miércoles, 14 de febrero de 2024

¿El aleteo de una mariposa en Nueva York puede provocar un tifón en Pekín?

Antonio Tabucchi

 

El abajo firmante, nombre y apellidos, desea formalizar una confesión completa de todas las acciones que ha cometido en nombre de un acto de justicia mal entendida que le fue inspirado por algunos individuos que se aprovecharon de su simplicidad, y de las cuales está ahora firmemente arrepentido.

El señor vestido de azul se secó el sudor con un pañuelo, miró a su interlocutor con aire ausente, como si no estuviera allí, y continuó:

–Su confesión deberá empezar exactamente así, y subrayo la palabra arrepentido, no sé si ha entendido usted bien su sentido, pero por si no lo hubiera entendido, y me he dado cuenta a simple vista de que usted no lo ha entendido, sepa usted que todo lo que diga se basará en su arrepentimiento, toda esta historia se basará en su arrepentimiento. Me olvidaba de un detalle, usted ha recibido un nombre en clave con el que hemos decidido bautizarlo y con el que de ahora en adelante lo llamaré o lo llamaremos, si es necesario. Usted es el señor Mariposa, y en su momento le explicaré por qué.

El hombre de pelo gris que estaba sentado frente a él miró a su alrededor como si buscara una salida. Sudaba y su rostro tenía un color violáceo.

–Quisiera saber por qué tengo que ser yo –dijo– o sea… ¿por qué tengo que ser precisamente yo?

El señor vestido de azul hizo un leve gesto de impaciencia con la mano que sostenía el pañuelo.

–¡Ah, señor Mariposa! –dijo–, esto no tendría que habérmelo dicho, no señor –se secó el sudor de la frente con toquecitos suaves y suspiró–. Es usted un insolente, un descarado insolente pero debe usted nadar entre dos aguas: el papel del descarado insolente, aunque aplastado por el remordimiento, es el que le corresponde delante de los jueces, pero con nosotros debe ser usted humilde, mejor dicho, humildísimo. Pero como parece que no ha aprendido usted todavía a nadar entre dos aguas, quiero decir, puesto que pretende hacer el papel del descarado insolente entre nosotros le diré una cosa muy sencilla: está usted hundido en la mierda, señor Mariposa. Y nosotros, que está usted hundido en la mierda, lo sabemos perfectamente. Es más, para que tenga usted las cosas claras en su cabecita, le voy a explicar con todo lujo de detalles lo que sabemos.

El hombre de pelo gris hizo un gesto con la mano como si dijera, no, por favor, déjelo. Pero el señor vestido de azul no pareció darse por enterado:

–Las deudas, lo primero –dijo–, conocemos todas sus deudas, y al decir sus deudas quiero decir las suyas y las de su hermana. Pero las deudas serían lo de menos si no fuera por los chantajes o por los intentos de chantaje. Y lo de los chantajes sería lo de menos si no fuera por los negocios, y usted sabe muy bien a qué me refiero cuando digo negocios; bueno, digamos que no se trata precisamente de un tipo de actividad estimulada por nuestra legislación. Con sus negocios usted está jugando con la vida de la gente y eso no está nada bien, ¿no le parece, señor Mariposa? Pero incluso esos negocios tan simpáticos serían lo de menos si no fuera por los robos, Ay, señor Mariposa, aquellos robos, permítame que se lo diga, fueron una verdadera estupidez. Es verdad que era usted joven y entusiasta, un revolucionario convencido; es verdad que lo hizo por un espíritu de justicia mal entendida, que le fue inculcado por personas que no habrían debido aprovecharse de su simplicidad, pero de todas formas no se va por ahí asaltando supermercados a mano armada. Usted se preguntará cómo es que sabemos todas estas cosas que sucedieron hace tantos años; bueno, puedo decirle que hay otras personas en su situación, o sea, firmemente arrepentidas de las acciones cometidas. Ya sabe usted, el arrepentimiento es como la cadena de San Antonio, si alguien me dice algo de usted, usted me dice algo de otra persona, y además usted sabe muy bien que obró espontáneamente, por iniciativa propia, precisamente porque era usted un entusiasta, tenía usted un entusiasmo incontenible, pero los entusiasmos se pagan incluso treinta años después, no sé si es usted capaz de cuantificar en términos de años de cárcel el precio que tiene que pagar, ya le ayudo yo, digamos unos quince años; ¡ah!, se me olvidaba decirle que en uno de esos robos hubo de por medio un muerto, pero usted lo sabe mejor que yo, por lo tanto los años aumentan, haga usted mismo la cuenta.

