de la bolsa de lona y permaneció quieta, mientras el niño le untaba
las espaldas con un aceite lechoso. Eva la miraba fascinada. Vicente siguió solo,
ensimismado, contemplando la arena muy cerca de su rostro.
–El
señor le ruega que tenga la bondad de aceptar… –dijo la voz de un mozo tendiéndole
un coco abierto del cual surgían dos popotes blancos.
Eva
se volvió sobresaltada y se encontró con la cara morena y sonriente del mozo, que
sostenía el coco con respeto.
–Gracias…
muchas gracias… –dijo confusa.
A
unos cuantos pasos de ella, Andrés estaba ahora tendido en la arena y, con displicencia,
le indicaba que aceptara el coco abierto. Mortificada, lo miró sin saber qué decir.
Junto a Andrés, la joven pareja estaba echada al sol, él le acariciaba los cabellos
junto a la sien, mientras ella se dejaba mirar, asombrada de su propia dicha. La
felicidad de la pareja dejó sombría a Eva. Andrés se volvió a mirar a los jóvenes
y se dio cuenta de lo que pensaba Eva. Iba a decirle algo, cuando ésta se levantó
y corrió al mar. Se arrojó al agua y nadó con decisión: quería huir de la compañía
indeseada del mundo, quería olvidar al joven sonriente, a la pareja feliz y a la
rubia aceitada. No sabía si Vicente nadaba a sus espaldas. El mar se abría delante
de ella como un inmenso abanico azul. Le pareció que la llamaban, que su nombre
llenaba el mar y el cielo. Detuvo las brazadas y miró en derredor suyo: se había
alejado mucho y a lo lejos la playa relucía como una engañosa cinta de oro. Con
desaliento emprendió el regreso.
Al
llegar a la costa atravesó la arena ardiente y se cruzó con la pareja que iba a
lanzarse al agua; todos los bañistas los seguían con la mirada, envidiosos de su
dicha. Eva llegó a su lugar. Alguien había escrito sobre la arena un nombre, muy
cerca de su toalla; asombrada leyó: Andrés Corona. Levantó su toalla y se alejó.
Vicente, alerta, recién salido del agua, la miraba. A sus pies, se encontraba la
rubia.
Se
fue sola, sin corresponder a la mirada de Vicente. No se dirigió al hotel, no quería
encontrárselo. Sola caminó por los vericuetos del pueblo y comió en una fonda. La
aturdió la música de unos mariachis y la alegría ramplona de unos comensales de
clase media.
Después
de comer caminó un rato desorientada; se encontró con un autobús y sin pensarlo
subió en él. Los pasajeros de sombreros blancos, huaraches y ojos negros la miraron
curiosos. La carretera tortuosa se abría paso entre montañas ásperas; parecía que
no iba a ninguna parte. Al poco rato se detuvo en un pueblo inesperado, lleno de
piedras y de pirámides de frutas. Caminó sin rumbo, seguida por las miradas curiosas
de los habitantes hasta que se volvió a encontrar en la misma plaza desbaratada
y frente al mismo autobús que ahora iba de regreso a Puerto Vallarta. Se subió en
él y se acurrucó en un asiento.
–Me
intrigan las señoras que huyen –dijo una voz cerca de ella.
Sobresaltada,
se volvió. Era el joven de la playa. Lo vio con asombro. Era curiosa su actitud:
ahora parecía no tener ningún interés en ella. Le había hablado sin mirarla, parecía
indiferente a todo.
–Curioso,
las mujeres corren para alcanzar lo que desean y luego huyen –comentó el joven con
amargura.
Eva
no contestó.
–Las
asusta el amor, por eso lo destruyen –dijo profético.
Se
volvió de pronto a ella y la miró con fijeza.
–¿En
dónde abandonó a su amante, señora? –Eva, ofendida, levantó la cabeza.
–No
tengo amante.
–La
palabra también la aterra. ¡Ah, la hipócrita!
–Me
parece que es usted muy atrevido.
–Pues
si no tiene amante peor para usted. Se hará muy fea.
