Carlos Saiz Cidoncha
Han
pasado exactamente siete años desde el día que el célebre arqueólogo español Gil
Gámez Montalbán, el mejor amigo que yo haya tenido nunca, dejó para siempre este
mundo.
Cualquiera pudo leer en la Prensa de la época la noticia
de su muerte. Durante unas excavaciones en la región mesopotámica, mi amigo, poco
aficionado al trabajo en grupo, abandonó un día el campamento llevándose consigo
una buena cantidad de dinamita y algún material espeleológico. Algunos naturales
de la región oyeron la noche siguiente el estruendo de una gran explosión y Gil
no volvió nunca más al campamento. Fue al día siguiente cuando se descubrió lo que
había sido la boca de una caverna completamente obstruida por miles y miles de toneladas
de piedra, fruto de un apocalíptico derrumbamiento. No había posibilidad alguna
de desescombro, pese a intentarse una y otra vez, siempre sin el menor resultado.
Una lápida existe hoy en día en el lugar del accidente,
de cuyo origen no cabe la más mínima duda. Gil, amigo de los procedimientos rápidos,
debió provocar el alud al intentar abrirse paso con dinamita por el interior de
la caverna, en busca de algo que nunca se sabrá. Su cuerpo debió quedar enterrado
por el aluvión de rocas, o quizá emparedado vivo en el interior de la caverna.
Esta es la explicación oficial de la desaparición de
mi amigo. Existe otra, tan fantástica que el único hombre capaz de exponerla prefiere
callar, temeroso de ser tomado por loco o, lo que es peor, incluso acusado del asesinato
de Gil. Ya que hubo un testigo de los últimos momentos del arqueólogo, un testigo
que puede relatar segundo a segundo los extraños sucesos que se desarrollaron en
el interior de la caverna.
Ese testigo soy yo, el mismo que escribe ahora estas
líneas, siete años después de aquellos inexplicables acontecimientos. Unas líneas
increíbles que me guardaré mucho de divulgar en el tiempo que me quede de vida,
pero que quizá después de mi muerte sean leídas por alguna persona que las podrá
tomar por ciertas o no. A beneficio de ese posible lector, nada puedo hacer sino
asegurar con toda mi buena fe que en nada me he apartado de la verdad, por fantástica
e inconcebible que dicha verdad pueda ser.
He aquí, pues, la historia:
Aquel
año Gil y yo formábamos parte del equipo español destacado en Nubia, efectuando
las ultimas y apresuradas excavaciones antes de que todo aquel territorio de tan
inmenso valor arqueológico desapareciera para siempre bajo las aguas de la gran
presa de Asuán. Gil y yo éramos viejos conocidos, y nuestra amistad databa de nuestros
tiempos de estudiantes, no habiendo hecho sino afianzarse en los numerosos trabajos
y expediciones en los que ambos habíamos actuado juntos desde entonces. Cada cual
era el mejor confidente para el otro y así habíamos llegado a conocernos a la perfección.
Además de todo aquello, Gil me había salvado la vida
hacía dos años, cuando la caverna marroquí en la que ambos buscábamos indicios de
la presencia de hombres primitivos se vio inundada súbitamente por las aguas. Nunca
pude olvidarlo y aquello creó un nuevo lazo de unión entre nosotros.
En los tiempos de aquella expedición a Nubia, Gil era
un muchachote grande, fuerte, y extrañamente soñador. Muchas veces me había confiado
el enojo que le causaba vivir en nuestra civilizada y prosaica época actual.
–Míralo –me había dicho en cierta ocasión señalando
al azul Mediterráneo, durante nuestro viaje a Egipto–. Hoy lo podemos cruzar en
unas horas y conocemos a la perfección todas sus orillas e islas. ¿No sientes un
poco de envidia al pensar en los primeros navegantes fenicios? Para ellos todo era
desconocido, arriesgado: cada isla ignota podía encerrar una trampa, cada nueva
tierra una promesa… ¿No te gustaría haber vivido en aquella época, con todas sus
posibilidades de aventura?
