Carlos Fuentes
A
Cecilia, Rodrigo y Gonzalo,
los
niños monstruólogos de Sarriá.
Duérmase
mi niña,
que
ahí viene el coyote;
a cogerla viene
con un gran garrote…
CANCIÓN
INFANTIL MEXICANA
I
“No
le molestaría, Navarro, si Dávila y Uriarte estuviesen a la mano. No diría que son
sus inferiores –mejor dicho, sus subalternos– pero sí afirmaría que usted es primus
inter pares, o en términos angloparlantes, senior partner, socio superior
o preferente en esta firma, y si le hago este encargo es, sobre todo, por la importancia
que atribuyo al asunto…”
Cuando, semanas más tarde, la horrible aventura terminó,
recordé que en el primer momento atribuí al puro azar que Dávila anduviese de viaje
lunamielero en Europa y Uriarte metido en un embargo judicial cualquiera. Lo cierto
es que yo no iba a marcharme en viaje de bodas, ni hubiese aceptado los trabajos,
dignos de un pasante de derecho, que nuestro jefe le encomendaba al afanoso Uriarte.
Respeté –y agradecí el significativo aparte de su confianza–
la decisión de mi anciano patrón. Siempre fue un hombre de decisiones irrebatibles.
No acostumbraba consultar. Ordenaba, aunque tenía la delicadeza de escuchar atentamente
las razones de sus colaboradores. Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, cómo iba
yo a ignorar que su fortuna –tan reciente en términos relativos, pero tan larga
como sus ochenta y nueve años y tan ligada a la historia de un siglo enterrado ya–
se debía a la obsecuencia política (o a la flexibilidad moral) con las que había
servido –ascendiendo en el servicio– a los gobiernos de su largo tiempo mexicano.
Era, en otras palabras, un “influyente”.
Admito que nunca lo vi en actitud servil ante nadie,
aunque pude adivinar las concesiones inevitables que su altiva mirada y su ya encorvada
espina debieron hacer ante funcionarios que no existían más allá de los consabidos
sexenios presidenciales. Él sabía perfectamente que el poder político es perecedero;
ellos no. Se ufanaban cada seis años, al ser nombrados ministros, antes de ser olvidados
por el resto de sus vidas. Lo admirable del señor licenciado don Eloy Zurinaga es
que durante sesenta años supo deslizarse de un periodo presidencial al otro, quedando
siempre “bien parado”. Su estrategia era muy sencilla. Jamás hubo de romper con
nadie del pasado porque a ninguno le dejó entrever un porvenir insignificante para
su pasajera grandeza política. La sonrisa irónica de Eloy Zurinaga nunca fue bien
entendida más allá de una superficial cortesía y un inexistente aplauso.
Por mi parte, pronto aprendí que
si no le incumbía mostrar nuevas fidelidades, es porque jamás demostró perdurables
afectos. Es decir, sus relaciones oficiales eran las de un profesionista probo y
eficaz. Si la probidad era sólo aparente y la eficacia sustantiva –y ambas fachada
para sobrevivir en el pantano de la corrupción política y judicial– es cuestión
de conjetura. Creo que el licenciado Zurinaga nunca se querelló con un funcionario
público porque jamás quiso a ninguno. Esto él no necesitaba decirlo. Su vida, su
carrera, incluso su dignidad, lo confirmaban…
El licenciado Zurinaga, mi jefe, había dejado, desde
hace un año, de salir de su casa. Nadie en el bufete se atrevió a imaginar que la
ausencia física del personaje autorizaba lasitudes, bromas, impuntualidades. Todo
lo contrario. Ausente, Zurinaga se hacía más presente que nunca.
Es como si hubiera amenazado: –Cuidadito. En cualquier
momento me aparezco y los sorprendo. Atentos.
Más de una vez anunció por teléfono que regresaría a
la oficina, y aunque nunca lo hizo, un sagrado terror puso a todo el personal en
alerta y orden permanentes. Incluso, una mañana entró y media hora más tarde salió
de la oficina una figura idéntica al jefe. Supimos que no era él porque durante
esa media hora telefoneó un par de veces para dar sus instrucciones. Habló de manera
decisiva, casi dictatorial, sin admitir respuesta o comentario, y colgó con rapidez.
La voz se corrió pero cuando la figura salió vista de espaldas era idéntica a la
del ausente abogado: alto, encorvado, con un viejo abrigo de polo de solapas levantadas
hasta las orejas y un sombrero de fieltro marrón con ancha banda negra, totalmente
pasado de moda, del cual irrumpían, como alas de pájaro, dos blancos mechones volátiles.
El andar, la tos, la ropa, eran las suyas, pero este
visitante que con tanta naturalidad, sin que nadie se opusiera, entró al sancta
sanctorum del despacho, no era Eloy Zurinaga. La broma –de serlo– no fue tomada
a risa. Todo lo opuesto. La aparición de este doble, sosias o espectro –vaya usted
a saber– sólo inspiró terror y desapaciguamiento…
Por todo lo dicho, mis encuentros de trabajo con el
licenciado Eloy Zurinaga tienen lugar en su residencia. Es una de las últimas mansiones
llamadas porfirianas, en referencia a los treinta años de dictadura del general
Porfirio Díaz entre 1884 y 1910 –nuestra belle époque fantasiosa– que quedan
de pie en la colonia Roma de la Ciudad de México. A nadie se le ha ocurrido arrasar
con ella, como han arrasado con el barrio entero, para construir oficinas, comercios
o condominios. Basta entrar al caserón de dos pisos más una corona de mansardas
francesas y un sótano inexplicado, para entender que el arraigo del abogado en su
casa no es asunto de voluntad, sino de gravedad. Zurinaga ha acumulado allí tantos
papeles, libros, expedientes, muebles, bibelots, vajillas, cuadros, tapetes, tapices,
biombos, pero sobre todo recuerdos, que cambiar de sitio sería, para él, cambiar
de vida y aceptar una muerte apenas aplazada.
Derrumbar la casa sería derrumbar su existencia entera…
Su oscuro origen (o su gélida razón sin concesiones
sentimentales) excluía de la casona de piedra gris, separada de la calle por un
brevísimo jardín desgarbado que conducía a una escalinata igualmente corta, toda
referencia de tipo familiar. En vano se buscarían fotografías de mujeres, padres,
hijos, amigos. En cambio, abundaban los artículos de decoración fuera de moda que
le daban a la casa un aire de almacén de anticuario. Floreros de Sévres, figurines
de Dresden, desnudos de bronce y bustos de mármol, sillas raquíticas de respaldos
dorados, mesitas del estilo Biedermayer, una que otra intrusión de lámparas art
nouveau, pesados sillones de cuero bruñido… Una casa, en otras palabras, sin un
detalle de gusto femenino.
En las paredes forradas de terciopelo rojo se encontraban,
en cambio, tesoros artísticos que, vistos de cerca, dejaban apreciar un común sello
macabro. Grabados angustiosos del mexicano Julio Ruelas: cabezas taladradas por
insectos monstruosos. Cuadros fantasmagóricos del suizo Henry Füssli, especialista
en descripción de pesadillas, distorsiones y el matrimonio del sexo y el horror,
la mujer y el miedo…
–Imagínese –me sonreía el abogado Zurinaga–. Füssli
era un clérigo que se enemistó con un juez que lo expulsó del sacerdocio y lo lanzó
al arte…
Zurinaga juntó los dedos bajo el mentón.
–A veces, a mí me hubiese gustado ser un juez que se
expulsa a sí mismo de la judicatura y es condenado al arte… –Suspiró–. Demasiado
tarde. Para mí la vida se ha convertido en un largo desfile de cadáveres… Sólo me
consuela contar a los que aún no se van, a los que se hacen viejos conmigo…
Hundido en el sillón de cuero gastado por los años y
el uso, Zurinaga acarició los brazos del mueble como otros hombres acarician los
de una mujer. En esos dedos largos y blancos, había un placer más perdurable, como
si el abogado dijese: –La carne perece, el mueble permanece. Escoja usted entre
una piel y otra…
El patrón estaba sentado cerca de una chimenea encendida
de día y de noche, aunque hiciese calor, como si el frío fuese un estado de ánimo,
algo inmerso en el alma de Zurinaga como su temperatura espiritual.
Tenía un rostro blanco en el que se observaba la red
de venas azules, dándole un aspecto transparente pero saludable a pesar de la minuciosa
telaraña de arrugas que le circulaban entre el cráneo despoblado y el mentón bien
rasurado, formando pequeños remolinos de carne vieja alrededor de los labios y gruesas
cortinas en la mirada, a pesar de todo, honda y alerta –más aún, quizás, porque
la piel vencida le hundía en el cráneo los ojos muy negros.
–¿Le gusta mi casa, licenciado?
–Por supuesto, don Eloy.
–A dreary mansion, large beyond all peed… repitió
con ensoñación insólita el anciano abogado, rara avis de su especie, pensé
al oírlo, un abogado mexicano que citaba poesía inglesa… El viejo volvió a sonreír.
–Ya ve usted, mi querido Yves Navarro. La ventaja de
vivir mucho es que se aprende más de lo que la situación autoriza.
–¿La situación? –pregunté de buena fe, sin comprender
lo que quería decirme Zurinaga.
–Claro –unió los largos dedos pálidos–. Usted desciende
de una gran familia, yo asciendo de una desconocida tribu. Usted ha olvidado lo
que sabían sus antepasados. Yo he decidido aprender lo que ignoraban los míos.
Alargó la mano y acarició el cuero gastado y por eso
bello del cómodo sillón. Yo reí.
–No lo crea. El hecho de ser hacendados ricos en el
siglo XIX no aseguraba una mente cultivada. ¡Todo lo contrario! Una hacienda pulguera
en Querétaro no propiciaba la ilustración de sus dueños, esté seguro.
Las luces de los troncos ardientes jugaban sobre nuestras
caras como resolanas turbias.
–A mis antepasados no les interesaba saber –rematé–.
Sólo querían tener.
–¿Se ha preguntado, licenciado Navarro, por qué duran
tan poco las llamadas “clases altas” en México?
–Es un signo de salud, don Eloy. Quiere decir que hay
movilidad social, desplazamientos, ascensos. Permeabilidad. Los que lo perdimos
todo –y teníamos mucho– en la Revolución, no sólo nos conformamos. Aplaudimos el
hecho.
Eloy Zurinaga apoyó el mentón sobre sus manos unidas
y me observó con inteligencia.
–Es que todos somos coloniales en América. Los únicos
aristócratas antiguos son los indios. Los europeos, conquistadores, colonizadores,
eran gente menuda, plebe, expresidiarios… Las líneas de sangre del Viejo Mundo,
en cambio, se prolongan porque no sólo datan de hace siglos, sino porque no dependen,
como nosotros, de migraciones. Piense en Alemania. Ningún Hohenstauffen ha debido
cruzar el Atlántico para hacer fortuna. Piense en los Balcanes, en la Europa Central…
Los Arpad húngaros datan de 886, ¡por San Esteban! El gran zupán Vladimir unió a
las tribus serbias desde el noveno siglo y la dinastía de los Numanya gobernó desde
1196 del país de Zeta a la región de Macedonia. Ninguno necesitó hacer la América…
Toda conversación con don Eloy Zurinaga era interesante.
La experiencia me decía también que el abogado nunca hablaba sin ninguna intención
ulterior, clara, mediatizada por toda suerte de referencias. Ya lo dije: con nadie
es abrupto, ni con los inferiores ni con los superiores, aunque, siendo tan superior
él mismo, Zurinaga no admite a nadie por encima de él. Y a los que están por debajo,
ya lo dije también, les presta atención cortés.
No me sorprendió que, después de este amable preámbulo,
mi jefe fuese al grano.
–Navarro, quiero hacerle un encargo muy especial.
Accedí con un movimiento de la cabeza.
–Hablábamos de la Europa Central, de los Balcanes.
Repetí el movimiento.
–Un viejo amigo mío, desplazado por las guerras y revoluciones,
ha perdido sus propiedades en la frontera húngaro-rumana. Eran tierras extensas,
dotadas de alcázares en ruinas. Lo cierto (dijo Zurinaga con cierta tristeza) es
que la guerra sólo exterminó lo que ya estaba muerto…
Ahora lo miré inquisitivamente.
