viernes, 23 de febrero de 2024

La mujer sentada

Sergio Magaña

 

A Xavier Lavalle

 

Al oír el gran ruido del cielo nadie pensó que fuera el cielo lo que había estado tronando desde la madrugada, ni que por ser domingo los hombres en camisa se pusieran a fumar sobre los cuetes de vara, y los muchachos chicos a voltear campanas. Aquello venía sucediendo cada año, el diez de octubre a partir del nueve, cuando bajaba la gente de las ordeñas y algunos compraban papel de China para adornar sus casas.

Al Santo le gustaban tantas cosas como el ruido de los cuetes, las solteras nuevas dentro de su iglesia, los gañanes afuera perfumados con agua florida y las mujeres embarazadas peinadas con vaselina durante tres días y nadie creía que debían durar más.

Aprovechándolos, Ana Juárez iba a casarse con Andrés Cuesca y Chona Mateos estaba moviéndose alrededor de las cazuelitas de tinta donde su hijo Feliciano metía polvo de colores, movía el palito y les pintaba la panza a los huevos que ella había llenado de agua, de perfume, o ceniza, o tierra.

Junto al canasto se rascó el gato y Chona Mateos supo ver y apreciar los buenos dientes de Feliciano, que empezó a reírse porque un pedazo de la caliche del cuarto se vino abajo al sonar la banda. La banda tocaba en el atrio de la iglesia y ellos no la oían mal desde aquí.

–Ya llegó la música, ma –dijo él.

Quedaron oyéndola, mirando el cuadro de la puerta y un pedazo de la calle.

–¡Apúrate entonces, vaya!

Feliciano mojó el hisopillo en la fuchina. Creía que Ana Juárez era la mejor de todas y que ahora iba a casarse con Andrés Cuesca. Se puso a pintar los huevos más aprisa y a revolver el aserrín del canasto.

Chona dijo:

–Desde antier empezaron a matar gallinas. Saldrá buen caldo. Vi tres amarillas gordas. El novio anduvo comprándole cosas a la muchacha. Tan viejo el hombre.

Feliciano lo había encontrado vestido de negro sobre su caballo negro.

–Lo montaba garboso, ni se les nota el siglo, caray.

Chona Mateos miró a su hijo Feliciano, que era grandulón y fuerte.

–Puede que no se le note, hijo –atrás de la puerta de luz seguían cruzándose los pasos y las sombras de las personas–. Esos irán al recibimiento.

A ellos les hubiera gustado mirar a la muchacha, quien siendo de buen ver, estaría lúcida y despejada. Feliciano tenía ganas de gastar en la feria lo del tepalcate, aparte el peso plata de Marciano Reyes metido en el pañuelo.

Chona fue diciendo sentada en el banco.

–Antes de novio, el viejo era el padrino de ella. Le fue a comprar vestidos –cerró la boca como pensando–: de gasa uno, ¿será? Y que con zapatos de raso, bordado de seda con chaquiras.

Él estaba aventando confeti sobre el canasto de huevos tricolores; oyendo la música, oyendo pasar la gente.

–Yo un día jugué con ella, ma.

–Sería antes, tú –y se agachó para abarcar mejor la calle–. No vas a creerme, hijo, pero estoy viendo a Pachita con sus naguas almidonadas. Está queriendo venir acá.

La pieza se hizo oscura cuando la enagua se paró en la puerta. Allí mismo Pachita movió la mano.

–Estaría bueno que vengan.

Chona Mateos atizó la lumbre donde humeaban las planchas de fierro, recogió la blusa lavada de él y se puso a rociarla.

–No me están los quiebres esos, ma. Aquel Marciano Reyes tiene una blusa color de rosa, lisa y unos pantalones de rayitas.

Pachita volvió a decir:

–Luego no verán nada.

La música cesó y empezaron a oírse muy aprisa los pasos de las personas en el empedradillo de la calle, casi corrían. Pachita no quiso entrar de ningún modo; sólo dijo esto removiendo la mano:

–Estaría bueno que vengan. Ana Juárez está sentada allá.

Y siendo allá el milpar grande, allá fueron.

