Carlos Abraham
El
anciano se acodó contra el mostrador de la pulpería. Tras pitar una vez más el cigarro
reblandecido por la saliva, paseó la vista por las paredes de ladrillos cimentados
con barro. Pocos lugares había en ella que no estuvieran cubiertos con estampitas
mohosas, telas indias del norte y manojos de plumas de ñandú. Dos raídos velones
restaban fuerza al brillo de la luna, haciendo bailotear sombras sobre algunos nichos
que albergaban codiciadas botellas de jerez fronterizo.
–Ustedes perdonarán la insistencia, señores –dijo–,
pero yo me voy a hacer de vuelta la señal e’la cruz antes de seguir hablando. A
veces es suficiente con mentar al Malo para que aparezca. No los quiero perjudicar,
y menos a vos que tenés dos gurisitos en edad de atender. Sería pavo llamar a la
desgracia.
–Siga nomás, que estamos todos cristianados –dijo la
mujer aludida, una mestiza de dieciséis años con una larga cicatriz en la mejilla
derecha.
–Hace varias noches que esto me quita el sueño. Y nadie
puede decir que soy flojo. ¿De dónde saca la vieja los angelitos? –preguntó, señalando
una pequeña momia que se sostenía sobre un anaquel tapizado con pasto seco.
Los angelitos de pulpería eran una costumbre de todos
los locales de buen tono incluso desde antes que hubiera estancias en la llanura.
Como los bebés muertos después del bautismo estaban limpios de todo pecado, se consideraba
de buen augurio colocarlos a la entrada de las pulperías para que con su influjo
benéfico evitaran las riñas, las trampas en las apuestas, los robos y las enfermedades
en los dueños y en los parroquianos. Esto era mientras quedara carne o piel; cuando
los gusanos y vinchucas dejaban los huesos pelados, el niño era enterrado entre
llantos y no faltaba alguien que improvisara un cielito triste para la ocasión.
Su precio variaba, lógicamente, según la ley de la oferta y la demanda. Como los
últimos años estuvieron libres de plagas (y por lo tanto de bebés muertos) y como
el número de pulperías había aumentado a medida que se corría la frontera, el valor
de un angelito estaba por las nubes.
Hacía
diez años, la vieja había llegado por el Camino de las Tropas. Sus ojos amarillos
eran casi invisibles bajo las chorreantes arrugas y costurones de la piel. Era corta
de estatura, encorvada, con una obesidad lívida que revelaba una existencia noctámbula.
No era posible afirmar que tuviera sangre india, porque los rasgos de la cara se
le habían borrado, pero era lenguaraz en varios idiomas de las tolderías. En cuanto
al apellido, no existía consenso. Algunos creían recordar que se mentaba Gauna,
otros Ghuna, y otros Gutre. Evidentemente, dentro de esos amplios márgenes se hallaba
el verdadero. Quizá ni siquiera ella lo supiera.
Había venido con un hijo de cuarenta años, Don Lucero;
entre los dos construyeron una tapera en uno de los pocos terrenos no ocupados,
cerca del cangrejal. Lucero changueaba de matarife en una estancia cercana. Pese
a lo codicioso de achuras y centavos, no se destacaba por su voluntad de trabajo,
por lo que ambos eran pobres.
Al tiempo de haberse instalado, Lucero se agenció una
muchacha del lugar, la Julia. Aunque los padres no trabaron el asunto, Lucero se
fugó con ella a un pueblo muy lejano (según se rumoreó después, sin que nadie supiera
quién hizo correr la voz). No volvieron, excepto Lucero, que visitaba a la vieja
cada nueve meses, quedándose sólo por una noche. A la gente le extrañaba que esa
noche la vieja anduviera sola por los campos, a buena distancia del rancho, como
esperando algo. “Estoy de guardia”, decía, “arreando las lechuzas”.
La Gauna (o Ghuna, o Gutre) tenía fama de bruja y morbera.
La gente que le tenía ojeriza solía contraer fiebre o enfermedades en la piel. Todos
recordaban el caso de una joven con la lengua agusanada. Algunos alegaban en su
defensa que había curado numerosos empachos y viruelas; sin embargo, exigía siempre
una cantidad de dinero poco menos que exorbitante. En una ocasión, el herrero estaba
por degollar el cordero de Pascua; la vieja, que estaba comprando yerba, ginebra
y unas galletas (curiosamente, nunca se la vio comprar velas), comentó que los indios
del norte creen que el hálito del animal escapa por la boca en el momento de la
muerte.
–Por eso la cosen, para no restar mérito al sacrificio
–afirmó.
–Con todo respeto –dijo alguien–, yo he estado en el
norte, en el Paraguay para más datos, y allá los indios no creen eso.
–Lo que yo digo es más lejos del Paraguay –respondió
la vieja, entre dientes.
–Gracias, doña. Usted da buenos consejos –concluyó apaciguadoramente
el herrero. Sin embargo, después no cosió la boca del animal. La vieja nunca estaba
presente en Pascuas, Semana Santa o Navidades.