–Sí, usted sabe que no es lo mismo ser dueño de la propia
muerte que ser víctima de una fuerza ajena… Digamos que mi buen amigo era el amo
de su propia decadencia nobiliaria y que ahora, entre fascistas y comunistas, lo
han despojado de sus tierras, de sus castillos, de sus…
Por primera vez en nuestra relación sentí que don Eloy
Zurinaga titubeaba. Incluso noté un nervio de emoción en su sien.
–Perdone, Navarro. Son los recuerdos de un viejo. Mi
amigo y yo somos de la misma edad. Imagínese, estudiamos juntos en la Sorbona cuando
el derecho, así como las buenas costumbres, se aprendían en francés. Antes de que
la lengua inglesa lo corrompiese todo –concluyó con un timbre amargo.
Miró al fuego de la chimenea como para templar su propia
mirada y prosiguió con la voz de siempre, una voz de río arrastrando piedras.
–El caso es que mi viejo amigo ha decidido instalarse
en México. Ya ve usted con qué facilidad caen las generalizaciones. La casa señorial
de mi amigo data de la Edad Media y sin embargo, aquí lo tiene, buscando techo en
la Ciudad de México.
–¿En qué puedo servirle, don Eloy? –me apresuré a decirle.
El viejo observó sus manos trémulas acercadas al fuego.
Lanzó una carcajada.
–Mire lo que son las cosas. Normalmente, estos asuntos
los atiende Dávila quien, como sabemos, cumple en este momento deberes más placenteros.
Y Uriarte, francamente, ne sy connaít pas trop… Bueno, el hecho es
que le voy a encargar a usted que le encuentre techo a mi transhumante amigo…
–Con gusto, pero yo…
–Nada, nada, no sólo es un favor lo que le pido. También
tomo en cuenta que usted es de madre francesa, habla la lengua y conoce la cultura
del Hexágono. Ni mandado hacer para entenderse con mi amigo.
Hizo una pausa y me miró cordialmente.
–Imagínese, fuimos estudiantes juntos en la Sorbona.
Es decir, somos de la misma edad. Él viene de una vieja familia centroeuropea. Fueron
grandes propietarios en los Balcanes, entre el Danubio y Bistriza, antes de la devastación
de las grandes guerras…
Por primera vez, con una mirada de cierta ensoñación,
Zurinaga se repetía. Acababa de decirme lo mismo. Hube de pasar el hecho por alto.
Signo inequívoco de vejez. Admisible. Perdonable.
–Siempre he seguido sus instrucciones, señor licenciado
–me apresuré a decir.
Ahora él me acarició la mano. La suya, a pesar del fuego,
estaba helada.
–No, no es una orden –sonrió–. Es una feliz coincidencia.
¿Cómo está Asunción?
Zurinaga, una vez más, me desconcertaba. ¿Cómo estaba
mi esposa?
–Bien, señor.
–Qué feliz coincidencia –repitió el viejo–. Usted es
abogado en mi bufete. Ella tiene una agencia de bienes raíces. Albricias, como se
decía antes. Entre los dos, el problema habitacional de mi amigo está resuelto.
II
Asunción
y yo siempre desayunamos juntos. Ella lleva a la escuela a nuestra pequeña de diez
años, Magdalena, y regresa cuando yo he terminado de ducharme, afeitarme y vestirme.
A sabiendas de que no nos veremos hasta la hora de la cena, anticipamos y prolongamos
nuestros desayunos. Candelaria, nuestra cocinera, ha estado desde siempre con nosotros
y antes, con la familia de mi mujer. El padre de Asunción, un probo notario. Su
madre, una mujer sin imaginación. En cambio, a Candelaria la criada la imaginación
le sobra. No hay en el mundo desayunos superiores a los de México y Candelaria no
hace sino confirmar, cada mañana, esta verdad con una mesa colmada de mangos, zapotes,
papayas y mameyes, preparando el paladar para la suculenta fiesta de chilaquiles
en salsa verde, huevos rancheros, tamales costeños envueltos en hojas de plátano
y café hirviente, acompañado de la variedad de panecillos dulces primorosamente
bautizados conchas, alamares, polvorones y campechanas…
Un desayuno, como debe ser, de una hora de duración.
Es decir, un lujo en el mundo actual. Es, para mí, el cimiento del día. Un momento
de miradas amorosas que contienen el recuerdo no dicho del amor nocturno y que rebasan
aunque incluyen el placer culinario mediante la memoria de Asunción desnuda, entregada,
irradiando su propia luz gracias a la intensidad de mi amor. Asunción exacta y bella
en toda su forma, dócil al tacto, ardiente mirada, sí, hielo abrasador…
Asunción es mi imagen contraria. Su melena larga, lacia
y oscura. Mi pelo corto, ensortijado y castaño. Su piel blanca y redondamente suave,
la mía canela y esbelta. Sus ojos muy negros, los míos verdigrises. A sus treinta
años, Asunción mantiene el lustre oscuro y juvenil de su cabellera. A mis cuarenta,
las canas son ya avanzadas del tiempo. Nuestra hija, Magdalena, se parece más a
mí que a su madre. Diríase una regla de las descendencias, hijos como la madre,
niñas como el padre… La cabellera rizada y rebelde de la niña irritaba a mi suegra,
pues decía que los pelos “chinos” delatan raza negra, mirándome (como siempre) con
sospecha. La buena señora quería plancharle la cabellera a su nieta. Murió apopléjica,
aunque su mal pudo confundirse con un estado de coma profundo y los doctores dudaron
antes de certificar la defunción. Su marido mi suegro los escuchó con alarma no
disimulada y lanzó un gran suspiro de alivio al saberla, de veras, muerta. Pero
no duró mucho sin ella. Como si se vengara desde el otro mundo, doña Rosalba de
la Llave condenó a su marido el notario don Ricardo a vivir, de allí en adelante,
confuso, sin saber dónde encontrar el pijama, la pasta de dientes, qué hora era
o, lo que es peor, dónde había dejado la cartera y dónde el portafolios. Creo que
murió de confusión.
Magdalena nuestra hija ha crecido, pues, con su natural
pelo rizado, sus ojos verdigrises pero curiosamente rasgados de plata, su tez color
de luna, mezcla de los cutis de padre y madre y, a los diez años de edad, dueña
de una deliciosa forma infantil aún, ni regordeta ni delgada: llenita, abrazable,
deliciosa… Su madre no le permite usar pantalones, insiste en faldas escocesas y
cardigan azul sobre blusa blanca, como las niñas bien educadas de la Escuela Francesa,
las jeunes filies o “yeguas finas” de la clase alta mexicana… Tobilleras
blancas y zapatos de charol.
Todo ello le da a Magdalena un aire no precisamente
de muñeca, pero sí de niña antigua, de otra época. Veo a sus compañeritas vestidas
de sudadera y pantalón de mezclilla y me pregunto si Asunción no pone demasiado
a prueba la adaptabilidad de nuestra hija en el mundo moderno. (También en este
punto tuvimos dificultades, esta vez con mi madre. Francesa, insistía en ponerle
“Madeleine” a la niña pero Asunción se impuso, la abuela podía llamarla como quisiera,
Madeleine y hasta el horrible Madó, pero en casa sería Magdalena y cuando mucho,
Magda). El hecho es que la propia Asunción guarda la llama sagrada de las tradiciones,
acepta con dificultad las modas modernas y se viste, ella misma, como quisiera que
lo hiciese nuestra hija al crecer. Traje sastre negro, medias oscuras, zapatos de
medio tacón.
Esta, diríase, es nuestra vida cotidiana. No digo que
sea nuestra vida normal, porque no puede serlo la de un matrimonio que ha perdido
a un hijo. Didier, nuestro muchachito de doce años, murió hace ya cuatro en un momento
de fatalidad irreparable. Desde chiquillo había sido buen nadador, valiente y aventurado.
Como tenía talento para todos los quehaceres mecánicos y prácticos, desde andar
en bicicleta hasta hacer montañismo y ansiar una motocicleta propia, creyó que el
mar también estaba a sus órdenes, dio un grito de alegría una tarde en la playa
de Pie de la Cuesta en Acapulco y entró corriendo al mar de olas gigantescas y resacas
temibles.
No lo volvimos a ver. El mar no lo devolvió nunca. Su
ausencia es por ello doble. No poseemos, Asunción y yo, el recuerdo, por terrible
que sea, de un cadáver. Didier se disolvió en el océano y no puedo escuchar el estallido
de una gran ola sin pensar que una parte de mi hijo, convertido en sal y espuma,
regresa a nosotros, circulando sin cesar como un navegante fantasma, de océano en
océano… Tratamos de fijar su recuerdo en las fotos de la infancia y sobre todo en
las imágenes finales de su corta vida. Era como su madre, en niño. Blanco, de grandes
ojos negros y pelo lacio, grueso, con una caída natural sobre la nuca y un corte
hermoso sobre la amplia frente. Pero es difícil encontrar un retrato en el que sonría.
“Se ve uno zonzo”, decía cuando le pedían que dijera cheese, manteniendo
una dignidad extraña para uno tan muchachillo como él. Aunque igualmente serias
eran sus actividades deportivas, como si en ellas le fuera la vida. Y le fue. Se
le fue. Se nos fue.
Ni Asunción ni yo somos particularmente religiosos.
Mi familia materna de hugonotes franceses nunca se plegó a las prácticas católicas
pero a Asunción la he sorprendido, más de una vez, hablándole a una foto de Didier,
o murmurando, a solas, palabras de añoranza y amor por nuestro hijo. Es cierto que
yo lo hago, pero en silencio.
Hemos querido olvidar la contienda doméstica que nos
enfrentó al desaparecer Didier. Ella quería dragar el fondo del mar, explorar toda
la costa, escarbar en la arena y perforar la roca; agotar el océano hasta recuperar
el cadáver del niño. Yo pedí serenidad, resignación y ofendí a mi mujer cuando le
dije: –No lo quiero volver a ver. Quiero recordarlo como era…
No olvido la mirada de resentimiento que me dirigió.
No volvimos a hablar del asunto.
Esa ausencia que es una presencia. Ese silencio que
clama a voces. Ese retrato para siempre fijado en la niñez…
III
O
sea, desayunamos juntos vestidos ya para salir a la calle y al trabajo. Si doy estos
detalles de nuestra apariencia formal, es sólo para resaltarla con el contraste
de nuestra pasión nocturna. Entonces, Asunción es una salamandra en el lecho, fría
sólo para incendiar, ardiente sólo para helar, fugaz como el azogue y concentrada
como una perla, entregada, misteriosa, sorprendente, coqueta, imaginada e imaginaria…
Hace, no habla. Amanece, desayunamos y reasumimos nuestros papeles profesionales,
con el recuerdo de una noche apasionada, con el deseo de la noche por venir. Con
la alegría de tener a Magdalena y el dolor de haber perdido a Didier.
Le expliqué a Asunción la solicitud de licenciado Zurinaga
y ambos celebramos a medias un hecho que nos arrojaba, profesionalmente, juntos…
–El amigo de Zurinaga quiere una casa aislada, con espacio
circundante, fácil de defender contra intrusos y, óyeme nada más, con una barranca
detrás…
–Nada más fácil –sonrió Asunción–. No sé por qué pones
cara de preocupación. Me estás describiendo cualquier número de casas en Bosques
de las Lomas.
–Espera –interpuse–. Nuestro cliente pide que desde
antes de que tome la casa, se clausuren todas las ventanas.
Me dio gusto sorprenderla. –¿Se clausuren?
–Sí. Tapiarlas o como se llame.
–¿Va a vivir a oscuras?
–Parece que sólo tolera la luz artificial. Un problema
de los ojos.
–Será albino.
–No, creo que eso se llama fotofobia. Además, requiere
que se cave un túnel entre su casa y la barranca.
–¿Un túnel? Excéntrico, nuestro cliente…
–Que pueda comunicarse sin salir a la calle de su casa
a la barranca.
–Excéntrico, te digo. ¿Lo conoces?
–No, aún no llega. Espera a que la casa esté lista para
habitar. Tú encuentra la casa, yo preparo los contratos, Zurinaga paga las obras
y pone los muebles.
–¿Son muy amigos?
–Así parece. Aunque don Eloy hizo por primera vez en
su vida algo distinto al despedirse de mí.
–¿Qué cosa?
–Se despidió sin mirarme.
–¿Cómo?
–Con la mirada baja.
