César Mallorquí
Mientras
escribo esto y el mundo se desmorona a mi alrededor, me sorprendo a mí mismo pensando
de nuevo en Helena, recordando la belleza infinita de su cara, deslizándome por
sus rizos de avena y suspirando por la tibia calidez de su piel blanca como la leche.
Helena… Pronunciar tu nombre es sufrir un dolor deseado.
Helena Maíz, Helena Arroz, Helena Avena… Te amo hasta perder el aliento, y saber
que no existes, que nunca has existido, me acerca tanto a la muerte como el bálsamo
de tu recuerdo a la vida.
He de controlarme, debo aplicar las técnicas de yoga
que me enseñó, triste ironía, el propio Nanda. ¡El mismísimo Dios!
Respiración baja, respiración media. Adopto la postura
padmasana e intento enfocar mi mente en un lugar vacío, oscuro y distante.
Y allí está Helena esperándome.
¡Dios! Vuelvo a sentir hambre. Esto no funciona, estoy
al borde de otro ataque. Abro el paquete y contemplo el frasco lleno de cápsulas
que me entregó Martín, advirtiéndome:
–Ten cuidado. Esta droga te aliviará. Pero al mismo
tiempo destruirá en cada toma millones de tus neuronas. No abuses de ella, o acabarás
convertido en un vegetal.
Es para reírse, en cualquier caso acabaré convertido
en un vegetal. La droga me la dio Martín tan sólo cinco semanas antes de suicidarse.
Lo encontraron en su casa, tenía la mano izquierda y los pies atravesados por clavos
de quince centímetros. Él mismo se había clavado al suelo. No sé por qué lo hizo.
Quizás el dolor le permitió olvidarse de Nanda, el dios tirano. Quién sabe. El caso
es que estaba allí, grapado al suelo en mitad de un charco de sangre, delante de
un televisor chispeante de estática. En el vídeo encontraron la cinta que había
estado viendo mientras agonizaba. Era una grabación familiar con imágenes felices
de su mujer y su hijito de seis años. Ambos habían muerto en la Primera Revuelta
Sagrada. Les mataron, sencillamente, porque fueron sorprendidos en una iglesia rezando
a Cristo. Martín nunca pudo superarlo.
He tomado cinco cápsulas. No debería hacerlo; ya desde
la primera ocasión comprobé sus atroces efectos: la droga hizo que me olvidara de
mi pie derecho. Oh, sí. Está ahí, como siempre. Lo veo, es un pie normal y sano.
Pero no puedo recordarlo, la droga lo borró de mi memoria. Así que ahora cojeo porque
no puedo acordarme de lo que hay en el extremo de mi pierna. ¿De qué me olvidaré
esta vez?
Pero es un riesgo necesario. No puedo permitirme otra
recaída, seguir amando a Helena es un lujo que no puedo consentir. En mi primer
ataque… Oh, Nanda traidor. Fue tan ridículo. El médico no lo podía creer, y eso
que en aquel momento vivía un infierno absurdo en un hospital abarrotado de maníacos
religiosos. Me ingresaron en coma, inconsciente. Tenía el estómago abultado por
las dieciséis cajas de cereales que había devorado
–¿Cómo puede alguien comerse más de ocho kilos de cereales?
–me preguntó asombrado el doctor.
Me acababan de lavar el estómago,
estaba muy débil. ¿Cómo podía explicarle que lo había hecho por amor, por Helena?
El médico no lo entendió, pero no hay que culparle por
ello. Murió poco después, a manos de un fanático seguidor de Nanda, el dios.
La droga ha hecho efecto. Poco a poco mi pasión por
Helena se ha ido difuminando hasta no ser más que un eco, una leve pulsión imprecisa.
Pero ¿qué más se ha ido, qué recuerdos se han borrado para siempre de mi memoria?
Hago un rápido repaso mental, y nada extraño encuentro, todo parece ocupar su sitio,
como la vajilla de Copeland que mi madre colocaba en una alacena de caoba y latón.
Los platos de postre son mi primera infancia, las fuentes delimitan mi juventud
en la universidad, la salsera es mi primera noche de amor con aquella chica maravillosa
que conocí en la playa. Y… Y sí, hay algo que he olvidado.
No recuerdo mi nombre, ignoro cómo me llamo.
Me lo tomo con calma. Después de todo, olvidar un nombre
no es peor que olvidar un pie. Aunque ahora me viene a la cabeza una historia: según
me contaron, los indígenas de las Célebes creen que basta con escribir el nombre
de alguien para capturar su alma. Según ellos, alma y nombre son la misma cosa.
Podría pensar que al perder el nombre he perdido también
mi alma, si no fuera porque el alma la perdí el día que firmé un contrato con GenCorp,
la compañía transnacional que desató el infierno sobre la Tierra.
¿Cómo me llamo? Qué importa.
Llamadme (?). Ahora soy una gran interrogación.
¿Acaso no lo somos todos?
Algo se retuerce sobre el teclado. Contemplo mi mano
derecha y veo cinco tubos de carne como gusanos sonrosados. ¿Qué son? Por unos segundos
siento pánico. Intento calmarme. Miro mi mano izquierda y veo los dedos. Recuerdo
los cinco dedos de mi mano izquierda, siempre han estado ahí, y supongo que los
cilindros de carne que penden de mi mano derecha son, también, dedos. Pero no estoy
seguro, y en cualquier caso, he olvidado cómo se usan.
Continúo pulsando las teclas del ordenador con la mano
izquierda. Es más lento, pero da igual. Sólo yo leeré esto.
No puedo evitar reírme. Lo más probable es que pronto
me olvide de leer.
Es indiferente. Necesito una memoria, aunque sea de
papel.
Debo darme prisa, y comenzar por el principio.
Y en el principio, fue la palabra…
–La palabra, señor (?), es PROGRESO –dijo solemnemente
el jefe de personal, un hombrecillo envarado y ridículo–. Para GenCorp no hay otro
camino que el de la evolución. Y la evolución era un arbitrario capricho de la suerte,
hasta que cogiendo las riendas, donde antes había azar, GenCorp puso planificación
y progreso.
El hombrecillo siguió hablando, pero no le hice mucho
caso. Me sentía demasiado feliz como para perder el sabor de aquel momento mágico
atendiendo a su absurda verborrea. Acababa de firmar el primer contrato de mi vida
(entonces no sabía que también sería el último), tan sólo seis meses después de
haberme graduado. Me sentía como un titán capaz de mover montañas. Mi atención se
vio atraída por la foto que presidía el despacho. La imagen sonriente y satisfecha
del legendario Henry Dacosta, dueño y rector de GenCorp, parecía hacerme guiños
desde lo alto de la pared. Aquel hombre era el santo patrón de bioquímicos y biólogos.
No por sus descubrimientos, ni por su sabiduría científica, sino por poseer la sobrenatural
capacidad de convertir ADN en dinero.
–… ahora preséntese a Martín Seoanes, nuestro director.
Él le informará de sus obligaciones.
Me levanté y tras estrechar su mano, blanda y húmeda
como una babosa, abandoné el despacho. Los pasillos de GenCorp, de puro blancos
y luminosos, parecían un gigantesco tendedero repleto de sábanas de lino. De vez
en cuando, hombres y mujeres cubiertos de batas blancas se cruzaban en mi camino.
Sólo su presencia me impedía dar saltos y bailotear. Me sentía tan feliz como, descubrí
de repente, perdido. No sé de qué manera, pero logré llegar a la recepción (por
alguna razón no quise preguntar a nadie; quizá no deseaba que me contemplaran como
un intruso atolondrado). La recepcionista, una joven hermosa como un amanecer, me
dirigió una sonrisa atentamente profesional.
–El despacho del señor Seoanes se encuentra en la planta
tercera. Administración, sector A.
Mi rostro debió traslucir algo de la congoja que sentía
ante la idea de enfrentarme de nuevo a aquellos pasillos albinos, porque la chica
sacó de un cajón una especie de calculadora con teclado alfabético.
–Esto es un localizador electrónico. Escribo el nombre
del señor Seoanes, ¿ve? Pulso el botón rojo y no hay más que seguir las indicaciones
que aparecen en la pantalla.
En alas de la microelectrónica, me vi transportado sin
titubeos ante la presencia del Director General de GenCorp. Martín Seoanes era un
hombre agradable y jovial, de unos cuarenta años, medio calvo y con el mentón cubierto
por una espesa barba.
–Llámame Martín –dijo sonriente–, yo te llamaré (?).
Aquí, en la tierra de la doble hélice, hemos proscrito los formalismos. Ante todo,
bienvenido. ¿Qué puedo hacer por ti?
–Me dijeron que usted… que tú, me informarías de los
pormenores de mi trabajo.
–Te dijeron mal. Sé que estás destinado al laboratorio
de síntesis. Lo que tengas que hacer allí es para mí un misterio. Mira, soy el director
del centro, y también biólogo, pero mi auténtica labor está más relacionada con
el papeleo y la burocracia que con las probetas y las cadenas polinucleótidas –Hizo
una pausa para encender su pipa y, observando de reojo mi reacción, añadió–: Los
directores técnicos de esta división de GenCorp son los doctores Nanda y Maltman.
Si me hubieran dicho que iba a trabajar bajo las órdenes
de Charles Darwin, mi sorpresa no hubiese sido mayor.
–¿David Maltman y Jawaharlal Nanda?
–Nunca hubieras imaginado encontrar aquí tanto premio
Nobel junto, ¿verdad?
Hoy en día nadie se acuerda de que David Maltman fue
uno de los grandes pensadores de nuestro siglo. Recibió el Nobel por su trabajo
sobre la función de las moléculas de ácido ribonucleico en los procesos biológicos
de obtención, almacenamiento y recuperación de información en los sistemas eidéticos.
O dicho de otra forma, fue quien descubrió cómo funciona la memoria de los seres
vivos.
¿Y qué decir de Jawaharlal Nanda, el único ser humano
que ha ganado tres veces el premio Nobel? En aquellos tiempos corría un chiste,
hoy irónicamente dramático, que expresaba el tamaño de su talento: “Si Dios volviese
a crear la vida, antes consultaría con Jaw Nanda”. Más tarde alguien añadió: “Y
Nanda no aceptaría colaborar con Dios; siempre ha odiado trabajar con segundones”.
Sí, el doctor Nanda era vanidoso; pero imagino que es
difícil no serlo si con veintitrés años ya se es doctor en biología, bioquímica
y física, y si al cumplir los treinta y cinco se ha ganado un Nobel en cada una
de esas especialidades.
