Antonio Tabucchi
El
abajo firmante, nombre y apellidos, desea formalizar una confesión completa de
todas las acciones que ha cometido en nombre de un acto de justicia mal
entendida que le fue inspirado por algunos individuos que se aprovecharon de su
simplicidad, y de las cuales está ahora firmemente arrepentido.
El señor vestido de azul se secó el sudor
con un pañuelo, miró a su interlocutor con aire ausente, como si no estuviera
allí, y continuó:
–Su confesión deberá empezar exactamente
así, y subrayo la palabra arrepentido, no sé si ha entendido usted bien
su sentido, pero por si no lo hubiera entendido, y me he dado cuenta a simple
vista de que usted no lo ha entendido, sepa usted que todo lo que diga se
basará en su arrepentimiento, toda esta historia se basará en su arrepentimiento.
Me olvidaba de un detalle, usted ha recibido un nombre en clave con el que
hemos decidido bautizarlo y con el que de ahora en adelante lo llamaré o lo
llamaremos, si es necesario. Usted es el señor Mariposa, y en su momento le
explicaré por qué.
El hombre de pelo gris que estaba sentado
frente a él miró a su alrededor como si buscara una salida. Sudaba y su rostro
tenía un color violáceo.
–Quisiera saber por qué tengo que ser yo
–dijo– o sea… ¿por qué tengo que ser precisamente yo?
El señor vestido de azul hizo un leve
gesto de impaciencia con la mano que sostenía el pañuelo.
–¡Ah, señor Mariposa! –dijo–, esto no
tendría que habérmelo dicho, no señor –se secó el sudor de la frente con
toquecitos suaves y suspiró–. Es usted un insolente, un descarado insolente
pero debe usted nadar entre dos aguas: el papel del descarado insolente, aunque
aplastado por el remordimiento, es el que le corresponde delante de los jueces,
pero con nosotros debe ser usted humilde, mejor dicho, humildísimo. Pero como
parece que no ha aprendido usted todavía a nadar entre dos aguas, quiero decir,
puesto que pretende hacer el papel del descarado insolente entre nosotros le
diré una cosa muy sencilla: está usted hundido en la mierda, señor Mariposa. Y
nosotros, que está usted hundido en la mierda, lo sabemos perfectamente. Es
más, para que tenga usted las cosas claras en su cabecita, le voy a explicar
con todo lujo de detalles lo que sabemos.
El hombre de pelo gris hizo un gesto con
la mano como si dijera, no, por favor, déjelo. Pero el señor vestido de azul no
pareció darse por enterado:
–Las deudas, lo primero –dijo–, conocemos
todas sus deudas, y al decir sus deudas quiero decir las suyas y las de su
hermana. Pero las deudas serían lo de menos si no fuera por los chantajes o por
los intentos de chantaje. Y lo de los chantajes sería lo de menos si no fuera
por los negocios, y usted sabe muy bien a qué me refiero cuando digo negocios;
bueno, digamos que no se trata precisamente de un tipo de actividad estimulada
por nuestra legislación. Con sus negocios usted está jugando con la vida de la gente
y eso no está nada bien, ¿no le parece, señor Mariposa? Pero incluso esos
negocios tan simpáticos serían lo de menos si no fuera por los robos, Ay, señor
Mariposa, aquellos robos, permítame que se lo diga, fueron una verdadera
estupidez. Es verdad que era usted joven y entusiasta, un revolucionario
convencido; es verdad que lo hizo por un espíritu de justicia mal entendida,
que le fue inculcado por personas que no habrían debido aprovecharse de su
simplicidad, pero de todas formas no se va por ahí asaltando supermercados a
mano armada. Usted se preguntará cómo es que sabemos todas estas cosas que
sucedieron hace tantos años; bueno, puedo decirle que hay otras personas en su
situación, o sea, firmemente arrepentidas de las acciones cometidas. Ya sabe usted,
el arrepentimiento es como la cadena de San Antonio, si alguien me dice algo de
usted, usted me dice algo de otra persona, y además usted sabe muy bien que
obró espontáneamente, por iniciativa propia, precisamente porque era usted un
entusiasta, tenía usted un entusiasmo incontenible, pero los entusiasmos se
pagan incluso treinta años después, no sé si es usted capaz de cuantificar en
términos de años de cárcel el precio que tiene que pagar, ya le ayudo yo,
digamos unos quince años; ¡ah!, se me olvidaba decirle que en uno de esos robos
hubo de por medio un muerto, pero usted lo sabe mejor que yo, por lo tanto los
años aumentan, haga usted mismo la cuenta.