Los que ese día estaban en el pueblo, todos, de veras, hasta los músicos, se pusieron a correr, como si despertaran las mujeres a los hombres y los viejos a las viejas. Sin querer detenerse, tomando luego aquella dirección de la milpa. No era a pasitos como antes, pero asombrados, moviendo las caras y los ojos redondos y levantando un polvo blanco de la calle con el ruido de sus pies: un golpe parejo, grande, hecho de clavos o tacones o guaraches. Las puesteras se echaban el crío a la espalda, dejaban sus montoncitos de fruta en el suelo, las cambayas y cogían el rumbo con los demás hacia donde estaba sentada ella, atrás del cerro verde. Ninguno quiso detenerse, alentándose con jadeos y movimientos y pisando la tierra, levantando polvo. El cerro se llenó pronto de tanta gente como subía y los trapos de colores, los brazos, los sombreros anchos de los hombres; también unos perros, también niños. Del caño al pie del cerro negreaban cabezas, en grupos y solas, porque en la plaza no quedó nadie si no era un ciego que todavía estuvo quemando pólvora.

Así fue que en la punta del cerro aparecieron pronto las cabezas y comenzaron a bajar por muchos lados. Nunca nadie había visto tanta gente en el pueblo, sin contar los animales y alguna abuela montada en burro. Bajaban en silencio, evitando las espinas de los guamúchiles, puesta la vista en el milpar de abajo, donde estaría Ana Juárez. Las respiraciones se oían bien, pero ninguna palabra; tampoco gritos o suspiros fuertes. Con los labios cerrados y los ojos bien abiertos movían sus pies, bajando y bajando. Luego caminaron apretándose contra los sembrados hasta llegar al tramo de pasto rodeado de milpa que daba al camino. Quedaron allí serios, inmóviles. Entonces nada se oyó sino silencio.

A mitad del claro de la milpa, sola, estaba sentada Ana Juárez.

Feliciano no pudo creerlo, ni él ni los otros; pero enfrente mismo la estaban viendo: sentada entre su vestido de gasa, la cabeza un poco de lado y las manos morenitas cruzadas una sobre de la otra con mucho reposo; las pestañas bajas y sonriendo apenas la boca chica, como en los retratos de óvalo. Chona Mateos le notó el cigarro acabado que le colgaba en el extremo de los labios. Nadie podía dejar de verla. Todos, al contrario, querían. Cambiándose el turno, aguardando la respiración para no hacer ruido.

El cielo no tronó más. Se oía un aire quedo soplando la milpa y el abanico de las espigas.

Así pasó el tiempo, aunque no para ellos, que permanecían serios viendo la postura de Ana Juárez, su carita de lado.

–Yo no sabía que ella fumara, ma –dijo Feliciano.

 

Marciano Reyes había estado esperando un buen rato la salida del sol para echar fuera las gallinas, vaciar la leche, abrir el corral y vigilar el camino amarillo. Como el corral estaba alto, sobre el cerro, a él le caía bien montarse encima de las trancas y mirar los montes azules, el valle, las capas moradas de las jacarandas y después la loma verde, que era suya, y donde las becerras se daban gusto. Pero ese día era sábado, el domingo comenzaba la feria, hasta el martes, y no era fácil ni era bueno perder el tiempo. Se quitó el sombrero y se puso a vigilar el camino amarillo.

Mirándolo se le ocurrieron varias cosas porque nunca antes lo había visto tanto ni hubiera creído que sirviera sino para caminar por él –sube del valle junto a la barranca, atraviesa el caño y al cabo del tiempo llega a partir en dos la cabeza de la loma con una raya de peine–. Él supo todo esto mientras vigilaba.

Lo cierto es que Feliciano Mateos no hubiera podido dar ahí un paso sin que él lo dejara pasar, y si pasaba, Marciano Reyes le recogería tanto como una moneda de un peso plata o los cinco litros de leche o una botellita de agua florida; porque él había propuesto a Feliciano cinco litros de leche para venderlos en el pueblo, sacar de ellos un peso y comprar en la plaza la botellita de agua florida que Marciano calculaba poder echarse en los cabellos cuando menos domingo y lunes.

Marciano se acomodó el sombrero con sus manos grandes y plegó los párpados. Después dijo algo que no le importaba sino a él, y estuvo algún tiempo vigilando el camino amarillo. Él creía en eso de “algún tiempo”, pero a las cinco de la tarde el cielo cambió de tono y a él empezaba a dolerle lo de atrás.