Su admiración hacia las primitivas civilizaciones llegaba
a veces a convertirse en una obsesión. Aunque en ocasiones me burlaba de sus estrambóticos
sueños, en mi fuero interno no podía tampoco dejar de comprenderle. Con un magnífico
físico, mi amigo podía ser incluido en la extinguida raza de los héroes homéricos,
vencedores de monstruos y conquistadores de ciudadelas. Sólo que ya no quedaban
monstruos que vencer ni ciudadelas que conquistar. Sin duda, Gil Gámez Montalbán
había equivocado la época de su nacimiento, y ciertamente que lo sentía por él.
Una vez me decidí a cortar por lo sano sus fantásticas
ensoñaciones:
–No puedo comprenderte, Gil –le dije–. Comprendería
que un profano tuviera esas ideas sobre la antigüedad, ¿pero un arqueólogo como
tú? Demasiado bien sabes que las antiguas leyendas no son ciertas y que en esos
imperios arcaicos con los que sueñas, por cada arriesgado navegante vivían cien
esclavos que nacían, crecían y morían sin pena ni gloria, en condiciones que hoy
día nos parecen inconcebibles. Sabes perfectamente que un fuerte héroe homérico
podía morir, y en ocasiones efectivamente moría, de una enfermedad que hoy nos parecería
ridícula.
“No, querido amigo. No me vengas con lo de ‘cualquier
tiempo pasado fue mejor’. Ningún tiempo pasado ha sido mejor que el presente, que
esta civilización moderna que a ti parece aburrirte”.
Por unos instantes el rostro de mi amigo se ensombreció,
como si mis palabras hubieran dañado algo en su alma. Pero luego sonrió y volvió
a ser el mismo Gil de los momentos buenos.
–¿Y el futuro? –preguntó.
No pude por menos de sonreír yo también.
–Eso ya es otra cosa –admití–. Si la ciencia no se engaña,
dentro de un par de generaciones el hombre podrá repetir las exploraciones aventureras
de antaño en unos lugares que dejarían asombrados a los antiguos navegantes cretenses
y fenicios.
–¡El espacio! –exclamó Gil.
–Efectivamente –le repliqué–. Si tuviera elección y
tantas ganas de aventuras fantásticas como pareces tener tú, escogería más bien
una época futura que una pasada. Una época en que las naves espaciales surcarán
nuestro Universo entre las estrellas y las nebulosas, explorando miles y miles de
planetas y encontrando en cada uno de ellos un mundo desconocido y sorprendente,
quizá poblado por extrañas formas de vida, o dotado de fantásticas riquezas.
–Tienes razón –convino mi amigo–. ¡Ah, si el viejo sueño
de la hibernación fuera posible…!
Ahora sí que me eché a reír francamente.
–¿Dormir mil años y despertar en otra época como si
sólo hubieras estado una hora en la cama? ¿Te atreverías tú a ensayar un truco de
esa especie?
–¿Y por qué no? –replicó Gil con la más alegre de sus
sonrisas.
De momento, aquél fue el fin de la conversación. No
podía yo imaginar que aquella idea absurda permaneciera latente en el extraño y
un poco loco cerebro de mi amigo.
Continuamos con nuestro programa de trabajos hasta que
llegó el día de la evacuación, el día en que las generosas aguas del padre Nilo
irrumpieron en nuestros abandonados escenarios de excavación para formar el vasto
mar interior que habría de llevar la prosperidad al moderno Egipto nasseriano, si
bien a costa de ocultar para siempre muchos tesoros desconocidos de aquel otro Egipto
milenario tan amado por nosotros los arqueólogos.
Un nuevo proyecto de investigación nos llevó inmediatamente
a las fértiles tierras de Mesopotamia, cuna de una civilización tan antigua como
la de los faraones, pero mucho peor conocida. Allí habían florecido ciudades cultas
y refinadas como la mítica Ur y la poderosa Babilonia, de proverbial fastuosidad.
Según algunos científicos, no en otro lugar había existido el legendario Paraíso
Terrenal, el origen de una humanidad que luego se había extendido a través de los
desiertos continentes. Allí se disponía de un alfabeto escrito y se estudiaban las
estrellas en los tiempos en que en Europa los peludos hombres de las cavernas se
gruñían unos a otros y afilaban sus instrumentos y armas de piedra para dar caza
al mamut y al peligroso auroche, en las inacabables estepas y bosques que cubrían
todo un continente.