Eva
se volvió a mirar el paisaje. Estaba indignada. Llegaron a Puerto Vallarta. Se levantó
de su asiento y trató de pasar junto al joven sin rozarlo. Éste se puso de pie y,
cortés, le abrió paso entre los pasajeros. Bajó antes que ella y le tendió la mano.
Eva dudó antes de aceptar su apoyo.
–No
se intimide, no me interesan las mujeres que se avergüenzan de la palabra amante.
Sin
mirarlo, ganó la calle y se dirigió a su hotel. Andrés la miró alejarse, hizo un
gesto y echó a andar detrás de ella.
Atardecía
cuando Eva abrió la puerta de su cuarto. Acurrucado en un sillón Vicente la esperaba.
Al verla se levantó.
–¿De
dónde vienes? –le preguntó en voz baja.
–No
sé… fui a dar una vuelta…
–Eva,
es absurdo que te desaparezcas así, vinimos a estar juntos y pasamos todo el día
solos…
–Así
es…
–Eva,
dentro de unos días estaremos siempre solos…
La
mujer no contestó. Se sentó en el suelo junto al balcón, frente al mar tendido.
Vicente se sentó junto a ella con aire manso. Con la punta de los dedos le acarició
los pies pulidos metidos en las correas de las sandalias. Ella bajó los ojos.
–Pensé
que te habías ido para siempre –dijo él en voz muy baja.
Ella
lo miró humilde acariciarle las puntas de los pies.
–¿Y
qué quiere?
–¿Quién?
–preguntó Vicente.
–La
rubia.
–No
lo sé… –contestó él con honradez.
–Quiere
destruir lo que no tiene. Siempre hace lo mismo, frente a todos los Vicentes y las
Evas; conozco a ese tipo de mujer –dijo ella súbitamente furiosa.
–No
pienses en ella, no existe –murmuró él, pasándole un brazo sobre los hombros y atrayéndola
hacia sí.
Eva
buscó un cigarrillo en su bolso, no podía evitar la ira.
–¿Pensarías
en un hombre que me buscara como ella te busca a ti?
Vicente
la miró a los ojos.
–Tú
no lo permitirías. Tú eres mi amor.
La
tomó en sus brazos y la besó.
–Cuantos
siglos sin verte, amor mío… –suspiró Vicente. Detrás de ellos, el sol que caía vertical
sobre el mar.
Llegaron
casi al mismo tiempo al restaurante. En la entrada pasaron cerca el uno del otro
sin dirigirse la palabra. Como si nunca se hubieran visto. El comedor estaba iluminado
y lleno de comensales elegantes. Eva ocupó la mesa a donde la condujo un camarero.
Unos minutos después, hizo su aparición Vicente. Entró concentrado en su cigarrillo,
casi colérico por no poder cenar en la misma mesa que Eva. Pidió una mesa cerca
de la que ocupaba Eva.
–¡Vicente!
¡Qué milagro! ¿Qué haces aquí?
Vicente
se detuvo en seco. Desde una mesa vecina, lo llamaban Clara y Alberto sonriendo.
Alberto se puso de pie para ir al encuentro de Vicente, que visiblemente desconcertado
no sabía hacia dónde dirigirse ni qué hacer ante la súbita aparición de sus amigos.
Clara esperaba sonriente. Eva, que observaba la escena, sintió palidecer: ¡Todo
era absurdo y humillante! Andrés Corona, desde otra mesa, contemplaba lo que sucedía
con un gesto de entendimiento, como si a él no se le escapara el secreto que ignoraban
los demás comensales.
Vicente
se dejó llevar a la mesa de sus amigos.
–¿Qué
haces aquí tan solo? –preguntó Clara.
–¿Tan
solo?… no lo sé… –contestó Vicente sorprendido mientras buscaba con los ojos bajos
la mirada de su amante. ¿Cómo tomaría la presencia de esos dos idiotas? Cogió su
servilleta con ira y vio a Eva ocupada en revisar el menú.
–Te
hacíamos preparando tu viaje a Milán –dijo Alberto.
–Sí…
necesitaba unos días de descanso antes de irme por tanto tiempo… –dijo Vicente casi
a pesar suyo.