En el lado bajo de la barranca apareció una traza de mosquito blanco; se deshizo tras la loma y volvió a mirarse: así tres veces. Creyó por fin no verlo… luego empezó a moverse junto a un montón de tablones. No siendo Feliciano, él no sabía explicarse bien a esa distancia sobre qué o quién era, al menos de repente. Más tarde, y según aquello ganaba altura, le fue asomando primero lo oscuro del pelo, los hombros, el par de bultos duros del corpiño y lo demás de ella, pues se trataba de Ana Juárez. Venía descalza, sin mucha gana, empujando de cierta manera los terrones chicos con el pie; su vestido por eso se le estaba metiendo entre las piernas a cada paso. Ahora caminaba en el camino amarillo y si avanzaba un rato corto tendría que ver a Marciano Reyes sentado en las trancas. Él pensó dar media vuelta y meterse en su casa. Ana Juárez estaría casándose mañana con Andrés Cuesca y Marciano Reyes no iba a decirle nada acerca de lo que hacía ahí vigilando la vereda, esperando el agua florida.

Ella se detuvo a recoger del suelo una vara y siguió aventando piedras con los dedos de los pies como si estuviera sola, aunque ya había visto al otro removiéndose encima de las trancas. Se adelantó despacio marcando una línea en la tierra con la punta del varejón para llegar donde fuera fácil, con sólo levantar la cabeza, ver el corral, el filo del tejamanil y otras cosas. Estas otras cosas eran el hijo de José Reyes que le tenía puesto el ojo encima, agachándose lo más hacia ella y con peligro de venirse todo abajo. No quiso darle motivo de sentirse mirado. Le habló estirando la vara, atenta a una ramita de anís a la orilla del camino.

–Si te caes te rompes, tú.

–Eso crees.

Él estaba muy bien prendido de las manos en el asiento, buscando el modo de preguntarle a esa Ana Juárez lo que andaba haciendo por el ojo de agua en vez de estarse en su casa bañando y preparándose para lo de mañana. Ella lo entendió así, pues dijo:

–Me bañan a las ocho. Mi padrino Andrés Cuesca no ha de dejarme salir después.

Empezó a componerse la trenza, moviendo los dedos entre el pelo lustroso. Marciano se los estuvo viendo durante un cuarto de hora.

–Si tú bajas podrás ver un anillo que aquí traigo; con él han de casarme mañana.

–Está bueno –dijo él, ideando algún ofrecimiento a modo de hacer que ella levantara la frente. Levantándola, Marciano Reyes podría, equilibrándose en el aire, meter un poco el ojo desde arriba en el plisado del corpiño–. Mira, aquel Feliciano anda diciendo que pusieron una bocina de radio en la iglesia. Se oirá lejos. Yo iré.

Ella no hizo nada de cuanto él creía; sólo dio la respuesta mirando la tierra.

–Así dicen. Pero ya me voy.

–No será muy fino el anillo ese.

Los dos se miraron un poco.

–¿Estará tu tía Rosa? –dijo ella.

–Yo creo que no –dijo él–. De aquí se fueron todos. Vendrán pasadas las fiestas.

–Ah, vaya, pues ya me voy –se alisó el pelo y dio la vuelta, caminando ligera contra el sol.

Marciano Reyes la vio irse cambiada de color por la capa del cielo. Después dejó las trancas, se apretó el sombrero y echó a andar por el lado ramoso del chirimoyo rumbo a las filas de jacarandas. Le estaba doliendo algo abajo del estómago y sentía un jugo de sudor en la boca. Le corrió un agujero al cinto y llegó al camino amarillo, colocándose allí en cuclillas con las asentaderas pegadas en los talones y la palma grande de su mano apoyada en la tierra para no confundir los sonidos.

Por fin se desdobló firme, oyendo el rodar de los terrones y una media voz que venía cantando y acercándose. Después apareció Ana Juárez. “Tarará, tarará”. Ella se encogió nomás llena de silencio como queriendo no seguir al verlo tan bien parado en mitad del paso. Ana sintió cómo el aire metía la enagua en sus piernas y el sol rojo le relucía la cara. Y estaban así quietos cuando la sombra larga cruzó el camino. Marciano Reyes avanzó, mirándose la mano, los dedos, la palma ancha, sus callos o sus grietas o sus rayas hondas. Ana Juárez le oía la respiración llena de sudor. Entonces dijo:

–¿Bajastes?