Las primeras excavaciones dieron resultados animadores,
y no tardó en trazarse un completo plan de investigaciones y de experimentos que
abarcaban una vasta región de pedregoso valle.
Unas agrestes colinas se alzaban no muy lejos de nuestro
campo de operaciones, y no dejó de sorprenderme el interés que desde un principio
sintiera hacia ellas mi amigo Gil. En varias ocasiones partió solo en dirección
a aquellas elevaciones de terreno, regresando al cabo de unas horas con grandes
muestras de excitación, que no obstante procuraba ocultar. Se mostró silencioso
ante mis repetidas preguntas y al fin acabé por desentenderme del asunto, dedicándome
por completo a mis propias obligaciones que no eran ciertamente pocas ni ligeras.
Finalmente fue Gil quien me buscó a mí. Sus ojos brillaban
con un extraño fuego y al instante comprendí que mi amigo había hecho algún asombroso
descubrimiento del que quería hacerme partícipe.
–Antonio –dijo–, escúchame con atención. Creo que he
descubierto algo tan fantástico que nadie ha tenido jamás idea de que pudiera existir.
Tengo que pedirte un favor…
–Tú dirás –le dije, sin poder evitar contagiarme del
entusiasmo de mi amigo, que ardía en sus ojos y hacía temblar sus manos; nunca antes
le había visto de aquella manera.
–Quiero que me jures que no dirás nada de cuanto voy
a mostrarte, sin mi permiso. Ni siquiera deberás informar a la comisión de estudios
arqueológicos sin antes consultarme. Júralo.
Hice el juramento, un tanto extrañado de tanta ceremonia.
Aquello que había descubierto Gil debía ser ciertamente algo poco corriente.
–Bien. Sígueme.
Como ya esperaba, el camino tomado por Gil conducía
a las colinas, centro de la atención de mi amigo en los pasados días.
–Fue por pura casualidad que descubrí la caverna, de
tal forma estaba escondida su boca entre los matorrales –me iba relatando Gil durante
la ruta hacia nuestro objetivo–. Y no le hubiera tampoco concedido demasiada importancia
a no ser por la tablilla.
–¿La tablilla?
–Ahora la verás. La dejé junto a la boca de la caverna,
para que nadie hiciera preguntas sobre ella. Tú mismo podrás traducirla.
Efectivamente, la boca de la caverna era casi invisible,
oculta entre los ásperos arbustos que se amontonaban en los flancos de una de las
colinas. Gil se inclinó un momento entre los arbustos y luego me tendió una tablilla
manchada de tierra.
–Estaba medio enterrada en el flanco de la colina –dijo–.
Posiblemente las últimas lluvias la pusieron al descubierto. Creo que no tendrás
muchas dificultades para traducir su contenido.
Los signos grabados en la tablilla pertenecían al caldeo
arcaico, muy anterior al predominio de los reyes asirios, una lengua cuyos orígenes
se perdían en la remota noche de los tiempos.
–“Te encuentras ante la Caverna del Sueño” –deletreé
lentamente–. “Pero este sueño es muy diferente al de la Muerte, y de ello no deberá
quedarte ninguna duda”.
Miré interrogativamente a mi amigo.
–¿Has entrado ya en la caverna? –le pregunté.
–Desde luego. Acompáñame y verás lo que he encontrado.
Apartamos los arbustos y nos introdujimos por la estrecha
boca, apenas suficiente para permitir el paso de una persona robusta. Pero una vez
en el interior, Gil encendió una linterna y me encontré en un túnel relativamente
ancho y, lo que era más de extrañar, bastante limpio. Las paredes parecían de roca
y el nivel del piso descendía poco a poco, haciéndome comprender que la caverna
se hundía gradualmente en las profundidades de la tierra.
–No hay ningún peligro –me animó Gil–. Sígueme.
Iluminados por la luz de la linterna, avanzamos a lo
largo del túnel. No se advertía ningún respiradero visible, pero el aire se mantenía
respirable, si bien con un ligero olor indescriptible, algo que nunca había sentido
en el curso de anteriores excavaciones.