Eva
no entendía la lista del menú, pero se refugiaba en su lectura para olvidarse de
que Vicente estaba acompañado de aquella pareja y de que en adelante todo se volvería
más insoportable. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Por qué había
aceptado aquel viaje? De pronto unas manos le cubrieron los ojos. Se quedó quieta
por la sorpresa.
–¿Se
da?
Reconoció
la voz indiferente del joven y guardó silencio. Las manos le dejaron libres los
ojos. Frente a ella estaba Andrés Corona. Con tranquilidad el joven ocupó una silla
frente a ella.
–No
me guarde rencor por querer sacarla de un momento de pánico –le dijo mirándola con
fijeza. Ella no supo qué contestar, tampoco se atrevió a decirle que se levantara.
–La
sociedad es idiota, porque las mujeres son cobardes. ¡A mí me consta! –aseguró él
examinando el menú, para evitar mirar los ojos de Eva que amenazaban con llenarse
de lágrimas.
–¿Unos
camaroncitos a la plancha, señor? –preguntó solícito el camarero y esperó la respuesta
de Vicente que no llegó, porque éste, ocupado en mirar las espaldas de Andrés, no
lo había oído. Sus amigos lo miraron asombrados. El camarero repitió la pregunta.
–¿Unos
camaroncitos a la plancha, señor?
–Vicente,
regresa –y Clara le pasó la mano frente a los ojos para sacarlo de su estupefacción.
–¿Qué
pides? –preguntó Alberto.
–Lo
mismo que ustedes y ¡un whisky doble! –contestó amenazante.
En
la otra mesa Andrés ordenó:
–Un
whisky doble para la señora, uno simple para mí y dos órdenes de camarones a la
plancha.
Eva
lo miró con agradecimiento.
–Lo
que menos le importa ahora es lo que va a comer, pero coma –agregó Andrés con su
mismo tono indiferente.
–¿Y
usted quién es? –preguntó ella, dándose cuenta de que estaba con un desconocido.
Andrés
la miró divertido.
–Le
escribí mi nombre en la arena; sabía que era usted una náufraga.
Eva
sonrió.
–¿Y
qué hace? –preguntó tímida.
Andrés
abrió los ojos como si la pregunta lo colocara en un dilema, dudó unos segundos
y luego con aire serio se inclinó ante ella para confiarle un grave secreto.
–Lo
mismo que usted: tonterías –susurró.
Su
confidencia provocó en Eva una tranquilidad que era lo que Andrés buscaba.
–Los
que hacemos tonterías nos necesitamos, porque nos quedamos muy solos.
Indiferente,
bebió su whisky y le ordenó que ella hiciera lo mismo con el suyo. Ella lo obedeció.
Vicente,
por su parte, bebió su whisky de un golpe. Sus amigos lo miraron sorprendidos. Clara
le puso una mano cariñosa sobre la mano que Vicente había abandonado sobre el mantel.
–¿Qué
te pasa?… ¿Malas noticias de tu casa?…
Vicente
la miró sombrío.
–Lo
que a mí me pasa, Clarita, tú no lo entenderías.
–¡No
seas trágico! –exclamó tratando de sonreírle.
–No
soy trágico, la vida del hombre es trágica –respondió Vicente sin mirarla.
–¿Y
para qué estamos las mujeres sino para hacerles compañía? –dijo mimosa mirando a
su marido.
–Tal
vez las tragedias se deban a nuestra cobardía –aseguró Vicente mirando hacia la
mesa de Eva.
–Debías
haber venido a Puerto Vallarta con Emilia –dijo Clara mirándolo con malicia.
Vicente
guardó silencio, luego, con esfuerzo, dijo:
–Necesitaba
unos días de soledad… antes del viaje…
–¿Por
cuánto tiempo te vas? –preguntó Alberto tratando de sacarlo de un momento penoso.
–Por
dos años… –dijo Vicente en voz baja.
Eva
comía desganada mientras Andrés arrancaba displicente pétalos del ramito de flores
que adornaba la mesa y con ellos escribía algo sobre el mantel juntándolos con esmero,
Eva se inclinó a leer el letrero multicolor: “Andrés invita a Eva a bailar”.