–Ha de ser muy cierto lo que cuenta Feliciano –dijo él–. Hablaban de la iglesia y de la bocina del radio.

–Sí es –dijo ella.

Entendido pronto lo de la bocina eléctrica ninguno de los dos tenía por qué estarse mirando los ojos, de manera que él siguió atendiendo la palma de su mano que era grande, que tenía una línea atravesada. Y ella sabía de él que, aunque andaba ahí viéndose la mano, estaba tratando también de mirarle algo adentro del corpiño con el rabo de las pestañas.

–No ha de ser muy fino el anillo ese –dijo él.

–Sí es –dijo ella. Luego se volvió de espaldas moviendo el brazo.

A pesar de su cuidado, Marciano no distinguía nada de cuanto estaba haciendo; sólo supo verle un poco del brazo y el codo moreno por arriba del hombro. Del hueco del corpiño ella sacó el anillo, sujeto con una pita. Él esperaba atrás, sudando en el aire, achicando un poco el cuerpo y poniendo los ojos en el movimiento del vestido, que una vez se mecía y otra se arrugaba en un punto bueno de las ancas. A las ocho Ana Juárez estaría bañándose y él no había conocido nunca a nadie que se bañara con el vestido puesto.

Ana le enseñó el arito dorado:

–Quién sabe si es fino.

Pero él no quiso ni tocarlo siquiera. Lo mejor era dejarlo amarrado en la pita sobre el pecho de la novia de Andrés Cuesca. Ella volvió a envolverlo y a sujetarlo en su lugar.

–Siendo fino no le ha de quitar lo viejo al otro –dijo él.

–Lo bueno será mi vestido de gasa y los zapatos de raso con chaquiras, ¿crees? También fue mi papá Lucio.

Marciano procuró acercarse más, no mucho; aunque más, hasta rozarla.

–¿Te vas a bañar con agua caliente? A otras las bañan con agua caliente.

–Sí –dijo ella; sentía el sol bajándose y el brazo del muchacho cerca de su falda–. Pero ya me voy.

De nuevo estuvieron callados sin mirarse los ojos. El brazo se le iba pegando al vestido, le subía atrás, en la espalda. Ana habló vehementemente.

–Una vez mi papá Lucio me dio con la vara por andarme saliendo. La cortó esa vara del membrillo, y era larga.

Marciano estuvo respirando sin pensar desmentirla, porque Ana Juárez era chica: andaría como él, en los diez y seis.

–Mi papá Lucio y el viejo Cuesca se fueron. Van a comprar aquello. Mi padrino tiene una cortada en la oreja.

–No me da miedo saberlo –dijo él.

Ella apretó los labios; repasó en silencio el tamaño de las hierbas y el color del suelo.

–Yo ni lo quise, ¿crees? Mi papá Lucio empezó a decir que las mujeres son para que se casen.

De eso hubiera querido explicar algo cuando la mano ancha le sobó los riñones y la cintura se le quebró.

–Déjame, tú. Has de saber que no ha de ser bueno que nadie nos esté mirando.

–No viene nadie ahorita.

Con todos sus ojos escucharon los ruidos del campo.

–Está bueno –Marciano sintió hinchadas las venas de la cabeza y un temblor en las piernas–. Las vacas son mías. Son cuatro.

–No –dijo ella sin levantar la cara por nada–. Mi padrino no iba a querer.

–También la leña.

–No.

–¿No?

–No creas, si ya me iba.

El brazo de Marciano Reyes le removió la tela de la espalda; ciñéndola a ella, echándola fuera del camino. Luego los dos empezaron a subir la loma, rojos de sol, respirando mucho y hablándose poco para no oírse las voces.

–No estaría bueno que nos vieran –dijo ella.

–Si subes atrás del chirimoyo, yo después voy –dijo él.

Ana Juárez quiso regresar y correr; pero la respiración del otro le empujaba los pasos desde abajo. Todavía la oía atrás al llegar al tronco del chirimoyo, donde se acurrucó, miedosa de aquellos pasos que estaba oyendo subir. El olor del hombre le vino en el aire y casi sin ruido apareció él.

Estuvieron un rato serenos, medio separados y con los ojos bajos, que nada más se veían los pies, no las caras. Él dijo:

–Ah, vaya –. Y viéndola, se quitó el sombrero y el cinturón.