El señor vestido de azul sacó el pañuelo y
se limpió con delicadeza el sudor de la frente. Cerró los ojos un instante,
como si estuviera muy cansado, después los abrió y miró fijamente a su
interlocutor con aire interrogativo.
–¿Quiere beber algo? –dijo.
–¿Dónde me encuentro? –preguntó el hombre
de pelo gris–, quisiera saber dónde me encuentro.
El hombre de pelo gris se desabrochó el
cuello de la camisa. Permaneció meditabundo, miró a su alrededor con aire
desconfiado.
–Pero, ¿por qué tengo que ser yo? –dijo.
El señor vestido de azul hizo un gesto de
contrariedad, después abrió los brazos.
–Señor Mariposa –dijo–, venga, no me haga
este tipo de preguntas, mire usted, éste es simplemente un lugar como cualquier
otro, un edificio como cualquier otro, aquí no hay letreros en las puertas,
éste es un lugar adecuado para encuentros anónimos, entre amigos anónimos como
somos nosotros.
El señor vestido de azul se puso a
juguetear con el bolígrafo que estaba sobre la mesa.
–Quizá no le basten las razones que le he
explicado ya, es usted duro de pelar, señor Mariposa, no le bastan las razones
prácticas. De acuerdo, si no tiene bastante con las razones prácticas pasaré a
las razones teóricas, veamos si así lo entiende. Por qué precisamente usted. Es
muy sencillo: porque es usted un infeliz. Y como todos los infelices alberga
resentimiento. Quiero decir: usted odia a las personas que viven normalmente,
que de una manera o de otra han logrado salirse con la suya, y querría usted verlos
en su misma situación, es decir, hundidos en la mierda. Usted es la persona
ideal porque es usted un desgraciado, señor Mariposa, no sé si me explico.
–Pero yo no tengo nada que ver con el
homicidio del cónsul extranjero –dijo el hombre de pelo gris–, quiero decir soy
totalmente ajeno a lo sucedido.
–Pero no es ajeno a las otras cosas de las
que le he hablado antes, elija usted mismo –dijo el señor vestido de azul.
–No sé qué decir –dijo el hombre de pelo
gris.
–Pues entonces escúcheme –dijo el señor
vestido de azul–, le propongo un juego. Juguemos a hacer una bonita suposición,
¿está de acuerdo?
–Lo estoy –respondió el hombre de pelo
gris.
–Muy bien, me alegro por usted –dijo el
señor vestido de azul–. Supongamos por ejemplo que en aquellos lejanos años los
jefes de aquel movimiento político en el cual militaba usted por entonces le
hubieran dado la orden de conducir un automóvil. ¿Lo habría hecho? Piénselo
bien.
–No me hace falta pensarlo –dijo el hombre
de pelo gris–, claro que lo habría hecho.
–Pero usted no iba solo, naturalmente, en
aquel automóvil había otra persona –el señor vestido de azul rebuscó en el
bolsillo y sacó un paquete de tabaco. Encendió un cigarro con calma y apagó de
un soplo el cerillo–. Pues bien, supongamos que esta persona que viajaba con
usted tuviera una pistola, no le costará demasiado, espero, hacer esta
suposición.
El hombre de pelo gris indicó con un gesto
que no, que no le costaba demasiado.
–Por lo demás usted tiene cierta
familiaridad con las pistolas, señor Mariposa, no sería la primera vez. Pero
prosigamos. Supongamos que la persona a la que usted acompañaba hubiera tenido
que usar aquella pistola, es decir, si sus jefes le hubieran ordenado que
acompañara a una persona que debía utilizar una pistola, ¿lo habría hecho
usted? Piénselo bien.
–Creo que sí –dijo el hombre.
–¿Lo cree, está seguro de ello?