El señor vestido de azul sacó el pañuelo y se limpió con delicadeza el sudor de la frente. Cerró los ojos un instante, como si estuviera muy cansado, después los abrió y miró fijamente a su interlocutor con aire interrogativo.

–¿Quiere beber algo? –dijo.

–¿Dónde me encuentro? –preguntó el hombre de pelo gris–, quisiera saber dónde me encuentro.

El hombre de pelo gris se desabrochó el cuello de la camisa. Permaneció meditabundo, miró a su alrededor con aire desconfiado.

–Pero, ¿por qué tengo que ser yo? –dijo.

El señor vestido de azul hizo un gesto de contrariedad, después abrió los brazos.

–Señor Mariposa –dijo–, venga, no me haga este tipo de preguntas, mire usted, éste es simplemente un lugar como cualquier otro, un edificio como cualquier otro, aquí no hay letreros en las puertas, éste es un lugar adecuado para encuentros anónimos, entre amigos anónimos como somos nosotros.

El señor vestido de azul se puso a juguetear con el bolígrafo que estaba sobre la mesa.

–Quizá no le basten las razones que le he explicado ya, es usted duro de pelar, señor Mariposa, no le bastan las razones prácticas. De acuerdo, si no tiene bastante con las razones prácticas pasaré a las razones teóricas, veamos si así lo entiende. Por qué precisamente usted. Es muy sencillo: porque es usted un infeliz. Y como todos los infelices alberga resentimiento. Quiero decir: usted odia a las personas que viven normalmente, que de una manera o de otra han logrado salirse con la suya, y querría usted verlos en su misma situación, es decir, hundidos en la mierda. Usted es la persona ideal porque es usted un desgraciado, señor Mariposa, no sé si me explico.

–Pero yo no tengo nada que ver con el homicidio del cónsul extranjero –dijo el hombre de pelo gris–, quiero decir soy totalmente ajeno a lo sucedido.

–Pero no es ajeno a las otras cosas de las que le he hablado antes, elija usted mismo –dijo el señor vestido de azul.

–No sé qué decir –dijo el hombre de pelo gris.

–Pues entonces escúcheme –dijo el señor vestido de azul–, le propongo un juego. Juguemos a hacer una bonita suposición, ¿está de acuerdo?

–Lo estoy –respondió el hombre de pelo gris.

–Muy bien, me alegro por usted –dijo el señor vestido de azul–. Supongamos por ejemplo que en aquellos lejanos años los jefes de aquel movimiento político en el cual militaba usted por entonces le hubieran dado la orden de conducir un automóvil. ¿Lo habría hecho? Piénselo bien.

–No me hace falta pensarlo –dijo el hombre de pelo gris–, claro que lo habría hecho.

–Pero usted no iba solo, naturalmente, en aquel automóvil había otra persona –el señor vestido de azul rebuscó en el bolsillo y sacó un paquete de tabaco. Encendió un cigarro con calma y apagó de un soplo el cerillo–. Pues bien, supongamos que esta persona que viajaba con usted tuviera una pistola, no le costará demasiado, espero, hacer esta suposición.

El hombre de pelo gris indicó con un gesto que no, que no le costaba demasiado.

–Por lo demás usted tiene cierta familiaridad con las pistolas, señor Mariposa, no sería la primera vez. Pero prosigamos. Supongamos que la persona a la que usted acompañaba hubiera tenido que usar aquella pistola, es decir, si sus jefes le hubieran ordenado que acompañara a una persona que debía utilizar una pistola, ¿lo habría hecho usted? Piénselo bien.