Ana no pudo hablarle, sólo pegarse al tronco y encoger el cuerpo. Él se inclinó despacio. Ella se sujetó la enagua, resistiendo, aunque no mucho, porque Marciano le estaba hurgando algo abajo del corpiño, con su mano grande, exprimiéndole lo más que podía. Entonces le pasó una sombra al sol, una cosa que ella no logró ver con el cuerpo del otro caído encima del suyo.

Al final de todo, Marciano quedó tirado al pie del árbol. En cambio Ana Juárez rodó como piedra ligerita, bajando el cerro, arañándose a veces con el filo de las hierbas. Arriba ya había estrellas y los grillos de la tierra caliente y las luciérnagas empezaron a moverse ante sus ojos, grandes y brillantes.

Al llegar al camino amarillo sintió un hilo de sangre en su muslo, hasta la rodilla, y se hincó, un poco asustada mientras se metía puños de tierra abajo del vestido. Más tarde volvió a caminar atravesando la loma, viendo parpadear en el aire las luces del pueblo.

Nieves le dijo:

–Muchacha ésta.

Asomaba medio cuerpo fuera de la puerta, donde estaba como esperándola, sacudiéndose de paso las cáscaras de los chícharos que traía en la falda.

Nieves era su tía. Dentro, en el patio de tierra de la casa, halló a la abuela con el candil en una mano y la jícara de jabones en la otra. De la cocina salía la lengua de las mujeres o el golpe de los metales. La abuela se puso a reír.

–¡Vienes asustada…! ¡Corre, corre! Te vas a quitar el vestido. Primero te has de lavar el pelo –y le ayudó. Trajo la sábana y la ropa limpia. Ana Juárez se machacaba el pelo con el jabón.

Pasado el baño, la abuela llevó a la nieta a la pieza que olía a limpio con sus veinte sillas pegadas a la pared.

–Debía usted dejarme la luz. Aquí está oscuro.

Su abuela empezó de nuevo a reírse haciéndole muy poco caso, yéndose luego a la cocina para decirles a las mujeres que Ana Juárez vivía asustada. Ellas por eso se afanaron en sus palabras y risas, así, hasta oír el ruido de unos caballos. La abuela salió por ver la llegada del viejo Cuesca y de Lucio Juárez que estaban desensillando. Le entregaron a ella la caja cuadrada de los regalos y dos botellones de alcohol forrados de palma. Se guardaron otro.

Lucio dijo:

–¿Y la del baño?

La abuela miraba con respeto al hombre alto vestido de negro, Andrés Cuesca. Le miró también su cara morada a la luz del candil, llena de barros y de repliegues y tan seria, porque nadie le recordaba una risa.

–Entren. Ana está en una silla. Voy a llevar la luz.

Los dos entraron y se sentaron. Desde su silla Ana los estuvo oyendo hablar distintas cosas, de esto y lo otro. El padrino preparó un cigarro, amparando un momento el raspón del cerillo para poner su vista en la jovencita. Ella bajó la cara. El cerillo se deshizo; pero Andrés Cuesca la seguía viendo a través de la oscuridad con sus ojos chiquitos y puntiagudos.

–¿Te bañastes?

Absorbió el vaho enjabonado del cuarto en la chupada del cigarro.

La abuela trajo el quinqué grande. Le prendió la mecha, lo plantó en la mesa y se fue. Ellos procuraron el botellón y bebieron despacio durante mucho rato. El Cuesca se dirigió al padre de la novia.

–Lucio, estará bueno decir a la abuela que la prepare. Las viejas saben decir cosas a las muchachas.

Lucio Juárez dijo que: “Está bueno”. Y miró a su hija que mantenía la cabeza baja, el pelo suelto sobre la espalda.

–Ven.

Ana no se movió.

–Párate, digo.

Ella levantó la cabeza.

–Si quiere usted me voy –dijo.

Andrés Cuesca habló.

–Dale paz, Lucio, mañana andaremos juntos de marido y mujer.

–Tu padrino compró aquel vestido, tú verás que te lo traigan –aguardó un movimiento en ella–: costó dinero, hija.

–Mejor no, papá.

El padre estiró el brazo para tomar la sal del tepalcate. El padrino movía la cabeza.

–No se va a desdorar si lo miras, muchacha.

Ana Juárez parpadeó dos veces hundiéndose en la silla. Solamente dijo:

–Será mejor guardarlo.