–Estoy seguro.
–Bien –dijo el señor vestido de azul–, y
ahora le toca a usted continuar con nuestra suposición. ¿Dónde supone que
habría llevado al hombre de la pistola? Piénselo.
El hombre del pelo gris no contestó de
inmediato y se miró los pies.
–A dar vueltas por la ciudad.
–Usted conoce bien esa ciudad, ¿no es
cierto?
–La conozco perfectamente, he vivido allí
muchos años.
–A un hombre armado no se le lleva de
paseo por la ciudad, se le conduce a alguna parte, a un lugar ya establecido.
–Pero yo no he establecido ningún lugar.
–Intente suponerlo.
–Hágalo usted.
–Para mí es fácil, ya conozco la historia.
Lo que quiero es que la conozca usted también.
–Cuéntemela, entonces.
–Preferiría que fuera usted quien me la
contara. Ya le dije que se trata de un juego.
–No soy capaz.
–De acuerdo, volvamos al principio.
Supongamos que sus jefes le hubieran ordenado que condujera el coche para
transportar al asesino del cónsul hasta el lugar del delito. ¿Lo habría hecho
usted?
–¿En aquella época?
El señor vestido de azul hizo de nuevo un
imperceptible gesto de impaciencia.
–Señor Mariposa –dijo– no me haga perder
el tiempo, es de aquellos años precisamente de los que estamos hablando.
–En aquellos años, sí –dijo con convicción
el hombre de pelo gris–, habría hecho todo lo que me hubieran ordenado mis
jefes en aquellos años.
–¿Incluso servir de chofer a un asesino?
–Claro que sí –dijo el hombre de pelo
gris–, incluso servir de chofer a un asesino, hasta eso habría hecho por la
causa justa.
–Estaba seguro de que lo habría hecho
–dijo el señor vestido de azul–, y, ahora hagamos una pausa, nos merecemos
beber algo.
Se levantó y se dirigió a un armario al
fondo de la habitación, en cuyo interior había un pequeño refrigerador. Cogió
dos naranjadas y dos vasos. Destapó las botellas y las dejó sobre la mesa.
–Hoy hace un calor sofocante –dijo–, no es
el día ideal para trabajar pero hay que tener paciencia.
Se sentó y bebió con calma su naranjada.
Después encendió un cigarro.
–Usted trabaja al aire libre –continuó–,
debe ser estupendo trabajar al aire libre, ¿sabe usted que lo envidio? –siguió
hablando sin esperar respuesta–. Y, además vive en una hermosa zona, cerca del
mar, siempre he soñado con vivir cerca del mar, tal vez lo haga cuando me
jubile. A propósito ¿qué coche era?
El hombre de pelo gris lo miró con aire
desorientado.
–¿A qué se refiere? –preguntó.
–¿Cómo que a qué me refiero, señor
Mariposa? Le pregunté qué coche era.
–Pero, ¿qué coche?
–El que estábamos suponiendo.
–Un coche cualquiera.
–Ah, no, no existen coches cualesquiera.
Los coches tienen una marca, un color, una cilindrada. Hay coches y coches.
Elija uno.
–Un Ford.
–¿Por qué un Ford?
–Porque sí.
–Ah, no –suspiró el señor vestido de
azul–, ese motivo no me convence.
–Porque los Ford se abren con facilidad,
vaya porque yo soy capaz de abrirlos.
–¿Qué quiere decir?
–Perdone, no pensará usted que iba a
llevar al ejecutor al lugar del delito con mi coche, un coche prestado por un
amigo.
–Claro que no.
–Por lo tanto tendría que ser robado. Por
eso pensé en un Ford porque para mí es fácil abrirlo, me basta una navaja.
–Muy bien, señor Mariposa, veo que está
entrando perfectamente en el espíritu del juego. Estoy encantado con su
colaboración. Por lo tanto, ¿el Ford lo habría robado usted mismo?
–Sí, lo habría robado yo.
–Y, ¿qué tipo de Ford era?
–Un Taunus gris.
–Y ¿dónde lo habría robado?
–En la avenida Buenos Aires.
–Perfecto, intente usted contarme aquel
día.