Jaw Nanda, ese pequeño hindú nacionalizado estadounidense,
era un genio, no cabe duda. Quizás el más grande que ha dado la humanidad. Aunque,
como descubrí más tarde, también era el mayor hijo de puta que ha pisado la faz
de la Tierra.
Pero no adelantemos acontecimientos. En aquel momento
me sentía tan impresionado como feliz ante la perspectiva de trabajar al lado de
dos de las mayores inteligencias de nuestro siglo. No podía sospechar que, durante
más de un año, sólo les vería, y muy de tarde en tarde, pasando fugaces por aquellos
pasillos de satén blanco.
No estoy acostumbrado a escribir con la mano izquierda.
Me tiembla el pulso. He encendido la televisión. Ahora sólo existe una alternativa:
el Canal Sagrado del Dios Nanda. El golpeteo de electrones en la pantalla de fósforo
me regala la imagen de una ceremonia colosal en los Campos Elíseos de París. Al
principio no distingo de qué se trata, sólo veo multitudes vestidas con los colores
del Dios, azafrán y rojo. Luego el realizador cambia del plano general a uno más
corto, y puedo contemplar con detalle el teatro que se desarrolla en el altar con
forma de pirámide truncada.
Me estremezco. Aunque ya lo he presenciado otras veces
intento apartar la mirada. Pero hay algo terriblemente hipnótico en aquellas imágenes
enloquecidas.
Una larga fila de mujeres jóvenes camina a paso lento
hacia los diez sacerdotes que se afanan en lo alto del altar. Cuando las mujeres
van llegando a la cúspide de la pirámide se desprenden de las túnicas y ofrecen
su desnudez a los sacerdotes. Entonces éstos alzan sus cuchillos y los dejan caer
sobre la carne dorada. Luego arrancan el corazón aún palpitante, o tiran de las
vísceras como el prestidigitador que saca un conejo del sombrero de copa. Inmediatamente
una jauría de acólitos recoge los cuerpos desmadejados y los arroja a la base de
la pirámide. Allí la gente bulle y pelea para conseguir llevarse alguna buena porción
de carne humana. Tienen hambre.
No sé qué me causa más horror, si la fría mecánica de
la carnicería o las sonrisas de éxtasis en los labios de las víctimas.
Oh, por supuesto. Esa barbarie no es más que un acto
de amor sacro. A fin de cuentas, cualquier dios que se precie debe tener poder,
no sólo sobre la vida, sino también sobre la muerte.
Pero hay algo más. Nanda no suele hacer las cosas porque
sí. Su inteligencia inhumana siempre encuentra una finalidad superior para sus caprichos.
El mundo, este mundo maníaco y demente, sufre hoy de muchas heridas. Pero las laceraciones
más primarias son la superpoblación, y su hija, el hambre. Probablemente para un
intelecto lunático, pero preciso, como el de Nanda, el sacrificio ritual de mujeres
jóvenes es un medio honesto de control de la natalidad. Y el canibalismo, una solución
colateral que cierra circularmente el problema. Así piensa el Dios escuálido y maligno.
Y, sin embargo, todavía hay más. Nanda siempre fue tímido
con las mujeres. Creo que le avergonzaba su cuerpo y se sentía intimidado por el
sexo. En el fondo se está vengando de todo el género femenino.
Me dijeron que en China decretó la muerte de veinte
millones de muchachas, simplemente ordenándoles que cogieran una piedra y no dejaran
de golpearse con ella la cabeza hasta que pudieran ver el color de su cerebro impregnando
las duras aristas.
Yo mismo pude ver, a través del Canal Sagrado, una increíble
retransmisión de la actividad sexual del Dios. Allí estaba Nanda, en un lecho de
seda y raso, retozando con tres muchachas, con las Novias de Dios. Una de ellas
no tendría más de doce años. ¿Puede imaginarse? Aquel hombrecillo repugnante ofreciendo
al mundo su sexualidad grosera y pervertida, pellizcando pechos, arañando glúteos,
derramando su semen perverso y procaz.
Dios es una palabra obscena.
Apago la televisión. Ahora que intuyo próximo el fin,
es más importante que nunca seguir escribiendo.
Al cabo de muy poco tiempo me di cuenta de que el Laboratorio
de Síntesis de GenCorp estaba muy, pero que muy alejado de la acción. Cinco meses
después de no hacer otra cosa que hidrolizar anillos purínicos y pirimidínicos (algo
que ya me aburría en la facultad), me encontré con un perfecto mapa mental de cómo
funcionaban las cosas en aquel centro de investigación. Quienes trabajábamos en
las plantas primera y segunda éramos los pinches de cocina. Los grandes chefs practicaban
su arte en el Laboratorio 7, situado en el sótano. Y allí no entraba nadie que no
fuese invitado.
Aquello estaba cubierto por el manto del misterio. Grandes
platos se cocían en aquel laboratorio subterráneo (que algún pedante chistoso había
dado en llamar “el Hades”), pero sobre la naturaleza de aquellos manjares… Ah, nadie
sabía nada. Ni siquiera el propio Martín Seoanes, como pude descubrir más tarde.
El caso es que ya me había resignado a una actividad
profesional de tercera fila cuando Martín me llamó a su despacho. Eso ocurrió poco
después de que nos sometiésemos al examen médico que GenCorp prescribía anualmente
a su personal. ¿Cómo podía pensar entonces que mientras el médico de la empresa
me extraía una muestra de sangre, mi destino se torcía en dirección al abismo? ¿Quién
iba a imaginar que aquel rutinario análisis clínico era mi sentencia de muerte?
–Vas a descender, (?). Los Grandes Cerebros te reclaman
–Contemplé desconcertado el barbudo rostro del director. Martín sonrió e hizo un
gesto en dirección al suelo–. El Hades. Cambio de destino. Vas a jugar en primera
división.
No sabía qué decir. Había aceptado un futuro jalonado
de mediocridad y no estaba preparado para aquella noticia.
–¿Por qué? –logré musitar. Martín se encogió de hombros.
–El propio Nanda lo ha solicitado. Y ha insistido mucho
en que tus nuevas responsabilidades requieren un aumento de sueldo. Felicidades.
Mis ingresos se incrementaron en un setenta y cinco
por ciento. Me dieron una tarjeta especial y un número en clave que borraría a mi
paso todas las barreras de seguridad. Tres días más tarde me encontraba en el Hades.
¿Y quién era mi guía por el laberinto del infierno?
El mismísimo, el único, su altísima majestad, Jaw Nanda.
Enjuto, poco más de un metro sesenta de estatura, calvo,
de piel tostada, frágil… El pequeño genio indoamericano parecía un gnomo hablador,
simpático e ingenioso.
–Bienvenido, bienvenido –Hablaba un extraño y a veces
confuso español–. Es suerte para nosotros contar con jóvenes de su talento. Créame,
le necesitamos.
¿Jóvenes de mi talento? ¿Me necesitaban? Comencé a descubrir
que a nadie, por muy genial que sea, le dan tres premios Nobel sin ser un seductor
profesional.
Nanda cogió mi brazo y, alfombrando el camino de amables
palabras, me mostró la geografía del Laboratorio 7. Paso a paso me llevó por los
nueve círculos del Hades, explicándome algo y omitiendo mucho. Finalmente nos detuvimos
frente a un ascensor que ostentaba, en tres idiomas, el cartel de PROHIBIDO EL PASO
y, debajo, el signo internacional de peligro por contaminación biológica.
–Muchos llaman a este lugar Hades, el infierno. Es error,
¿no? Los griegos nunca dijeron que Hades fuera sitio. Usted ya sabe, Hades era dios
de infierno, el Invisible, el Ilustre. Nunca lugar. Pero… El Laboratorio 7 no sería
infierno, más bien sería Estigia, antesala del reino de los muertos. El infierno
–sonrió e hizo un ademán teatral hacia el ascensor– está la puerta cruzando. Por
ascensor bajando y llegando a hielo. Un infierno frío. Pero déjeme que le sorprenda:
usted será Caronte, el ascensor su barca, y en sus manos las almas descenderán a
un helado lugar. Ése será su trabajo. Sí. Usted será Caronte.
Tras pulsar la combinación adecuada, las puertas del
ascensor se abrieron. Lentamente bajamos al último sótano. Se trataba de un lugar
acorazado, de paredes metálicas que reflejaban el rojo tono de la débil iluminación.
Hacía mucho frío. Algo normal si tenemos en cuenta que allí estaban los congeladores
donde, a muchos grados bajo cero, se guardaban los biocultivos mutados, rediseñados
por Nanda y sus acólitos.
–Éste es la cosecha de GenCorp –Nanda ignoró al solitario
guardia de seguridad y fue pulsando las combinaciones que abrían las sucesivas puertas
herméticas que se interponían a nuestro paso–. Aquí duerme el fruto de esfuerzo
nuestro. Trabajo suyo cuidar de él será, protegerlo de todo mal.
Así que había abandonado mi aburrida labor entre las
probetas para convertirme en una especie de archivero biológico. Eso era todo, procurar
que a los congelados no les saliera moho. Decepcionante, pero el entusiasmo de Nanda
borró cualquier atisbo de desilusión. El hindú corrió a una consola de ordenador,
tecleó algo y la pantalla se llenó de números y palabras:
–Mil ciento treinta y siete cultivos aquí hay. Formas
de vida nuevas, nunca antes vistas en la Tierra. Prodigios de la bioingeniería.
Milagros criogenizados –se detuvo un instante para buscar algo en la pantalla–.
Ejemplo, cultivo 42-C; bacteria que metaboliza plástico y convierte en anhídrido
carbónico. Ejemplo, cultivo 5-D; virus-vector que modifica carcinomas, no más cáncer
quizá. –Como si se tratara de un mantra pagano, Nanda fue recitando ejemplos de
los prodigios contenidos en aquellas cornucopias escarchadas; de pronto se detuvo
y su rostro se iluminó con una sonrisa orgullosa–. Ah, Kali… La Madre Negra…
Se levantó y me indicó con un gesto que le siguiera.
Nos dirigimos a uno de los congeladores. Nanda se puso un grueso par de guantes
protectores. Al abrir la puerta una niebla gélida serpenteó en el aire. El científico
cogió una caja de metacrilato transparente con probetas selladas en su interior.
Me la mostró.
