Santiago Dabove
El tren era todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible
al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave
el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse
a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren retardaba tanto
que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido.
Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles, y ya iba
hacia la adolescencia cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica,
con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer
a sus padres y el patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del
pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí, y como
soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar
un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era mi amigo, acudió para decirme
que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa enviaba un telegrama anunciándolas.
Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior
al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí,
en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el F.C.O., pude ser alcanzado
por mi esposa, que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y en una
de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard
pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida
alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes
había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero yo en el tren,
gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos, hablando de fútbol y haciendo
los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible:
una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe
de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con
el de Flores. Me anunciaron malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo
fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación.
Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado
adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos
a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica
el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos
el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once
de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa
difunta, fui como un sonámbulo a la “Compañía de Seguros” donde trabajaba. No encontré
el lugar.
Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones,
me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la “Compañía de Seguros”.
En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un Ministerio
donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un
ascensor, y ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a
la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera
algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada
de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre. “A que no recordaste lo
que te encargué”, dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica.
“Tienes cabeza de pájaro”.
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