–Creo que sí –dijo el hombre.

–¿Lo cree, está seguro de ello?

–Estoy seguro.

–Bien –dijo el señor vestido de azul–, y ahora le toca a usted continuar con nuestra suposición. ¿Dónde supone que habría llevado al hombre de la pistola? Piénselo.

El hombre del pelo gris no contestó de inmediato y se miró los pies.

–A dar vueltas por la ciudad.

–Usted conoce bien esa ciudad, ¿no es cierto?

–La conozco perfectamente, he vivido allí muchos años.

–A un hombre armado no se le lleva de paseo por la ciudad, se le conduce a alguna parte, a un lugar ya establecido.

–Pero yo no he establecido ningún lugar.

–Intente suponerlo.

–Hágalo usted.

–Para mí es fácil, ya conozco la historia. Lo que quiero es que la conozca usted también.

–Cuéntemela, entonces.

–Preferiría que fuera usted quien me la contara. Ya le dije que se trata de un juego.

–No soy capaz.

–De acuerdo, volvamos al principio. Supongamos que sus jefes le hubieran ordenado que condujera el coche para transportar al asesino del cónsul hasta el lugar del delito. ¿Lo habría hecho usted?

–¿En aquella época?

El señor vestido de azul hizo de nuevo un imperceptible gesto de impaciencia.

–Señor Mariposa –dijo– no me haga perder el tiempo, es de aquellos años precisamente de los que estamos hablando.

–En aquellos años, sí –dijo con convicción el hombre de pelo gris–, habría hecho todo lo que me hubieran ordenado mis jefes en aquellos años.

–¿Incluso servir de chofer a un asesino?

–Claro que sí –dijo el hombre de pelo gris–, incluso servir de chofer a un asesino, hasta eso habría hecho por la causa justa.

–Estaba seguro de que lo habría hecho –dijo el señor vestido de azul–, y, ahora hagamos una pausa, nos merecemos beber algo.

Se levantó y se dirigió a un armario al fondo de la habitación, en cuyo interior había un pequeño refrigerador. Cogió dos naranjadas y dos vasos. Destapó las botellas y las dejó sobre la mesa.

–Hoy hace un calor sofocante –dijo–, no es el día ideal para trabajar pero hay que tener paciencia.

Se sentó y bebió con calma su naranjada. Después encendió un cigarro.

–Usted trabaja al aire libre –continuó–, debe ser estupendo trabajar al aire libre, ¿sabe usted que lo envidio? –siguió hablando sin esperar respuesta–. Y, además vive en una hermosa zona, cerca del mar, siempre he soñado con vivir cerca del mar, tal vez lo haga cuando me jubile. A propósito ¿qué coche era?

El hombre de pelo gris lo miró con aire desorientado.

–¿A qué se refiere? –preguntó.

–¿Cómo que a qué me refiero, señor Mariposa? Le pregunté qué coche era.

–Pero, ¿qué coche?

–El que estábamos suponiendo.

–Un coche cualquiera.

–Ah, no, no existen coches cualesquiera. Los coches tienen una marca, un color, una cilindrada. Hay coches y coches. Elija uno.

–Un Ford.

–¿Por qué un Ford?

–Porque sí.

–Ah, no –suspiró el señor vestido de azul–, ese motivo no me convence.

–Porque los Ford se abren con facilidad, vaya porque yo soy capaz de abrirlos.

–¿Qué quiere decir?

–Perdone, no pensará usted que iba a llevar al ejecutor al lugar del delito con mi coche, un coche prestado por un amigo.

–Claro que no.

–Por lo tanto tendría que ser robado. Por eso pensé en un Ford porque para mí es fácil abrirlo, me basta una navaja.

–Muy bien, señor Mariposa, veo que está entrando perfectamente en el espíritu del juego. Estoy encantado con su colaboración. Por lo tanto, ¿el Ford lo habría robado usted mismo?

–Sí, lo habría robado yo.

–Y, ¿qué tipo de Ford era?

–Un Taunus gris.

–Y ¿dónde lo habría robado?

–En la avenida Buenos Aires.

