Fredric Brown
Ella estaba asustada, terriblemente asustada, desde que su padre la concediera
en matrimonio al extraño hombre de la barba de color encendido.
¡Había algo tan siniestro en él, en su gran fuerza,
en sus ojos aguileños, en el modo como la miraba…! Además corría el rumor –sólo
un rumor, por supuesto– de que tuvo otras esposas y que nadie sabía lo que les había
ocurrido. Y también el extraño asunto del cuarto al que le prohibió entrar y ni
siquiera sólo asomarse al interior.
Hasta hoy lo había obedecido, especialmente después
de intentar abrir la habitación y encontrarla cerrada con llave.
Pero ahora está de pie enfrente de la puerta, con la
llave, o con lo que creía era la llave, en su mano. Era una llave que había encontrado,
apenas una hora antes, en el escritorio de su esposo; sin duda se deslizó de uno
de sus bolsillos, y parecía del tamaño justo para el agujero de la cerradura de
la puerta del cuarto prohibido.
Ella probó y resultó la llave adecuada; la puerta se
abrió. Al otro lado, sin embargo, no estaba lo que temía hallar. Pero en cambió
encontró algo más sorprendente: un equipo electrónico tremendamente complicado.
–Bien, querida –resonó una sardónica voz a sus espaldas–,
¿sabes qué es eso?
Ella se dio media vuelta para enfrentarse a su esposo.
–Bueno… creo que… parece un…
–Exacto, querida, es una radio. Pero una radio extremadamente
poderosa, que puede transmitir y recibir a distancias interplanetarias. Con ella,
puedo establecer comunicación con el planeta Venus. Como verás, querida, yo soy
venusino.
–Pero no entien…
–No necesitas entenderlo; de todos modos, me explicaré.
Soy un espía venusino, la vanguardia de una próxima invasión a la Tierra. ¿Qué creíste?
¿Que como mi barba es azul encontrarías un cuarto lleno de mis anteriores esposas
asesinadas? Sé que padeces daltonismo, pero seguramente tu padre te dijo que mi
barba es roja.
–Por supuesto, pero…
–Pero tu padre está también en un error. Él la vio roja,
ya que cada vez que salgo tiño mi barba y cabellos de rojo, con una tintura fácilmente
lavable. En casa, sin embargo, prefiero conservarla con su color natural, que es
verde. Por esa razón escogí una esposa daltónica, ya que así no se percataría de
la diferencia.
“Por esa razón siempre he elegido a mis esposas, daltónicas
–suspiró pesadamente–. Por desdicha, además del color de la barba, tarde o temprano
cada una de ellas ha pecado de curiosidad excesiva, como tú. Pero no las conservo
en esta habitación, todas están enterradas en el sótano.
Su mano, terriblemente fuerte, se cerró en el brazo
de ella.
–Ven, querida, y te mostraré sus tumbas.
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