Rafael Barrett
Por
los anchos ventanales abiertos del comedor del hotel, contemplaba desde mi mesa
el horizonte marino, esfumado en el lento crepúsculo. Cerca del muelle
descansaban las velas pescadoras a lo largo de los mástiles. Una silueta
elegante cruzaba a intervalos, subiendo la rampla; cocotte que viene a
cambiar de toilette para cenar, sportman aguijoneado por el
apetito. El salón se iba llenando; el tintineo de platos y cubiertos
preludiaba; los mozos, de afeitado y diplomático rostro, se deslizaban en
silencio.
La luz eléctrica, sobre la hilera de manteles blancos
como la nieve, saltaba del borde de una copa a la convexidad de una pulsera de
oro para brillar después en el ángulo de una boca sonriente. La brisa de la
noche movía las plumas de los abanicos, agitaba las pantallas de las pequeñas
lámparas portátiles, descubría un lindo brazo desnudo bajo la flotante
muselina, y mezclaba los aromas del campo y del mar a los perfumes de las
mujeres. Se estaba bien y no se pensaba en nada.
De pronto entró un hermoso perro en el comedor, y
detrás de él una arrogante joven rubia que fue a sentarse bastante lejos de mí.
Su compañero se dio a pasear, pasándonos revista. Era una especie de galgo, de
raza cruzada. El pelo, fino y dorado, relucía como el de un tísico. La
inteligente cabeza, digna de ser acariciada por una de esas manos que sólo ha
comprendido Van Dick, no se alargaba en actitud pedigüeña. Al aristocrático
animal no le importaba lo que sucedía sobre las mesas. Sus ojos altaneros, amarillos
y transparentes como dos topacios, parecían juzgarnos desdeñosamente.
Llegado hasta mí, se detuvo. Halagado por esta
preferencia, le ofrecí un bocado de fiambre. Aceptó y me saludó con un discreto
meneo de cola. No creí correcto insistir, y le dejé alejarse. Miré
instintivamente hacía la joven rubia. El profundo azul de sus pupilas sonreía
con benevolencia.
Después de comer subí a la terraza, donde había
soledad. El faro lanzaba un haz giratorio de luz, ya blanca, ya roja, sobre las
negras aguas del Océano. El viento se extinguía. Un hálito tibio ascendía de la
tierra caliente aún.
Embebido ante el espectáculo sentí, cuando lo
esperaba menos, las nerviosas patas de mi nuevo amigo apoyadas sobre mí. La
joven rubia estaba a mi lado.
–¡Qué admirable perro tiene usted, señorita…! ¿o
señora? –pregunté.
–Señora – dijo la voz más dulce que he oído en mi
vida.
Nos veíamos de noche, sobre la terraza solitaria, o
bien hacíamos algunas tardes largas excursiones campestres con Tom por único
testigo.
La señora de V… era rusa. Mal casada, rica y
melancólica, obtenía a veces de su marido una temporada de libertad. Entonces
se abandonaba al encanto de la naturaleza y al sabor de los recuerdos, y
arrastraba sus desengaños por todas las playas a la moda.
–No le debía odiar –murmuraba–, y le odio; sí, le
odio, y Tom lo mismo; es grosero, celoso, insufrible; yo le hubiera perdonado
mis amarguras, si me hubiera dado un hijo. Ni siquiera eso.
Su sombrilla trazaba un ligero surco por el césped.
–No me puedo permitir una amistad, una simpatía. Su
intransigencia salvaje me tiene prisionera. Dentro de quince días estará aquí.
Bajaba la preciosa cabeza de oro, y seguía en voz más
baja:
–Amigo mío; desgraciada de mí si sospecha esta
intimidad inocente. ¡No nos veremos más desde el momento que llegue! Sería
demasiado grave; V… es uno de los primeros tiradores de San Petersburgo.
Su brazo temblaba bajo el mío, pero sus ojos húmedos
lucían tiernamente. Tom brincaba sobre las mariposas, y acudía a lamernos las
manos. Se le despedía con grandes risas y le consolábamos después, llenos de
remordimiento.
En otras ocasiones la señora V… me recibía en su
cuarto. Tom se arrojaba sobre mí bulliciosamente. Ella, con alegrías de niña,
me enseñaba los retratos de sus amigas, o me contaba historias de su infancia.
De cuando en cuando se apoderaba de nosotros un acceso de sentimentalidad. y
con los dedos unidos callábamos, dejando hablar a nuestro silencio emocionado.
Pero antes de marcharme era preciso jugar con el perro como dos chiquillos.
Delante de la gente no aparentábamos conocernos.
Cuando bajaba la señora de V… al comedor, apenas inclinaba la frente. Tom daba
su paseo de costumbre, y se detenía un instante a recibir alguna fineza mía.
¡Nada de saltos, nada de fiestas! ¡El tacto de aquel animal era prodigioso! Un
día en que almorzaba yo con un conocido, pasó de largo, como si no me hubiera
visto jamás. Pero su mirada parecía explicarme… “No es que tenga celos; es que
ese señor es muy antipático”.
Sonó la hora funesta. V… llegó al balneario, y con él
mi desesperación. El hombre no dejaba a su mujer un instante, como no fuese
encerrada. La joven retenía a Tom con ellos, y yo no conseguía ni la
satisfacción de acariciar la cabeza de nuestro fiel confidente.
Las semanas huían y comenzaba realmente a
desanimarme, cuando fui presentado a V… en la tertulia de los señores de H… Por
una coincidencia salimos juntos, y juntos volvimos al hotel.
V… era tal como me lo habían pintado; su aspecto,
áspero y desapacible, y su conversación, autoritaria y seca. Cambiamos pocas
palabras. Al apretarme la mano me preguntó con indiferencia:
–¿Quiere usted conocer a mi esposa? Estará todavía en
pie. Es muy insociable, pero le gusta hablar francés.
¿Qué hubierais hecho? Subimos las escaleras, y nos
detuvimos ante el cuartito donde tan deliciosos ratos había yo gozado. De
repente me estremecí de terror. ¡El perro! ¡Había olvidado el perro! ¡El perro
que iba a festejarme y a lamerme con toda su alma! ¿Qué partido tomar? ¡Pobre
amiga mía! ¡Pobre de mí! No me hizo ninguna gracia recordar que V… era el
primer tirador de San Petersburgo…
Como quien va al suicidio, entré en la habitación. La
señora de V…, asaltada por el mismo pensamiento que yo, estaba más pálida que
la muerte. Tom, tendido con elegante indolencia, alzó las orejas al ruido de
nuestros pasos, y abrió sus lúcidos ojos amarillos…
Pero no se levantó siquiera. Se contentó con mover
irónicamente la larga cola empenachada.
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