–Eva
no acepta –contestó ella cuando hubo leído el mensaje.
–¿Para
qué habló? Las palabras son absurdas cuando no corresponden a los hechos.
Lo
miró sorprendida. Andrés, tranquilo, arrancó más pétalos, y escribió: “Aceptará”.
La miró serio y se dio vuelta para mirar hacia el grupo de Vicente.
–¿Qué
quiere decir? –dijo ella sobresaltada.
–Nada.
Que los tontos y las tontas necesitan compañía.
Bebieron
el café y Andrés la invitó a salir. Juntos atravesaron el comedor ante los ojos
atónitos de Vicente, que los vio alejarse con desesperación, sin poder intervenir.
Al salir, vio cómo él se inclinaba sobre ella y se quedó mirando el comedor, que
súbitamente se quedó vacío. Sus amigos y los turistas perdieron realidad: eran sólo
unos personajes groseros e inexistentes.
–¿Qué
hacemos? –preguntó Clara displicente.
–No
lo sé… ¿aquí qué se hace, Vicente? –preguntó Alberto tratando de sacar a éste de
su ensimismamiento.
–¿Aquí?
Lo que en todas partes, dormir.
–No
seas aburrido, vamos a dar una vuelta.
–Lo
siento, me voy a dormir –contestó Vicente con violencia, alejándose de sus amigos.
–¿Lo
viste? –preguntó Alberto.
–Está
loco –dijo Clara.
–Sí,
anda loco… –comentó el marido con ironía.
Poseído
por la ira, salió del restaurante. Quería encontrar a Eva. Recorrió las calles oscuras
del pueblo y visitó todos los bares y cabarets. Al final, en un cabaret oscuro,
la descubrió bailando con el intruso; parecía bebida, se dejaba abrazar inerte por
el desconocido. Vicente la miró incrédulo y abandonó el lugar, abatido.
Andrés
le miró la mano que llevaba entre la suya.
–¿Casada?
Eva
hizo una señal afirmativa.
–¿Casado?
–preguntó Andrés.
–¿Quién?
–dijo Eva sobresaltada.
–Su
amante.
Eva
se repuso con rapidez.
–No
tengo amante.
–¡Tonta!
–murmuró Andrés, sintiendo pena por ella–. Yo sólo quiero ayudarla.
Vicente
salió a las callejuelas oscuras. De lejos vio venir a Clara y a Alberto y los esquivó
ocultándose en una esquina. Llegó muy tarde al hotel. De puntillas, con el rostro
descompuesto, fue a llamar al cuarto de ella. Nadie contestó. Hizo girar la perilla
y entró: el cuarto estaba vacío. Se agazapó en un sillón y con lágrimas en los ojos
esperó a oscuras. De pronto oyó venir unas voces y pasos. Apresurado se colocó cerca
de la puerta; en guardia, si el individuo entraba, lo mataría. Esperó tenso. Eva
se detuvo del otro lado de la puerta.
–Mil
gracias, Andrés.
Se
produjo un silencio.
–Si
me necesita, estoy en el 27. Y no sea cobarde…
–Gracias…
Andrés,
del otro lado de la puerta, oyó con melancolía a Eva que, seria, hacía girar su
cerradura.
–Soy
un tonto… –dijo Andrés mirándola.
Vicente
vio aparecer la figura de Eva y de un golpe cerró la puerta, al mismo tiempo que
la tomaba por los hombros. Con su cuerpo cubrió la puerta cerrada y abrazó a su
amante.
–Vicente…
–suspiró Eva con alivio.
Vicente
la arrastró cerca del balcón para contemplar su rostro a la luz de la luna. La miró
con intensidad.
–¿Qué
quiere ese intruso?
–Nada…
no quiere nada… le di lástima… se ha dado cuenta de algo… es muy bueno…
–¡Soy
un pobre diablo! Debería matarlo u obligarte a ti a que huyeras conmigo… pero no
te atreves, me amarras, me conviertes en un idiota. Me deberías permitir quererte…
a la luz del sol, no sólo aquí…
Eva
miró a la luna radiante.