–Perfecto, intente usted contarme aquel día.

El hombre de pelo gris esbozó una sonrisa, aunque quizá fuera una vaga mueca.

–Si todo esto hubiera sucedido, la culpa no sería mía –dijo– sería de quien me hubiera ordenado que lo hiciera.

–Naturalmente –dijo el señor vestido de azul– pero de eso hablaremos después, ahora intente contarme qué pasó aquel día.

–Y en el fondo la culpa no sería ni siquiera de quien utilizó el arma –continuó el hombre de pelo gris, como si no hubiera oído–, él habría sido el ejecutor material, la culpa sería de los organizadores, de los instigadores.

–Naturalmente –repitió con paciencia el señor vestido de azul–, pero de eso hablaremos luego. Ahora intente relatarme aquel día. El juego pasó ahora a sus manos, pero yo puedo intervenir si lo desea –encendió otro cigarro y dejó que se consumiera en el cenicero–. Ánimo –dijo–, empecemos por la mañana.

–Por la noche –replicó el hombre de pelo gris–, quiero decir por la noche anterior, porque los coches se roban de noche, es más fácil.

–Bien, entonces por la noche.

–Pues nada, bueno, es decir, aquella noche fue una noche normal. Cenamos en una pizzería, el compañero que iba a ser el ejecutor material de la operación y yo. Teníamos que ponernos de acuerdo sobre la hora de la cita y sobre otros detalles.

El señor vestido de azul sonrió con satisfacción.

–Va usted muy bien, señor Mariposa –dijo– veo que comienza a usar un léxico adecuado, ni siquiera parece que está usted improvisando, se diría que es la primera vez que lo cuenta.

–Que se lo cuento a otra persona sí –susurró el hombre de pelo gris– es la primera vez.

–Pero no a sí mismo, naturalmente, estoy convencido de ello, la historia existía ya al menos dentro de usted.

El hombre de pelo gris hizo un gesto negativo con la cabeza, con decisión.

–En absoluto –dijo con precipitación– le aseguro que no he pensado jamás en ello, de verdad.

El señor vestido de azul abrió la cajetilla de cigarros y se la ofreció al hombre de pelo gris.

–Intente fumar un cigarro y reflexione bien sobre ello. Escuche, juguemos a este juego de una manera honesta, incluso una partida como ésta tiene sus reglas y las reglas hay que respetarlas. No fuimos nosotros quienes lo buscamos, fue usted el que nos hizo una señal, y nosotros entendimos por qué nos envió una señal, veamos si me explico mejor, el único motivo es que usted tenía ganas de contarnos una bonita historia con todo lujo de detalles. Mire, nosotros somos muy listos, señor Mariposa, no nos subestime, somos más listos que usted y por lo tanto no debe usted hacerse el listo con nosotros, debe comportarse exactamente igual que lo haría en confesión; mire, a nosotros no nos interesan sólo los hechos al desnudo, no nos confunda con pragmáticos, no sé si entiende la palabra, a nosotros no nos interesa sólo lo que ocurre fuera, nos interesa también lo que sucede dentro de la cabeza de la gente. Los juegos entre nosotros tienen que ser claros. La claridad es nuestra forma de limpieza.

El hombre de pelo gris encendió el cigarro que se le había ofrecido. Su mano temblaba ligeramente.

–Es verdad, tenía ganas de contar una historia –dijo en un susurro.

–Estaba seguro de ello –replicó brevemente el señor vestido de azul–. Y ahora discúlpeme por la interrupción, volvamos a aquella noche. Estábamos en la pizzería.

–Yo estaba muy nervioso aquella noche, no conseguí ni siquiera cenar. El compañero, en cambio, parecía tranquilísimo, tenía apetito, se comió dos pizzas de marisco.

–Tiene usted una memoria formidable –dijo gélido el señor vestido de azul.

–Puedo decirlo porque conozco los gustos del compañero, es una persona a la que le encanta el marisco.

–Perdone hay un detalle que no es insignificante –lo interrumpió el señor vestido de azul–, ¿estaría usted dispuesto a testificar con absoluta firmeza sobre la identidad de esa persona?

