Jorge Almarales
We’ve loved you so much
to leave you for ever.
(Mensaje radial)
Entre las imágenes de mi
infancia que más aprecio está el recuerdo de un gallo de metal fijado a una
veleta que coronaba una rosa de los vientos, sobre el tejado de mi casa. Era
una hermosa pieza de herrería que fungía de ornamento a la vez que proporcionaba
una gran utilidad. Los mayores me explicaron que la rosa de los vientos
mostraba dónde quedaban los puntos cardinales, la veleta señalaba la dirección
del viento y el gallo nos protegía de alguna descarga eléctrica proveniente del
cielo. Yo admiraba aquella figura encantadora y graciosa que hacía sus giros
con elegancia sin importarle la turbulencia que le rodeara.
Solamente una vez lo vi de cerca. Fue un domingo
muy temprano, cuando mis padres aún dormían. Por un árbol subí al cobertizo y
sigilosamente me arrastré sobre el tejado. Al acercarme, me pareció que el
figurín cobraba vida. Tuvimos entonces una larga conversación en donde aquél me
confesó:
–Soy el gallo de los cien crepúsculos. Conozco
los vientos como nadie. Debes saber, jovencito, que los puntos cardinales no
son cuatro, sino siete.
Conté a mi madre la experiencia vivida y ella me
felicitó por tener un nuevo amigo, pero me recomendó que no hiciera demasiado
caso al animal.
–Gallo loco… –dijo.
Un día el gallo desapareció y yo pensé que lo
habían robado. Días después reapareció sólo para desaparecer de nuevo. Como
hubo tormenta, temí que un rayo lo hubiera derribado. Vinieron entonces las
lluvias, las nubes se cerraban por las tardes acompañadas de fuertes vientos y
largos relámpagos que parecían arañas. Encerrado en mi casa, recordaba la
silueta clara de mi amigo recortándose sobre el cielo ennegrecido y comprendí
lo que significaba perderlo para siempre. Mi padre tan sólo encendió una vela, y
en silencio rezamos una oración.
Una mañana se montó sobre la vara de la veleta un
gallo de verdad. Al volver de la escuela, mis padres me recibieron con rostros
de alegría anunciándome que el gallo había regresado. Venía muy útil, además,
pues con su canto ya nadie se quedaría dormido.
–Ya no habrá razón para llegar tarde a la
escuela.
No he podido subir para hablar con mi amigo. Sólo
he percibido sus grandes ojos anónimos que parecen pestañear en la claridad. Y
aunque he pasado muchas veces bajo el cobertizo y el animal permanece en el
lugar que le corresponde, me pregunto cómo se desenvolverá ahora cuando tenga
que enfrentarse con un rayo.
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