–Mi
amor… mi amor… cuántos años sin verte –murmuró acariciándolo.
Vicente
la besó en silencio, y el cuarto entero se transformó en un hermoso cuarto inundado
por la luz lunar, que los volvía casi fantasmales.
–Te
quiero así a la luz de la luna –dijo ella.
–Te
quiero para este mundo y para el otro –dijo él.
Al
otro día, Andrés solitario y cabizbajo, esperaba en la playa. Los turistas de siempre
se tostaban al sol. Lejos de él Clara y Alberto, echados bocabajo, descansaban con
aire aburrido.
–Acapulco
es más animado –dijo ella. Pero su marido no contestó, ocupado en hacer dibujitos
en la arena.
–¿No
te parece?…
–Sí…
–contestó él.
–Qué
raro está Vicente, ¿verdad? –insistió Clara.
–Sí,
no sé qué hace aquí solo.
Desde
un lugar alejado, la rubia esperaba la llegada de Vicente. De pronto apareció éste,
al ver a Clara y a Alberto quiso deshacer el camino andado, pero Clara lo llamó
enérgica. Se sentó con ellos y alerta recorrió con la vista a los bañantes. El descubrimiento
de Andrés lo violentó. Impotente bajó la cabeza. Cuando Eva apareció cautelosa,
detrás de sus gafas negras, Vicente se resignó a ver cómo Andrés se levantaba a
recibirla, y cómo ella después de verlo en compañía de sus amigos aceptaba la compañía.
–¡Voy
al agua! –exclamó Vicente y se lanzó al mar con ira.
Como
Eva, en la víspera, ahora él se alejó de la playa nadando iracundo. Le gustaría
no volver. La rubia se lanzó al agua detrás de él.
Eva,
impotente, contempló desde lejos la escena y se sintió mal. Andrés notó su malestar.
–Admiro
su cobardía, la vuelve casi valiente –dijo Andrés, que se había dado cuenta de todo.
–Vámonos
–suplicó Eva, mirando cómo el cuerpo de Vicente seguido de la rubia se alejaba más
y más de la playa. Cuando estuvo vestida, subió dócil en el mismo automóvil de Andrés
y ambos se alejaron a toda velocidad. Corrieron largo rato en silencio.
–¿Qué
le da más miedo, señora, perder su posición o perder su amor? –preguntó Andrés sin
volverse a mirarla. Eva guardó silencio. Iba abatida y la inesperada pregunta de
Andrés la dejó perpleja.
Más
tarde, sentados debajo de unas palmeras, tomaron un whisky en silencio. Andrés la
miraba con seriedad. Ella, indiferente, se dejaba mirar.
–¡Lástima
que esta vez me haya dado por ser quijote! –suspiró burlándose de sí mismo.
Eva
le regaló una sonrisa: parecía tan cínico; era uno de esos jóvenes que no están
a gusto en ninguna parte y dedican su tiempo a hacer y decir majaderías.
–¿Sólo
esta vez? –preguntó ella enternecida.
–Sí.
Con las otras soy distinto, pero usted parece tan sorprendida de sí misma, que me
obliga a decirle que no es tan grave lo que hace, a pesar de su edad. ¿Cuántos años
es usted mayor que yo? –preguntó Andrés volviendo a su aire indiferente.
–¿Yo?
–exclamó ofendida Eva–. ¡Ni uno solo!
–¿También
se quita la edad? Es usted de cajón –y Andrés se echó a reír a grandes carcajadas.
Eva
se sintió ofendida.
–Si
tuviera usted la edad que pretende, estaría más segura de lo que hace. Los jóvenes
somos más valientes –dijo Andrés con seriedad.
Eva
prefirió no contestar. Pensó que Andrés se propasaba. Digna se volvió a mirar el
mar. Pero algo había de cierto en lo que el joven le decía.
De
regreso al hotel corrieron a gran velocidad. Andrés parecía preocupado.
–¿Es
el primero? –preguntó sin mirarla.
–El
primero ¿qué? –preguntó ella a su vez.
–¿El
primer amante? –contestó él seguro de sus palabras.