–Cultivo 36-J. Vector-Kali. Viruela rediseñada. Súper
Viruela. Si este grupo de virus quedase libre, mataría a toda la humanidad en breve
tiempo. Nadie ni nada podría detener al Vector-Kali. Posee propiedad recombinante
y se contagia de docenas de maneras diversas. Un estornudo y el fin del mundo. Una
obra maestra.
Contemplé con horror aquella caja traslúcida.
–¿Qué utilidad tiene? –pregunté con un murmullo.
–Oh, espero que ninguna tenga. Es ejercicio, una prueba.
–¿Y no sería mejor destruirlo?
Me miró sinceramente desconcertado.
–¿Por qué? Sólo se destruye lo incorrecto, y Vector-Kali
es perfecto… –Me contempló con seriedad unos segundos y luego extrajo otra caja
del congelador–. Cultivo 35-J. Bacteria que produce determinada y precisa cantidad
de insulina en riego sanguíneo. No más diabetes. Atención, en una mano vida, en
la otra muerte. Pero las cajas son iguales –Se encogió de hombros–. ¿Entonces? Vida
y muerte son la misma cosa.
Sonrió y me miró con la expresión de quien acaba de
enunciar un principio evidente.
Desgraciadamente tampoco aquella vez le entendí.
Como descubrí al poco tiempo, la monótona labor que
hasta entonces había realizado era el paradigma de la diversión comparada con mi
nuevo trabajo en el Hades. Todos los controles de los congeladores eran informáticos.
Yo me limitaba a incorporar nuevo material genético y a introducir su clave en el
ordenador. Todo lo demás era automático. Se trataba de sistemas tan perfectos que,
en caso de un hipotético accidente, activarían unidades autónomas, generadores y
programas que, aunque el fluido eléctrico externo fallase, mantendrían en su lecho
de hielo a los cultivos biológicos durante cinco años.
La mano del hombre era allí un arcaísmo.
Por lo demás, nada supe de los proyectos que se desarrollaban
en el Hades. Todo era secreto y nadie parecía dispuesto a charlar sobre su trabajo.
Había una zona en particular que se llevaba la palma
del hermetismo. El Sector M. La zona de trabajo de Nanda y Malt-man. Aquello era
un agujero negro, en el que todo entraba, pero nada salía.
Sólo tres incidentes turbaron mi suave tedio El primero
ocurrió en el aparcamiento de GenCorp. Eran las siete de la tarde y me dirigía en
busca de mi coche, cuando vi salir de entre las sombras a Martín Seoanes. Nunca
antes había visto tan serio su rostro usualmente risueño.
–(?) –me llamó–. ¿Puedo hablar contigo un momento?
–Por supuesto.
–Escucha, se trata de algo confidencial –Parecía no
encontrar las palabras adecuadas–. Me gustaría que no comentases esto con nadie.
¿Puedo confiar en ti?
Asentí, sin conseguir disimular mi desconcierto.
–(?), esto es importante –Martín hablaba con nerviosismo–.
Trabajas en el Hades, y supongo que prestarás atención a lo que sucede a tu alrededor…
¿Has oído hablar del Proyecto Maya?
–Nadie habla mucho en el Hades. No tengo ni idea de
lo que están haciendo. ¿Qué es el Proyecto Maya?
La expresión de Martín se había convertido en una máscara
de desilusión.
–Por favor, si en algún momento escuchas la palabra
“Maya”, házmelo saber. Con discreción. ¿Lo harás?
–Claro. Pero ¿de qué se…?
Me interrumpí. Martín se había desvanecido tan rápida
y nerviosamente como había llegado.
El segundo incidente, si es que se le puede llamar así,
llegó con la Navidad. La tarde del veintitrés de diciembre se celebró una pequeña
fiesta para el personal en la sala de reuniones de GenCorp. Como suele ocurrir,
la gente bebió demasiado y un par de horas más tarde la camaradería dio paso a la
libido. La mitad de los asistentes intentaban llevarse a la cama a la otra mitad.
Generalmente a la mitad equivocada. Me mantuve aparte, contemplando con divertido
distanciamiento las diversas maniobras de acercamiento y rechazo, los furtivos emparejamientos
y las ebriedades escandalosas. De pronto noté un cosquilleo en la nuca. Me sentía
intensamente observado. Por el rabillo del ojo, descubrí a David Maltman mirándome
fijamente. Nunca había hablado con él, ni siquiera nos habían presentado. Era un
hombre extremadamente serio y poco sociable. Sin embargo, en aquella ocasión se
acercó a mí y me tendió la mano.
–Soy David Maltman –dijo en inglés–. Usted es (?), si
no me equivoco.
Asentí. Él se sentó a mi lado. Llevaba en la mano un
vaso con jugo de tomate, y podría jurar que eso era todo lo que había bebido. Estaba
sobrio, pero me miraba de una forma extraña, intensa, como si entre nosotros hubiera
un microscopio. Y la ameba fuese yo.
Permanecimos en un embarazoso silencio durante varios
segundos, hasta que Maltman se inclinó hacia delante y me hizo una pregunta estúpida.
–¿Ha olvidado alguna vez el paraguas o el abrigo? –Negué
con la cabeza, sorprendido–. Entonces, ¿tiene usted buena memoria?
–Supongo que lo normal.
–No existe lo normal. Cada persona posee su propio archivo
eidético, diferente del de los demás –Bebió un sorbo de tomate sin dejar de mirarme–.
La memoria lo es todo. Fuera de ella nada existe.
–El mundo está ahí. Existe –repliqué.
–El mundo, amigo mío, sólo cobra relevancia cuando lo
percibimos. Y la percepción no es instantánea, requiere un tiempo. Cuando veo este
vaso, lo que estoy viendo es una imagen procesada por mi cerebro e integrada en
mi memoria. El vaso auténtico no existe, sólo hay un nebuloso fantasma codificado
por mi ARN. Usted y yo no nos estamos hablando, nos estamos recordando. ¿Entiende?
Todo lo que conocemos, todo lo que percibimos, está encerrado en nuestro cráneo.
Todo es un juego de la memoria.
Bueno, quizá Maltman no estuviese borracho. Pero probablemente
había respirado algo de óxido nitroso, o tal vez un exceso de oxígeno puro. O, quién
sabe, es posible que ésa fuese su manera de ser. Tan raro como un político honesto.
–Quizá tenga razón –le dije con amabilidad–. Pero muchas
veces la memoria falla.
Maltman sonrió por primera vez y enarcó las cejas. Se
levantó.
–Siempre falla. Por eso el mundo es imperfecto.
Y se fue.
Más tarde comprendí la razón de aquel repentino interés
por mí, así como el sentido de sus palabras. No estaba loco. Era un hijo de puta,
pero no un excéntrico.
El tercer incidente, si merece tal nombre. Con él comenzó
mi particular calvario, mi lenta decadencia.
Todo ocurrió un jueves de mediados de enero. Un ayudante
de Nanda me entregó una caja hermética de metacrilato con su correspondiente cultivo
dentro. Me extrañó, ya que tan sólo el día anterior había “archivado” otro cultivo,
el 13-L, y no era usual tanta frecuencia en la labor de congelado. Me encogí de
hombros y bajé en el ascensor a la cámara criogénica. Saludé al guardia de seguridad
mientras me dirigía a los congeladores. Abrí el marcado con la letra L, y…
Y algo cayó al suelo rompiéndose en pedazos. Bajé la
mirada y contemplé la destrozada caja que había contenido el cultivo 13-L.
Luego me di cuenta de otra cosa. El interior del congelador
no estaba de ninguna manera frío. Por algún motivo, por algún extraño e incomprensible
fallo, el congelador se encontraba a temperatura ambiente.
Eso significaba que el cultivo, que ahora se esparcía
juguetón ante mis pies, era activo.
Suspiré y luego, como si todo se desarrollase a cámara
lenta, me acerqué a un panel próximo a la puerta hermética. Oprimí el botón rojo
y una alarma comenzó a sonar. Escuché cómo los sellos encajaban en sus alvéolos.
De repente me sentí muy aislado, tremendamente solitario. Se había levantado una
muralla infranqueable cuyo único fin era separarme del mundo. Estaba en cuarentena.
Era el leproso, el apestado.
Un extraño sentimiento de irrealidad me asalta mientras
rememoro aquel momento. Estoy aquí, en el mismo lugar donde todo comenzó. Las paredes
metálicas son las mismas, los congeladores ronronean igual que lo hacían hace más
de dos años y las luces continúan tintando de rojo este pequeño microuniverso. Pero
todo lo demás ha cambiado. Por encima de mi cabeza GenCorp no es más que un montón
de ruinas y el mundo ha alcanzado la locura total adorando a un dios absurdo. Sin
embargo, una sutil inversión se ha producido. Si en aquel entonces yo era el enfermo
infeccioso aislado, ahora, encerrándome voluntariamente a veinte metros bajo tierra
y protegiéndome tras incontables toneladas de acero, he sido yo quien ha puesto
en cuarentena al mundo. Son ellos los enfermos, son ellos los que se retuercen tras
las murallas del aislamiento y la soledad. Y yo soy el que mira tras los cristales
contemplando cómo evoluciona la enfermedad que aqueja a una humanidad condenada.
Pero algunas cosas permanecen. El cultivo 13-L sigue
dentro de mí. Y mi amor por Helena, la rubia ninfa tallada en miel y cereal, continúa
acrecentándose, segundo a segundo, sumiéndome en una extraña pasión caníbal.
Hombres vestidos con trajes aislantes, como astronautas
de guardarropía, instalaron la improvisada enfermería en una sala contigua a los
congeladores. Pusieron una cama y trajeron una televisión, y libros, y alimentos,
incluso instalaron un compacto. Había una gruesa vidriera a través de la que podía
ver el ascensor y las consolas. También los demás podían mirarme a mí, como quien
contempla a una cobaya inoculada.
–Tranquilo, amigo mío. Usted peligro no corre –me dijo
Nanda mediante un micrófono–. El cultivo 13-L es variedad mutada de la gripe. Posiblemente
ningún problema haya.
–Mutada, ¿en qué sentido? –pregunté.
–Difícil es decirlo. Algunos virus del cultivo papillomas
eran. Otros, retrovirus modificados como vectores genéticos.
Me dolía la cabeza y tenía la boca seca. Me resultaba
difícil pensar, pero hice un esfuerzo por ordenar la cabeza.
–Los retrovirus empalmarán su ADN con el mío –señalé–.
Crearan oncogenes. Cáncer.