–Claro que sí –respondió el hombre de pelo gris–, sólo había una persona, entre todos aquellos a los que conocía, que habría tenido el estómago necesario para disparar. Al menos ésa es mi convicción. No hubiera podido ser nadie más que él.

–Entonces podríamos empezar por darle a él también un nombre en clave. Yo sugeriría que lo llamáramos el compañero Beretta, dado que el homicidio se consumó con una pistola Beretta.

–El compañero Beretta y yo salimos de la pizzería hacia las once de la noche y nos dirigimos a pie por la avenida de Buenos Aires. Una vez allí, vimos un Taunus gris estacionado junto a la acera y decidimos servirnos de éste para la operación del día siguiente. Lo abrí yo personalmente con mi navaja de bolsillo, nos marchamos en él, conduje yo para ir acostumbrándome al vehículo, llevé al compañero Beretta a su casa, y después me dirigí a la mía y estacioné el coche cerca de mi domicilio, a unos trescientos metros. Eso es todo lo concerniente a aquella noche. Si le parece oportuno podría intentar pasar al día siguiente. Pero me resulta más difícil hacer hipótesis sobre el día siguiente.

–Más difícil ¿por qué?

–Embarazoso, quiero decir.

–No me parece la palabra más apropiada.

–Pero es una cosa grave, mejor dicho, gravísima.

–Recuerde que usted se habría limitado a manejar.

–Sí, pero incluso de ese modo se trata de complicidad en un homicidio, estoy informado sobre ello.

–En todo caso usted lo habría hecho en nombre de un acto de justicia mal entendida que le fue inspirado por personas que por su mayor cultura no hubieran debido aprovecharse de su simplicidad. Y lo que es más importante, usted está ahora firmemente arrepentido de ello. Aún diría más, destrozado por el arrepentimiento. Un arrepentimiento que debe confiar no sólo a las autoridades, sino también a un confidente sereno, a un religioso. Usted tiene que vivir su arrepentimiento, necesita expiar sus culpas.

–Pero a mí no me interesa cómo habrían podido desarrollarse los hechos, a mí me interesan las personas que habrían podido darme las órdenes, de ellos es de quienes yo dependía entonces, podían disponer de mí como un juguete, estaba en sus manos, estaba en su poder, por ellos habría hecho de todo, y al final, ¿cómo me correspondieron?: olvidándome. Me usaron y después me tiraron.

–Pero para llegar a las personas que lo usaron y tiraron debe usted pasar antes a través de los hechos, estará de acuerdo conmigo.

–Los hechos, en el fondo, podrían ser simples.

–Quisiera escucharlos de su boca.

–Creo que podría ser la parte más sencilla de la historia.

–¿Cómo vería usted esa parte más sencilla?

–De esta forma: veamos, el compañero Beretta me estaría esperando a las seis de la mañana en la esquina de la calle Viena. Cuando yo pasara, él entraría rápidamente al coche. Después yo cogería la avenida Washington y giraría en la calle Berlín. Allí nos detendríamos, frente al bar donde el cónsul iba cada mañana a desayunar. Estaríamos esperando una media hora, aproximadamente. El cónsul habría llegado puntual, a las siete, a pie. El compañero Beretta bajaría, iría a su encuentro con indiferencia. Cuando hubiera llegado a su altura, sacaría la pistola con un movimiento fulminante y le descargaría tres disparos en el tórax. El cónsul no habría tenido ni tiempo de caer cuando nosotros ya estaríamos lejos, porque yo estaría esperando con el motor en marcha e iría a recoger al compañero Beretta. Prácticamente no habría testigos. El estanquero, asomándose a la puerta, habría podido vernos sólo de soslayo mientras nos estábamos alejando. ¿Y qué habría visto? Dos personas de espaldas que huían en un Taunus gris.

–Continúe –dijo el señor vestido de azul.