El hombre de pelo gris esbozó una sonrisa,
aunque quizá fuera una vaga mueca.
–Si todo esto hubiera sucedido, la culpa
no sería mía –dijo– sería de quien me hubiera ordenado que lo hiciera.
–Naturalmente –dijo el señor vestido de
azul– pero de eso hablaremos después, ahora intente contarme qué pasó aquel
día.
–Y en el fondo la culpa no sería ni
siquiera de quien utilizó el arma –continuó el hombre de pelo gris, como si no
hubiera oído–, él habría sido el ejecutor material, la culpa sería de los
organizadores, de los instigadores.
–Naturalmente –repitió con paciencia el
señor vestido de azul–, pero de eso hablaremos luego. Ahora intente relatarme
aquel día. El juego pasó ahora a sus manos, pero yo puedo intervenir si lo
desea –encendió otro cigarro y dejó que se consumiera en el cenicero–. Ánimo
–dijo–, empecemos por la mañana.
–Por la noche –replicó el hombre de pelo
gris–, quiero decir por la noche anterior, porque los coches se roban de noche,
es más fácil.
–Bien, entonces por la noche.
–Pues nada, bueno, es decir, aquella noche
fue una noche normal. Cenamos en una pizzería, el compañero que iba a ser el
ejecutor material de la operación y yo. Teníamos que ponernos de acuerdo sobre
la hora de la cita y sobre otros detalles.
El señor vestido de azul sonrió con
satisfacción.
–Va usted muy bien, señor Mariposa –dijo–
veo que comienza a usar un léxico adecuado, ni siquiera parece que está usted
improvisando, se diría que es la primera vez que lo cuenta.
–Que se lo cuento a otra persona sí
–susurró el hombre de pelo gris– es la primera vez.
–Pero no a sí mismo, naturalmente, estoy
convencido de ello, la historia existía ya al menos dentro de usted.
El hombre de pelo gris hizo un gesto
negativo con la cabeza, con decisión.
–En absoluto –dijo con precipitación– le
aseguro que no he pensado jamás en ello, de verdad.
El señor vestido de azul abrió la
cajetilla de cigarros y se la ofreció al hombre de pelo gris.
–Intente fumar un cigarro y reflexione
bien sobre ello. Escuche, juguemos a este juego de una manera honesta, incluso
una partida como ésta tiene sus reglas y las reglas hay que respetarlas. No fuimos
nosotros quienes lo buscamos, fue usted el que nos hizo una señal, y nosotros entendimos
por qué nos envió una señal, veamos si me explico mejor, el único motivo es que
usted tenía ganas de contarnos una bonita historia con todo lujo de detalles.
Mire, nosotros somos muy listos, señor Mariposa, no nos subestime, somos más
listos que usted y por lo tanto no debe usted hacerse el listo con nosotros,
debe comportarse exactamente igual que lo haría en confesión; mire, a nosotros
no nos interesan sólo los hechos al desnudo, no nos confunda con pragmáticos,
no sé si entiende la palabra, a nosotros no nos interesa sólo lo que ocurre
fuera, nos interesa también lo que sucede dentro de la cabeza de la gente. Los
juegos entre nosotros tienen que ser claros. La claridad es nuestra forma de
limpieza.
El hombre de pelo gris encendió el cigarro
que se le había ofrecido. Su mano temblaba ligeramente.
–Es verdad, tenía ganas de contar una
historia –dijo en un susurro.
–Estaba seguro de ello –replicó brevemente
el señor vestido de azul–. Y ahora discúlpeme por la interrupción, volvamos a
aquella noche. Estábamos en la pizzería.
–Yo estaba muy nervioso aquella noche, no
conseguí ni siquiera cenar. El compañero, en cambio, parecía tranquilísimo,
tenía apetito, se comió dos pizzas de marisco.
–Tiene usted una memoria formidable –dijo
gélido el señor vestido de azul.
–Puedo decirlo porque conozco los gustos
del compañero, es una persona a la que le encanta el marisco.
–Perdone hay un detalle que no es
insignificante –lo interrumpió el señor vestido de azul–, ¿estaría usted
dispuesto a testificar con absoluta firmeza sobre la identidad de esa persona?