Algún tiempo después de la partida del hijo, la vieja
empezó a vender angelitos de pulpería por los pueblos. Iba con los pies envueltos
en percal y un bulto negro de moscas sobre la corva espalda, recorriendo los caminos,
atenta a cualquier lugar con vaciadero de botellas. Era una práctica común para
parar la olla, tan buena como la venta de extremaunciones por parte del cura. La
vieja comenzó a acaparar un Potosí. Pero extrañaba que dispusiera de tantos angelitos.
No pasaba verano en que no preguntara de pulpería en pulpería si ya habían tirado
el anterior y precisaban otro. Cuando alguien interesado iba a su tapera, lo hacía
sentar en el patio y volvía al rato con el angelito. Nunca le faltaban.
–Es codiciosa la vieja. Por plata, cualquier cosa –dijo
la mestiza de la cicatriz.
–Eso es lo de menos. Cada cual tiene su vicio –respondió
el anciano–. Lo que estamos diciendo es que el negocio de esta vieja son los angelitos.
Sin ir más lejos, el suyo se lo vendió ella –dijo a la pulpera, señalando la andrajosa
boca de larvas colgada de la pared–. Pero ¿de dónde los saca? En el pueblo no ha
muerto o desaparecido ningún gurí, que yo sepa. Tampoco en los pueblos vecinos.
–Cuando le comenté que precisaba uno –dijo el pulpero–
me preguntó muy melosa de cuándo tiempo de podridito, o si lo prefería seco o conservado
en adobo dulce. Me dio la impresión de que tenía todo un muestrario.
–Los del pueblo vecino se asustaron y abrieron algunas
tumbitas. Pero seguían allí, con cajón y todo.
–La Gauna no puede quedar embarazada –dijo el anciano–:
es muy vieja. Ni de un linyera ni de un gaucho demasiado solitario ni de un lobizón,
aunque quizá sí del diablo. Honestamente, señoras y señores, no me lo explico.
En ese momento llegaron el herrero y dos peones de la
estancia vecina, visitantes habituales del lugar. No se molestaron en sacarse los
raídos sombreros; tras musitar un nervioso saludo se quedaron de pie al lado de
la puerta entornada. Los peones llevaban sus facones en el cinto, y el herrero una
pistola de dos tiros en una curtida funda sobre el pecho.
–Ahora estamos todos –dijo el pulpero–. Ya no hay nada
más que hablar. Todo se habló ayer. –Señaló la puerta y dijo: –Cuando dispongan.
Fueron saliendo, con paso lento. Se quedaron la pulpera
y la muchacha mestiza, porque alguien debía cuidar el lugar. Cerraron la puerta
pesadamente con la viga y los pasadores. Los hombres se dieron calor con un porrón
de ginebra, aunque la noche no era fría, y subieron a los caballos.
–La vieja no está –dijo el anciano–. La vi esta mañana
por el Camino de las Tropas, con el bultito al hombro, y cuando le di conversación
me dijo que iba para Espejuelo, el pueblo que fundaron el año pasado. Le va a tomar
cinco días entre ida y vuelta, por más que sea bruja.
Atravesaron la única calle del pueblo, iluminada sólo
por las afiebradas estrellas y por las hilachas de luz que se escapaban de las casas.
Enseguida estuvieron rodeados por los ruidos del campo abierto, casi imperceptibles
para sus oídos habituados: grillos, escuerzos, grasientos correteos de vizcachas
y el aullido fantasmal de algún zorro. El anciano prendió un cigarrillo, para poblar
el rato. Tras un largo rato de cabalgar bajo el desaforado fluir de las nubes sobre
la luna amarilla, llegaron al límite de la tierra firme y bordearon el cangrejal.
El primero en divisar la tapera fue uno de los peones. Las nubes habían cubierto
casi por completo las estrellas, pero el lugar estaba iluminado por osamentas de
caballos y reses colocadas, según les pareció, en círculo. Bajaron de los caballos
para no hacer ruido, atándolos a un álamo torcido que estaba a la vera de una osamenta.
Los pingos estaban medio retobados. No se veía ninguna luz a través de la puerta
o de las carcomidas paredes sin ventanas. Se aproximaron en silencio.
El herrero estudió la puerta con una lámpara de aceite.
Había dos oxidadas y gruesas cadenas, aseguradas con un candado. Tras un breve palanqueo
con una barra de bronce, el candado saltó en un polvoriento chasquido. Se oyó un
leve murmullo en el interior. Ya no era posible volverse atrás: abrieron la puerta
con una patada, entrando en tropel.
Adentro encontraron el vacío catre de la vieja, que
ocultaba debajo una marmita llena de monedas de oro, plata, cobre y del tiempo de
la colonia. Un par de vestidos nuevos y ya fétidos colgados de una viga encastrada
en el adobe, y angelitos de pulpería, en distintas fases de putrefacción, desde
el esqueleto que gracias al adobo había conservado una amarronada piel, hasta el
cuerpo aún apto para los gusanos. Y, estaqueada en el piso, con el vientre hinchado
de ocho meses y con las deformaciones en los miembros y en el tronco producidas
por un largo e inmóvil cautiverio, a una mujer desnuda y cubierta de suciedad. La
lengua cortada y los labios cosidos, con un breve resquicio para la introducción
de los alimentos, no le impedían producir sonidos entrecortados, mientras miraba
a las sombras recién llegadas. Les costó reconocer en ella a la Julia.
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