–No, no, no, amigo mío. No VIH. 13-L es nuevo tipo de
vector. No modifica ADN, y ningún cáncer produce. De señales ARN se trata. Sólo
modifican el ARN. No definitivo. Cuando los virus mueran, el ADN restaurará naturalmente
el daño.
La fiebre empezaba a subirme. Tenía la sensación de
que alguien martilleaba en mi cabeza.
–¿Un retrovirus que afecta al ARN y no al ADN? ¿Para
qué?
–Manipulación de proteínas –Nanda sonreía paternalmente
a través del cristal–. Simple experimento parcial. 13-L afecte quizá temporalmente
a su nivel de somatostatina. Fácil de corregir. Ahora descanse sin temor. De usted
nosotros cuidaremos.
Claro que cuidarían de mí. En aquel momento, yo era
de vital importancia para ellos.
Al tercer día la fiebre me provocó temblores convulsivos
y poco después comencé a sufrir alucinaciones. Apenas podía moverme y vomitaba constantemente.
Cuando llegó la noche perdí el conocimiento. Y así permanecí durante seis días.
Fue como estar encerrado en un sótano oscuro, a veces
ardiente, a veces helado, pero siempre lleno de sonidos líquidos. No guardo de aquellos
días casi ningún recuerdo, salvo el de una curiosa pesadilla que se repetía obsesivamente:
en un negro vacío se iba formando una figura humana, por partes, como si de un cuadro
cubista se tratase. Primero un ojo flotando en la nada, luego la nariz, un brazo.
Más tarde todo desaparecía para volver a empezar. Era una locura de fragmentos humanos
danzantes. Pero eso no era todo. Una terrible ansiedad me sacudía, una sensación
punzante de hambre infinita, de deseo insatisfecho, de apetito colosal y primario,
casi sexual.
Me desperté un sábado por la tarde, sintiéndome extremadamente
débil, pero libre de fiebre y dolor. A mi lado se encontraba uno de aquellos astronautas
terrestres. A través del cristal de la escafandra distinguí la sonrisa paternal
de Jaw Nanda.
–Bienvenido, amigo mío. Curado está. Como una manzana
sano. Ya todo ha pasado.
Aun permanecí quince días más en aislamiento. Los análisis
confirmaban que el virus mutante había sido eliminado, pero toda precaución era
poca. De alguna manera, aquel período de inacción me vino bien. Fui recuperando
fuerzas y moral, leía mucho, veía vídeos y hacía algo de ejercicio. Nanda se ofreció
a enseñarme algunas posturas básicas de yoga, y a eso nos dedicábamos todos los
días a partir de las seis de la tarde. En cierto modo podían haber sido unas tranquilas
vacaciones. De no ser por los sueños.
Todo comenzó al tercer día de mi recuperación. Me había
acostado pronto, tras ver una vieja película en el vídeo. Me dormí enseguida, y
con igual rapidez acudieron a mí los sueños. Hablo en plural y no debería hacerlo,
ya que siempre se trataba de lo mismo. No un sueño normal, surrealista y activo,
sino un sueño estático y obsesivo.
En él se me aparecía la imagen de una mujer. Una mujer
inmóvil, la imagen fotográfica de una belleza rubia que me contemplaba sonriente.
Su nombre era Helena.
Y la amaba.
Pero era un amor frustrante y yo sentía deseo, hambre.
Quería ser saciado por ella, pero no lo conseguía. Y el hambre crecía, crecía, crecía…
Al principio no le di importancia, sólo eran sueños.
Pero cuando Helena salió de mis sueños para pasar a
ocupar la mayor parte de mis pensamientos conscientes, comencé a preocuparme. Durante
los primeros días no eran más que apariciones fugaces que me sorprendían cuando
estaba distraído o relajado. Pero al poco tiempo se convirtió en algo permanente.
Era como un recuerdo obsesivo: el recuerdo de un amor perdido trasmutado en deseo
insatisfecho. Y hambre.
Hambre. No un apetito general e indiscriminado, no.
Hambre de algo concreto, pero indefinido. Hambre de Helena. ¿Un intenso deseo antropófago?
No dije nada a nadie. Atribuí mi desequilibrio a los
estragos de la intensa fiebre alucinatoria que había sufrido. Pero a medida que
pasaba el tiempo y la obsesión crecía comencé a temer seriamente por mi salud mental.
Dos días antes del fin de la cuarentena se lo conté todo al amable y atento Jaw
Nanda.
–¿La imagen de una mujer le persigue? –Nanda parecía
extrañamente excitado, aunque era evidente que luchaba por disimularlo–. ¿Una mujer
quizá vieja amiga?
–Nunca la había visto.
–¿Y su nombre conoce?
–Se llama Helena. Pero ignoro cómo lo sé. Es… un recuerdo,
como una amante que vuelve a mí. ¡Pero no la conozco de nada! Me estoy volviendo
loco, doctor Nanda…
A través del cristal vi que el hindú se daba la vuelta
en actitud pensativa.
–¿Algo más le sucede? –preguntó sin volverse.
–Hambre… Constantemente la siento. Creo que es ansiedad.
Pero muy intensa. Parece hambre.
Lentamente se volvió hacia mí. Me pareció distinguir
la sombra de una sonrisa abandonando su cara, pero cuando me habló lo hizo con total
seriedad.
–Usted no preocupar. Tras crisis febril normal es sufrir
alteraciones en psiquismo. Algo pasajero, con seguridad. Pero discreción recomiendo.
Tanto tiempo encerrado no muy bueno para usted. Y si médicos temen por su estado…
Retrasarán salida de cuarentena. Error que evitar debemos. Pienso que conozco compuesto
medicinal que aliviará problemas suyos. Mañana pasado se lo daré. Y, recordar debe:
discreción. En mí confíe.
Confié en él.
Dos días después salía de mi encierro subterráneo. Los
compañeros me dieron una fiesta de bienvenida; todo el mundo parecía estar contento
con el final de aquella crisis. Nanda me estrechó entre sus brazos y, llevándome
a un rincón, me entregó un frasco de comprimidos.
–Poderoso ansiolítico. Usted tomar deberá tres pastillas
al día. Verá como problemas desaparecen –Sonrió paternalmente–. Y, de nuevo, bienvenido
al mundo, amigo mío. Bienvenido.
Cogí quince días de vacaciones. Era primavera y podía
haber hecho un viaje a alguna playa del Mediterráneo. Pero preferí quedarme en la
comodidad de mi apartamento de soltero. El medicamento que me había dado Nanda obró
milagros. Seguía recordando a Helena, pero la pulsión había desaparecido casi totalmente.
Me engañé creyendo que todo había pasado.
Una noche, mientras veía la televisión, llamaron a mi
puerta. Al abrir me encontré con el hirsuto rostro de Martín Seoanes.
–¿Puedo pasar?
Le indiqué con un gesto que entrase. Desde mi enfermedad
apenas había visto un par de veces a Martín. Ahora, mientras se sentaba en un sillón
y echaba un distraído vistazo al televisor, pude comprobar cuánto había cambiado.
Su rostro afable se había convertido en una máscara de preocupación. Había perdido
peso y mostraba evidente nerviosismo.
–(?) –me dijo–, ¿recuerdas cuando te hablé del proyecto
Maya? –Su vista se perdió en el infinito durante unos instantes–. ¿Sabes que la
división de GenCorp en España es la que posee la mayor dotación económica? Casi
el doble que cualquier centro de Estados Unidos. Curioso, ¿no? Oh, las razones son
sencillas. La legislación española es imprecisa con el tipo de actividades que desarrollamos.
¿Sabes que GenCorp posee casi cuarenta y tres mil patentes sobre organismos mutantes?
¿Y sabes cuántas están comercializadas? Treinta y ocho. Las leyes son muy restrictivas
con la ingeniería genética. También en lo referente a la investigación. Hay cientos
de controles en Estados Unidos. Pero en España, muy pocos, casi ninguno. Por eso
está GenCorp aquí, invirtiendo miles de millones sin que nadie pregunte a qué se
dedica ese dinero –Suspiró–. Pero yo sí me lo pregunto. ¿Y sabes qué? No hay respuestas.
Oh, sí. Existen cantidad de proyectos subsidiarios, sí. Pero la parte del león se
la lleva algo llamado Proyecto Maya. Un proyecto que, oficialmente, ni siquiera
existe. ¿Entiendes?
No lo entendía. Pero Martín estaba tan excitado que
no quise llevarle la contraria.
–¿Quieres tomar algo? –pregunté, pues no sabía qué decirle.
–El Proyecto Maya –prosiguió sin hacerme caso–. Me encontré
con él por casualidad. ¿Sabes cómo? Un memorándum confidencial electrónico entró
por error en mi terminal. Era del Gran Jefe, Henry Dacosta, e iba dirigido a Jaw
Nanda –Sacó un papel del bolsillo y me lo tendió–. Éste es el texto, léelo.
Era un fragmento de papel de impresora. Lo leí.
“Es imprescindible obtener resultados antes del doce
de octubre. Asigno presupuesto suplementario de 40 Mm. Espero que esto baste para
resolver los problemas. En cuanto a la fase experimental, podríamos acortar los
plazos del Proyecto Maya si obviáramos la experimentación con animales. Elige el
sujeto más adecuado e infórmame de los avances”.
Alcé la vista y miré interrogador a Martín. Él me devolvió
una intensa mirada. Tuve la impresión de que se encontraba bajo los efectos de alguna
droga, quizás anfetaminas.
–Y bien, ¿qué te parece? –dijo con un susurro.
–Que hay un proyecto secreto auspiciado directamente
desde la central. ¿Por qué tanta preocupación?
–Oh, por nada… –Su tono era irónico–. ¿Por qué va a
inquietarme la idea de que se estén realizando experimentos ilegales con seres humanos?
–Hizo una pausa y bajó la vista al suelo. Finalmente añadió–: Y también puede ser
una tontería pensar que el ser humano con quien se está experimentando eres tú.
Ahora sí que me había sorprendido.
–Ahí no dice nada de experimentos con seres humanos…
–señalé alarmado.
–“Obviar experimentación con animales”. “Elegir el sujeto
más adecuado”. ¿Qué más quieres? ¿Pancartas?
–¿Y por qué yo? No se menciona mi nombre…
–Descubrí ese memorándum hace casi tres meses. Al poco
tiempo recibimos el presupuesto extraordinario anunciado. Iba destinado a mejoras
en el equipamiento informático del Laboratorio 7 y a gastos generales de infraestructura.