–Estas cavernas son muy antiguas, inconmensurablemente
anteriores al nacimiento de Cristo –me iba explicando mi amigo–. Casi al final de
este túnel tropecé con un pequeño derrumbamiento, que debí desescombrar. Y no te
quepa duda que el origen de ese derrumbamiento está a dos milenios de nuestra época
actual, por lo menos. Así, pues, ningún fraude puede haber en lo que encontré al
otro lado.
–¿Qué es lo que encontraste? –no pude menos de preguntar.
Pero mi amigo no quiso responderme, dándome a entender
que muy pronto podría descubrirlo por mis propios ojos. El túnel se curvaba ahora
hacia la derecha, y los rayos de la linterna tropezaron de pronto con una masa de
escombros apresuradamente retirados para dejar paso. Para mi sorpresa, una leve
luminosidad azul parecía brotar del otro lado.
–¿Qué es eso? –pregunté, un tanto inquieto, pero Gil
me empujó suavemente hacia adelante, haciéndome cruzar la barrera.
–Prepárate a recibir una gran sorpresa, Antonio –me
dijo.
¡Y por Dios que la recibí! Apenas si pude darme cuenta
de que ahora nos encontrábamos en una gran sala subterránea cuyo fondo no era alcanzado
por los rayos de la linterna. Fue lo que había en esta sala lo que me hizo dudar
de mi razón.
La luz azulada formaba una aureola impalpable en torno
a un objeto alargado de metal igualmente azul, cuya naturaleza no pude descubrir.
Unos pasos más me hicieron descubrir que el objeto alargado era en realidad un ancho
ataúd abierto, en cuyo interior reposaba una momia.
Me volví hacia Gil, sin poder dar crédito a lo que mis
ojos habían visto.
–¡Pero… pero… esto no puede proceder de dos mil años
en el pasado! –le grité–. Esa gran caja de metal… esa luz…
–No, no puede proceder de las antiguas civilizaciones
caldeas, tal como las conocemos –convino Gil–. Ni tampoco puede proceder de nuestra
propia civilización moderna. Esto es el fruto de una técnica mucho más avanzada
que la nuestra, de una civilización perdida que floreció antes del nacimiento de
nuestra historia. Ven, acércate.
Me llevó cerca del objeto incomprensible, y entonces
pude advertir que la luz azul rodeaba el ataúd metálico como un velo transparente
pero material. Gil llevó mi vacilante mano hacia ese velo, y pude notar la dureza
de un obstáculo impenetrable.
–La luz forma una barrera completamente sólida –dijo
Gil–. He intentado quebrantarla por todos los medios, pero me ha sido imposible.
Quienes construyeron el dispositivo disponían de una sabiduría al lado de la cual
nuestra ciencia apenas es otra cosa que una barbarie.
–¡Seres de otros planetas! –exclamé.
–Quizá.
Retrocedí un par de pasos, y de pronto pude darme cuenta
de toda la importancia de aquel descubrimiento.
–¡Gil! –grité–. ¿Te das cuenta de lo que esto significa?
Nuestros nombres serán famosos en los anales de la Ciencia. ¡Escucha! Por primera
vez el hombre moderno entra en contacto con una técnica superior a la suya, llegada
del espacio o de los abismos del pasado, no lo sé. ¿Te das cuenta…? –la enormidad
del hecho acalló mi voz.
Pero mi amigo negaba con la cabeza.
–No, Antonio –dijo gravemente–. Recuerda tu juramento.
La sorpresa me hizo recobrar el habla inmediatamente.
–¿Mi… juramento? –tartamudeé–. Por amor del Cielo, ¿quieres
decir que no vas a informar… acerca de este fantástico descubrimiento?
–Este descubrimiento puede ser importante para el mundo
–dijo Gil–. Pero lo es mucho más para mí, amigo Antonio. Encontré otra tablilla,
ésta de metal, en la que se descubren… Pero mejor es que la veas tú mismo.
Rodeó el inquietante objeto aureolado de luz azul y
regresó un instante después con una placa de aquel extraño metal desconocido.
Me sorprendió la ligereza de la tablilla. Sus caracteres
eran similares a los de la otra, por lo que fui capaz de traducirlos sin dificultad.