–Exageras, mi amor. ¿Va a vivir solo el cliente?
–No. Tiene un sirviente y una hija.
–¿De qué edad?
–El criado no sé –sonreí–. La niña tiene diez años,
me dijo don Eloy.
–Qué bien. Puede que haga migas con nuestra Magdalena.
–Ya veremos. Fíjate, nuestro cliente tiene la misma
edad que don Eloy, o sea casi noventa años, y una hijita de diez.
–Puede que sea adoptada.
–O el viejo tomará Viagra –traté de bromear.
–No te preocupes –dijo mi mujer con su tono más profesional–.
Hablaré con Alcayaga, el ingeniero, para lo del túnel. Es el papá de Chepina, la
amiguita de nuestra Magdalena, ¿recuerdas?
Luego salimos cada cual a su trabajo, Asunción a su
oficina de bienes raíces en Polanco, yo al antiquísimo despacho que Zurinaga siempre
había ocupado y ocuparía en la Avenida del Cinco de Mayo en el Centro Histórico
de nuestra aún más antigua ciudad hispano-azteca. Asunción recogería a Magdalena
en la escuela a las cinco. Su horario libérrimo se lo permitía. Yo estaría de vuelta
hacia las siete. Asunción comía sola en su despacho, café y un sándwich, jamás con
clientes que podrían comportarse con familiaridad. Yo, en cambio, me daba el lujo
nacional mexicano de una larga comida de dos o tres horas con los amigos en el Danubio
de República del Uruguay si me quedaba en el centro, o en algún sitio de la Zona
Rosa, el Bellinghausen de preferencia. A las ocho, puntualmente, acostaríamos a
la niña, la escucharíamos, le contaríamos cuentos y sólo entonces, Asunción de mi
alma, la noche era nuestra, con todas sus dudas y sus deudas…
IV
Los
pasos fueron dados puntualmente. Asunción encontró la casa adecuada en el escarpado
barrio de Lomas Altas. Yo preparé los contratos del caso y se los entregué a don
Eloy. Zurinaga, contra su costumbre, se encargó personalmente de ordenar el mobiliario
de la casa en un estilo discretamente opuesto a sus propios, anticuados gustos.
Limpia de excrecencias victorianas o neobarrocas, muy Roche-Bobois, toda ángulos
rectos y horizontes despejados, la mansión de las Lomas parecía un monasterio moderno.
Grandes espacios blancos –pisos, paredes, techos– y cómodos muebles negros, de cuero,
esbeltos. Mesas de metal opaco, plomizas. Ningún cuadro, ningún retrato, ningún
espejo. Una casa construida para la luz, de acuerdo con dictados escandinavos, donde
se requiere mucha apertura para poca luz, pero contraria a la realidad solar de
México. Con razón un gran arquitecto como Ricardo Legorreta busca la sombra protectora
y la luz interna del color. Pero divago en vano: el cliente de mi patrón había exiliado
la luz de este palacio de cristal, se había amurallado como en sus míticos castillos
centroeuropeos mencionados por don Eloy.
De suerte que el día que Zurinaga mandó tapiar las ventanas,
un sombrío velo cayó sobre la casa y la desnudez de decorados apareció, entonces,
como un necesario despojo para caminar sin tropiezos en la oscuridad. Como para
compensar tanta sencillez, un detalle extraño llamó mi atención: el gran número
de coladeras a lo largo y ancho de la planta baja, como si nuestro cliente esperase
una inundación cualquier día.
Se cavó el túnel entre la parte posterior de la casa
y la barranca abrupta, desnuda también y talada, por orden del inquilino, de sus
antiguos sauces y ahuehuetes.
–¿A nombre de quién hago los contratos, señor licenciado?
–A mi nombre, como apoderado.
–Hace falta la carta-poder.
–Prepárela, Navarro.
–¿Quién es el derechohabiente?
Eloy Zurinaga, tan directo pero tan frío, tan cortés
pero tan distante, titubeó por segunda vez en mi conocimiento de él. Se dio cuenta
de que bajaba, de manera involuntaria, la cabeza, se compuso, tosió, tomó con fuerza
el brazo del sillón y dijo con voz controlada:
–Vladimir Radu. Conde Vladimir Radu.
–Vlad, para los amigos –me dijo sonriendo nuestro inquilino
cuando, instalado ya en la casa de las Lomas, me dio por primera vez cita una noche,
un mes más tarde.
–Excuse mis horarios excéntricos –prosiguió, extendiendo
cortésmente una mano, invitándome a tomar asiento en un sofá de cuero negro–. Durante
la guerra se ve uno obligado a vivir de noche y pretender que nada sucede en la
morada propia, monsieur Navarro. Que está deshabitada. Que todos han huido. ¡No
hay que llamar la atención! –Hizo una pausa reflexiva–. Entiendo que habla usted
francés, monsieur Navarro.
–Sí, mi madre era parisina.
–Excelente. Nos entenderemos mejor.
–Pero como usted mismo dice, no hay que llamar la atención…
–Tiene razón. Puede llamarme “señor” si desea.
–El monsieur nos distrae e irrita a los mexicanos.
–Ya veo, como dice usted.
¿Qué veía? El conde Vlad aparecía vestido, más que como
un aristócrata, como un bohemio, un actor, un artista. Todo de negro, sweater o
pullover o jersey (no tenemos palabra castellana para esta prenda universal) de
cuello de tortuga, pantalones negros y mocasines negros, sin calcetines. Unos tobillos
extremadamente flacos, como lo era su cuerpo entero, pero con una cabeza masiva,
grande pero curiosamente indefinida, como si un halcón se disfrazase de cuervo,
pues debajo de las facciones artificialmente plácidas, se adivinaba otro rostro
que el conde Vlad hacía lo imposible por ocultar.
Francamente, parecía un fantoche ridículo. La peluca
color caoba se le iba de lado y el sujeto debía acomodarla a cada rato. El bigote
“de aguacero” como lo llamamos en México, un bigote ranchero, caído, rural, sin
forma, obviamente pegado al labio superior, lograba ocultar la boca de nuestro cliente,
privándolo de esas expresiones de alegría, enojo, burla, afecto, que nuestras comisuras
enmarcan y, a veces, delatan. Pero si el bigote disfrazaba, los anteojos oscuros
eran un verdadero antifaz, cubrían totalmente su mirada, no dejaban un resquicio
para la luz, se encajaban dolorosamente en las cuencas de los ojos y se cerraban
sin misericordia alrededor de las orejas pequeñísimas, infantiles y rodeadas de
cicatrices, como si el conde Vlad se hubiera hecho la cirugía plástica más de una
vez.
Sus manos eran elocuentes. Las movía con displicente
elegancia, las cerraba con fuerza abrupta, pero no deseaba, en todo caso, esconder
la extraña anomalía de unas uñas de vidrio, largas, transparentes, como esas ventanas
que él vetó en su casa.
–Gracias por acudir a mi llamado –dijo con una voz gruesa,
varonil, melodiosa.
Incliné la cabeza para indicar que estaba a sus órdenes.
–¿Puedo ofrecerle algo de beber? –dijo enseguida.
Por cortesía asentí. –Quizás una gota de vino tinto…
siempre y cuando usted me acompañe.
–Yo nunca bebo… vino –dijo con una pausa teatral el
conde. Y abruptamente pasó a decirme, sentado sobre una otomana de cuero negro–.
¿Siente usted la nostalgia de su casa ancestral?
–No la conocí. Las haciendas fueron incendiadas por
los zapatistas y ahora son hoteles de lujo, lo que en España llaman “paradores”…
Prosiguió como si no me hiciera caso. –Debo decirle
ante todo que yo siento la necesidad de mi casa ancestral. Pero la región se ha
empobrecido, ha habido demasiadas guerras, no hay recursos para sobrevivir allí…
Zurinaga me habló de usted, Navarro. ¿No ha llorado usted por la suerte fatal de
las viejas familias, hechas para perdurar y preservar las tradiciones?
Esbocé una sonrisa. –Francamente, no.
–Hay clases que se aletargan –continuó como si no me
oyese– y se acomodan con demasiada facilidad a eso que llaman la vida moderna. ¡La
vida, Navarro! ¿Es vida este breve paso, esta premura entre la cuna y la tumba?
Yo quería ser simpático. –Me está usted resucitando
una vaga nostalgia del feudalismo perdido.
Él ladeó la cabeza y debió acomodarse la peluca. –¿De
dónde nos vienen las tristezas inexplicables? Deben tener una razón, un origen.
¿Sabe usted? Somos pueblos agotados, tantas guerras intestinas, tanta sangre derramada
sin provecho… ¡Cuánta melancolía! Todo contiene la semilla de la corrupción. En
las cosas se llama la decadencia. En los hombres, la muerte.
Las divagaciones de mi cliente volvían difícil la conversación.
Me di cuenta de que el small talk no cabía en la relación con el conde y las sentencias
metafísicas sobre la vida y la muerte no son mi especialidad. Agudo, Vlad (“Llamadme
Vlad”, “Soy Vlad para los amigos”) se levantó y se fue al piano. Allí empezó a tocar
el más triste preludio de Chopin, como una extraña forma de entretenerme. Me pareció,
de nuevo, cómica la manera como la peluca y el bigote falsos se tambaleaban con
el movimiento impuesto por la interpretación. Mas no reía al ver esas manos con
uñas transparentes acariciando las teclas sin romperse.
Mi mirada se distrajo. No quería que la figura excéntrica
y la música melancólica me hipnotizaran. Bajé la cabeza y me fasciné nuevamente
con algo sumamente extraño. El piso de mármol de la casa contaba con innumerables
coladeras, distribuidas a lo largo del salón.
Empezó a llover afuera. Escuché las gotas golpeando
las ventanas condenadas. Nervioso, me incorporé otorgándome a mí mismo el derecho
de caminar mientras oía al conde tocar el piano. Pasé de la sala al comedor que
daba sobre la barranca. Las ventanas, también aquí, habían sido tapiadas. Pero en
su lugar, un largo paisaje pintado –lo que se llama en decoración un engaño visual,
un trompe l’oeilse se extendía de pared a pared. Un castillo antiguo se levantaba
a la mitad del panorama desolado, escenas de bosques secos y tierras yermas sobrevoladas
por aves de presa y recorridas por lobos. Y en un balcón del castillo, diminutas,
una mujer y una niña se mostraban, asustadas, implorantes.
Creí que no iba a haber cuadros en esta casa. Sacudí
la cabeza para espantar esta visión. Me atreví a interrumpir al conde Vlad.
–Señor conde, sólo falta firmar estos documentos. Si
no tiene inconveniente, le ruego que lo haga ahora. Se hace tarde y me esperan a
cenar.
Le tendí al inquilino los papeles y la pluma. Se incorporó,
acomodándose la ridícula peluca.
–¡Qué fortuna! Tiene usted familia.
–Sí –tartamudeé–. Mi esposa encontró esta casa y la
reservó para usted.
–¡Ah! Ojalá me visite un día.
–Es una profesionista muy ocupada, ¿sabe?
–¡Ah! Pero lo cierto es que ella conoció esta casa antes
que yo, señor Navarro, ella caminó por estos pasillos, ella se detuvo en esta sala…
–Así es, así es…
–Dígale que olvidó su perfume.
–¿Perdone?
–Sí, dígale a… ¿Asunción, se llama? ¿Asunción, me dijo
mi amigo Zurinaga?… Dígale a Asunción que su perfume aún permanece aquí, suspendido
en la atmósfera de esta casa…
–Cómo no, una galantería de su parte.
–Dígale a su esposa que respiro su perfume…
–Sí, lo haré. Muy galante, le digo. Ahora por favor
excúseme. Buenas noches. Y buena estancia.
–Tengo una hija de diez años. Usted también, ¿verdad?
Así es, señor conde.
–Ojalá puedan verse y congenien. Tráigala a jugar con
Minea.
–¿Minea?
–Mi hija, señor Navarro. Avísele a Borgo.
–¿Borgo?
–Mi sirviente.
Vlad tronó los dedos con ruido de sonaja y castañuela.
Brillaron las uñas de vidrio y apareció un pequeño hombre contrahecho, un jorobadito
pequeño pero con las más bellas facciones que yo haya visto en un macho. Pensé que
era una visión escultórica, uno de esos perfiles ideales de la Grecia antigua, la
cabeza del Perseo de Cellini. Un rostro de simetrías perfectas encajado brutalmente
en un cuerpo deforme, unidos ambos por una larga melena de bucles casi femeninos,
color miel. La mirada de Borgo era triste, irónica, soez.
