Rodolfo Walsh
Debo la idea central de este cuento al ingeniero Emilio Mallol, fallecido
en Buenos Aires, en marzo de 1950, a cuya memoria lo dedico. R.J.W.
En diciembre de 1926 egresé del Politécnico de Mecánica de Hamburgo y cuatro
meses más tarde entré como asistente del ingeniero jefe en las grandes usinas que
proveen de energía eléctrica a la ciudad de Bremen. Recuerdo haber comprobado con
asombro que mis estudios en la materia no me habían preparado para la visión casi
fantástica que se me ofreció cuando franqueé la última puerta de acceso, para hacerme
cargo de mis funciones: las grandes máquinas cuyos volantes giraban rápidamente,
la blanquísima luz reflejada en los mosaicos y azulejos, la atmósfera cálida y el
zumbido característico de las grandes centrales, todo me impresionó vivamente.
Von Braulitz, el ingeniero, era un hombrecito amable,
de ojos muy azules y cabellos muy blancos. Algunas de las máquinas habían sido construidas
bajo su dirección. Las describía con orgullo casi infantil, mientras me acompañaba
en mi primera visita a la sala. Por una de ellas, sobre todo, profesaba un verdadero
amor, una pasión casi enfermiza que sorprendía de momento en un hombre tan formal
y aplomado.
Después he comprendido que ese sentimiento estaba justificado.
Yo también he llegado a quererla, a venerar su funcionamiento perfecto, su armonía
ciclópea, la auténtica poesía de sus líneas. Era una unidad enorme y reluciente.
–Extraña, ¿verdad? –dijo Braulitz deteniéndose ante
la máquina, y un fugaz centello iluminó sus ojos transparentes–. ¿Ha observado que
todas las partes que juegan tienen superficies de apoyo tan grandes que el desgaste
es casi nulo? Le será fácil comprender que una máquina así dispuesta es…
–Sí, sí –dije, interrumpiéndole–, comprendo perfectamente
que sea capaz de funcionar mucho tiempo sin parar; quizá veinte días o más…
–Eso lo hace cualquier máquina –me replicó con un gesto
de desdén que, una vez más, me extrañó; pero enseguida volvió a hablar pausado y
casi dulce–. Esta ha marchado sin detenerse noventa días con sus noches, en su prueba
inicial, y ahora está funcionando desde el mes de enero y se detendrá sólo a fin
de año, o aun más tarde –sonrió, palmeando la bruñida envoltura del más grande de
sus cilindros, y agregó luego–: La llamamos “La Incansable”.
Después me llevó al costado del volante. Yo nunca había
visto una pieza tan grande. La parte que emergía del piso tenía más de seis metros,
y el aire desplazado silbaba a su alrededor. Los brazos, en su incesante rotar,
parecían empeñados en vertiginosa carrera, reapareciendo con nuevo impulso después
de perderse en el extremo opuesto. La voz del ingeniero sorprendió mis pensamientos:
–¿Está observando el volante? ¿Vio alguna vez algo parecido?
¿Se da cuenta del tamaño de su corona?
Debí admitir que, en efecto, nunca había visto nada
semejante. La máquina, orgullo de la industria alemana, era semejante a un dios
de acero.
Después de recorrer conmigo la sala y ponerme al tanto
de mis tareas, Braulitz me mostró mi cuarto. La usina estaba en las afueras de la
ciudad, y para evitar las molestias del transporte, los altos empleados que así
lo desearan se alojaban en la misma. La habitación, aunque pequeña, estaba provista
de todas las comodidades. En una de las blancas paredes vi la fotografía de un hombre
joven y alto, con pantalones blancos y camisa de sport. Braulitz siguió la dirección
de mi mirada y murmuró:
–Adalbert Drappen. Su antecesor. Era un muchacho muy
capaz, pero tenía ideas algo anárquicas –sonrió con paternal condescendencia, como
hombre habituado a comprender los impulsos y las pasiones de la juventud–. El ordenanza
se ha olvidado de sacar la fotografía. Mañana se lo recordaré.
Quise averiguar algo más acerca de Drappen, pero Braulitz
se evadió. Me dio las buenas noches, me estrechó la mano deseándome suerte en el
desempeño de mis funciones y se retiró.
Más tarde supe por uno de los capataces que Drappen
había sido despedido. Fue en ocasión de las revueltas socialistas de febrero, dos
meses antes de mi entrada en la usina. Adalbert Drappen era militante fervoroso.
Había exigido que la usina se plegara al movimiento. Braulitz no tuvo inconveniente
en parar todas las máquinas, pero cuando se trató de detener “La Incansable”, se
negó. Hubo un altercado violento, que nadie presenció, pero que algunos oyeron en
las inmediaciones de la sala de máquinas. Al día siguiente Braulitz anunció que
había despedido a Drappen. Los huelguistas, que ocupaban pacíficamente la fábrica,
oyeron la noticia con una sonrisa: sabían que si el movimiento triunfaba, Braulitz
tendría que reincorporar a Drappen. En el fondo apreciaban al viejo –a quien tenían
por un testarudo–, y por eso nadie se molestó en parar “La Incansable”. Noche tras
noche Braulitz montó guardia junto a su amada máquina, hasta que finalizó el conflicto
y los huelguistas debieron ser reincorporados. Pero Drappen no se presentó. Seguramente
la disputa con Braulitz lo había afectado profundamente. Quería mucho al viejo,
y este también lo apreciaba, y decía siempre que Adalbert era su mano derecha. Durante
algunas semanas todos lo notaron muy decaído y sombrío, y lo atribuyeron al disgusto
experimentado.