Me puse a bucear en los programas y bancos de datos relacionados con gastos generales.
Y allí lo encontré, un acceso reservado bajo un directorio etiquetado con las iniciales
PM. ¿Entiendes? PM, Proyecto Maya. He intentado entrar en ese programa, desgraciadamente
en vano. Sin embargo, lo que sí hice fue rastrear todas las conexiones del Directorio
PM con otros programas de libre acceso. ¿Y qué he encontrado? Un pequeño directorio,
que no debería existir, en el que figuran todos tus datos, amigo mío. Desde tu historial
académico hasta un completo informe médico sobre tu estado de salud. Estás en el
Proyecto Maya, ¿lo sabías?
Negué con la cabeza. Martín se comportaba de forma extraña.
Y ahora empezaba a contagiarme su paranoia.
–Esos datos pueden estar relacionados con mi accidente.
Posiblemente fueran necesarios para el tratamiento.
–Estoy seguro. Pero no como tú piensas. Descubrí el
programa con tus datos casi dos semanas antes de tu infección –Martín sonrió tristemente–.
¿No te has preguntado sobre las extrañas circunstancias en que se produjo el “accidente”?
Un congelador misteriosamente descongelado, la caja con el cultivo activo que se
cae al suelo en cuanto abres la puerta… ¿Sabes? Al congelador no le pasaba nada.
No fue un problema técnico. Ni un fallo de fluido. El congelador sencillamente estaba
desactivado. Y la caja de cultivo se encontraba mal colocada porque alguien lo quiso
así. Y tú bajaste a los congeladores porque se pretendía que te expusieras a esos
virus mutados. Un cultivo del que no hay constancia en ningún sitio, salvo, quizás,
en el Directorio PM.
Me levanté y me aproximé a la ventana. Una lejana tormenta
había vestido el aire de ozono y la brisa olía a primavera. El aroma a tierra húmeda
acarició mi nariz. Me sentía confuso.
–No sé qué decirte… –dije, sin saber qué decir.
–¿Has notado algo extraño? –Martín se incorporó–. Desde
tu cuarentena, quiero decir.
Suspiré. Y luego se lo conté todo. Le hablé de mis sueños,
de mi ansiedad. Le hablé de Helena, mi amor inexistente. Y del hambre. Y de las
pastillas que me daba Nanda. Martín me escuchó en silencio y, cuando terminé mi
relato, permaneció unos minutos pensativo. Luego se levantó y se dirigió a la salida.
–No le encuentro sentido, (?). Pero buscaré la respuesta.
No comentes con nadie esta conversación. Estaremos en contacto –Abrió la puerta
y antes de cruzar el umbral, añadió–: Cuídate.
¿Saben cuándo decidí matar a Nanda? El día en que vi
por primera vez a un niño de la nueva era, a un niño-Nanda.
Era un muchacho de tres años, de ojos azules y cabello
rubio. En otras circunstancias hubiese sido muy guapo. Pero no lo era. Sus ojos
albergaban un brillo extraviado que nada tenía de infantil. Babeaba y gruñía. Sólo
podía pronunciar una palabra: Nanda. Esa era toda su realidad. Y ése era todo su
futuro. Aquel niño no era ya humano, era una caricatura siniestra, un boceto del
futuro que aguardaba a toda la humanidad.
Pero le vi. Vi cómo sus padres le obligaban a comer
(alimento para perros), apaciguándole con una foto de su dios.
Entonces pensé: “Voy a matar a Nanda”.
Pero ¿cómo? Su guardia pretoriana es, literalmente,
todo el mundo. No hay persona que no esté dispuesta a dar la vida por su dios. Él
vive dentro de un palacio inaccesible, en una isla del Egeo. Ahora no hay barcos
ni aviones disponibles. ¿Cómo llegar a él?
¿Cómo se puede matar a un dios?
¿Cómo?
Mis vacaciones concluyeron. Me reintegré a mi trabajo
en GenCorp. Nanda seguía proporcionándome las pastillas que me permitían mantener
a Helena bajo control. No me hacían olvidarla, claro. Simplemente evitaban que se
convirtiese en una obsesión. Pero ella seguía estando presente en mis pensamientos.
De hecho, había comenzado a fantasear con su imagen. Me sentaba en el retrete y
evocaba su rostro; luego imaginaba sus pechos, la delicadeza de su piel, su sexo
cubierto de vello rubio, como un retazo de sol. Y me masturbaba.
No era satisfactorio, por supuesto. Pero mitigaba un
tanto la pulsión, el hambre que se agazapaba aletargada en mi interior.
Pasaron los meses. El verano llegó y se fue. El otoño
llamó a la puerta. Y todo era irrealmente cotidiano.
De vez en cuando me encontraba con Martín en alguno
de los blancos pasillos. Él me sonreía, yo le saludaba. Pero no volvimos a hablar
del Proyecto Maya. Hasta que, un buen día, los acontecimientos comenzaron a precipitarse.
Primero fue la noticia de la candidatura. Henry Dacosta,
el dueño y señor de GenCorp, se presentó como candidato a la presidencia de Estados
Unidos. Algo extraño; nunca Dacosta había participado en ninguna actividad política.
Y también sorprendente, porque Dacosta, sin hacer la menor campaña, comenzó a subir
en todas las encuestas. Al principio consiguió el uno por ciento de los votos. Luego
el cinco. Más tarde el diez, el veinte, el cuarenta, el ochenta por ciento de los
votos. Personas que jamás habían votado manifestaron su irrefrenable voluntad de
ver a Henry Dacosta en la Casa Blanca.
El suceso más surrealista ocurrió cuando los candidatos
republicano y demócrata afirmaron en un debate público su intención de votar por
Henry Dacosta.
Aquello fue la locura. Sin un solo anuncio, sin debate
alguno, sin hacer ningún tipo de campaña, Dacosta se convirtió en el virtual ganador.
Por eso nadie se extrañó cuando, en noviembre, Henry
Dacosta triunfó en las elecciones. Un ciento por ciento de participación. Un ciento
por ciento de los votos para el dueño de GenCorp. Algo imposible, algo desconcertante.
Pero algo real. Y aquello no era más que el principio.
Al día siguiente de la jornada electoral fui al despacho
del doctor Nanda. Se me estaban acabando las pastillas, aquel mágico compuesto anti-Helena.
Necesitaba más.
Eran las ocho de la tarde. Nanda se encontraba reclinado
sobre su escritorio. A su lado había una botella de whisky medio vacía y en una
mano sostenía un vaso lleno de ámbar con hielo. Estaba borracho, y parecía muy feliz.
–(?), amigo viejo. ¿Tú cómo por aquí? –exclamó al verme–.
¿A celebrar vienes victoria de gran jefe?
–No, doctor Nanda. Es que…
–¿Un trago de whisky? –me interrumpió con voz pastosa–.
Bueno es para elevar el espíritu.
–No, gracias, doctor. No bebo. He venido porque se están
acabando las pastillas que me dio la última vez…
–¡Tú no preocupación! –Bajo los efectos del alcohol
parecía más que nunca un gnomo juguetón–. Mañana venir aquí y pastillas mágicas
preparadas estarán. Fantasmas no te molestarán. Pero ¡siéntate, siéntate!
Obedecí. Me tendió un periódico cuyos titulares enunciaban
la aplastante victoria de Dacosta.
–Un triunfo increíble –comenté.
Nanda dejó el vaso a un lado y me miró unos instantes
con… ¿lástima?
–Los americanos como niños son –Había un barniz de burla
en su voz–. La máxima divinidad que concebir pueden es presidencia de su país.
–¿Divinidad? –pregunté.
Me miró sonriente.
–Mañana estarán pastillas –dijo. Y dándome la espalda
apuró de un trago su copa.
Las pastillas no estuvieron al día siguiente.
Ni nunca.
Emiten en televisión un documental sobre las Novias
de Dios.
Al llegar la primavera, cada región del planeta debe
elegir de entre sus doncellas a la más hermosa para, como en las viejas historias,
ofrendársela a la divinidad. Son las Novias de Dios. Jóvenes, a veces niñas, que
arden en fervor divino ante la idea de ser fecundadas, violadas, por el gran Nanda,
por el todopoderoso Nanda, por el lujurioso Nanda.
El veintiuno de abril, hace tres días, se celebró el
festival que los devotos habitantes de esta región dedicaron a la elección de la
Novia de Dios local.
Yo acudí al festival. Había descubierto el modo de acabar
con Nanda.
Una inmensa multitud se había congregado en torno a
la pirámide truncada erigida por los acólitos de Nanda.
Cuando los sacerdotes presentaron públicamente a la
Novia se produjeron los incidentes de siempre. Hay que darse cuenta de que aquella
hermosa muchacha de quince años, destinada a mantener una íntima relación con dios,
adquiría una naturaleza casi sagrada.
La gente quería tocarla, absorber un poco de su divinidad
prestada. De modo que al ver aparecer sobre la pirámide escalonada a la niña elegida,
la multitud, como un animal ciego, se precipitó hacia ella. Los guardias entraron
en acción. Sus ametralladoras también.
Sabía lo que iba a pasar, sabía que las primeras líneas
de gente caerían rápidamente bajo el fuego. Sabía también que las filas de atrás
continuarían empujando, hasta que los cadáveres bloquearan el paso. Y sabía, finalmente,
que los sacerdotes se llevarían a la muchacha por la parte de atrás de la pirámide,
donde les esperaría un vehículo.
Así ocurría siempre.
Por eso me puse a un lado, alejado del centro de la
acción. Cuando el delirio y la matanza se abatieron sobre el festival pude rodear
la pirámide, sortear los guardias y encontrarme frente al vehículo que iba a transportar
a la Novia.
El rugido de la multitud y el ruido de las ametralladoras
atronaban el aire. Los sacerdotes, asustados, no miraban en mi dirección, por eso
pude pasar inadvertido.
Pero luego los sacerdotes bajaron de la pirámide, transportando
entre sus brazos a la bellísima muchacha. Y entonces me vieron.
Me precipité hacia la chica. Dos sacerdotes se interpusieron
en mi camino. Choqué con ellos. La inercia de mi carrera derribó a uno. El otro
me sujetó por un brazo.
Había conseguido acercarme a poco más de un metro de
la Novia de Dios (que me miraba asustada).
Y entonces la escupí.