“Cuando la línea roja y el punto queden unidos, el fuego
azul se extinguirá. Y todos aquellos que, vestidos con venda de lino, se tiendan
en el lecho del Sueño, dormirán al abrigo de la vejez y de la muerte, navegando
a través de las edades. Y despertarán en un tiempo extraño para ellos, maravillándose
con lo que allí habrán de contemplar sus ojos”.
Gil no me dio tiempo a meditar sobre aquella extraña
inscripción. Me cogió de la mano y me llevó al otro lado del ataúd.
–¡Mira! El punto rojo y la línea roja de que habla la
tablilla.
En un costado del extraño féretro podía verse una circunferencia
de color blanco, destacándose del metal azul que la rodeaba. El diámetro de la circunferencia
estaba trazado en forma de una fina línea rojiza, y sobre aquélla, dibujado o grabado
en el azulado material, destacaba un punto rojo y brillante.
–La circunferencia blanca gira lentamente –anunció Gil–.
Lo he comprobado con un visor milimétrico, y también he calculado su período de
rotación. Dentro de veintitrés días, el extremo del diámetro rojo coincidirá con
el punto rojo que hay encima…
–¿Y qué crees que sucederá entonces? –le pregunté.
Gil sonrió, y sus ojos brillaron con aquel fuego aventurero
que yo tan bien conocía.
–¿No has entendido lo que la tablilla de metal dice,
Antonio? –dijo–. “…dormirán al abrigo de la vejez y de la muerte, navegando a través
de las edades…” ¿No lo comprendes? El ocupante del ataúd no está muerto, Antonio.
¡Está en estado de hibernación, conservado por la máquina hasta su despertar en
un tiempo futuro!
Retrocedí un paso, espantado.
–¡Así que es eso lo que quieres! –exclamé.
La mano de Gil cayó sobre mi hombro.
–¡Eso es lo que quiero! Esta época no es la mía, Antonio.
Pertenezco al pasado, o si no al remoto futuro, cuando los hombres naveguen entre
las estrellas. No sé quién construyó la máquina, ni el propósito de la misma. Tal
vez una astronave naufragó en nuestro planeta hace dos millares de años y su ocupante
decidió hibernar hasta que la embrionaria humanidad hubiera sido capaz de construir
astronaves propias… que le llevaran de regreso a su hogar en las estrellas. No lo
sé ni me importa… tan sólo sé que aquí tengo la oportunidad de realizar mi sueño.
Tragué saliva mientras el horror invadía mi mente al
darme cuenta de que mi amigo hablaba en serio, de que verdaderamente pretendía embarcarse
en aquella loca aventura.
–¿Es que te has vuelto rematadamente loco? –estallé
al fin–. ¿Qué sabes tú de la verdadera naturaleza de ese artefacto? Si tu teoría
es cierta, ese hombre que yace ahí dentro es un ser extraterrestre, con distinto
metabolismo al tuyo. Tal vez antes de introducirse en el ataúd debió tomar alguna
droga, prepararse médicamente de alguna manera… ¡Si te tiendes a su lado eso puede
significar la muerte inmediata para ti!
–¡No! –rechazó mi amigo–. Existe la invitación. Antes
de poner en marcha el aparato, el constructor grabó una tablilla en el lenguaje
que los humanos hablaban en la época, les invitó a unirse a su aventura, a viajar
al más lejano futuro de su propio planeta. ¿No lo has leído? Ese mensaje va dirigido
a los hombres de todas las épocas… va dirigido a mí. ¡Escucha! ¿Y si el ser del
ataúd no fuera un extraterrestre, sino simplemente un aventurero de la antigüedad
que sintió las mismas inquietudes que yo, y que se embarcó voluntariamente en esta
travesía temporal? ¿Y si el constructor, humano o no, se limitó a dar a los hombres
un camino, una puerta hacia el futuro, a donde su fantasía y su deseo de aventuras
les llamaba?