–A lo mejor no lo quiere, Lucio.

–Sí lo quiere –dijo el padre–. Yo sé.

Ana Juárez dejó que Andrés Cuesca estuviera escupiendo al suelo. Después repitió que no quería el vestido.

–De todos modos no me voy a ir con usted, padrino, menos hoy.

El viejo se removió en el asiento avistándola por entre el humo de su cigarro.

–Yo te lo dije. Puede haber otro que se case con ésta.

–No hay. Yo sé.

–Sí hay –dijo Ana, sin alzar los ojos ni menear las manos; aunque bien sabía cómo ellas se dispusieron a verla y oírla, atentos a cuanto fue diciendo: “Yo estaba queriendo contar a usted, papá, pero Marciano Reyes ha de juntarse conmigo, con él sí puedo. Antes no, hoy sí. Eso que digo se lo estaba queriendo contar a usted”.

Calló para respirar. Ninguno de los tres cambiaba de postura. Ellos seguían oyendo.

–Hubiera sido bueno no contar nada. Pero se trata de lo que yo hice. No antes, pero hoy. Mi padrino así no ha de querer llevarme mañana. Ya Marciano Reyes me subió con él al chirimoyo, y después me bañaron.

Calló otra vez y la pieza se fue llenando de silencio, de modo que podía oírse la risa de las mujeres en la cocina y la voz de la abuela.

–Serán mentiras –dijo Lucio.

Ana dijo:

–No son.

En seguida pasó esto: que los dos hombres quedaron viéndose.

Andrés Cuesca habló:

–Yo lo siento mucho –explicó algo de un negocio y de que–: Ni modo ya de que el agua de mi caño pase por esas tierritas tuyas, ¿no? Ni se puede hablar de aquel asunto de las seis becerras del trato.

Lucio Juárez estuvo pensando sus palabras.

–Está bueno. De todos modos a mí me vendría bien que esa agua me pasara este año. Tú dirás si todavía se puede. Se buscará el modo.

Se estaban mirando sin pestañear. El viejo desvió sus ojitos puntiagudos hacia la mecha del quinqué. También él estaba pensando las palabras.

–Hay el modo, lo hay –y fumó despacio su cigarro–: con la condición de hacer justicia, Lucio Juárez.

Lucio estiró el brazo, pellizcó la sal y esperó su sabor mojándola en la boca.

–Está bueno, Cuesca. No se dirá que aquí no se hace.

El padrino empezó a reírse sirviéndose lo mejor que pudo del botellón.

–Que ésta se ponga el vestido. Al fin de ella es.

Los dos hombres se habían levantado. Después salieron y Ana creyó haberlos oído irse; pero Lucio Juárez regresó, ajustándose el machete en la cintura.

–Hija –le sonaba queda su voz, como afligida–. A lo mejor no nos tardamos. Mientras, oyes, tú te peinas; te pones el vestido de mañana. Nos esperas.

Ella quiso contestar, no.

–Yo soy quien manda, hija. La abuela te ha de ayudar. Nos esperas.

Dio la vuelta nomás y se fue. Después del ruido de los animales en la calle, la abuela vino.

–Muchacha, te voy a vestir.

Ana dijo:

–¿Dónde fueron, ellos, dónde fueron?

–Son hombres. Una no sabe. Mañana estarás casada y el Cuesca quiere que te ponga el traje. Ven, te digo.

A las dos de la mañana Ana Juárez estaba otra vez en la silla, esperando, muy engalanada con su chalina en los hombros y la falda de gasa flotándole alrededor, sobre los pies, que se le veían más chicos por los zapatitos de raso bordado con chaquira.

Las mujeres se habían ido y en la casa no cabía ningún ruido, si no era el chisporroteo de los grillos entrando del patio. Así corrió el tiempo. La luz del quinqué parpadeaba a veces dentro de la bombilla.

Ana Juárez los oyó mucho antes, a ellos, calculando la distancia en el golpe de los cascos, más cercano cada uno y que sacudía el ladrido de los perros. En la tierra del patio, al cabo, adivinó los pasos de su padre. El cuerpo de éste se asomó en la media puerta.

–Sal –dijo.

Ana Juárez obedeció sin responder; sólo se recogió la enagua y se cruzó la chalina. Lucio se hizo a un lado y ella pasó adelante con la cara inclinada.