Antes de que un joven y vigoroso sacerdote me dejara
inconsciente con un hábil golpe de su báculo, pude ver cómo mi saliva goteaba por
el rostro perfecto de la chica, desde el pómulo hasta la comisura de sus labios.
Ahora, en la pantalla de televisión, rodeada por las
casi cien Novias que van a embarcarse en un avión para formar parte del harén de
dios, he vuelto a ver el rostro de aquella muchacha a la que escupí.
Ella es mi venganza.
El lunes Henry Dacosta fue oficialmente declarado triunfador
de las elecciones norteamericanas.
El martes Jawaharlal Nanda desapareció.
El miércoles una bomba explotó en el Sector M del Hades,
el sanctasanctórum de GenCorp. Murieron tres personas y hubo varios heridos. Las
decenas de millones de dólares invertidos en el sofisticado equipamiento quedaron
reducidos a cenizas.
La policía intervino y las instalaciones fueron clausuradas
hasta que se arreglaran los daños. Nos mandaron a todos a casa.
El jueves se acabaron las pastillas.
El viernes mi mundo se convirtió en un delirio alucinado
donde no había otro lugar que el destinado a Helena, mi fantasma insidioso. Ni otra
sensación que el hambre, mi castigo, mi suplicio, mi desesperación.
El infierno en que viví cubría sus paredes con la imagen
de una mujer rubia y adorable. Y mi martirio era la atroz ansiedad de un apetito
imposible de saciar.
Durante todo el fin de semana no hice otra cosa que
llamar por teléfono a Martín. Una y otra vez su mujer me decía que su marido había
salido de viaje, que no sabía a dónde, que no sabía con quién, que no sabía cuándo
volvería.
¿Y el doctor Nanda? ¿Sabía ella dónde se encontraba?
No.
Pero yo necesitaba las pastillas, aquella medicina milagrosa
que lograba apartar a Helena de mi cabeza.
Me volví loco. El domingo por la noche destrocé mi apartamento.
Estaba a punto de prenderle fuego cuando el portero abrió la puerta y algunos vecinos
entraron en mi hogar, cubiertos con pijamas y batas, sobresaltados por aquel escándalo
destructivo, armados de miedo, sorpresa y tímidas amenazas.
Salí corriendo de la casa. Me precipité a la calle vacía,
aullando como un lobo en celo. Corrí con todas mis fuerzas, intentando dejar atrás
la tiranía maniática de Helena, espantar la ansiedad monstruosa, el deseo insatisfecho.
Corrí durante no sé cuánto tiempo, con el aliento hirviendo en mi garganta y el
horno de mis pulmones reventándome en el pecho.
Tropecé. Caí al suelo. Rodé sobre mí mismo. Mi cabeza
chocó contra el bordillo. Por unos instantes perdí el conocimiento. Me incorporé
mareado. La sangre, como un sirope caliente, se derramó sobre mi cara. La enjugué
con el antebrazo. Abrí los ojos. Había caído delante de un supermercado cerrado.
Me puse de rodillas.
Y entonces, allí, detrás del escaparate, bajo un cartel
de oferta, lo vi.
Mi corazón se detuvo entre dos latidos. Parpadeé. No
podía creer lo que estaba viendo. Tenía que ser un sueño, un espejismo de mi mente
perturbada.
Pero no, era real. Ante mis ojos, detrás del cristal,
se alzaba una columna de paquetes con la imagen de Helena repetida una y otra vez.
Allí estaba mi amor imposible, mi delirio pasional, mi mujer deseada, mi némesis
fantasma. Su rostro de terciopelo se repetía decenas de veces, y sobre cada retrato
gemelo, su nombre: Helena. HELENA. HELENA.
Con un cubo de basura rompí el vidrio del escaparate.
Al entrar en el supermercado me hice algunos cortes con los cristales. Ni me di
cuenta. Con la determinación de un náufrago que ve tierra en el horizonte me abalancé
sobre las imágenes de mi amada. Cogí un paquete y lo abrí casi a zarpazos. Rasgué
la bolsa que se encontraba en su interior. Copos de avena. Cogí un puñado y me lo
llevé a la boca.
Oh, dios santo… Nunca había paladeado nada igual, ningún
alimento tan delicioso, ningún sabor tan matizado, tan perfecto. Tuve un orgasmo.
Mientras la mancha de humedad oscura se extendía por mi entrepierna, seguí comiendo
con la compulsión de un bulímico.
Acabé el paquete. Cogí otro: maíz. Y otro: arroz. Y
otro: salvado. Y otro: trigo. Y otro, y otro, y otro, y otro…
Cuando llegó la policía para apartarme de aquel maná
providencial, ya había devorado dieciséis cajas de cereales.
¡Qué aspecto debía de ofrecer! La piel rasgada, cubierta
de sangre. Rodeado de vómitos y comiendo sin cesar, voraz como una fiera.
Cuando me metieron en la ambulancia el mundo daba vueltas
a mi alrededor.
Cuando llegué al hospital me encontraba inconsciente.
Cuando desperté ya me habían lavado el estómago.
–¿Cómo puede alguien comerse más de ocho kilos de cereales?
–me preguntó asombrado el médico.
–Por amor –contesté débilmente–. Por Helena…
–¿Cómo se encuentra? –preguntó sin prestarme mucha atención.
–Fatal… –musité.
Un grito lejano me sobresaltó. Era como el aullido de
un demonio enloquecido.
–Tranquilo –El médico tenía aspecto de estar agotado–.
Hoy parece que todo el mundo se ha vuelto loco. El hospital está lleno de maniáticos
religiosos. ¿Puede creerlo? De repente, docenas de fanáticos surgen de todas partes.
Pero no se preocupe, aunque hacen mucho ruido no son peligrosos.
Sí lo eran. Muy peligrosos. Pero sólo se trataba del
comienzo.
Me dieron un sedante y apagaron la luz de la habitación.
Antes de dormirme volví a escuchar aquel grito desgarrador. No era un grito inarticulado;
aquella voz rota decía algo.
Decía: Nanda.
El lunes por la tarde vino a verme al hospital Martín
Seoanes. Parecía agotado. Y preocupado. Pero me dedicó una de sus abiertas sonrisas
llenas de encanto. Intenté devolverle el gesto, pero mi mente naufragaba de nuevo
en Helena; sólo pude ofrecerle una mueca crispada.
–Martín –dije–, ¿dónde está Nanda?
–Ha desaparecido.
–Necesito su medicina…
–Ya lo sé, amigo mío –Su tono era compasivo–. Estamos
trabajando en ello. Tranquilízate.
–Martín… He averiguado quién es Helena.
–Y yo también –Bajó los ojos al suelo–. Helena es una
marca de cereales para el desayuno.
Me incorporé.
–¿Cómo lo sabes?
–Es una historia larga. Ahora debes descansar.
–¿Estoy loco, Martín?
–No, no. No lo estás. Todo tiene que ver con GenCorp.
Y con el Proyecto Maya, ¿te acuerdas? Maltman me lo ha contado todo.
–¿Maltman?
–Está en mi casa. Escucha: mañana podrás salir de aquí.
Vendrás conmigo y te lo contaré. ¿De acuerdo? Ahora descansa.
Pero es difícil descansar cuando se está enamorado.
Y mucho más cuando, como a mí me ocurría, se está enamorado de un ser inexistente.
O aún peor, de una caja de cereales.
A la mañana siguiente me dieron el alta. Martín vino
a buscarme. Había mucho revuelo en el hospital; un fanático religioso había asesinado
a uno de los doctores. La enfermera me dijo que la víctima era el joven médico que
me había atendido la noche anterior.
Martín me condujo en coche a su casa. No hablamos mucho
por el camino. Parecía agotado, al borde del desfallecimiento. Yo añoraba de nuevo
a Helena.
La mujer de Martín nos abrió la puerta. Me saludó con
amabilidad, pero su mirada no podía ocultar una intensa preocupación. Imagino que
mi aspecto (todas aquellas cicatrices y vendas) no debió contribuir a tranquilizarla.
Martín me invitó a pasar a su despacho, una habitación
grande y soleada cubierta de librerías. Luego salió un momento. Cuando volvió lo
hizo acompañado de David Maltman.
El gran biólogo inglés, el investigador, el premio Nobel,
estaba aterrorizado como un niño.
Me miró esquivamente y se sentó silencioso en el otro
extremo de la habitación. Martín suspiró y se apoyó en el borde de su escritorio.
–(?), te pondré al día de las novedades en GenCorp.
¿Te acuerdas de la explosión en el Hades? Fue una bomba. La tarde anterior un técnico
vio a Nanda manipulando el panel eléctrico donde estaba colocado el artefacto. La
policía está buscando a ese hijo de puta, pero por lo visto ha salido del país.
–¿Destruyó su propio laboratorio? –pregunté–. ¿Por qué?
–Ya llegaremos a eso. Escucha. Henry Dacosta se convirtió
ayer en el dictador de Estados Unidos. Lo ha hecho por aclamación. El parlamento,
las masas, el ejército, todos. Le llevaron en volandas a la Casa Blanca.
–¿Dacosta dictador…? –Me asaltó una fuerte impresión
de irrealidad; no me hubiese sorprendido que Martín se echase a reír gritándome
“¡inocente, inocente!” Pregunté–: ¿Y GenCorp…?
–GenCorp no existe. Dacosta la ha cerrado. Todas las
instalaciones están clausuradas. Otra cosa: desde hace un par de días ha aparecido
en la ciudad un nuevo movimiento religioso. Sus miembros son gentes de todo tipo:
ricos, pobres, católicos o ateos. Son fanáticos. Y adoran a un dios llamado Nanda.
–¡¿Nanda…?!
Martín asintió. Durante unos instantes se mantuvo callado,
intentando poner en orden sus ideas. Luego, tras mirar de reojo a Maltman, comenzó
a hablar.
–Hace cuatro años GenCorp se encontraba al borde de
la quiebra. Había invertido ingentes cantidades en desarrollos de bioingeniería
comercial. Un negocio muy prometedor. Pero varias leyes restrictivas habían bloqueado
a la compañía. GenCorp tenía los productos biológicos más avanzados, pero no podía
comercializarlos. Era un gigante con los pies de barro.
Aquella situación estaba ahogando financieramente a
Dacosta. Hasta que un día, de improviso, le visitó Jawaharlal Nanda. Para hacerle
una oferta muy extravagante. Absurda. Quién sabe, quizás en otras circunstancias
Dacosta la hubiese rechazado. Pero en aquel momento era el proverbial clavo ardiendo
al que agarrarse.