–Ya
me he cansado de repetirle que no tengo amante.
En
la tarde, al entrar al comedor, Eva buscó en vano a Vicente. Andrés desde su mesa
la saludó muy serio. Los amigos de Vicente entraron y ocuparon su lugar. Eva no
podía pasar bocado: aterrada miraba la mesa vacía de la rubia. Estaría comiendo
con Vicente en cualquier parte. Comió sola.
Con
un camarero, Andrés le pidió permiso para tomar el café en su mesa. Se acercó negligente.
–A
usted hay que verla de cerca, de lejos se vuelve muy peligrosa.
Ella
lo miró angustiada.
–Pobre
del que no la tenga siempre a la mano –dijo aparentando indiferencia.
–¿Deveras?
–preguntó ella con esperanza.
–Deveras.
De lejos parece muy joven, muy inexperta y muy desesperada. De cerca se le conoce
mejor: dura y terca –sentenció Andrés, bebiendo su café con parsimonia.
Eva
bebió el café de prisa. No podía soportar el lugar vacío de Vicente y la ausencia
de la rubia. Tenía ganas de llorar.
–Voy
a mi cuarto –dijo tratando de sonreír.
–El
mío es el 27, no lo olvide –recomendó Andrés mitad en serio, mitad en broma. La
vio irse preocupada. Luego pidió un cognac doble.
Eva
entró abatida a su cuarto. Esperaba hallar en él a Vicente, pero su cuarto estaba
tan vacío como el comedor. Sintió que le zumbaban los oídos, se acercó al balcón
a escrutar el jardín y la playa. No halló huellas ni de Vicente ni de la rubia.
Abatida esperó toda la tarde. Al anochecer, trató varias veces de ir hasta la habitación
de Vicente, pero el miedo la hizo volver sobre sus pasos. Se encerró en su cuarto,
enorme, que le resultó insoportable.
–¿Qué
hago aquí? –se dijo en voz alta y se dejó caer en un sillón. Con los ojos cerrados
escuchó la música que venía desde el jardín. Allí los huéspedes bebían, iluminados
por una hermosa luna. Había dejado la puerta entreabierta, para que Vicente no tuviera
ninguna dificultad, pero se empeñaba en no venir. No oyó cuando alguien la empujó
con suavidad. Después volvieron a entornarla y llamaron con suavidad. Eva se levantó
de un salto y abrió llena de esperanzas.
–Nada
más soy yo –dijo Andrés cabizbajo.
Después
de cenar, la llevó a un lugar típico en donde se tocaba una música alegre. En el
lugar no había sino turistas. Tampoco estaban allí Vicente ni la rubia.
–Andrés,
perdone, me quiero ir al hotel.
–Ahora
la llevo y luego voy a tirarme con el coche a una barranca –le dijo muy serio.
–¿Por
qué? –preguntó ella asustada.
–Antes
eran los caballos los amigos del hombre, ahora son los coches –dijo él, violento,
mientras pagaba lo que habían consumido.
El
automóvil llegó como un bólido hasta la puerta del hotel. Eva se bajó intimidada.
–Andrés…
muchas gracias…
–¡Soy
un estúpido!
Y
arrancó su coche que partió derrapando. Eva lo vio irse y luego se precipitó en
su cuarto. Tenía la convicción de que Vicente la esperaba detrás de la puerta, escondido
en la noche. Avanzó a tientas, esperando el abrazo de Vicente que no se produjo.
Se tiró en la cama sin esperanzas. Luego, se enderezó y decidida salió de su habitación.
Cruzó los pasillos con cautela y llegó frente a la puerta del cuarto de Vicente.
Dio vuelta a la perilla. La puerta estaba cerrada. Dudó unos momentos y llamó. Vicente
apareció en la puerta. Eva entró en su habitación.
–¿Dónde
has estado? –preguntó rencorosa.
–Esperándote
–respondió él con calma.
–¿Escondido
aquí? –gritó casi histérica.
–Sí,
para no estorbar tus planes. ¿O quieres que le dé de bofetadas a tu amigo?