–Claro que sí –respondió el hombre de pelo
gris–, sólo había una persona, entre todos aquellos a los que conocía, que
habría tenido el estómago necesario para disparar. Al menos ésa es mi
convicción. No hubiera podido ser nadie más que él.
–Entonces podríamos empezar por darle a él
también un nombre en clave. Yo sugeriría que lo llamáramos el compañero
Beretta, dado que el homicidio se consumó con una pistola Beretta.
–El compañero Beretta y yo salimos de la
pizzería hacia las once de la noche y nos dirigimos a pie por la avenida de
Buenos Aires. Una vez allí, vimos un Taunus gris estacionado junto a la acera y
decidimos servirnos de éste para la operación del día siguiente. Lo abrí yo
personalmente con mi navaja de bolsillo, nos marchamos en él, conduje yo para
ir acostumbrándome al vehículo, llevé al compañero Beretta a su casa, y después
me dirigí a la mía y estacioné el coche cerca de mi domicilio, a unos
trescientos metros. Eso es todo lo concerniente a aquella noche. Si le parece
oportuno podría intentar pasar al día siguiente. Pero me resulta más difícil
hacer hipótesis sobre el día siguiente.
–Más difícil ¿por qué?
–Embarazoso, quiero decir.
–No me parece la palabra más apropiada.
–Pero es una cosa grave, mejor dicho,
gravísima.
–Recuerde que usted se habría limitado a
manejar.
–Sí, pero incluso de ese modo se trata de
complicidad en un homicidio, estoy informado sobre ello.
–En todo caso usted lo habría hecho en
nombre de un acto de justicia mal entendida que le fue inspirado por personas
que por su mayor cultura no hubieran debido aprovecharse de su simplicidad. Y
lo que es más importante, usted está ahora firmemente arrepentido de ello. Aún
diría más, destrozado por el arrepentimiento. Un arrepentimiento que debe
confiar no sólo a las autoridades, sino también a un confidente sereno, a un
religioso. Usted tiene que vivir su arrepentimiento, necesita expiar sus
culpas.
–Pero a mí no me interesa cómo habrían
podido desarrollarse los hechos, a mí me interesan las personas que habrían
podido darme las órdenes, de ellos es de quienes yo dependía entonces, podían
disponer de mí como un juguete, estaba en sus manos, estaba en su poder, por
ellos habría hecho de todo, y al final, ¿cómo me correspondieron?: olvidándome.
Me usaron y después me tiraron.
–Pero para llegar a las personas que lo
usaron y tiraron debe usted pasar antes a través de los hechos, estará de
acuerdo conmigo.
–Los hechos, en el fondo, podrían ser
simples.
–Quisiera escucharlos de su boca.
–Creo que podría ser la parte más sencilla
de la historia.
–¿Cómo vería usted esa parte más sencilla?
–De esta forma: veamos, el compañero
Beretta me estaría esperando a las seis de la mañana en la esquina de la calle
Viena. Cuando yo pasara, él entraría rápidamente al coche. Después yo cogería
la avenida Washington y giraría en la calle Berlín. Allí nos detendríamos,
frente al bar donde el cónsul iba cada mañana a desayunar. Estaríamos esperando
una media hora, aproximadamente. El cónsul habría llegado puntual, a las siete,
a pie. El compañero Beretta bajaría, iría a su encuentro con indiferencia. Cuando
hubiera llegado a su altura, sacaría la pistola con un movimiento fulminante y
le descargaría tres disparos en el tórax. El cónsul no habría tenido ni tiempo
de caer cuando nosotros ya estaríamos lejos, porque yo estaría esperando con el
motor en marcha e iría a recoger al compañero Beretta. Prácticamente no habría
testigos. El estanquero, asomándose a la puerta, habría podido vernos sólo de
soslayo mientras nos estábamos alejando. ¿Y qué habría visto? Dos personas de
espaldas que huían en un Taunus gris.
–Continúe –dijo el señor vestido de azul.