–¿De qué se trataba…?
Martín cerró los ojos y se acarició la barba. Por unos
instantes pensé que se había dormido. Cuando habló lo hizo sin abrir los ojos, como
un sonámbulo recitando una letanía.
–Control biológico del comportamiento. Nanda afirmaba
haber descubierto un medio para modificar la conducta humana mediante vectores biológicos.
Sólo hacía falta dinero y contar con la colaboración de nuestro querido David Maltman,
la máxima autoridad mundial en eidética.
–Sólo soy un químico ignorante –le interrumpí–. ¿Qué
es eidética?
–La ciencia que estudia la memoria. Maltman es un genio,
¿sabes? Descifró el mecanismo de almacenamiento de la memoria en el cerebro –Se
volvió hacia el investigador y le habló en inglés–. Explíquele a (?) cómo funciona
el registro mnémico. Con sencillez, doctor.
Maltman, que no había dejado de agitarse en su asiento,
se inmovilizó. Me miró furtivamente, parpadeó y comenzó a hablar con lentitud.
–La clave para comprender las funciones del mecanismo
eidético reside en la integración holística del registro sináptico con el engrama
bioquímico. A nivel molecular podemos…
Martín le interrumpió con un gesto cansado.
–Parece que este bastardo sólo sabe explicar las cosas
de la forma complicada. Escucha, (?), existen dos clases de memoria: a corto y a
largo plazo. La memoria a corto plazo es la que empleas, por ejemplo, para recordar
el número del guardarropa, o un teléfono; datos que mantienes unos instantes en
tu cerebro para luego olvidarlos definitivamente. La memoria a largo plazo es la
que usas para recordar, por ejemplo, el nombre de tu madre, o el vocabulario: cualquier
tipo de información que deba almacenarse toda la vida. Cuando hablo de la memoria,
me refiero a conceptos, imágenes, palabras, emociones, a cualquier cosa que podamos
almacenar y recordar. ¿Entendido? Ahora presta atención: la memoria a corto plazo
se genera en el hipocampo en forma de campo eléctrico. ¿De acuerdo? A eso se le
llama engrama bioquímico. Pero si ese engrama, ese campo eléctrico, permanece activo
alrededor de cinco segundos, o es violentamente excitado, entonces modifica la producción
de ARN en las neuronas. ¿Y qué es el ARN? Un mensaje codificado que determina la
formación y estructura de las moléculas de proteínas. Ahí está la base de la memoria
a largo plazo. Los recuerdos se almacenan en forma de proteínas codificadas por
el ARN, el ácido ribonucleico. A esto se le llama registro sináptico. ¿Está claro?
No estaba seguro del lugar a donde llevaba aquel discurso,
de modo que asentí levemente.
–La memoria es al principio un campo eléctrico en el
hipocampo –dije, como recitando una lección–. Ese campo afecta a la producción de
ARN, y el ARN a la fabricación de proteínas. Esas proteínas reestructuradas son
los almacenes de la memoria. ¿Qué más?
–Cuanto más tiempo permanece activo el engrama eléctrico,
más ARN se produce y más proteínas duplican y almacenan la misma información. Cuando
memorizamos algo lo que hacemos es repetirlo constantemente; es decir, mantenemos
activo el campo eléctrico para que cree muchos duplicados proteínicos. Es como si
tuviéramos una gran librería en la que algunos libros sólo aparecen una vez; son
los recuerdos débiles. Pero otros libros están repetidos varias veces, y cuantas
más veces estén duplicados más eficaz es el acceso a la información que contienen,
sencillamente porque es más fácil de encontrar. Ésa es la memoria profunda. Huelga
decir que son esos recuerdos más intensos, esa memoria a largo plazo, lo que conforma
nuestra personalidad, nuestro pensamiento, nuestro inconsciente –Martín se frotó
las sienes y se volvió hacia el inglés–. Maltman ganó el Premio Nobel porque logró
descifrar el código proteínico de la memoria. Por eso le necesitaba Nanda para sus
propósitos, para su proyecto.
–Para el Proyecto Maya –sugerí–. ¿En qué consiste? Modificación
de la conducta, vale. ¿Cómo?
–¿Ha quedado claro que el ARN hace posible el almacenamiento
de la memoria profunda? De forma natural, el ARN es producido según el esquema codificado
en el engrama eléctrico. Pero hay otras formas de transmitir un mensaje de ARN.
Por ejemplo, mediante virus.
–Un momento. Los virus son “paquetes” de ADN, no de
ARN.
–No todos. Normalmente un virus no es más que un pequeño
fragmento de ADN que se introduce en el núcleo de la célula para obligarla a producir
más virus. Pero existen virus que sólo contienen ARN. Estos virus afectan exclusivamente
a la síntesis de las proteínas. ¿Entiendes? El mismo proceso que se produce en el
cerebro con la memoria profunda –Martín se puso en pie y comenzó a pasear por la
habitación–. Nanda afirmaba que era posible reestructurar la memoria mediante un
vector biológico. ¿Qué clase de vector? Una colonia de virus con su ARN codificado.
Los virus se introducirían en el cuerpo humano, llegarían al cerebro y su ARN sintetizaría
proteínas idénticas a las moléculas que almacenan la memoria.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
–¿Quieres decir que esos virus crearían una memoria
falsa?
–Falsa, sí. Pero tan intensa como la auténtica. Más
intensa aún. Los virus se multiplicarán y mientras permanezcan en el cerebro irán
sintetizando una y otra vez la misma combinación de proteínas. Irán repitiendo constantemente
el mismo mensaje, el mismo “recuerdo”. Y ese “recuerdo” acabará por convertirse
en dominante.
Me acerqué a la ventana. El día era frío, pero radiante.
Con aquel sol maravilloso en el cielo parecía imposible la pesadilla que se cernía
sobre la humanidad. Intenté reflexionar, ajustar todas las piezas del rompecabezas.
Finalmente dije:
–Entonces Helena, el hambre, mis pesadillas… Todo lo
que me está ocurriendo ¿no es más que el resultado de la actividad de un virus?
Martín asintió. Había tristeza en su mirada.
–Fuiste un conejillo de indias –Se volvió hacia Maltman–.
¿Por qué no le cuenta a (?) lo que le hicieron?
Maltman se removió en su asiento y esquivó la mirada.
Parecía haber perdido la fría voluntad que normalmente le animaba. Ahora sólo era
un hombrecillo asustado.
–Al principio trabajamos con cultivos víricos limitados.
Introducíamos en el cerebro de los ratones recuerdos de laberintos que nunca habían
visto, cosas sencillas. Pero Nanda estaba decidido a construir mensajes muy sofisticados.
Construyó en el Sector M un sistema informático muy complejo y convirtió el laboratorio
en una fábrica de ARN. Podía elaborar mensajes moleculares con el ARN. Aunque llevaba
tiempo hacerlo. Sobre todo se tardaba mucho en mutar los virus para convertirlos
en vectores ARN. Aun así Dacosta y Nanda decidieron elaborar un mensaje vírico…
comercial. Un virus que transportase algo así como un anuncio. Cereales Helena es
un producto de una compañía filial de GenCorp. Con malas ventas. Nanda inscribió
en el ARN de una colonia vírica una imagen: los rasgos de la mujer que aparece en
los envases de Helena. También diseñó un sentimiento: amor. Amor a Helena. Y un
ansia: el deseo irrefrenable de comer esos cereales. En resumen: una compulsión
publicitaria.
Perdí los nervios. Me abalancé sobre Maltman. Martín
se interpuso, intentando calmarme. Acabé llorando sobre su hombro.
–De modo que ésa es mi pesadilla… –gemía como un niño,
apenas podía hablar–. ¿Así querían vender cereales…? ¿Enloqueciendo a la gente…?
–¡No, no! –Maltman se mantenía alejado–. Fue un error.
Los virus deberían inyectar su ARN con el “mensaje Helena” y luego morir. Pero no
ocurrió así. Los virus permanecieron activos en su cerebro, duplicando el mensaje
una y otra vez.
–Entonces, ¿por qué no voy contagiando a todo el mundo
mi obsesión por Helena?
–Fueron virus fabricados sólo para usted. Investigamos
su estructura genética gracias a los análisis de sangre.
–Pero… ¿Por qué yo?
–Porque usted era joven. Porque no tenía familia. Porque
era manejable.
–Luego surgió la idea del “vector presidencial” –intervino
Martín–. Dacosta pensó que era mucho mejor destinar las técnicas de Nanda a su beneficio
personal que a la publicidad de sus productos. Nanda le fabricó un vector vírico
ARN con un mensaje sencillo: “Dacosta es el líder”. Ya has visto el resultado.
–Pero Nanda, ese loco, tenía sus propios planes –Maltman
hablaba con nerviosismo, sudaba copiosamente–. ¡Construyó un vector para él!
Martín dejó caer los hombros.
–Creemos que Nanda diseñó un cultivo vírico con un mensaje
ARN muy concreto. Algo así como: “Nanda es Dios. Obedécele”.
–¡Los nuevos fanáticos religiosos!
–Debió probar el vector Maya en algunos barrios de la
ciudad. Es muy posible que usase los depósitos de agua para transmitir la epidemia
vírica. Ahora empiezan a surgir los resultados.
–¿Qué se propone Nanda?
–Nanda salió de España. Antes destruyó su laboratorio.
Supongo que para evitar que se reprodujesen sus experimentos. La policía sabe que
fue a Inglaterra. Y es muy probable que allí tomase otro avión a quién sabe dónde
–Martín se estremeció–. Creo que está diseminando su colonia de virus por todo el
planeta.
–Queda muy poco tiempo –intervino Maltman. Ahora el
horror parecía haberle cristalizado en una actitud distante, aletargada–. En unos
meses toda la humanidad tendrá un nuevo dios.
–¡Debe haber alguna forma de acabar con esa epidemia!
–exclamé–. Escucha, Martín: Nanda me dio unas pastillas que menguaban los efectos
de Helena.
–Estamos trabajando en ello. Pero no podemos resumir
el trabajo de cinco años en unas semanas…
–¿Le has contado a alguien esto?
Martín se encogió de hombros. Asintió.
–Pero no me han creído. Y la verdad, no puedo culparlos.