Por la noche, finalizada nuestra tarea, solíamos reunirnos con Braulitz y
Fischer, el subjefe, en el casino de la usina. Fischer era un alemán corpulento,
gran bebedor de cerveza, bebida que para mí, hombre del sur, nunca ha tenido gran
atractivo. Fischer y yo jugábamos al billar, mientras Braulitz leía en un sillón,
levantando de tanto en tanto la cabeza para mirarnos sonriendo, con aquella expresión
apacible y paternal. Fischer medía sus carambolas con toda la precisión de un ingeniero;
lo único que le faltaba para dar a su actitud el distinguido toque grotesco era
instalar un teodolito sobre la mesa. Y cuando erraba un sencillo pase de bola, contemplaba
primero el paño y después el taco con cómica perplejidad.
Una vez por semana, los jueves, Braulitz me invitaba
a cenar en un restaurante de las cercanías, a orillas del Weser, que fluía oscuramente
entre las luces de la ribera. De sobremesa me contaba la historia de su juventud
e infinidad de anécdotas en las que ponía lo mejor de su ingenio vivo y chispeante.
Por ser un hombre de ciencia, tenía una extraordinaria imaginación de tipo literario,
y recuerdo haberle oído más de una vez, con asombro, relatar fingidas aventuras
y barajar fantásticas posibilidades entresacadas del sombrío mundo científico. Siempre
sospeché que a hurtadillas leía novelas policiales. Una de aquellas fantasías, sobre
todo, me impresionó, quizá por la proximidad de los elementos que implicaba.
–Imagínese usted –me dijo con aquella sonrisa bonachona
y un brillo malicioso en la mirada–, imagínese usted, querido Cacciadenari, que
alguno de nosotros, un capataz, un obrero, tuviese la mala fortuna de dar un traspié
y caer en el volante de “La Incansable”. Tal vez se oiría un grito, pero nada más.
El ruido de las máquinas lo taparía todo. Por unos instantes, una delgada franja
oscura aumentaría el espesor de la corona. Después la franja disminuiría rápidamente
y el volante retornaría a su aspecto anterior… ¿Me sigue usted?
Yo asentí con la mirada, suspenso de sus palabras.
–La fuerza que oprimiría el cuerpo contra el metal de
la corona sería superior a la que experimentaría estando a quince metros bajo tierra.
Si cayera de espaldas, después de dar una vuelta sobre sí mismo, y en su desesperación
se aferrara a un brazo del volante, esa fuerza centrífuga, como si tuviera algo
de diabólico y viviente, lo obligaría a desasirse y distendería su cuerpo en toda
su longitud. Cada partícula de su cuerpo cedería bajo la acción de una energía sutil
e inexorable. Pronto cesaría de respirar, el corazón se incrustaría en los pulmones.
Las ropas y las carnes se convertirían poco a poco en polvo impalpable y se perderían
en la atmósfera; los mismos huesos empezarían a desgastarse. Y mientras sucediera
esto, nadie lo vería, nadie sabría de ese vertiginoso viaje circular, prolongado
a lo largo de semanas y de meses. Adherido a la corona, invisible, muerto, polvo
fino y blanco, acaso un hedor apenas perceptible… Sería una muerte prodigiosa, quizá
única hasta ahora. Y cuando la máquina se detuviera, uno, dos años después, sólo
quedarían en el interior de la corona el reloj, las monedas, una hebilla metálica,
una cigarrera de plata, unos restos de huesos…
Braulitz encendió un cigarrillo y fumó pensativamente,
con los ojos clavados en las sombras movedizas del río.
Debió extrañarle mi silencio, porque al fin clavó en
mí sus claras pupilas azules, y me dijo, palmeándome el brazo:
–Parece que mi historia lo ha afectado, querido amigo.
Vamos, no haga usted caso de las fantasías de un viejo.
En septiembre supe que Braulitz estaba enfermo. Ya le era imposible disimularlo.
Su tez rosada había adquirido un tinte cadavérico y sus bondadosos ojos azules miraban
como muertos desde el fondo de sus pupilas. Su enfermedad era de las que no se curan;
una que se pronuncia siempre con secreto temor: cáncer. Pasaba casi todo el día
encerrado en su cuarto, y sólo salía de tanto en tanto para detenerse ante “La Incansable”
y mirarla largamente con expresión pensativa.
A fines de noviembre todos comprendimos que se acercaba
el fin. Braulitz soportaba con estoicismo sus terribles dolores, y sólo parecía
preocuparse cuando se hablaba de su amada máquina. Sus últimas palabras fueron para
ella:
–Que siga andando… hasta que yo me muera –y añadió con
macabro humorismo–: No quiero que se pare antes que yo.
Después pronunció palabras incomprensibles:
–Ese hermoso viaje circular…
Horas más tarde perdió el conocimiento y al tercer día
murió.
Yo presencié la detención de “La Incansable”. De común acuerdo con Fisher,
decidimos pararla para hacer una limpieza que ya se hacía imprescindible. No sin
emoción observé cómo el gigantesco volante disminuía pausadamente su velocidad,
cómo el silbante remolino de los brazos asumía sus precisos contornos, hasta que
por fin el bruñido dios de acero se paró con un chasquido.
Entonces, con asombro, con miedo, con desolación, oímos
un entrecortado estrépito y un cristalino tintineo. Y de la inmóvil corona de “La
Incansable” rodaron al piso un puñado de huesos, un reloj, unas monedas, una hebilla
metálica, una cigarrera de plata con dos iniciales grabadas: A. D.
No hay comentarios:
Publicar un comentario