–A sus órdenes, señor –dijo el criado, en francés, con
acento lejano.
Apresuré groseramente, sin quererlo, arrepentido enseguida
de ofender a mi cliente, mis despedidas.
–Creo que todo está en orden. Supongo que no nos volveremos
a ver. Feliz estancia. Muchas gracias… quiero decir, buenas noches.
No pude juzgar, detrás de tantas capas de disfraz, su
gesto de ironía, desdén, diversión. Al conde Vlad yo le podía sobreimponer los gestos
que se me antojara. Estaba disfrazado. Borgo el criado, en cambio, no tenía nada
que ocultar y su transparencia, lo confieso, me dio más miedo que las truculencias
del conde, quien se despidió como si yo no hubiese dicho palabra.
–No lo olvide. Dígale a su esposa… a Asunción, ¿no es
cierto?… que la niña será bienvenida.
Borgo acercó una vela al rostro de su amo y añadió:
–Podemos jugar juntos, los tres…
Lanzó una risotada y cerró la puerta en mis narices.
V
Una
noche tormentosa. Los sueños y la vida se mezclan sin fronteras. Asunción duerme
a mi lado después de una noche de intenso encuentro sexual urgido, casi impuesto,
por mí, con la conciencia de que quería compensar el fúnebre tono de mi visita al
conde.
No quisiera, en otras palabras, repetir lo que ya dije
sobre mi relación amorosa con Asunción y la discreción que ciñe mis evocaciones.
Pero esta noche, como si mi voluntad, y mucho menos mis palabras, no me perteneciesen,
me entrego a un placer erótico tan grande que acabo por preguntarme si es completo.
–¿Te gustó, mi amor? –Esta pregunta tradicional del hombre a la mujer se agota pronto.
Ella siempre dirá que sí, primero con palabras, luego asintiendo con un gesto, pero
un día, si insistimos, con fastidio. La pregunta ahora me la hago a mí mismo. ¿La
satisfice? ¿Le di todo el placer que ella merece? Sé que yo obtuve el mío, pero
considerar sólo esto es rebajarse y rebajar a la mujer. Dicen que una mujer puede
fingir un orgasmo pero el hombre no. Yo siempre he creído que el hombre sólo obtiene
placer en la medida en que se lo da a la mujer. Asunción, ¿ese placer que me colma
a mí, te llena a ti? Como no lo puedo preguntar una sola vez más, debo adivinarlo,
medir la temperatura de su piel, el diapasón de sus gemidos, la fuerza de sus orgasmos
y, contemplándola, deleitarme en la temeridad redescubierta de su pubis, la hondura
del manantial ocluso de su ombligo, la juguetería de sus pezones erectos en medio
de la serenidad cómoda, acojinada y maternal de sus senos, su largo cuello de modelo
de Modigliani, su rostro oculto por la postura del brazo, la indecencia deliciosa
de sus piernas abiertas, la blancura de los muslos, la fealdad de los pies, el temblor
casi alimenticio de las nalgas… Veo y siento todo esto, Asunción adorada, y como
ya no puedo preguntar como antes, ¿te gustó, mi amor?, me quedo con la certeza de
mi propio placer pero con la incertidumbre profunda, inexplicable, ¿ella también
gozó?, ¿gozaste tanto como yo, mi vida?, ¿hay algo que quieras y no me pides?, ¿hay
un resquicio final de tu pudor que te impide pedirme un acto extremo, una indecencia
física, una palabra violenta y vulgar?
Cruza por mi mente la sensación palpitante del cuerpo
de Asunción, el contraste entre la cabellera negra, larga, lustrosa y lacia, y la
mueca de su pubis, la maraña salvaje de su pelambre corta, agazapada como una pantera,
indomable como un murciélago, que me obliga a huir hacia adentro, penetrarla para
salvarme de ella, perderme en ella para ocultar con mi propio vello la selva salvaje
que crece entre las piernas de Asunción, ascendiendo por el monte de Venus y luego
como una hiedra por el vientre, anhelando arañar el ombligo, el surtidor mismo de
la vida…
Me levanto de la cama, esa noche precisa, pensando,
¿me faltó decir o hacer algo? ¿Cómo lo voy a saber si Asunción no me lo dice? ¿Y
cómo me lo va a decir, si su mirada después del coito se cierra, no me deja entrever
siquiera si de verdad está satisfecha o si quiere más o si en aras de nuestra vida
en común se guarda un deseo porque conoce demasiado bien mis carencias?
Vuelvo a besarla, como si esperase que de nuestros labios
unidos surgiese la verdad de lo que somos y queremos.
Largo rato, esa madrugada, la miré dormir. Luego, alargando
la mano debajo de la cama, busqué en vano mis zapatillas de noche. Desacostumbradamente,
no estaban allí. Alargué la mano debajo de la cama y la retiré horrorizado.
Había tocado otra mano posada debajo del lecho.
Una mano fría, de uñas largas, lisas, vidriosas. Respiré
hondo, cerré los ojos.
Me senté en la cama y pisé la alfombra.
Me disponía a iniciar la rutina del día.
Entonces sentí que esa mano helada me tomaba con fuerza
del tobillo, enterrándome las uñas de vidrio en las plantas del pie y murmurando
con una voz gruesa:
–Duerme. Duerme. Es muy temprano. No hay prisa. Duerme,
duerme.
Sentí que alguien abandonaba el cuarto.
VI
Soñé
que estaba en mi recámara y que alguien la abandonaba. Entonces la recámara ya no
era la mía. Se volvía una habitación desconocida porque alguien la había abandonado.
Abrí los ojos con el sobresalto de la pesadilla. Miré
con alarma el reloj despertador. Eran las doce del día. Me toqué las sienes. Me
restregué los ojos. Me invadió el sentimiento de culpa. No había llegado a la oficina.
Había faltado a mi deber. Ni siquiera había avisado, dando alguna excusa.
Sin pensarlo dos veces, tomé el teléfono y llamé a Asunción
a su oficina.
Ella tomó con ligereza y una risa cantarina mis explicaciones.
–Cariño, entiendo que estés cansado –rio.
–¿Tú no? –traté de imitar su liviandad.
–Hmmm. Creo que a ti te tocó anoche el trabajo pesado.
¿Qué diablo se te metió en el cuerpo? Descansa. Tienes derecho, amor. Y gracias
por darme tanto. –¿Sabes una cosa?
–¿Qué?
–Sentí que anoche mientras hacíamos el amor, alguien
nos miraba.
–Ojalá. Gozamos tanto. Que les dé envidia.
Pregunté por la niña. Asunción me dijo que éste era
día feriado en la escuela católica –una fiesta no reconocida por los calendarios
cívicos, la Asunción de la Virgen María, su ascenso tal como era en vida al Paraíso–
y como coincidía con el cumpleaños de Chepina, Josefina Alcayaga, ¿sabes?, la hija
del ingeniero Alcayaga y su esposa María de Lourdes, pues hay fiesta de niños y
llevé a Magdalena temprano, aprovechando para presentarle recibos al ingeniero por
el túnel que se encargó de hacer en casa de tu cliente, el conde…
Guardé un silencio culpable.
–Asunción. Es tu santo.
–Bueno, el calendario religioso no nos importa mucho
a ti y a…
–Asunción. Es tu santo.
–Claro que sí. Basta.
–Perdóname, mi amor.
–¿De qué, Yves?
–No te felicité a tiempo.
–¿Qué dices? ¿Y el festejo de anoche? Oye, estaba segura
de que esa era tu manera de celebrarme. Y lo fue. Gracias.
Rio quedamente.
–Bueno, mi amor. Todo está en orden –concluyó Asunción–.
Recogeré a la niña esta tarde y nos vemos para cenar juntos. Y si quieres, volvemos
a celebrar la Asunción de la Santísima Virgen María.
Volvió a reír con coquetería, sin abandonar, de todos
modos, esa voz de profesionista que adopta en la oficina de manera automática.
–Descanse usted, señor. Se lo merece. Chau.
No acababa de colgar cuando sonó el teléfono. Era Zurinaga.
–Habló usted largo, Navarro –dijo con una voz impaciente,
poco acorde con su habitual cortesía–. Llevo horas tratando de comunicarme.
–Diez minutos, señor licenciado –le contesté con firmeza
y sin mayores explicaciones.
–Perdone, Yves –regresó a su tono normal–. Es que quiero
pedirle un favor.
–Con gusto, don Eloy.
–Es urgente. Visite esta noche al conde Vlad.
–¿Por qué no me llama él mismo? –dije, dando a entender
que ser “mandadero” no se llevaba bien ni con la personalidad de don Eloy Zurinaga
ni con la mía.
–Aún no le instalan el teléfono…
–¿Y cómo se comunicó con usted? –pregunté ya un poco
fastidiado, sintiéndome sucio, pegajoso de amor, con púas en las mejillas, un incómodo
sudor en las axilas y cosquillas en la cabeza rizada.
–Envió a su sirviente.
–¿Borgo?
–Sí. ¿Ya lo vio usted?
No dijo “conoció”. Dijo “vio”. Y yo me dije reservadamente
que había jurado no regresar a la casa del conde Vlad. El asunto estaba concluido.
El famoso conde no tenía, ni por asomo, la gracia del gitano. Además, yo debía pasar
por la oficina, así fuese pro forma. Bastante equívoca era la ausencia del primer
jefe, Zurinaga; peligrosa la del segundo de abordo, yo… No contesté a la pregunta
de Zurinaga.
–Me daré una vuelta por la oficina, don Eloy, y más
tarde paso a ver al cliente –le dije con firmeza.
Zurinaga colgó sin decir palabra.
Me asaltó, manejando el BMW rumbo a la oficina en medio
del paso de tortuga del Periférico, la preocupación por Magdalena, de visita en
casa de los Alcayaga. Me tranquilizó el recuerdo de Asunción.
–No te preocupes, amor. Yo pasaré a recogerla y nos
vemos para cenar.
–¿A qué hora la recoges?
–Ya ves cómo son las fiestas infantiles. Se prolongan.
Y María de Lourdes tiene un verdadero arsenal de juegos, piñatas, que los encantados,
que doña Blanca, las escondidillas, tú la traes, ponches, pasteles, pitos y flautas…
Rio y terminó: –¿Ya no te acuerdas de que fuiste niño?
VII
El
jorobado abrió la puerta y me observó de cerca, con desfachatez. Sentí su aliento
de yogurt. Me reconoció y se inclinó servilmente.
–Pase, maítre Navarro. Mi amo lo espera. Entré y busqué
inútilmente al conde en la estancia.
–¿Dónde?
–Suba usted a la recámara.
Ascendí la escalera semicircular, sin pasamanos. El
criado permaneció al pie de los escalones, no sé si haciendo gala de cortesía o
de servilismo; no sé si vigilándome con sospecha. Llegué a la planta alta. Todas
las puertas de lo que supuse eran habitaciones estaban cerradas, salvo una. A ella
me dirigí y entré a un dormitorio de cama ancha. Como eran ya las nueve de la noche,
se me ocurrió notar que la cama seguía cubierta de satín negro, sin preparativo
alguno para la noche del amo.
No había espejos. Sólo un tocador con toda suerte de
cosméticos y una fila de soportes de pelucas. El señor conde, al peinarse y maquillarse
debía, al mismo tiempo, adivinarse…
La puerta del baño estaba abierta y un ligero vapor
salía por ella. Dudé un instante, como si violara la intimidad de mi cliente. Pero
su voz se dejó oír, “Entre, señor Navarro, pase, con confianza…”
Pasé al salón de baño, donde se concentraba el vapor
de la ducha. Detrás de una puerta de laca goteante, el conde Vlad se bañaba. Miré
alrededor. Un baño sin espejos. Un baño –la curiosidad me ganó– sin los utensilios
comunes, brochas, peines, rastrillos para afeitar, cepillos de dientes, pastas…
En cambio, como en el resto de la casa, coladeras en cada rincón…
Vlad emergió de la ducha, abrió la puerta y se mostró
desnudo ante mi mirada azorada.
Había abandonado peluca y bigotes.
Su cuerpo era blanco como el yeso.