–Hay poco que añadir. Seguiría el
recorrido inverso, manejando con calma para no despertar sospechas: avenida
Washington, calle Viena, avenida Buenos Aires. Al final de la avenida Buenos
Aires está la plaza Varsovia, donde aparcaríamos el coche; después entraríamos
al metro, separándonos, yo en dirección norte y el compañero Beretta en
dirección sur. ¿Qué le parece?
–Me parece muy verosímil –dijo el señor
vestido de azul–, realmente muy verosímil, creo que la historia no podría
contarse mejor. Naturalmente falta algún detalle, una cosita aquí, otra cosita
allá, los detalles son muy importantes para añadir vivacidad a las historias,
en especial a las historias hipotéticas, no sé si me explico. Y menos frialdad,
más pasión. Y lágrimas. En resumidas cuentas, el tormento. El nuestro es un
asunto fundado en el arrepentimiento, no lo olvide.
–En cualquier caso, no es eso lo que me
interesa –insistió el hombre de pelo gris–, no es esa posible historia, lo que
me interesa son las personas que habrían podido darme la orden de hacer todas
esas cosas, eso es lo que me interesa.
El señor vestido de azul se levantó y
comenzó a pasear lentamente por la habitación.
–Estamos llegando a ello –dijo–, estamos
llegando al punto que le interesa a usted y que más nos interesa a nosotros.
Como puede ver, sobre este punto hay una convergencia de intereses. Se trata
solamente de hallar a las personas adecuadas, porque los jefes eran muchos y
quizá no todos habrían estado de acuerdo con una operación como ésta. Por lo
demás estoy convencido de que una decisión de este tipo habría sido tomada en
un círculo muy restringido. ¿Usted qué piensa acerca de ello?
–Muy muy restringido –dijo rápidamente el
hombre de pelo gris– y además lo que cuenta son los que habrían podido darme la
orden.
–¿Cuántas personas?
–Dos.
–Vamos a ver si lo entiendo, pero sin
mencionar ningún nombre.
–Esos a los que llaman los profesores.
El señor vestido de azul sonrió con
satisfacción.
–Me parece perfecto –dijo–, continúe.
–Fue el diez de marzo, exactamente un mes
antes del homicidio. En la ciudad había un congreso sobre la guerra en el mundo,
organizado por el movimiento. Habían acudido incluso organizaciones francesas y
alemanas. Los dos profesores habían estado ausentes de la ciudad varios meses,
habían ido al sur a desarrollar tareas políticas. Yo fui a verlos mientras
tenía lugar una mesa redonda presidida por ellos. Me encontraba en una situación
difícil, mi hijo había sido ingresado a un hospital por una enfermedad viral y
el casero me había desahuciado. Necesitaba dinero, no mucho, sólo algo de
dinero. Pensé en pedírselo a ellos. Había hecho de todo por ellos. Había
distribuido panfletos, me había matado trabajando, había sido el esclavo del
movimiento. Fui a hablar con ellos. En cinco minutos se libraron de mí, dijeron
que no podían ayudarme, que estaban cansados de mis peticiones. Cansados de mis
peticiones. Hace falta cara dura. Había hecho de todo por ellos algunos años
antes. Cansados de mis peticiones. En cinco minutos se libraron de mí, diciendo
que tenían otras cosas en que pensar.
El señor vestido de azul volvió a
sentarse. Tenía un aire de preocupación, con el ceño fruncido.
–Vamos a ver –dijo–, razonemos. El asunto
no me parece convincente. Una conversación apresurada, con todas aquellas
personas alrededor, no me parece la ocasión ideal para recibir una orden tan
grave, los dos profesores no habrían elegido nunca una ocasión parecida, es una
versión que no convencería a nadie.
–No tengo elección, es la única vez en que
los vi antes del hecho. Es la única vez en la que hablé con ellos. Hay testigos
que me vieron hablando con ellos, ésa es la ventaja. Es necesario jugar con esa
ventaja.
–¿Y qué le habrían dicho?
–Me habrían dicho que la operación estaba
planeada para el nueve de abril, que estuviera preparado, que todas las
instrucciones me las daría el compañero Beretta –el hombre de pelo gris hizo
una pausa y suspiró–. De este modo puedo decir que el plan había sido expuesto
al compañero Beretta con todo tipo de detalles y que fue él quien me hizo
partícipe de ello, que posteriormente tuve un encuentro con él, un encuentro a
solas, él podrá negarlo cuanto le parezca.