Afuera esperaba Andrés Cuesca, vestido de negro sobre su caballo negro, que parecían una sola cosa.

Lucio Juárez acercó la yegua.

–Trépate, hija. Yo voy en ancas.

Ana levantó a él los ojos, como queriendo dudar.

–Está bueno, papá Lucio. Y mejor si usted me dice dónde vamos tan noche.

Él dijo:

–Ándale. Cosa mala no te ha de pasar.

Empezaron a subir despacio la calle, portándose de modo de aliviar los caballos, que a causa del otro viaje, venían sudando y resollando. Andrés Cuesca iba un poco atrás, sin perder la distancia ni su postura garbosa.

Cuando acabó el pueblo, el ruido de los cascos se hizo blando en la tierra fresca. Podía oírse la respiración de todos, menos la de Ana Juárez.

Pasado el cerro verde vadearon el caño, tan manso, que las estrellas y las luciérnagas andaban en él revueltas. Después otra vez la tierra y el principio del camino amarillo.

–Sería mejor bajarnos –dijo Andrés Cuesca.

Detuvieron los caballos y se echaron abajo.

–Dame la mano, hija. Vamos a caminar.

Ella obedeció, pero queriendo saber.

–Usted debiera decirme dónde vamos.

–¿Tú dices que fue Marciano Reyes?

–Sí, lo dije. Él dijo que podíamos casarnos, si usted lo arreglaba.

–Bueno, él ya no va a poder, supón.

La muchacha sintió el mal en sus palabras y se detuvo.

–Quiero regresar.

Andrés Cuesca le estrujó el brazo.

–Es mucho hablar, Lucio. Agárrate del otro lado.

–Suélteme usted, papá.

De ese lugar al claro de la milpa, donde se detuvieron, faltó poco. La voz de Cuesca se inclinó hacia el suelo.

–Estaría bueno aquí.

Ana lo oyó. Sabía que le harían algo; pero no supo qué, o cómo, hasta oír el machete del padrino sacándole punta a una rama dura. La aseguró en la tierra dejando al aire la punta larga.

Ana se volvió a su padre:

–Papá, no lo ayude a eso.

Se desprendió de su brazo y corrió un poco. Entre los dos la arrastraron de nuevo junto a la estaca. Lucio le levantó la enagua.

–Perdóneme usted, papá.

–Hijita, hijita, tu verás si ésta es justicia.

Ella estaba suplicando cosas cuando los otros se inclinaron absortos.

–A lo mejor no le llega.

–Sí le llega –dijo Andrés Cuesca–. Le dejé afuera tres cuartas.

Todo entre jadeos. Ana Juárez se revolvía con fuerza, y más y más. Andrés pudo levantarla, mandando librar a Lucio el ruedo del vestido.

–Debe estar bien, donde debe ser.

–Está. Tiéntala.

Entonces la encajaron. Andrés Cuesca se le apoyó en los hombros y la fue bajando despacio, oyendo cómo se iba rajando por dentro; oyendo sus gritos, pues al principio ella gritó mucho, después no. Se fue apaciguando, quedando al fin quieta y apoyada en la tierra, no enteramente, sino en cuclillas.

El viejo encendió un cigarro y quedaron los dos mucho rato parados frente a ella. Luego Andrés Cuesca le acomodó la cara y le compuso la chalina sobre la cabeza. Le cruzó las manitas y le esparció en torno la gasa del vestido.

–Es mejor irnos –dijo Lucio.

Entonces se fueron.

–Le dejé mi cigarro –dijo el viejo.

Pero Lucio no llegó a oír sus palabras. Los primeros cuetes de la fiesta del Santo corrieron en el aire y más tarde fue el golpe de los caballos en lo oscuro del llano.

Por eso Feliciano se confundió con los otros que estaban allí mirándola. Y nadie podía creerlo. Abajo del sol estaba sentada Ana Juárez, con su carita de lado y su vestido de gasa bien acomodado alrededor; las manitas cruzadas, sonriendo su boca como en los retratos de óvalo y el cigarrito apagado en el extremo de los labios. Las mujeres se hincaron. Los hombres permanecían serios, sin hacer otra cosa que aguantar la respiración para no hacer ruido. La campana del Santo empezó a tocar. A pesar de que ellos oían nada más el silencio.

 

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