No tenía un solo pelo en ninguna parte, ni en la cabeza,
ni en el mentón, ni en el pecho, ni en las axilas, ni en el pubis, ni en las piernas.
Era completamente liso, como un huevo. O un esqueleto.
Parecía un desollado.
Pero su rostro guardaba una rugosidad de pálido limón
y su mirada continuaba velada por esas gafas negras, casi una máscara, pegadas a
las cuencas aceitunadas y encajadas en las orejas demasiado pequeñas, cosidas de
cicatrices.
Ah, señor Navarro –exclamó con una sonrisa roja y ancha–.
Por fin nos vemos tal como somos… Quise tomar las cosas a la ligera.
–Perdone, señor conde. Yo estoy vestido.
–¿Está seguro? ¿La moda no nos esclaviza y desnuda a
todos, eh?
En los extremos de la sonrisa afable, ya sin el disfraz
de los bigotes, aparecieron dos colmillos agudos, amarillos como ese limón que,
vista de cerca, la palidez de su rostro sugería.
–Excuse mi imprudencia. Por favor, páseme mi bata. Está
colgada allí –señaló a lo lejos y dijo con premura–. Bajemos a cenar.
–Excúseme. Tengo cita con mi familia.
–¿Su mujer?
–Sí. Así es.
–¿Su hija?
Asentí. El rio con una voz caricaturesca.
–Son las nueve de la noche. ¿Sabe dónde están sus hijos?
Pensé en Didier muerto, en Magdalena que había ido a
la fiesta de cumpleaños de Chepina y debía estar de regreso en casa mientras yo
permanecía como un idiota en la recámara de un hombre desnudo, depilado, grotesco,
que me preguntaba ¿dónde están sus hijos?
Hice caso omiso de su presencia.
–¿Puedo hablar a mi casa? –dije confusamente.
Me llevé la mano a la cabeza. Zurinaga me lo advirtió.
Tuve la precaución de traer mi celular. Lo saqué de la bolsa trasera del pantalón
y marqué el número de mi casa. No hubo contestación. Mi propia voz me contestó.
“Deje un mensaje”. Algo me impidió hablar, una sensación de inutilidad creciente,
de ausencia de libertad, de involuntario arrastre a una barranca como la que se
precipitaba a espaldas de esta casa, el dominio del puro azar, el reino sin albedrío…
–Debe estar en casa de los Alcayaga –murmuré para mi
propia tranquilidad.
–¿El amable ingeniero que se encargó de construir el
túnel de esta morada?
–Sí, el mismo –dije atolondrado.
Marqué apresuradamente el número. –Bueno, María de Lourdes…
–Sí…
–Soy Yves, Yves Navarro… el padre de Magdalena…
–Ah sí, qué tal Yves…
–Mi hija… Nadie contesta en mi casa.
–No te preocupes. La niña está aquí. Se quedó a pasar
la noche con Chepina.
–¿Puedo hablarle?
–Yves. No seas cruel. Están rendidas. Duermen desde
hace una hora…
–Pero Asunción, mi mujer…
–No apareció. Nunca llegó por Magdalena. Pero me llamó
para avisar que se le hizo tarde en la oficina y que iría directamente por ti a
casa de tu cliente, ¿cómo se llama?
–El conde Vlad…
–Eso es. El conde fulano. ¡Cómo me cuestan los nombres
extranjeros! Espérala allí…
–Pero, ¿cómo sabe…?
María de Lourdes colgó. Vlad me miraba con sorna. Fingió
un escalofrío.
–Yves… ¿Puedo llamarlo por su nombre? –Asentí sin pensar.
–Y recuerde que soy Vlad, para los amigos. Yves, mi
bata por favor. ¿Quiere usted que me dé pulmonía? Allí, en el armario de la izquierda.
Caminé como sonámbulo hasta el clóset. Lo abrí y encontré
una sola prenda, un pesado batón de brocados, antiguo, un poco raído, con cuello
de piel de lobo. Un batón largo hasta los tobillos, digno del zar de una ópera rusa,
bordado de oros viejos.
Tomé la prenda y la arrojé sobre los hombros del conde
Vlad.
–No se olvide de cerrar la puerta del armario, Yves.
Volví la mirada al clóset (palabra por lo visto desconocida
por Vlad Radu) y sólo entonces vi, pegada con tachuelas a la puerta interior de
la puerta, la fotografía de mi mujer, Asunción, con nuestra hija, Magdalena, sobre
sus rodillas.
–Vlad. Llámeme Vlad. Vlad, para los amigos.
VIII
Aún
no entiendo por qué me quedé a cenar con Vlad esa noche. Racionalizo. No tenía de
qué preocuparme. Magdalena, mi hija, estaba bien, durmiendo en casa de los Alcayaga.
A mi mujer Asunción simplemente se le hizo tarde y vendría a recogerme aquí mismo.
De todos modos llamé al celular de mi esposa, no respondió y dejé el consabido mensaje.
Me rehusé a comentar el descubrimiento de la foto. Era
darle una ventaja a este sujeto. Yo no tenía ante él más defensa que la serenidad,
no pedir explicación de nada, jamás mostrarme sorprendido. ¿Haría otra cosa un buen
abogado? Claro, Zurinaga le había dado fotos mías, de mi familia, al exiliado noble
balcánico, para que viera con quién iba a tratar en este lejano y exótico país,
México…
La explicación me serenó.
El conde y yo nos sentamos a las cabeceras de una mesa
de metal opaco, sin reflejos, una extraña mesa de plomo, diríase, poco propicia
para abrir el apetito, sobre todo si el menú –como en este caso– consistía únicamente
de vísceras. Hígados, riñones, criadillas, tripas, desganados pellejos… todo ahogado
en salsas de cebolla y hierbas que reconocí gracias a las viejas recetas francesas
que disfrutaba mi madre: perejil, estragón, claro, pero otras que mi paladar no
reconocía y condimentos que faltaban, sobre todo el ajo.
–¿No hay ajo? –pregunté sin esperar la mirada fulminante
del conde Vlad y su brusco silencio, seguido de un rápido cambio de tema.
–Polvo de cerdo, maitre Navarro. Una vieja receta usada
por San Estiquio para expulsar al demonio que una monja se tragó por descuido.
Mi expresión de incredulidad pareció divertir a Vlad.
–Es decir, la monja inadvertente, según la leyenda de
mi tierra, se sentó sobre el Diablo y éste dijo, ¿Qué iba a hacer? Se sentó sobre
una planta y era yo…
Disimulé muy bien mi asco.
–Entradas y salidas, señor Navarro. A eso se reduce
la vida. O dicho en lengua de bárbaros, exits and entrences. Por delante,
por detrás. Todo lo que entra, debe salir. Todo lo que sale, debe entrar. Las costumbres
del hambre son muy variadas. Lo que es asqueroso para un pueblo, es delicia de otro.
Imagínese lo que los franceses piensan de los mexicanos comiendo hormigas y saltamontes
y gusanos. Pero ellos mismos, los franceses, ¿no consumen alegremente ranas y caracoles?
Muéstreme un inglés que pueda saborear el mole poblano: su estómago siente náuseas
de tan sólo imaginar esa mezcla de chile, pollo y chocolate… ¿Y no se deleitan ustedes
con el huitlacoche, el hongo del maíz, que en el resto del mundo produce asco y
le es aventado a los cerdos? Y hablando de cerdos, ¿cómo pueden soportar los ingleses
platos cocinados –más bien dicho arruinados– por el lard, la manteca de puerco?
¡Y no hablo de los norteamericanos, que carecen de paladar y pueden comer papel
periódico relamiéndose de gusto!
Rio con esa peculiar manera suya, bajando forzadamente
el labio superior como si quisiera disimular sus intenciones.
–Hay que ser como el lobo, señor Navarro. ¡Qué sabiduría
la del viejo lupus latino, que se convierte en mi wulfuz teutón, qué
sabiduría natural y eterna la del lobo que es inofensivo en verano y otoño, cuando
está satisfecho, y sólo sale a atacar cuando tiene hambre, en el invierno y en la
primavera! Cuando tiene hambre…
Hizo un gesto de mando con la pálida mano de uñas vidriosas.
Borgo, el jorobado, hacía las veces de mayordomo y una
criada de movimientos demasiado lentos servía los platos, inútilmente urgida por
los chasquidos de Borgo, vestido para la ocasión con una chaquetilla de rayas rojas
y negras y corbata de moño, que sólo se veían en antiguas películas francesas. Creía
compensar con este uniforme pasado de moda, coquetamente, su deformidad física.
Al menos, eso me decía su mirada satisfecha y a veces pícara.
–Le agradezco profundamente que haya aceptado mi invitación,
maitre Navarro.
–Yves. Generalmente como solo y ello engendra tristes
pensamientos, croyez-moi.
El criado se acercó a servirme el vino tinto. Se abstuvo
de ofrecérselo a su amo. Interrogué a Vlad con la mirada, alzando mi copa para brindar…
–Ya le dije… –el conde me miró con amable sorna.
–Sí, no bebe vino –quise ser ligero y cordial–. ¿Bebe
solo?
Con esa costumbre suya de no escuchar al interlocutor
e irse por su propio tema, Vlad simplemente comentó:
–Decir la verdad es insoportable para los mortales.
Insistí con cierta grosería. –Mi pregunta era muy simple.
¿Bebe a solas?
–Decir la verdad es insoportable para los mortales.
–No sé. Yo soy mortal y soy abogado. Parece un silogismo
de esos que nos enseñan en la escuela. Los hombres son mortales. Sócrates es hombre.
Por lo tanto, Sócrates es mortal.
–Los niños no mienten –prosiguió sin hacerme caso–.
Y pueden ser inmortales.
–¿Perdón?
Unas manos de mujer, enguantadas de negro me ofrecieron
el platón de vísceras. Sentí repugnancia pero la cortesía me obligó a escoger un
hígado aquí, una tripa allá…
–Gracias.
La mujer que me servía se movió con un ligero crujido
de faldas. Yo no había levantado la mirada, ocupado en escoger entre las asquerosas
viandas. Me sonreí solo. ¿Quién mira a un camarero a la cara cuando nos sirve? La
vi alejarse, de espaldas, con el platón en la mano.
–Por eso amo a los niños –dijo Vlad, sin tocar bocado
aunque invitándome a comer con la mano de uñas largas y vidriosas–. ¿Sabe usted?
Un niño es como un pequeño Dios inacabado.
–¿Un Dios inacabado? –dije con sorpresa–. ¿No sería
esa una mejor definición del Diablo?
–No, el Diablo es un ángel caído.
Tomé un largo sorbo de vino, armándome para un largo
e indeseado diálogo de ideas abstractas con mi anfitrión. ¿Por qué no llegaba a
salvarme mi esposa?
–Sí –reanudó el discurso Vlad–. El abismo de Dios es
su conciencia de ser aún inacabado. Si Dios acabase, su creación acabaría con él.
El mundo no podría ser el simple legado de un Dios muerto. Ja, un Dios pensionado,
en retiro. Imagínese. El mundo como un círculo de cadáveres, un montón de cenizas…
No, el mundo debe ser la obra interminable de un Dios inacabado.
–¿Qué tiene esto que ver con los niños? –murmuré, dándome
cuenta de que la lengua se me trababa.
–Para mí, señor Navarro, los niños son la parte inacabada
de Dios. Dios necesita el secreto vigor de los niños para seguir existiendo.
–Yo… –murmuré con voz cada vez más sorda.
–Usted no quiere condenar a los niños a la vejez, ¿verdad,
señor Navarro?
Me rebelé con un gesto impotente y un manotazo que regó
los restos de la copa sobre la mesa de plomo.
–Yo perdí a un hijo, viejo cabrón…
–Abandonar a un niño a la vejez –repitió impasible el
conde–. A la vejez. Y a la muerte.
Borgo recogió mi copa. Mi cabeza cayó sobre la mesa
de metal.
–¿No lo dijo el Inmencionable? ¿Dejad que los niños
vengan a mí?
IX
Desperté
sobresaltado. Como sucede en los viajes, no supe dónde estaba. No reconocí la cama,
la estancia. Y sólo al consultar mi reloj vi que marcaba las doce. ¿Del día, de
la noche? Tampoco lo sabía. Las pesadas cortinas de bayeta cubrían las ventanas.
Me levanté a correrlas con una terrible jaqueca. Me enfrenté a un muro de ladrillos.
