Avram Davidson
La
persona de cara gris venía por la calle donde vivían el viejo señor Gumbeiner y
su mujer. Era una tarde de otoño, y el sol tibio les calentaba agradablemente
los viejos huesos. Cualquier aficionado al cine de la década del veinte o de
los primeros años de la década del treinta ha visto esta calle alguna vez. A lo
largo de estos búngalos de techos de dos aguas Edmund Lowe caminaba del brazo
con Leatrice Joy y Harold Lloyd era perseguido por unos chinos que esgrimían
hachas. Bajo estas palmeras escamosas Laurel le daba una patada a Hardy y
Woolsey le golpeaba la cabeza a Wheeler con un bacalao. En estos cuadrados de
pasto de las banquetas, del tamaño de un pañuelo, las pandillas de las
películas cómicas se perseguían unas a otras y eran perseguidas por enojados
hombres gordos en pantalones de golf. En la misma calle… o acaso en otras
quinientas exactamente iguales a esta…
La señora Gumbeiner le señaló la persona
de cara gris a su marido.
–¿Te parece que le pasa algo? –preguntó–.
Camina de una manera rara.
–Camina como un golem –dijo el señor
Gumbeiner con indiferencia.
–Oh, no sé –dijo la mujer, irritada–. A mí
me parece que camina como tu primo.
El viejo, malhumorado, torció la boca y mordisqueó
la boquilla de la pipa. La persona de cara gris vino por la acera de cemento,
subió los escalones del porche y se sentó en una silla. El viejo señor
Gumbeiner lo ignoró. La señora Gumbeiner miró fijamente al extraño.
–El hombre llega, no saluda, y se sienta
instalándose como si estuviera en su casa… ¿La silla es cómoda? –preguntó la
mujer–. ¿No quiere una taza de té?
Se volvió hacia su marido.
–¡Di algo, Gumbeiner! ¿Eres de madera?
El hombre sonrió con una sonrisa lenta,
maliciosa, triunfante.
–¿Por qué tengo que decir algo? –le
preguntó al aire–. ¿Quién soy yo? Nada, exactamente.
El extraño habló. Tenía una voz dura,
ronca y monótona.
–Cuando sepan ustedes quién soy, o mejor
dicho, qué soy, el miedo les helará los huesos.
Mostró unos dientes de porcelana.
–Cuidado –dijo la mujer–, no se meta con
mis huesos. No sea atrevido.
–Temblarán de miedo –dijo el extraño.
La señora Gumbeiner le dijo que le
gustaría que él viviera tanto como para verlo y se volvió hacia su marido.
–Gumbeiner, ¿cuándo vas a cortar el
césped?
–Toda la humanidad… –comenzó a decir el
extraño.
–Shah! Estoy hablando con mi
marido… Gumbeiner, ¿no te parece que
habla de un modo raro?
–Un extranjero, probablemente –dijo el
señor Gumbeiner, con aire satisfecho.
–¿Te parece? –La señora Gumbeiner le echó
una ojeada al extraño– Tiene muy mal color en la cara, nebbich. Acaso ha
venido a California a curarse.
–La enfermedad, el dolor, la tristeza, el
amor, la pena… todo es nada…
El señor Gumbeiner interrumpió la declaración
del desconocido.
–La vesícula –dijo–. Guinzburg en la shule
tenía el mismo aspecto antes de la operación. Llamaron a dos profesores, y una
enfermera lo atendía día y noche.
–¡No soy un ser humano! –dijo el
desconocido.
–Tres mil setecientos cincuenta dólares le
costó a su hijo, me dijo Guinzburg. “Para ti, papá, nada es demasiado caro.
Sólo quiero que estés bien”, le dijo su hijo.
–¡No soy un ser humano!
–Ay, ¡si todos los hijos fueran como él!
–dijo la mujer balanceando la cabeza–. Un corazón de oro, de puro oro –miró al
extraño–. Sí, sí, ya lo oí antes. ¡Gumbeiner! Te hice una pregunta- ¿Cuándo vas
a cortar el césped?
–El miércoles, odder quizá el
jueves, cuando venga por aquí el japonés. Cortar el césped es su oficio. El mío
es el de vidriero… retirado.