–Me parece una versión aceptable –dijo el
señor vestido de azul–, pensándolo bien, me parece una versión aceptable.
Supongo que puede ser una versión aceptable para todo el mundo. Veo que tiene
usted buena memoria, señor Mariposa, lo importante es conservarla.
En la habitación cayó el silencio. En la
lejanía, atenuado por la distancia y por las ventanas cerradas, se advertía el
ruido del tráfico. Un reloj, en alguna parte, daba las horas.
–Bien –dijo el señor vestido de azul–,
tengo la impresión de que esto es todo.
El hombre de pelo gris hizo un ademán como
si fuera a levantarse pero se quedó sentado.
–Perdone –dijo–, pero hay algo más.
–¿O sea?
–Verá, es una cosa, no sé cómo decirlo,
ah, sí, bueno, no lo veo claro.
–¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que conozco las razones por
las cuales estoy haciendo todo esto, pero no conozco las de ustedes.
En el rostro del señor vestido de azul se
dibujó una ancha sonrisa. Era la primera vez que sonreía tan abiertamente, con
satisfacción.
–Le responderé con una pregunta, ¿quiere
escucharla?
–Me encantaría –dijo el hombre de pelo
gris.
El señor vestido de azul hizo un vago
ademán levantando la mano, un gesto leve, como el de un pájaro y dijo:
–¿El aleteo de una mariposa en Nueva York
puede provocar un tifón en Pekín?
El hombre de pelo gris se le quedó mirando
con aire torvo.
–No se burle de mí.
–No me estoy burlando de usted, es una
pregunta seria.
–Entonces, no lo entiendo.
–No tiene importancia, se trata de la
teoría de los fractales, quizá de las catástrofes. Usted sabrá seguramente qué
son las catástrofes pero tal vez no sepa qué son los fractales.
–No tengo ni la menor idea.
–¡Qué le vamos a hacer! –dijo amablemente
el señor vestido de azul– Ahora sería demasiado largo de explicar, y demasiado
complicado, pero piense una cosa: que estamos en un fractal. Usted también
forma parte del fractal, un movimiento por su parte modifica el fractal,
querido señor Mariposa, por ello debe agitar las alas como es debido –el señor
vestido de azul hizo un gesto de cansancio, dobló cuidadosamente el pañuelo y
se lo puso en el bolsillo–. Creo que ya no tenemos nada más que decirnos –susurró.
El hombre de pelo gris se levantó
apresuradamente. Se sentía incómodo, como si no supiera cómo despedirse.
Después hizo un gesto de saludo con la cabeza y retrocedió hacia la puerta.
Cuando estuvo en medio de la sala se detuvo y tosió cohibido.
–Ustedes me han dado incluso un nombre en
clave –dijo en voz baja–, pero si yo lo necesitara no sabría a quién buscar; no
sé cómo se llama y no quiero saberlo, pero déme por lo menos una referencia, un
nombre convencional, algo así, no sé cómo decirle.
El señor vestido de azul se había
levantado. Permanecía con las manos apoyadas en la mesa.
–Usted no debe buscarme por ninguna razón,
señor Mariposa –dijo–, pero si quiere saber con quién ha estado hablando, puedo
inventarme un nombre circunstancial para usted. Considéreme el doctor
Conciencia. Me ha tocado convertirme en su conciencia, señor Mariposa, tal vez
en la parte más oscura de su conciencia, esa que usted no querría ni siquiera
conocer y que tiene cuidadosamente cubierta con una trampilla. Hoy esa
trampilla fue abierta, y no puedo ocultarle mi satisfacción. Y tampoco mi
cansancio. No es fácil vagar por conciencias como la suya, Así es mi trabajo,
es una forma de mayéutica y la mayéutica es fatigosa, no sé si me entiende.
Quién sabe si cuando me jubile podré dedicarme a una actividad al aire libre,
tal vez cerca del mar, en un lugar semejante a donde vive usted. Y ahora, adiós,
mi trabajo terminó, creo que no tendremos ocasión de volver a vernos.
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