Volví en mí. Estaba en casa del conde Vlad. Todas las ventanas habían sido condenadas.
Nunca se sabía si era noche o día dentro de la casa.
Yo seguía vestido como a la hora de esa maldita cena.
¿Qué había sucedido? El conde y su criado me drogaron. ¿O fue la mujer invisible?
Asunción nunca vino a buscarme, como lo ofreció. Magdalena seguiría en casa de los
Alcayaga. No, si eran las doce del día, estaría en la escuela. Hoy no era feriado.
Había pasado la fiesta de la Asunción de la Virgen. Las dos niñas, Magdalena y Chepina,
estarían juntas en la escuela, seguras.
Mi cabeza era un remolino y la abundancia de coladeras
en la casa del conde me hacía sentir como un cuerpo líquido que se va, que se pierde,
se vierte en la barranca…
La barranca.
A veces una sola palabra, una sola, nos da una clave,
nos devuelve la razón, nos mueve a actuar. Y yo necesitaba, más que nada, razonar
y hacer, no pensar cómo llegué a la absurda e inexplicable situación en la que me
hallaba, sino salir de ella cuanto antes y con la seguridad de que, salvándome,
comprendería.
Estaba vestido, digo, como la noche anterior. Supe que
aquella era “la noche anterior” y este “el día siguiente” en el momento en que me
acaricié el mentón y las mejillas con un gesto natural e involuntario y sentí la
barba crecida, veinticuatro horas sin rasurarme…
Pasé mis manos impacientes por los pantalones y el saco
arrugados, la camisa maloliente, mi pelo despeinado. Me arreglé inútilmente el nudo
de la corbata, todo esto mientras salía de la recámara a la planta alta de la casa
e iba abriendo una tras otra las puertas de los dormitorios, mirando el orden perfecto
de cada recámara, los lechos perfectamente tendidos, ninguna huella de que alguien
hubiese pasado la noche allí. A menos, razoné, y di gracias de que mi lógica perdida
regresara de su largo exilio nocturno, a menos de que todos hubiesen salido a la
calle y el hacendoso Borgo hubiese arreglado las camas…
Una recámara retuvo mi atención. Me atrajo a ella una
melodía lejana. La reconocí. Era la tonada infantil francesa Frére Jacques.
Frére
Jacques,
Dormez-vous?
Sonne
la matine.
Ding-dang-dong.
Entré
y me acerqué al buró. Una cajita de música emitía la cancioncilla y una pastorcilla
con báculo en la mano y un borrego al lado giraba en redondo, vestida a la usanza
del siglo XVIII.
Aquí todo era color de rosa. Las cortinas, los respaldos
de las sillas, el camisón tendido cuidadosamente junto a la almohada. Un breve camisón
de niña con listones en los bordes de la falda. Unas pantuflas rosa también. Ningún
espejo. Un cuarto perfecto pero deshabitado. Un cuarto que esperaba a alguien. Sólo
faltaba una cosa. Aquí tampoco había flores. Y súbitamente me di cuenta. Había media
docena de muñecas reclinadas contra las almohadas. Todas rubias y vestidas de rosa.
Pero todas sin piernas.
Salí sin admitir pensamiento alguno y entré a la habitación
del conde. Las pelucas seguían allí, en sus estantes, como advertencia de una guillotina
macabra. El baño estaba seco. La cama, virgen.
Bajé por la escalera a salones silenciosos. Había un
ligero olor mohoso. Seguí por el comedor perfectamente aseado. Entré a una cocina
desordenada, apestosa, nublada por los humos de entrañas regadas a lo ancho y largo
del piso y el despojo de un animal inmenso, indescriptible, desconocido para mí,
abierto de par en par sobre la mesa de losetas. Decapitado.
La sangre de la bestia corría aún hacia las coladeras
de la cocina.
Me cubrí la boca y la nariz, horrorizado. No deseaba
que un solo miasma de esta carnicería entrase a mi cuerpo. Me fui dando pequeños
pasos, de espaldas, como si temiera que el animal resucitase para atacarme, hasta
una especie de cortina de cuero que se venció al apoyarme contra ella. La aparté.
Era la entrada a un túnel.
Recordé la insistencia de Vlad en tener un pasaje que
conectara la casa con la barranca. Yo ya no me podía detener. Tenté con las manos
la anchura entre las paredes. Procedí con cautela extrema, inseguro de lo que hacía,
buscando en vano la salida, la luz salvadora, dejándome guiar por el subconsciente
que me impelía a explorar cada rincón de la mansión de Vlad.
No había luz. Eché mano de mi briquet. Lo encendí y
vi lo que temía, lo que debí sospechar. El horror concentrado. La cápsula misma
del misterio.
Féretro tras féretro, al menos una docena de cajas mortuorias
hacían fila a lo largo del túnel.
El impulso de dar la espalda a la escena y correr fuera
del lugar era muy poderoso, pero más fuerte fue mi voluntad de saber, mi necia y
detestable curiosidad, mi deformación de investigador legal, el desprecio de mí
mismo al abrir féretro tras féretro sin encontrar nada más que tierra dentro de
cada uno, hasta abrir el cajón donde yacía mi cliente, el conde Vlad Radu, tendido
en perfecta paz, vestido con su suéter, sus pantalones y sus mocasines negros, con
las manos de uñas vidriosas cruzadas sobre el pecho y la cabeza sin pelo, recostada
sobre una almohadilla de seda roja, como rojo era el acolchado de la caja.
Lo miré intensamente, incapaz de despertarlo y pedirle
explicaciones, paralizado por el horror de este encuentro, hipnotizado por los detalles
que ahora descubría, teniendo a Vlad delante de mí, postrado, a mi merced, pero
ignorante, al cabo, de los actos que yo podría cometer, sometido, como lo estaba,
a la leyenda del vampiro, a los remedios propalados por la superstición y la ciencia,
indisolublemente unidas en este caso. El collar de ajos, la cruz, la estaca…
El intenso frío del túnel me arrancaba vahos de la boca
abierta pero me aclaraba la mente, me hacía atento a los detalles. Las orejas de
Vlad. Demasiado pequeñas, rodeadas de cicatrices, que yo atribuí a sucesivas cirugías
faciales, habían crecido de la noche a la mañana. Pugnaban, ante mi propia mirada,
por desplegarse como siniestras alas de murciélago. ¿Qué hacía este ser maldito,
recortarse las orejas cada atardecer antes de salir al mundo, disfrazar su mímesis
en quiróptero nocturno? Una peste insoportable surgía de los rincones del féretro
de Vlad. Allí se acumulaba la murcielaguina, la mierda del vampiro…
Un goteo hediondo cayó sobre mi cabeza. Levanté la mirada.
Los murciélagos colgaban cabeza abajo, agarrados a la piedra del túnel por las uñas.
La mierda del vampiro. Las orejas del conde Vlad. La
falange de ratas ciegas colgando sobre mi cabeza. ¿Qué importancia tenían al lado
del detalle más siniestro?
Los ojos de Vlad.
Los ojos de Vlad sin las eternas gafas oscuras. Dos
cuencas vacías.
Dos ojos sin ojos.
Dos lagunas de orillas encarnadas y profundidades de
sangre negra.
Allí mismo supe que Vlad no tenía ojos. Sus anteojos
negros eran sus verdaderos ojos. Le permitían ver.
No sé qué me movió más cuando cerré con velocidad la
tapa del féretro donde dormía el conde Vlad.
No sé si fue el horror mismo.
No sé si fue la sorpresa, la ausencia de instrumentos
para destruirlo en el acto, mis amenazadas manos vacías.
Sí sé.
Sé que fue la preocupación por mi mujer Asunción, por
mi hija Magdalena. La sospecha que se imponía, por más que la rechazase la lógica
normal, de que algo podía unir el destino de Vlad al de mi familia y que si ello
era así, yo no tenía derecho a tocar nada, a perturbar la paz mortal del monstruo.
Intenté recuperar el ritmo normal de mi respiración.
Mi corazón palpitaba de miedo. Pero al respirar, me di cuenta del olor de esta catacumba
fabricada para el conde Vlad. No era un olor conocido. En vano traté de asociarlo
a los aromas que yo conocía. Esta emanación que permeaba el túnel no sólo era distinta
a cualquier aroma por mí aspirado. No sólo era diferente. Era un tufo que venía
de otra parte. De un lugar muy lejano.
X
Hacia
la una de la tarde logré regresar a mi casa en el Pedregal de San Ángel. Candelaria
nuestra sirvienta me recibió con aire de congoja.
–¡Ay señor! ¡Estoy espantada! ¡Es la primera vez que
nadie llega a dormir! ¡Qué solita me sentí!
¿Qué? ¿No había regresado la señora? ¿Dónde anda la
niña?
Llamé de prisa, otra vez, a la señora Alcayaga.
–Qué tal Yves. Sí, Magdalena se fue con Chepina a la
escuela desde tempranito. No, no te preocupes. Tu niña es muy pulcra, una verdadera
monada. Se dio su buen regaderazo mientras yo le planchaba personalmente la ropa.
Le expliqué a la escuela que hoy Magdita no iría de uniforme, porque se quedó a
dormir. Bye-bye.
Llamé a la oficina de Asunción. No, me dijo la secretaria,
no ha venido desde ayer. ¿Pasa algo?
Me di una ducha, me rasuré y me cambié de ropa.
–¿No quiere sus chilaquiles, señor? ¿Su cafecito?
–Gracias, Candelaria. Llevo prisa. Si viene la señora,
dile que no se mueva de aquí, que me espere.
Eché un vistazo a mi estancia. La costumbre irrenunciable
de ver si todo está en orden antes de salir. No vemos nada porque todo está en su
lugar. Salimos tranquilos. Nada está fuera de su sitio, el hábito reconforta…
No había flores en la casa. Los ramos habitualmente
dispuestos, con cariño y alegría, por Asunción, a la entrada del lobby, en la sala,
en el comedor visible desde donde me encontraba a punto de salir, no estaban allí.
No había flores en la casa.
–Candelaria, ¿por qué no hay flores?
La sirvienta puso su cara más seria. Sus ojos retenían
un reproche.
–La señora las tiró a la basura, señor. Antes de salir
ayer me dijo, ya se secaron, se me olvidó ponerles agua, ya tíralas…
Era una mañana sorprendentemente cristalina. Nuestro
valle de bruma enferma, antes tan transparente, había recuperado su limpieza alta
y sus bellísimos cúmulos de nubes. Bastó este hecho para devolverme un ánimo que
la sucesión de novedades inquietantes me había arrebatado.
Manejé de prisa pero con cuidado. Mis buenos hábitos,
a pesar de todo, regresaban a mí, confrontándome, afirmando mi razón. Así deseaba
que regresase a mí la ciudad de antes, cuando “la capital” era pequeña, segura,
caminable, respirable, coronada de nubes de asombro y ceñida por montañas recortadas
con tijera…
No tardé en volver a la inquietud.
No, me dijo la directora de la escuela, Magdalena no
ha venido el día de hoy.
–Pero sus compañeras, sus amiguitas, ¿puedo hablar con
ellas, con Chepina?
No, las niñas no vieron a Magdalena en ninguna fiesta
ayer.
–En la fiesta tuya, Chepina.
–No hubo fiesta, señor.
–Era tu cumpleaños.
–No señor, mi santo es el día de la Virgen.
–¿De la Asunción, ayer?
–No señor, de la Anunciación. Falta mucho.
La niña me miró con impaciencia. Era la hora del recreo
y yo le robaba preciosos minutos. Sus compañeras la miraban con extrañeza.
Llamé enseguida, otra vez, a la madre de Chepina. Protesté
con irritación. ¿Por qué me mentía?
–Por favor –me dijo con la voz alterada–. No me pregunte
nada. Por favor. Se lo ruego por mi vida, señor Navarro.
–¿Y la vida de mi hija? ¿De mi hija? –dije casi gritando
y luego hablando solo, cuando corté la comunicación con violencia.
Tomé el coche y aceleré para llegar cuanto antes al
último recurso que me quedaba, la casa de Eloy Zurinaga en la colonia Roma.