–Entre yo y la humanidad entera –dijo el
extraño– el odio es inevitable. Cuando les diga lo que soy, el terror les
helará los…
–Ya lo dijo, ya lo dijo antes –interrumpió
el señor Gumbeiner.
–En Chicago, donde los inviernos son más
fríos y crudos que el corazón del zar de Rusia –entonó la vieja– tenías fuerzas
para llevar los vidrios enmarcados día tras día. Pero en California, cuando tu
mujer te pide que cortes el césped a la luz del sol, no tienes fuerzas. ¿Le
diré al japonés que te prepare la cena?
–El profesor Allardyce se pasó treinta
años perfeccionando sus teorías. La electrónica, la neurótica.
–Escucha, cuántas cosas sabe–dijo el señor
Gumbeiner con admiración–. ¿Estudiará en la universidad?
–Si estudia en la universidad quizá
conozca a Bud –sugirió su mujer.
–Probablemente están en la misma clase y
vino a repasar las lecciones con Bud.
–Tienen que estar en la misma clase.
¿Cuántas clases hay? Cinco in gauzen. Bud me mostró el programa –la
mujer contó con los dedos–: Apreciación y crítica de televisión, Construcción
de botes, Adaptación social, Bailes estadunidenses y… y… ¿qué más, Gumbeiner?
–Cerámica contemporánea –dijo el viejo,
saboreando las sílabas–. Un muchacho excelente, Bud. Es un placer tenerlo como
pensionista.
–Luego de treinta años de estos estudios –continuó
el extraño que había estado hablando sin que nadie lo escuchara– el profesor
pasó de la teoría a la práctica, Luego de diez años descubrió algo que no tiene
paralelo en toda la historia. La humanidad, toda la humanidad está hoy de más.
El profesor me hizo a mí.
–¿Qué decía Tillie en su última carta? –preguntó
el viejo.
La mujer se encogió de hombros.
–¿Qué podía decir? Lo mismo de siempre.
Que Sidney terminó el servicio militar. Que Naomí tiene un nuevo pretendiente…
–¡Me hizo a mí!
–Escuche, señor llámese como se llame –dijo
la vieja–, quizá en su país sea diferente, pero aquí no se interrumpe a
la gente cuando habla… Eh, ¿cómo? ¿Qué él lo hizo? ¿Qué quiere decir?
El extraño mostró otra vez los dientes, y
unas encías demasiado rosadas.
–En la biblioteca del profesor, a la que
he tenido libre acceso luego de su muerte repentina, no descubierta aún, pero
debida a causas enteramente naturales, encontré una colección completa de
relatos acerca de androides, desde Frankenstein de Mary Shelley y R.U.R.
de Kapek hasta la obra de Asimov…
–¿Frankenstein? –dijo el viejo, interesado–.
Había un Frankenstein que vendía wasser gaseosa en la calle Halstead. Un
lituano, nebbich.
–¿Qué estás diciendo? –replicó la señora
Gumbeiner–. Se llamaba Frankenthal. Y no estaba en la calle Halstead,
sino en la calle Roosevelt.
–…muestran claramente que toda la
humanidad siente una antipatía instintiva hacia los androides, y que la lucha
entre ellos será inevitable…
–¡Claro! ¡Claro! –los dientes del viejo
señor Gumbeiner golpearon la boquilla de la pipa–. Siempre estoy equivocado. Tú
siempre tienes razón. ¿Cómo has podido estar casada todo este tiempo con una
persona tan estúpida?
–No sé –dijo la mujer, riéndose–. A veces
yo misma me lo pregunto. Quizá porque él es muy apuesto.
El viejo señor Gumbeiner parpadeó, luego
sonrió y tomó la mano de su mujer.
–Vieja tonta –dijo el extraño–, ¿por qué
te ríes? ¿No entiendes que he venido a destruirte?
–¡Qué! –gritó el viejo señor Gumbeiner–.
¡Cierre esa boca!
Se incorporó rápidamente y golpeó al
extraño con la palma de la mano. La cabeza del extraño chocó con el pilar del
porche y rebotó.