–Hay poco que añadir. Seguiría el recorrido inverso, manejando con calma para no despertar sospechas: avenida Washington, calle Viena, avenida Buenos Aires. Al final de la avenida Buenos Aires está la plaza Varsovia, donde aparcaríamos el coche; después entraríamos al metro, separándonos, yo en dirección norte y el compañero Beretta en dirección sur. ¿Qué le parece?

–Me parece muy verosímil –dijo el señor vestido de azul–, realmente muy verosímil, creo que la historia no podría contarse mejor. Naturalmente falta algún detalle, una cosita aquí, otra cosita allá, los detalles son muy importantes para añadir vivacidad a las historias, en especial a las historias hipotéticas, no sé si me explico. Y menos frialdad, más pasión. Y lágrimas. En resumidas cuentas, el tormento. El nuestro es un asunto fundado en el arrepentimiento, no lo olvide.

–En cualquier caso, no es eso lo que me interesa –insistió el hombre de pelo gris–, no es esa posible historia, lo que me interesa son las personas que habrían podido darme la orden de hacer todas esas cosas, eso es lo que me interesa.

El señor vestido de azul se levantó y comenzó a pasear lentamente por la habitación.

–Estamos llegando a ello –dijo–, estamos llegando al punto que le interesa a usted y que más nos interesa a nosotros. Como puede ver, sobre este punto hay una convergencia de intereses. Se trata solamente de hallar a las personas adecuadas, porque los jefes eran muchos y quizá no todos habrían estado de acuerdo con una operación como ésta. Por lo demás estoy convencido de que una decisión de este tipo habría sido tomada en un círculo muy restringido. ¿Usted qué piensa acerca de ello?

–Muy muy restringido –dijo rápidamente el hombre de pelo gris– y además lo que cuenta son los que habrían podido darme la orden.

–¿Cuántas personas?

–Dos.

–Vamos a ver si lo entiendo, pero sin mencionar ningún nombre.

–Esos a los que llaman los profesores.

El señor vestido de azul sonrió con satisfacción.

–Me parece perfecto –dijo–, continúe.

–Fue el diez de marzo, exactamente un mes antes del homicidio. En la ciudad había un congreso sobre la guerra en el mundo, organizado por el movimiento. Habían acudido incluso organizaciones francesas y alemanas. Los dos profesores habían estado ausentes de la ciudad varios meses, habían ido al sur a desarrollar tareas políticas. Yo fui a verlos mientras tenía lugar una mesa redonda presidida por ellos. Me encontraba en una situación difícil, mi hijo había sido ingresado a un hospital por una enfermedad viral y el casero me había desahuciado. Necesitaba dinero, no mucho, sólo algo de dinero. Pensé en pedírselo a ellos. Había hecho de todo por ellos. Había distribuido panfletos, me había matado trabajando, había sido el esclavo del movimiento. Fui a hablar con ellos. En cinco minutos se libraron de mí, dijeron que no podían ayudarme, que estaban cansados de mis peticiones. Cansados de mis peticiones. Hace falta cara dura. Había hecho de todo por ellos algunos años antes. Cansados de mis peticiones. En cinco minutos se libraron de mí, diciendo que tenían otras cosas en que pensar.

El señor vestido de azul volvió a sentarse. Tenía un aire de preocupación, con el ceño fruncido.

–Vamos a ver –dijo–, razonemos. El asunto no me parece convincente. Una conversación apresurada, con todas aquellas personas alrededor, no me parece la ocasión ideal para recibir una orden tan grave, los dos profesores no habrían elegido nunca una ocasión parecida, es una versión que no convencería a nadie.

–No tengo elección, es la única vez en que los vi antes del hecho. Es la única vez en la que hablé con ellos. Hay testigos que me vieron hablando con ellos, ésa es la ventaja. Es necesario jugar con esa ventaja.

–¿Y qué le habrían dicho?

–Me habrían dicho que la operación estaba planeada para el nueve de abril, que estuviera preparado, que todas las instrucciones me las daría el compañero Beretta –el hombre de pelo gris hizo una pausa y suspiró–. De este modo puedo decir que el plan había sido expuesto al compañero Beretta con todo tipo de detalles y que fue él quien me hizo partícipe de ello, que posteriormente tuve un encuentro con él, un encuentro a solas, él podrá negarlo cuanto le parezca.