–¡Escondido
con tu amiga! ¿Y para eso comprometes a una casada? ¿Para irte con la primera turista
roja que te encuentras? –gritó Eva golpeándole el pecho con los puños.
–Eres
injusta… Soporto todo con tal de saberte cerca. ¡Ya sé que el mundo se opone a que
yo exista, pero existo! –contestó con ira.
Eva
se dejó caer en el suelo, y se tapó la cara con las manos.
–Te
lo dije, que no había lugar para nosotros dos, Vicente. En el mundo entero no hay
lugar para Eva y Vicente –sollozó Eva.
Él
se puso en cuclillas junto a ella y la tomó en sus brazos.
–Mi
amor, no hay más mundo que este cuarto –y la abrazó contra sí, como si la abrazara
para siempre.
–Me
pides que te vea vivir desde las sombras y lo hago –gimió él–. Tal vez un día te
decidas a venir conmigo para siempre; yo estaré aquí en lo oscuro, esperándote.
Y
la abrazó aún más, como si temiera que se le escapara.
–Entonces
júrame que no te vas a ir –le pidió Eva.
Vicente
no contestó, se limitó a besarla.
Por
la mañana, Andrés esperaba en la playa. Apenas la vio llegar se precipitó a su encuentro.
Cerca de allí, la rubia y Clara y Alberto se doraban al sol. Andrés estaba sin afeitar.
–¿No
se afeitó? –preguntó Eva divertida.
–No,
me voy a dejar barba, para ocultar mi fracaso –dijo dando una patada a la arena.
Eva
se echó a reír.
–¿Qué
fracaso? No me diga que es un rebelde sin causa.
–¿Le
parece? Yo diría que soy un rebelde con causa. ¡Todo es una porquería! Empezando
por usted. Y ahora óigame: ¡Váyase con él! No disimule más.
Y
Andrés le señaló con la mirada a Vicente, que colérico la miraba de lejos.
–No
puedo –dijo Eva después de unos minutos de silencio.
–¿Por
qué? –preguntó Andrés.
–No
se puede…
Vicente
se alejó de la playa y desapareció.
–Se
arrepentirá… –dijo Andrés cabizbajo.
Estuvieron
largo rato silenciosos.
–Yo
me voy… –dijo Andrés de pronto.
–¿A
dónde? –preguntó Eva aterrada.
–A
México…
–¿Por
qué?
Andrés
la miró y despacio escribió sobre la arena: “La amo”. Cuando ella lo hubo leído
lo borró con rapidez.
–¡Qué
estupidez! ¿Verdad? –comentó Andrés tratando de ser superior.
Eva
quiso encontrar a Vicente. No podría soportar estar sola en Puerto Vallarta sabiendo
que la rubia y Clara y Alberto estaban allí.
–Comeremos
juntos –dijo Andrés.
Por
la tarde se despidieron melancólicos. Eva buscaba a Vicente en su cuarto. Desesperada
se fue a la habitación de él. Lo encontró sumido en la tristeza más negra.
–Vámonos
de aquí… –pidió ella.
–Es
inútil, mientras no nos vayamos de verdad –dijo él abatido.
–Vámonos
a un lugar en donde nadie nos conozca –suplicó Eva.
–Estamos
atrapados –y Vicente golpeó el muro con el puño–. Siempre habrá intrusos e intrusas.
El amor los atrae. Me gustaría encerrarte en un lugar en donde nadie te viera.
Se
abrazaron y esperaron la noche. No querían salir. No querían enfrentarse con el
mundo que los separaba. Alberto vino a llamar a la puerta de su amigo. Llamó con
desfachatez. Eva se escondió en el pecho de su amante: aterrada ante la voz de Alberto
que llamaba a su amigo con energía.
A
la mañana siguiente, Eva desde el balcón vio a Andrés atravesar el jardín llevando
su maleta. Iba derecho, sin volver la cabeza.
Días
después, luego de dar un paseo juntos, Eva y Vicente se encontraron una noche en
la habitación de ella.
–Estoy
nerviosa… tengo miedo. Tengo un presentimiento…
–¡Pues
vente conmigo, que se caiga el mundo en pedazos! –suplicó Vicente angustiado.