–Nada podemos hacer. No hay tiempo –Finalmente Maltman
se había desmoronado; un brillo de demencia restallaba en su mirada–. Nos estamos
convirtiendo en marionetas y no nos damos cuenta –Sonrió sin alegría–. Somos muñecos
en manos de un loco. Pequeños muñecos…
Martín se acercó al ventanal y contempló a su hijo,
que jugaba en el jardín.
–La primera vez que oí hablar del Proyecto Maya pensé
en la civilización maya… Ya sabes, los indios del Yucatán… Los mayas desaparecieron
de repente. Su civilización se esfumó, y nadie sabe por qué… Pero Nanda es hindú,
y piensa como un hindú. Maya es, para los hindúes, el mundo de la ilusión, el universo
de lo ficticio –Martín permaneció en silencio unos segundos, mirando con ternura
a su hijo–. ¿Qué va a ocurrir? –murmuró al fin–. ¿Qué va a ser de la gente, de los
niños? –Cerró los ojos–. ¿Qué le pasará a mi hijo?
Y una lágrima resbaló por su mejilla hasta esconderse
por entre la espesa barba.
Pasaron los días.
Cuando los gobiernos se dieron cuenta de que algo extraño
y peligroso estaba pasando ya era demasiado tarde. Los fanáticos seguidores del
dios Nanda se multiplicaban como una plaga obscena, y su culto se extendía entre
la población como lo que en realidad era: una epidemia.
Cuando los gobiernos quisieron darse cuenta de lo que
estaba ocurriendo, ellos mismos eran ya devotos del dios Nanda. Y se acabaron los
gobiernos y las naciones.
Entonces reapareció Nanda, manifestándose glorioso como
un dios hecho hombre.
Y las masas rugieron de placer. El mundo entero se transformó
en una teocracia despótica.
Al cabo de unos meses, cinco mil millones de seres humanos
adoraban a Nanda.
Pero antes, claro, cuando aún había personas normales,
se produjeron las Revueltas Sagradas. Miles de seguidores de Nanda pasaron a cuchillo
a cientos de miles de infieles. Qué ironía; aquellos infieles no iban a tardar mucho
en convertirse a la “auténtica fe”. Todo era una cuestión de contagio y de diferencias
en los tiempos de incubación del virus.
En cualquier caso, la mujer y el hijo de Martín murieron
a manos de los devotos de Nanda. Aquello le destrozó, pero siguió trabajando, intentando
encontrar un milagro, un remedio para aquella enfermedad divina. Hasta que un día
vino a verme. Sus ojos eran los ojos de un muerto.
–(?), es muy posible que seas inmune al virus de Nanda.
Creo que tu infección con el vector maya, con Helena, te protegerá. En cierto modo
fue un experimento fallido que, probablemente, habrá reforzado tu sistema inmunológico.
Estás vacunado. O eso espero –Sacó un paquete del bolsillo de su arrugada chaqueta–.
He traído un compuesto que puede aliviarte cuando sufras un nuevo ataque. Si Helena
se pone pesada, tómate una pastilla. Pero ha de ponerse muy pesada. Se trata de
un cóctel de drogas altamente agresivas. En cada toma se destruirán millones de
tus neuronas. Si abusas, puedes acabar como un vegetal. Pero te aliviará.
–¿De qué está hecho?
–En el frasco encontrarás la fórmula. Contiene litio,
codeína, endorfinas, inhibidores de la fosfodiesterasa, benzodiacepinas, anisomicina,
tetrahidrocannabinol y estimulantes centrales –fingió una sonrisa y añadió–: También
le he puesto vitamina C, para que no te acatarres –me dio una suave palmada en el
hombro y se dirigió a la puerta. Antes de irse me miró fijamente; en sus ojos flotaban
la desesperación y la tristeza–. ¿Sabes una cosa? Yo también creo en Nanda. ¿Entiendes?
Creo con todas mis fuerzas que Nanda es Dios, estoy infectado… Es gracioso, ¿no?
–Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus peludas mejillas–. (?), hazme un favor:
mata a ese bastardo. Si puedes, mátalo.
Y se fue a su casa; y allí, rodeado de sus recuerdos,
se suicidó.
¿Qué fue de mí? La civilización se desmoronó. Los seres
humanos sólo vivían para adorar a Nanda, todo lo demás carecía de significado. Pero
yo estaba vacunado. Probablemente era la única persona cuerda que quedaba en el
mundo, si es que se puede llamar cuerdo a alguien que está enamorado de un paquete
de cereales.
Las ciudades se convirtieron en cloacas, las personas
murieron por millones.
Me aprovisioné de copos de avena y de maíz, de arroz
inflado y de salvado. Mientras comiese regularmente su marca de cereales, Helena
se mantendría razonablemente a raya.
Y fui a la montaña. Allí permanecí dos años y medio.
Luego se acabaron los cereales. Tuve que abandonar mi
refugio para buscar más.
Entonces, entre los restos de aquella humanidad violada,
vi a los niños. Subnormales sin cerebro de labios babeantes que, desde la cuna,
ya pronunciaban el nombre de dios. Y eso, el nombre de Nanda, era lo único que podrían
llegar a articular en su vida. Así eran los estragos que el virus ocasionaba en
un cerebro virgen. Literalmente lo arrasaba, llenándolo de su mensaje e impidiendo
que cualquier otro conocimiento anidase en aquellas pobres neuronas infantiles.
Decidí matarle.
Por los niños.
¿Pero cómo? Sabía que Nanda tenía su abyecto palacio
en alguna isla griega (un lugar lógico para un dios). Pero ignoraba en cuál. Y,
aunque lo supiese, tampoco tenía forma de llegar allí. Y aunque llegase, ¿cómo matarle?
¿Cómo acabar con un dios?
Vagué por un mundo enloquecido, lleno de pústulas y
de putrefacción. Las personas eran caricaturas de seres humanos. Autómatas hiperreligiosos
de beatitud compulsiva.
Y luego vi las masacres de mujeres. Y el canibalismo.
Los padres comiéndose a sus propios hijos.
Y los hijos a sus padres.
Todo, salvo Nanda y sus designios, era indiferente.
Tenía que matar a Nanda.
Pero ¿cómo?
Un día, mientras buscaba cereales entre las ruinas de
un supermercado, encontré un bote de insecticida. Era una de las patentes de GenCorp.
Y me quedé ahí, entre las ratas, mirando fijamente aquel
spray y pensando. Pensando… Me imaginé aquellas ruinas llenas de cucarachas, y la
nube tóxica de insecticida abatiéndose sobre ellas…
Entonces di con la solución. Descubrí el modo de acabar
con Nanda. Era sencillo, siempre había estado ahí, a mi disposición.
Volví a la ciudad donde había vivido antes de que Nanda
sodomizase a la humanidad.
Fui a GenCorp.
El corazón me dio un vuelco: el edificio estaba en ruinas.
Pude averiguar que un bombardero de la flota de dios había dejado caer sobre el
laboratorio sus huevos de fuego. Supongo que Nanda quería romper con su pasado.
Pasé meses apartando escombros, buscando el camino de
mi venganza. Lo único bueno de estos tiempos es que, hagas lo que hagas, nadie se
interesa por ti.
Finalmente lo encontré. Hallé el hueco de un ascensor
que conducía hacía abajo, hacia lo único que quedaba de GenCorp. Y bajé por aquel
túnel estrecho, y cuando llegué a mi meta, el rumor de los ronroneantes motores
y la calidez de mil reflejos escarlata me saludaron.
Los sistemas de seguridad habían vencido a las bombas
de dios. Los congeladores que guardaban la cosecha de GenCorp seguían en funcionamiento,
conservando sus frutos en los gélidos brazos del nitrógeno líquido.
Pero de todos esos frutos, de entre todas aquellas maravillas
de la ingeniería genética, ¿qué era lo que buscaba?
¿Recuerdan el Cultivo 36-J?
El Vector-Kali. La Madre Negra.
La viruela rediseñada, la Super Viruela. La obra maestra
de Jaw Nanda.
“Un estornudo, y el fin del mundo”.
Oh, con qué ánimo feliz estudié en el ordenador los
períodos de incubación del virus, sus mecanismos de propagación. Con qué mimo descongelé
el cultivo (como una comadrona atendiendo un parto delicado).
Con qué alegría me inoculé aquella enfermedad mortal
e imparable.
Para luego, unos días después, en el momento adecuado,
dirigirme al Festival de las Novias de Dios. Y escupir en la cara de aquella pobre
muchacha, contagiándole la enfermedad que, como un martillo, aplastará a una humanidad
que ya está muerta en vida.
Ah, sí. Yo también moriré. Pero será una muerte feliz.
Porque Jawaharlal Nanda caerá conmigo, víctima de su
propia creación.
Ésa será mi venganza.
Por los niños, por Martín y por mí.
Mi amor por Helena se acrecienta segundo a segundo.
Imagino el virus mutado inyectando su ARN en mis neuronas, almacenando una y otra
vez la imagen de esa mujer esquiva, obligándome a amarla, llenándome de una ansiedad
extrema y provocando en mí un hambre inhumana.
Me he tomado el compuesto que preparó Martín. Todo.
Ciento veintitrés pastillas.
Creo que será suficiente para arrasar mi memoria, para
borrar de ella no sólo a Helena, sino también todos mis recuerdos, todo lo que soy.
La superviruela me matará. Seré su primera víctima.
Luego me seguirán unos cuantos miles de millones de personas. La raza humana quedará
borrada del planeta. Pero yo no estaré allí para verlo. Antes de que la fiebre me
consuma y las llagas laceren mi carne, mi cerebro se habrá ido.
Habré roto la pared de hielo del recuerdo y no seré
nada. Quizá sólo polvo dispersándose entre las ruinas de la memoria.
No recuerdo quién soy. Ni qué hago aquí. Hay un texto
en el ordenador, pero me siento demasiado cansado para leerlo.
¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?
Debería preocuparme, hacer algo, moverme… Pero he olvidado
cómo se hace.
Mi memoria parece hecha de jirones de niebla agitados
por un vendaval. Todo se dispersa, sólo un recuerdo permanece nítido: una mujer
llamada Helena. Puedo ver con precisión sus rasgos perfectos, la piel clara como
la leche, el azul profundo de su mirada, la dorada cosecha de sus cabellos.
Helena… ¿Quién será?
Quizás mi esposa, o mi amante…
No lo sé.
….
….
Ap nas p do mov rm . ¿Cómo s hac?
Cr o q lo h olv dado.
M par c q h olv dado tamb n alg nas 1 tras.
Ya nada t n s nt do.
Salvo m amor por H 1 na.
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