–Me parece una versión aceptable –dijo el señor vestido de azul–, pensándolo bien, me parece una versión aceptable. Supongo que puede ser una versión aceptable para todo el mundo. Veo que tiene usted buena memoria, señor Mariposa, lo importante es conservarla.

En la habitación cayó el silencio. En la lejanía, atenuado por la distancia y por las ventanas cerradas, se advertía el ruido del tráfico. Un reloj, en alguna parte, daba las horas.

–Bien –dijo el señor vestido de azul–, tengo la impresión de que esto es todo.

El hombre de pelo gris hizo un ademán como si fuera a levantarse pero se quedó sentado.

–Perdone –dijo–, pero hay algo más.

–¿O sea?

–Verá, es una cosa, no sé cómo decirlo, ah, sí, bueno, no lo veo claro.

–¿Qué quiere decir?

–Quiero decir que conozco las razones por las cuales estoy haciendo todo esto, pero no conozco las de ustedes.

En el rostro del señor vestido de azul se dibujó una ancha sonrisa. Era la primera vez que sonreía tan abiertamente, con satisfacción.

–Le responderé con una pregunta, ¿quiere escucharla?

–Me encantaría –dijo el hombre de pelo gris.

El señor vestido de azul hizo un vago ademán levantando la mano, un gesto leve, como el de un pájaro y dijo:

–¿El aleteo de una mariposa en Nueva York puede provocar un tifón en Pekín?

El hombre de pelo gris se le quedó mirando con aire torvo.

–No se burle de mí.

–No me estoy burlando de usted, es una pregunta seria.

–Entonces, no lo entiendo.

–No tiene importancia, se trata de la teoría de los fractales, quizá de las catástrofes. Usted sabrá seguramente qué son las catástrofes pero tal vez no sepa qué son los fractales.

–No tengo ni la menor idea.

–¡Qué le vamos a hacer! –dijo amablemente el señor vestido de azul– Ahora sería demasiado largo de explicar, y demasiado complicado, pero piense una cosa: que estamos en un fractal. Usted también forma parte del fractal, un movimiento por su parte modifica el fractal, querido señor Mariposa, por ello debe agitar las alas como es debido –el señor vestido de azul hizo un gesto de cansancio, dobló cuidadosamente el pañuelo y se lo puso en el bolsillo–. Creo que ya no tenemos nada más que decirnos –susurró.

El hombre de pelo gris se levantó apresuradamente. Se sentía incómodo, como si no supiera cómo despedirse. Después hizo un gesto de saludo con la cabeza y retrocedió hacia la puerta. Cuando estuvo en medio de la sala se detuvo y tosió cohibido.

–Ustedes me han dado incluso un nombre en clave –dijo en voz baja–, pero si yo lo necesitara no sabría a quién buscar; no sé cómo se llama y no quiero saberlo, pero déme por lo menos una referencia, un nombre convencional, algo así, no sé cómo decirle.

El señor vestido de azul se había levantado. Permanecía con las manos apoyadas en la mesa.

–Usted no debe buscarme por ninguna razón, señor Mariposa –dijo–, pero si quiere saber con quién ha estado hablando, puedo inventarme un nombre circunstancial para usted. Considéreme el doctor Conciencia. Me ha tocado convertirme en su conciencia, señor Mariposa, tal vez en la parte más oscura de su conciencia, esa que usted no querría ni siquiera conocer y que tiene cuidadosamente cubierta con una trampilla. Hoy esa trampilla fue abierta, y no puedo ocultarle mi satisfacción. Y tampoco mi cansancio. No es fácil vagar por conciencias como la suya, Así es mi trabajo, es una forma de mayéutica y la mayéutica es fatigosa, no sé si me entiende. Quién sabe si cuando me jubile podré dedicarme a una actividad al aire libre, tal vez cerca del mar, en un lugar semejante a donde vive usted. Y ahora, adiós, mi trabajo terminó, creo que no tendremos ocasión de volver a vernos.

 

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