“No, Antonio, no tengo derecho a rehusar. Y más aún,
si tú quieres… puedes acompañarme en esta odisea. El recipiente, el ataúd, como
quieras llamarlo, es muy ancho y en él podremos caber los tres…”
La monstruosa proposición logró ponerme los pelos de
punta. Entrar en aquel féretro diabólico que podía matarme o, peor aún, proyectarme
hacia un mundo extraño, un futuro poblado por monstruos, por gentes inhumanas dueñas
de una ciencia inimaginable, pero completamente ajenas a mi forma de pensar y de
vivir…
–¡Nunca lo haré! –grité–. ¡Y te impediré cometer esa
locura!
–Antonio –la voz de Gil era ahora seca–. No hubiera
querido recordártelo, pero tienes una deuda conmigo. Recuerda aquella otra caverna,
en Marruecos. De no ser por mí ahora estarías muerto, y en recuerdo de ello te pido,
¡te exijo!, que me ayudes. No te obligo a seguirme, pero necesito tu ayuda para
emprender yo mismo el viaje. Estás obligado a prestármela.
Me eché hacia atrás un paso, luego dos. Y luego mi mente
asumió todo el significado de las palabras de Gil. Sí, estaba en deuda con aquel
hombre, y debía ayudarle a cumplir su voluntad. Todo ser humano tiene el derecho
de elegir su propia vida y también, si puede, su propia muerte. Si todos los sueños
y esperanzas de mi camarada se hallaban en aquel viaje insensato, no era yo quién
para destruirlos o frustrarlos.
–Está bien, Gil –dije firmemente–. Cuenta conmigo.
Sentí el férreo apretón de manos de mi amigo, y en el
acto éste empezó a explicar su plan.
–No sé cuánto tiempo se mantendrá apagada la luz azul,
pero sospecho que muy poco, quizá sólo unos segundos. Creo que el tiempo está abolido
en el interior de la aureola luminosa, y eso es lo que protege al durmiente y al
mismo tiempo nos impide el paso al interior. Cada tres meses la barrera se abre,
el tiempo vuelve a correr y el durmiente envejece unos segundos. Esos son los segundos
que yo debo aprovechar para tenderme a su lado.
“La tablilla habla de vendas de lino. Las conseguiré
y, con tu ayuda, me vendaré todo el cuerpo a semejanza del que yace ahí dentro.
Todo debe estar ejecutado al segundo, o tendremos que esperar otros tres meses antes
de intentarlo otra vez. Una vez restablecida la barrera, volarás la boca de la cueva
para que nadie pueda interrumpir nuestro sueño. Yo dejaré aquí dentro una buena
cantidad de dinamita debidamente protegida, por si necesito abrirme camino hacia
afuera cuando llegue la hora de mi definitivo despertar…
Así, en la obscura caverna donde lucía un objeto no
construido por manos humanas, me fue revelando el plan del más demencial viaje que
mente de hombres pudiera planear. Un viaje a través del tiempo en pos de un quimérico
futuro de gloria y aventura…
Gil había traído la dinamita y un juego de pico y pala,
para abrirse camino desde lo más profundo de la caverna, hacia el mundo exterior
de los hombres del futuro. Yo le había aguardado intranquilo, en la boca de la caverna,
preparado para desempeñar mi papel en el juego.
¡Había
llegado el gran día! Según los cálculos de Gil, dentro de unas horas la línea roja
coincidiría con el punto del mismo color y la barrera de luz azul se abriría ante
nosotros. Todo había sido preparado perfectamente y si algo fallaba, no seríamos
nosotros los culpables.
Cuando llegamos a la sala subterránea, ya la línea rozaba
el punto fatídico. Gil se despojó de sus vestiduras y yo le ayudé a envolverse en
las vendas de lino, hasta asemejarse en todo al ser que yacía dentro del aparato,
vagando a través de los tiempos.
–Adiós, Antonio, viejo amigo –me dijo Gil, abrazándome;
su voz sonaba extraña y apagada a través de los vendajes que cubrían su rostro–.
Acabe como acabe esta aventura, mi agradecimiento por ti será eterno.
Sentí un nudo en la garganta mientras golpeaba su espalda
cubierta también de tejido. Pero en el instante siguiente surgió una vibración indescriptible
que llenó la sala entera. ¡La luz azul empezó a desvanecerse!
–¿Ha llegado el momento? –preguntó Gil, ciego tras las
vendas que cubrían sus ojos.