Nunca me pareció más torturante la lentitud del tráfico,
la irritabilidad de los conductores, la barbarie de los camiones desvencijados que
debieron quedar proscritos tiempo atrás, la tristeza de las madres mendigas cargando
niños en sus rebozos y extendiendo las manos callosas, el asco de los baldados,
ciegos y tullidos pidiendo limosna, la melancolía de los niños payasos con sus caras
pintadas y sus pelotitas al aire, la insolencia y torpeza obscena de los policías
barrigones apoyados contra sus motocicletas en las entradas y salidas estratégicas
para sacar “mordida”, el paso insolente de los poderosos en automóviles blindados,
la mirada fatal, ensimismada, ausente, de los ancianos cruzando las calles laterales
a tientas, inseguros, hombres y mujeres de pelo blanco y rostros de nuez resignados
a morir como vivieron. Los ridículos, gigantescos anuncios de otro mundo fantástico
de brassieres y calzoncillos, cuerpos perfectos, pieles blancas y cabelleras rubias,
tiendas de lujo y viajes de encanto a paraísos comprobados.
A lo largo de túneles de cemento tan siniestros como
el laberinto construido para el conde Vlad por su vil lacayo el ingeniero Alcayaga,
esposo de la no menos vil y mentirosa María de Lourdes, mamá de la dulce pero impaciente
niñita Chepina a la que empecé a imaginar como un monstruo más, íncubo infantil
de mocos supurantes…
Frené abruptamente frente a la casa de mi patrón, don
Eloy Zurinaga. Un criado sin facciones memorizables me abrió la puerta, quiso impedirme
el paso, no se dio cuenta de mi firmeza, de mi creciente poder frente a la incertidumbre,
nacido de la mentira y el horror con los que confronté al anciano Zurinaga, sentado
como siempre frente al fuego, las rodillas cubiertas por una manta, los dedos largos
y blancos acariciando el cuero gastado del sillón.
Al verme abrió los ojos encapotados pero el resto de
su cara no se movió. Me detuve sorprendido por el envejecimiento creciente, veloz,
del anciano. Ya era viejo, pero ahora parecía más viejo que nunca, viejo como la
vejez misma, por un motivo que en el acto se impuso a mi percepción: este jefe ya
no mandaba, este hombre estaba vencido, su voluntad había sido obliterada por una
fuerza superior a la suya. Eloy Zurinaga respiraba aún, pero ya era un cadáver vaciado
por el terror.
Me dio miedo ver así a un hombre que era mi jefe, al
cual debía lealtad si no un afecto que él mismo jamás solicitó. Un hombre por encima
de cualquier atentado contra su fuerte personalidad. Honesto o no, ya lo dije: yo
no lo sabía. Pero hábil, superior, intocable. El hombre que mejor sabía cultivar
la indiferencia.
Y ahora no. Ahora yo miraba, sentado allí con las sombras
del fuego bailándole en la cara sin color, como un despojo, a un hombre sin belleza
ni virtud, un viejo desgraciado. Sin embargo, para mi sorpresa, aún le quedaban
tretas, arrestos.
Adelantó la mano transparente casi.
–Ya sé. Adivinó usted que el hombre con abrigo de polo
y stetson antiguo que fue a la oficina era verdaderamente yo, no un doble…
Lo interrogué con la mirada.
–Sí, era yo. La voz que llamó por teléfono para hacer
creer que no era yo, que yo seguía en casa, era una simple grabación.
Trató, con dificultad, de sonreír.
–Por eso fui tan cortante. No podía admitir interrupción.
Debía colgar rápidamente.
La astucia volvió a brillar por un instante en su mirada.
–¿Por qué tuve que regresar dos veces a la oficina,
rompiendo la regla de mi ausencia, Navarro? –Una pausa teatral–. Porque en dos ocasiones
tuve que consultar viejos papeles olvidados que sólo yo podía encontrar.
Apartó las manos como quien resuelve un misterio y pone
punto final a la pesquisa.
–Sólo yo sabía dónde estaban. Perdone el misterio.
No era estúpido. Mi mirada, mi actitud toda, le dijeron
que no era por eso que lo visitaba hoy, que sus tretas olvidadas me tenían sin cuidado.
Pero era un litigante firme y no cedió más hasta que yo mismo se lo dije.
–Ha jugado usted con mi vida, don Eloy, con mis seres
queridos. Créame que si no me habla con franqueza, no respondo de mí.
Me miró con debilidad de padre herido, o de perro apaleado.
Pedía piedad, súbitamente.
–Si usted me entendiera, Yves.
No dije nada pero parado allí frente a él, en una actitud
de desafío y rabia, no necesitaba decir nada. Zurinaga estaba vencido, no por mí,
por él mismo…
–Me prometió la juventud recobrada, la vida eterna.
Zurinaga levantó una mirada sin victorias.
–Éramos iguales, ¿ve usted? Al conocernos éramos iguales,
jóvenes estudiantes los dos y luego envejecimos iguales.
–¿Y ahora, licenciado?
–Vino a verme antenoche. Creí que era para agradecerme
todo lo que he hecho por él. Facilitarle el traslado. Atender su súplica: “Necesito
sangre fresca”, ¡ah!
–¿Qué pasó?
–Ya no era como yo. Había rejuvenecido. Se rio de mí.
Me dijo que no esperara nada de él. Yo no volvería a ser joven. Yo le había servido
como un criado, como un zapato viejo. Yo me haría viejo y moriría pronto. Él sería
eternamente joven, gracias a mi ingenua colaboración. Se rio de mí. Yo era su criado.
Uno más. “Yo tengo el poder de escoger mis edades. Puedo aparecer viejo, joven o
siguiendo el curso natural de los años”.
El abogado cacareó como una gallina. Volvió a mirarme
con un fuego final y me tomó la mano ardiente. La suya helada.
–Regrese a casa de Vlad, Navarro. Esta misma noche.
Pronto no habrá remedio.
Quería desprenderme de su mano, pero Eloy Zurinaga había
concentrado en un puño toda la fuerza de su engaño, de su desilusión y de su postrer
aliento.
–¿Entiende usted mi conflicto?
–Sí, patrón –dije casi con dulzura, adivinando su necesidad
de consuelo, vulnerado yo mismo por el cariño, por el recuerdo, hasta por la gratitud…
–Dése prisa. Es urgente. Lea estos papeles.
Me soltó la mano. Tomé los papeles. Caminé hacia la
puerta. Le oí decir de lejos.
–Espere usted todo el mal de Vlad.
Y con voz más baja: –¿Cree que no tengo escrúpulos de
conciencia? ¿Cree que no tengo una fiebre en el alma?
Le di la espalda. Supe que jamás lo volvería a ver.
XI
“En
el año del Señor 1448 ascendió al trono de Valaquia Vlad Tepes, investido por Segismundo
de Luxemburgo, Sacro Emperador Romano-Germánico, e instaló su capital en Tirgovisye,
no lejos del Danubio, a orillas del Imperio Otomano, con la encomienda cristiana
de combatir al Turco, en cuyas manos cayó Vlad, quien aprendió velozmente las lecciones
del Sultán Murad II: sólo la fuerza sostiene al poder y el poder exige la fuerza
de la crueldad. Fugándose de los turcos, Vlad recuperó el trono de la Valaquia con
un doble engaño: tanto los turcos como los cristianos lo creyeron su aliado. Pero
Vlad sólo estaba aliado con Vlad y con el poder de la crueldad. Quemó castillos
y aldeas en toda Transilvania. Reunió en una recámara a los jóvenes estudiantes
llegados a estudiar la lengua y los quemó a todos. Enterró a un hombre hasta el
ombligo y lo mandó decapitar. A otros los asó como a cerdos o los degolló como corderos.
Capturó las siete fortalezas de Transilvania y ordenó tasajear a sus habitantes
como pedazos de lechuga. A los gitanos, insumisos a ser ahorcados por no ser costumbre
de zíngaros, los obligó a hervir en caldera a uno de ellos y luego devorarle la
carne. Una de sus amantes se declaró preñada para retener a Vlad: éste le abrió
el vientre con una tajada de cuchillo para ver si era cierto. En 1462 ocupó la ciudad
de Nicópolis y mandó clavar de la cabellera a los prisioneros hasta que muriesen
de hambre. A los señores de Fagaras los decapitó, cocinó sus cabezas y se las sirvió
a la población. En la aldea de Amlas le cortó las tetas a las mujeres y obligó a
sus maridos a comerlas. Reunió en un palacio de Broad a todos los pobres, enfermos
y ancianos de la región, los festejó con vino y comida y les preguntó si deseaban
algo más.
“No, estamos satisfechos”.
“Entonces los mandó decapitar para que muriesen satisfechos
y jamás volviesen a sentir necesidad alguna.
“Pero él mismo no estaba satisfecho. Quería dejar un
nombre y una acción imborrables en la historia. Encontró un instrumento que se asociase
para siempre a él: la estaca.
“Capturó el pueblo de Benesti y mandó empalar a todas
las mujeres y a todos los niños. Empaló a los boyares de Valaquia y a los embajadores
de Sajonia. Empaló a un capitán que no se atrevió a quemar la iglesia de San Bartolomé
en Brasov. Empaló a todos los mercaderes de Wuetzerland y se apropió sus bienes.
Decapitó a los niños de la aldea de Zeyding e introdujo las cabezas en las vaginas
de sus madres antes de empalar a las mujeres. Le gustaba ver a los empalados torcerse
y revolverse en la estaca ‘como ranas’. Hizo empalar a un burro en la cabeza de
un monje franciscano.
“Vlad gustaba de cortar narices, orejas, órganos sexuales,
brazos y piernas. Quemar, hervir, asar, desollar, crucificar, enterrar vivos… Mojaba
su pan en la sangre de sus víctimas. Se refinaba untando sal en los pies de sus
prisioneros y soltando animales para lamerlos.
“Mas empalar era su especialidad y la variedad de la
tortura su gusto. La estaca podía penetrar el recto, el corazón o el ombligo. Así
murieron miles de hombres, mujeres y niños durante el reinado de Vlad el Empalador,
sin jamás saciar su sed de poder. Sólo su propia muerte escapaba a su capricho.
“Oía las leyendas de su tierra con obsesión y deseo.
“Los moroni capaces de metamorfosis instantáneas, convirtiéndose
en gatos, mastines, insectos o arañas.
“Los nosferatu escondidos en los más hondo de los bosques,
hijos de dos bastardos, entregados a orgías sexuales que los agotan hasta la muerte,
aunque apenas enterrados los nosferatu despiertan y abandonan su tumba para jamás
regresar a ella, recorriendo la noche en forma de perros oscuros, escarabajos o
mariposas. Envenenados de celo, gustan de aparecerse en las recámaras nupciales
y volver estériles e impotentes a los recién casados.
“Los lúgosi, cadáveres vivientes, librados a las orgías
necrofílicas al borde de las tumbas y delatados por sus patas de pollo.
“Los strigoi de Braila con los ojos perpetuamente abiertos
dentro de sus tumbas.
“Los varcolaci de rostros pálidos y epidermis reseca
que caen en profundo sueño para imaginar que ascienden a la luna y la devoran: son
niños que murieron sin bautizo.
“Este era el ferviente deseo de Vlad el Empalador. Traducir
su cruel poder político en cruel poder mágico: reinar no sólo sobre el tiempo, sino
sobre la eternidad.
“Monarca temporal, Vlad, hacia 1457, había provocado
demasiados desafíos rivales a su poder. Los mercaderes y los boyardos locales. Las
dinastías en disputa y sus respectivos apoyos: los Habsburgos y su rey Ladislao
Póstumo, la casa húngara de los Hunyadis y los poderes otomanos en la frontera sur
de Valaquia. Estos últimos se declaraban ‘enemigos de la Cruz de Cristo’. Los reyes
cristianos asociaban a Vlad con la religión infiel. Pero los otomanos, por su parte,
asociaban a Vlad con el Sacro Imperio y la religión cristiana.
“Capturado al fin en medio de su última batalla por
la facción del llamado Basarab Laiota, ágil aliado, como es costumbre balcánica,
a todos los poderes en juego, por más antagónicos que sean, Vlad el Empalador fue
condenado a ser enterrado vivo en un campamento junto al río Tirnava y conducido
hasta allí, para su escarnio, entre los sobrevivientes de sus crímenes infinitos,
que le iban dando la espalda a medida que Vlad pasaba encadenado, de pie, en un
carretón rumbo al camposanto. Nadie quería recibir su última mirada.