–A mi mujer le habla usted con respeto,
¿me entiende?
La vieja señora Gumbeiner, con las
mejillas muy encendidas, hizo sentar a su marido. Luego se inclinó hacia
adelante, examinó la cabeza del extraño, y chasqueó la lengua mientras apartaba
un trozo de tejido gris, parecido a la piel humana.
–¡Gumbeiner, mira! ¡Es todo resortes y
alambres por dentro!
–Te dije que era un golem, pero tú
no me hiciste caso.
–Dijiste que caminaba como un golem.
–¿Cómo podía caminar como un golem si no
era un golem?
–Está bien, está bien… Tú lo rompiste, así
que arréglalo ahora.
–Mi abuelo, y que su luz brille en el
paraíso, me dijo que cuando Mo Ha Ral, Moreynu Ha-Rav Low, bendita sea su
memoria, hizo el golem en Praga, hace trescientos, quizá cuatrocientos años, le
escribió en la frente el Nombre Sagrado.
Recordando con una sonrisa, la vieja
continuó.
–Y el golem cortó la leña del rabí y le
trajo el agua y guardó el ghetto.
–Y una sola vez desobedeció al rabí Low, y
el rabí Low borró el Shem Ha Mephorash de la cabeza del golem y el golem cayó
como muerto. Y lo guardaron en la buhardilla de la shule y estará
todavía ahí si los comunistas no se lo llevaron a Moscú… Y eso no es sólo un
cuento.
–Avadda no! –dijo la vieja.
–Yo mismo he visto la shule y la
tumba del rabí –dijo el viejo, concluyente.
–Pero me parece que éste debe ser otra
clase de golem, Gumbeiner. Mira, no tiene nada escrito en la cabeza.
–¿Qué importa? ¿Hay una ley que diga que
no puedo escribir nada ahí? ¿Dónde está ese pedazo de gis que trajo Bud de su
clase?
El viejo se lavó las manos, se ajustó el
casquete negro en la cabeza, y lenta y cuidadosamente escribió cuatro letras
hebreas en la frente gris.
–Ezra el escriba no hubiera podido hacerlo
mejor –dijo la vieja, con admiración–. No ocurre nada –observó mirando la figura
inanimada tendida en la silla.
–Bueno, ¿soy acaso el rabí Low? –se
lamentó el viejo–. No –se inclino y examinó el descubierto mecanismo–. Este
resorte viene aquí… este alambre va con este otro… –La figura se movió–. ¿Pero,
éste dónde va? ¿Y éste?
–Déjalo –dijo la mujer.
La figura se enderezó lentamente, con la
mirada perdida.
–Escucha, Reb Golem –dijo el viejo agitando
el dedo–. Presta atención a lo que voy a decirte, ¿has entendido?
–Entendido…
–Si quieres quedarte aquí, harás lo que
diga el señor Gumbeiner.
–Lo que diga el señor Gumbeiner…
–Así me gusta oír hablar a un golem. Maie,
dame el espejo de bolsillo. Mira, ¿te ves la cara? ¿Ves lo que está escrito en
la cara? Si no obedeces, el señor Gumbeiner te borrará esas letras que tienes
escritas en la frente y caerás muerto.
–Muerto.
–Exactamente. Ahora, escucha. Bajo el
porche encontrarás la cortadora de césped. Tómala. Corta el césped. Luego
vuelve. En marcha.
–En marcha…
La figura bajó los escalones
tambaleándose. Al rato el zumbido de la cortadora se alzó en el aire tranquilo
de la calle, exactamente igual a la calle donde Jackie Cooper había derramado
grandes lágrimas en la camisa de Wallace Berry y Chester Conklin miraba a Marie
Dressler entornando los ojos.
–¿Qué le escribirás a Tillie? –preguntó el
viejo Gumbeiner.
–¿Qué le escribiré? –la vieja señora
Gumbeiner se encogió de hombros–. Le escribiré que el tiempo es magnífico aquí
y que los dos tenemos buena salud, bendito sea su Nombre.
–El viejo asintió con un lento movimiento
de cabeza y la pareja siguió sentada en el porche al sol tibio de la tarde.
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