–La luz se está apagando –asentí–. Vamos.
Cuando llegamos junto al artefacto ya no quedaba rastro
de luz azul. La única iluminación de la caverna era proporcionada por la linterna
de mi amigo, colocada en el suelo. Rápidamente, como habíamos ensayado una y otra
vez, coloqué a Gil tumbado al borde del ataúd, paralelamente al ser del interior.
–¡Adiós, Antonio! –gritó de nuevo mi amigo.
–¡Adiós, Gil! –respondí.
Y le empujé al interior, saltando luego hacia atrás.
Recuerdo claramente que en el último momento sentí un
atisbo de extrañeza ante algo que advertí. El cuerpo del ser dormido era “exactamente
de las mismas proporciones” que el de mi amigo. Pero no tuve tiempo de establecer
ninguna conclusión, pues lo espantoso se produjo en aquel preciso instante.
Cayó el cuerpo de Gil hacia el del desconocido durmiente
“y en el mismo momento el cuerpo del durmiente saltó a su encuentro”. Ambas figuras
vendadas chocaron de costado, se interpenetraron… ¡y las dos se desvanecieron como
sendas volutas de humo!
Durante una décima de segundo quedé contemplando el
maligno aparato, ahora completamente vacío, sin que mi mente aceptara lo que había
visto. Y en la décima de segundo siguiente, cuando ya mi boca se abría para gritar,
una terrible vibración estalló en el artefacto, lanzándome hacia atrás al mismo
tiempo que la linterna se apagaba y todo quedaba envuelto en tinieblas.
Dios me sirva de testigo de que en aquella terrible
obscuridad me pareció oír una demoníaca risotada y creí ver el fulgor de dos espantosos
ojos amarillentos, situados a una gran altura sobre mi cabeza y con una separación
monstruosa entre ellos. Rodé y rodé por el suelo, gritando sin parar, hasta quedar
acurrucado en un rincón, con los brazos ocultándome puerilmente el rostro y la mente
sumida en un océano de terror.
Nada se movía en la sala y fue así que finalmente conseguí
tranquilizarme y abrir los ojos en las tinieblas. Ningún maligno par de ojos lucía
en la obscuridad, de manera que llegué a convencerme de que todo había sido efecto
del terrible choque. Me arrastré lentamente hacia donde habíamos dejado nuestros
equipos y logré empuñar la linterna de reserva, iluminando con ella la sala subterránea.
Nada había en ella. Ningún monstruo gigantesco me amenazaba,
ni ser viviente alguno se advertía en toda la extensión de la gran caverna. También
había desaparecido el artefacto, junto con Gil y el enigmático ser con el que su
cuerpo se había fundido. Ningún rastro quedaba de su anterior existencia.
Llamé a mi amigo con todas mis fuerzas, haciendo resonar
ecos burlones en las paredes de roca. Y luego perdí la cabeza y decidí vengarme
en la caverna entera, en el túnel que nos había conducido hasta ella y en la misma
colina que la contenía.
No hubiera sido buen arqueólogo si no hubiese tenido
conocimientos de geología. Y así fue como coloqué las cargas de dinamita en los
puntos que me parecieron más vulnerables de todo el complejo subterráneo. Empleé
todo el explosivo, el destinado a cerrar la caverna y el que Gil se había reservado
para su posible salida al exterior, en los tiempos futuros que nunca habría de alcanzar.
Trabajé con la eficacia del maníaco y cuando, ya fuera de la caverna, produje la
explosión a distancia, nada quedó de aquellas aborrecibles estancias subterráneas,
barridas y sepultadas por toneladas y toneladas de roca y tierra desprendida. Antes
de que nadie llegara al lugar de la explosión, yo ya emprendía el camino del campamento,
dando un rodeo para evitar cualquier posible y enojoso encuentro.
La aventura había terminado, y nunca más volvería mi
amigo Gil a conversar conmigo en los apacibles atardeceres ni a tomarme por confidente
de sus inquietudes y soñadas aventuras.