Eva
se abrazó a él y escondió la cara en su pecho.
–¡Abrázame,
mi vida!…
Por
la mañana se fueron a un pueblo vecino a ver un espectáculo que les había recomendado
el hotelero: unos caballos que bailaban. Pero los dos estaban tristes y se miraban
de lejos sin hacer caso del bullicio que había a su alrededor. Por la noche, de
vuelta en el autobús, los dos iban taciturnos, sentados en asientos lejanos. La
noche era negra y el peso de la separación cayó irremediable sobre ellos. Eva pegó
el rostro al vidrio de la ventanilla y escrutó las sombras. Vio cómo de pronto se
soltó una tormenta furiosa y cómo la sierra se iluminaba con relámpagos violentos.
Se tapó la cara sobrecogida por el espanto y se soltó llorando. Vicente, al verla,
se levantó de su asiento y se vino junto a ella, la abrazó y la guardó contra su
pecho.
–¿Qué
pasa, mi amor? –murmuró en voz muy baja.
–No
sé, tengo miedo… –dijo ella entre sollozos.
Los
pasajeros los miraron con curiosidad. ¿Cómo dos desconocidos se besaban de pronto
en medio de un viaje? Pero Vicente, sin hacer caso de la expectación, seguía guardando
a Eva contra su pecho. Al llegar al hotel, Vicente la llevaba contra sí, protegiéndola
de su terror. En la administración pidió sólo la llave de su cuarto. Los mozos los
miraron asustados. Vicente, siempre llevando a Eva, se dirigió a su cuarto. El administrador
llamó a su mozo y le dijo algo al oído. El mozo hizo una cara de inteligencia y
salió rumbo al cuarto de Vicente.
En
la habitación de Vicente, éste le secaba el cabello mojado por la tormenta a Eva
y le besaba los párpados.
Afuera,
el mozo apenas se atrevió a llamar. Vicente abrió la puerta.
–Tengo
un recado para la señora.
–¿Qué
señora? –preguntó Vicente hosco.
Eva
al oír la conversación se acercó a la puerta. Miró a Vicente y luego al criado y
salió al pasillo.
–¡Espérame!
–le ordenó a Vicente.
El
mozo en silencio la condujo hasta su habitación y le abrió la puerta. Eva asombrada
entró, con los ojos espantados. De espaldas, sentado en un sillón, con un periódico
desplegado estaba Ignacio, su marido. Levantó los ojos y la miró con frialdad.
–¿Por
qué te fuiste de Puerto Vallarta?
–No
lo sé… –contestó ella tratando de esconder el terror.
–¿Viste
el escándalo de Villa del Este? –preguntó Ignacio tendiéndole el periódico.
–No,
no lo vi.
–El
esposo mató a la princesa Ricci, lo engañaba con su socio. Los dos se habían refugiado
de incógnito en un hotel, ¡de luna de miel! ¿Qué te parece?
Eva
contempló aterrada la fotografía de una mujer con los cabellos negros, luciendo
un traje de baile blanco.
–¿Qué
te parece? –repitió Ignacio.
–Nada…
–Estoy
furioso con Vicente, mira que irse a Ciudad Juárez en vísperas de arreglar este
negocio… ¿Sabes que no le ha puesto ni una letra a Emilia? Está muy inquieta, hablándome
todos los días…
Llamaron
a la puerta. Eva se precipitó a abrir. Era Vicente. Se detuvo al ver el rostro demudado
de Eva.
–¡Ignacio!
¿Qué tomas?… A mí por favor tráigame un whisky doble –le ordenó Eva a Vicente.
–¡Igual!
–contestó Ignacio.
–Dos
whiskys dobles –ordenó Eva mirando a Vicente con los ojos llenos de lágrimas. Vicente
paralizado la miraba también por última vez.
–Es
curioso, pero la mujer del periódico se parece a ti. ¿Qué haces?… –preguntó Ignacio
impaciente.
Eva
cerró la puerta muy despacio.
–¿Verdad
que se te parece?
Desde
afuera Vicente, petrificado, miraba la puerta cerrada con ojos incrédulos.
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