Tales son los hechos que realmente sucedieron, y creo
firmemente que nadie jamás encontrará la explicación exacta de los mismos. Pero
yo, en el curso de estos siete años he creído forjar una teoría. Una teoría tan
loca como la misma realidad que viví, pero que incluye hechos como la desaparición
de los dos cuerpos al chocar entre sí, la extraña semejanza de los mismos y la impenetrabilidad
de la barrera azul.
Y también la tablilla. Porque como único recuerdo de
mi increíble aventura conservé la tablilla de metal azul que Gil encontró junto
al artefacto de la cueva. Algunos científicos han examinado el metal de que está
compuesta y no han sabido darme su nombre, quedando intrigados ante su incapacidad
para analizarlo. Pero eso no me importa.
Tan sólo me interesa el mensaje que la tablilla encierra,
la inscripción que he leído y releído cientos de veces, hasta vislumbrar todos sus
posibles significados, “…dormirán al abrigo de la vejez y de la muerte, navegando
a través de las edades…” Sí, navegando a través de las edades… ¿pero en qué dirección?
Gil había querido navegar hacia el futuro, pero no lo
había logrado. ¿Y si el artefacto lo hubiera lanzado “hacia el pasado”? ¿Y si el
enigmático durmiente no hubiera sido otro “que el propio Gil en su camino hacia
el pasado”?
Había visto yo dos cuerpos lanzándose uno contra el
otro hasta fundirse entre sí y desaparecer. O bien había visto otra cosa muy distinta,
el cuerpo de mi amigo caer hasta mitad de camino del fondo del ataúd, con el tiempo
corriendo hacia adelante y luego, pasada la línea media, el mismo cuerpo llegando
al fondo del ataúd, “pero con el tiempo corriendo hacia atrás”.
Las implicaciones de mi teoría eran ciertamente enloquecedoras,
pero inevitables. Gil había penetrado en el artefacto y había comenzado el largo
sueño de hibernación que deseara, pero hacia el pasado, cada vez más atrás en el
curso del tiempo. Habían coexistido dos Gil distintos, uno en el exterior de la
barrera azul y otro en el interior, ambos coincidentes en el presente, pero uno
de ellos avanzando en dirección pasado-presente-futuro y el otro retrocediendo en
sentido futuro-presente-pasado. ¿Qué de extraño había en que la barrera de luz azul
fuera impenetrable… en ambos sentidos?
Así, pues, el artefacto no había sido un regalo dejado
a la humanidad para permitirle el viaje al futuro, sino un anzuelo lanzado precisamente
desde el pasado para “pescar” un ser aventurero y decidido y traerlo a las épocas
arcaicas. Quizá por aquel monstruoso ser que creí entrever en la caverna, al aparecerse
para gozar de su triunfo. ¿Con qué designios? Quizá simplemente por curiosidad,
puede que por simple juego.
¿Y cuál fue el destino de mi amigo? También para eso
creo tener una respuesta. Mi camarada Gil, Gil Gámez Montalbán, “Gil Gámez” había
deseado una vida de aventuras heroicas, de hazañas legendarias. Y precisamente las
más arcaicas leyendas de la Humanidad narran la historia de un héroe maravilloso,
del primer gran aventurero de la historia, cuyas aventuras se desarrollaron precisamente
en la Mesopotamia primigenia, en los tiempos de las primeras civilizaciones protocaldeas.
Un héroe domeñador de dragones, conquistador de ciudades, buscador de la inmortalidad.
“La leyenda de Gilgamesh”.
¿Gilgamesh? ¿Gil Gámez? Tal vez una simple coincidencia
fonética, pero en ocasiones pienso que quizá aquel gigantesco ser de la caverna
no fuera tan maligno como al principio me pareció. Pienso que quizás mi amigo Gil
Gámez Montalbán ha alcanzado el mundo al que en realidad pertenecía y en el que
sus más locos sueños y anhelos se han convertido en realidad. Un mundo de gloria
y aventura en los tiempos arcaicos de la Historia, cuando la humanidad era joven
y violenta y las más increíbles hazañas eran posibles para los héroes de corazón
ígneo que tuvieran la fuerza y el valor de intentarlas.
El mundo soñado por mi amigo, y que de todo corazón
deseo que haya sido el que sus ojos vislumbraran al abrirse de nuevo en el mágico
escenario de la Caverna del Sueño.
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