“Sólo un ser le daba la cara. Sólo una persona se negaba
a darle la espalda. Vlad fijó sus ojos en esa criatura. Pues era una niña apenas,
de no más de diez años de edad. Miraba al Empalador con una mezcla impresionante
de insolencia e inocencia, de ternura y rencor, de promesa y desesperanza.
“Voivod, príncipe, Vlad el Empalador iba a la muerte
en vida soñando con los vivos en muerte, los moroni, los nosferatu, los strigoi,
los varcolaci, los vampiros: Drácula, el nombre que secretamente le daban todos
los habitantes de Transilvania y Moldavia, Frahas y Valaquia, los Cárpatos y el
Danubio…
“Iba a la muerte y sólo se llevaba la mirada azul de
una niña de diez años de edad, vestida de rosa, la única que no le dio la espalda
ni murmuró en voz baja, como lo hacían todos los demás, el nombre maldito, Drácula…
“Estos son, amigo Navarro, los secretos –parciales–
que puede comunicarle su fiel y seguro servidor
(fdo) ELOY ZURINAGA”
XII
Leí
el manuscrito sentado al volante del BMW. Sólo al terminarlo arranqué. Puse en cuarentena
mis posibles sentimientos. Asco, asombro, duda, rebeldía, incredulidad.
Conduje mecánicamente de la Colonia Roma al acueducto
de Chapultepec, bajo la sombra iluminada del Alcázar dieciochesco y subiendo por
el Paseo de la Reforma (el antiguo Paseo de la Emperatriz) rumbo a Bosques de las
Lomas. Agradecía el automatismo de mis movimientos porque me encontraba ensimismado,
entregado a reflexiones que no son usuales en mí, pero que ahora parecían concentrar
mi experiencia de las últimas horas y brotar de manera espontánea mientras las luces
del atardecer se iban encendiendo, como ojos de gato parpadeantes, a lo largo de
mi recorrido.
Lo que me asaltaba era una sensación de melancolía intensa:
el mejor momento del amor, ¿es el de la melancolía, la incertidumbre, la pérdida?
¿Es cuando más presente, menos sacrificable a las necedades del celo, la rutina,
la descortesía o la falta de atención, sentimos el amor? Imaginé a mi mujer, Asunción,
y recuperando en un instante la totalidad de la pareja, de nuestra vida juntos,
me dije que el placer nos deja atónitos: ¿cómo es posible que el alma entera, Asunción,
pueda fundirse en un beso y pierda de vista al mundo entero?
Le hablaba así a mi amor, porque no sabía lo que me
esperaba en casa del vampiro. Repetía como exorcismos las palabras de la esperanza:
el amor siempre es generoso, no se deja vencer porque lo impulsa el deseo de poseer
plena y al mismo tiempo infinitamente, y como esto no es posible, convertimos la
insatisfacción misma en el acicate del deseo y lo engalanamos, Asunción, de melancolía,
inquietud y la celebración de la finitud misma.
Como si adivinase lo que me esperaba, dejé escapar,
Asunción, un sollozo y me dije:
–Este es el mejor momento del amor.
Caía la tarde cuando llegué a casa del conde Vlad. Me
abrió Borgo, cerrándome, una vez más, el paso. Estaba dispuesto a pegarle, pero
el jorobado se adelantó:
–La niña está atrás, en el jardín.
–¿Cuál jardín? –dije inquieto, enojado.
–Lo que usted llama la barranca. Los árboles –indicó
el criado con un dedo sereno.
No quise correr al lado de la mansión de Vlad para llegar
a eso que Borgo llamaba jardín y que era un barranco, según lo recordaba, con algunos
sauces moribundos sobresalientes en el declive del terreno. Lo primero que noté,
con asombro, fue que los árboles habían sido talados y tallados hasta convertirse
en estacas. Entre dos de estas empalizadas colgaba un columpio infantil.
Allí estaba Magdalena, mi hija.
Corrí a abrazarla, indiferente a todo lo demás.
–Mi niña, mi niñita, mi amor –la besé, la abracé, le
acaricié el pelo crespo, las mejillas ardientes, sentí la plenitud del abrazo que
sólo un padre y una hija saben darse.
Ella se apartó, sonriendo.
–Mira, papá. Mi amiguita Minea.
Volteé para mirar a otra niña, la llamada Minea, que
tomó la mano de mi Magdalena y la apartó de mí. Mi hijita vestía su uniforme escolar
azul marino con cuello blanco y corbata de moño roja.
La otra niña vestía toda de rosa, como las muñecas en
el cuarto que yo había visitado esa mañana. Usaba un vestido rosa de falda ampona
y llena de holanes, con rosas de tela cosidas a la cintura, medias color de rosa
y zapatillas de charol negro. Tenía una masa de bucles dorados, en tirabuzón, con
un moño inmenso, color de rosa, coronándola.
Era de otra época. Pero era idéntica a mi hija (que
tampoco, como lo he indicado, y debido a las formalidades de su madre, era una niña
moderna).
La misma estatura. La misma cara. Sólo el atuendo era
distinto.
–¿Qué haces, Magda? –le dije desechando el asombro.
–Mira –señaló a las estacas del cárcamo. No vi nada
excepcional.
–Las ardillas, papá.
Sí, había ardillas subiendo y bajando por los troncos,
correteando nerviosas, mirándonos como a intrusos antes de reanudar su carrera.
–Muy simpáticas, hija. En el jardín de la casa también
las hay, ¿recuerdas?
Magdalena rio como niña, llevándose una mano a la boca.
Se levantó la falda colegial al mismo tiempo que Minea hacía lo propio. Minea metió
la mano en la parte delantera de su calzón infantil y sacó una ardilla palpitante,
apretada entre las manos.
–¿A que no sabías, papá? A las ardillas los dientes
les crecen por dentro hasta atravesarles la cabeza…
Mi hija tomó la ardilla que le ofreció Minea y levantándose
la falda escolar, la guardó en su calzón sobre el pubis.
Me sentí arrollado por el horror. Había mantenido la
vista baja, observando a las niñas, sin darme cuenta de la vigilante cercanía de
Borgo.
El criado se acercó a mi hija y le acarició el cuello.
Sentí una sublevación de asco. Borgo rio.
–No se preocupe, monsieur Navarro. Mi amo no me permite
más que esto. Il se réserve les petits choux bien pour lui…
Lo dijo como un cocinero que acaricia una gallina antes
de degollarla. Soltó a Magda, pidiendo paz con una mano. Las formas se volvían pardas
como la noche lenta de la meseta.
–En cambio, a Minea, como es de la casa…
El obsceno criado le levantó la falda a la otra niña,
le subió el vestido de holanes color de rosa hasta ocultarle el rostro, reveló el
pecho desnudo con sus pezones infantiles e hincándose frente a Minea comenzó a chupárselos.
–¡Ay, monsieur Navarro! –dijo interrumpiendo su sucia
labor–. ¡Qué formas y florilegios de los pezones! ¡Qué sensación de éxtasis sexual!
Apartó la cara y vi que en el pecho de la niña Minea
habían desaparecido los pezones.
Busqué la mirada de mi hija, como si quisiera apartarla
de estas visiones.
No sé si la miré con odio o si fue ella quien me dijo
con los ojos: –Te detesto. Déjame jugar a gusto.
“Regrese a casa de Vlad. Pronto no habrá remedio”.
Las palabras de Zurinaga resonaron en esa noche turbia
y recién estrenada del altiplano de México, donde el calor del día cede en un segundo
al frío de la noche.
XIII
No
es cierto. No abandoné a Magdalena. El asco turbio que me produjo la escena del
barranco no me desvió de mi propósito lúcido, que era enfrentarme al monstruo y
salvar a mi familia.
Dándole la espalda a Borgo, a Minea y a mi hija, descubrí
la entrada al túnel a boca de jarro sobre el cárcamo, empujé la puerta de metal
y entré a ese pasaje recién construido por el maldito Alcayaga pero que tenía un
musgoso olor a siglos, como si hubiese sido trasladado, en vez de construido aquí,
desde las lejanas tierras de la Valaquia originaria de Vlad Radu.
Perfume de carnes sensualmente corruptas, dulces en
su putrefacción.
Piélago antiquísimo de brea y percebes pegados a los
féretros. Humo arenoso de una tierra que no era mía, que venía de muy lejos, encerrada
entre maderos crujientes y clavos enmohecidos.
Caminé de prisa, sin detenerme porque la curiosidad
acerca de este lúgubre cementerio ambulante ya la había saciado esta mañana. Me
detuve con un grito sofocado. Detrás de un cajón de muerto, apareció Vlad, cerrándome
el paso.
Por un instante no lo reconocí. Se envolvía en una capa
dragona y la cabellera le caía sobre los hombros, negra y lustrosa. No era una peluca
más. Era el cabello de la juventud, renacido, brillante, espeso. Lo reconocí por
la forma del rostro, por la palidez calcárea, por los anteojos negros que ocultaban
las cuencas sangrientas.
Recordé las palabras amargas de Zurinaga, Vlad escoge
a voluntad sus edades, parece viejo, joven o siguiendo el curso natural de los años,
nos engaña a todos…
–¿A dónde va tan de prisa, señor Navarro? –dijo con
su voz untosa y profunda.
La simple pregunta me turbó. Si había abandonado en
la barranca a mi hija, fue sólo para enfrentarme a Vlad.
Aquí lo tenía. Pero debí dar otra respuesta. –Busco
a mi mujer.
–Su mujer no me interesa.
–Qué bueno saberlo. Quiero verla y llevarnos a Magdalena.
No será usted quien destruya nuestro hogar.
Vlad sonrió como un gato que desayuna canarios. –Navarro,
déjeme explicarle la situación. Abrió de un golpe un féretro y allí yacía Asunción,
mi esposa, pálida y bella, vestida de negro, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Busqué instintivamente su cuello. Dos alfilerazos morados, pequeñísimos capullos
de sangre, florecían a la altura de la yugular externa.
Iba a reprimir un grito que el propio Vlad, con una
fuerza de gladiador, sofocó con una mano de araña sobre mi boca, aprisionando con
la otra mi pecho.
–Mírela bien y entiéndalo bien. No me interesa su esposa,
Navarro. Me interesa su hija. Es la compañera ideal de Minea. Son casi gemelas,
¿se dio usted cuenta? Viera usted la cantidad de fotografías que hube de escudriñar
en las largas noches de mi arruinado castillo en la Valaquia hasta encontrar a la
niña más parecida a la mía. ¡Y en México, una ciudad de veinte millones de nuevas
víctimas, como las llamaría usted! ¡Una ciudad sin seguridad policiaca! ¡Viera usted
los trabajos que pasé con Scotland Yard en Londres! Y además –aunque he cultivado
viejas amistades en todo el mundo–, la ciudad de mi viejo –viejísimo, sí– amigo
Zurinaga. Todo salió a pedir de boca, por decirlo de algún modo… ¡Veinte millones
de sabrosas morongas!
Vlad tuvo el mal gusto de relamerse.
–Son casi gemelas, ¿se dio usted cuenta? Minea ha sido
una fuente de vida para mí. Crea en mis buenos sentimientos, Navarro. Usted que
posee la mística de la familia. Esta niña es, realmente, mi única y verdadera familia.
Suspiró sentimentalmente. Yo permanecí, a medida que
el conde aflojaba su fuerza sobre mi cuerpo, fascinado por el cinismo del personaje.
–Con Minea, ve usted, entendí, supe lo que no sabía.
Imagínese, desde que empecé mi vida hace cinco siglos, en la fortaleza de Sigiscara
sobre el río Tirnava, sólo viví luchando por el poder político, tratando de mantener
la herencia de mi padre Vlad Dracu contra mi medio hermano Alexandru por el trono
de Valaquia, contra la amante de mi padre, Caktuna, convertida en monja, y su hijo
mi medio hermano, monje como su madre, conspiradores ambos bajo la santidad de la
Iglesia, luchando contra los turcos que invadieron mi reino con la ayuda de mi traidor
y corrupto hermano menor, Radu, efebo del sultán Mhemed en su harén masculino, prisionero
yo mismo de los turcos, Navarro, donde aprendí las crueldades más refinadas y salí
armado de venganza hasta teñir de rojo el Danubio entero, de Silistra a Tismania,
llenar de cadáveres los pantanos de Balreni, cegar con hierro y enterrar vivos a
mis enemigos y empalar en estacas a cuantos se opusieran a mi poder, empalados por
la boca, por el recto, por el ombligo, así me gané el título de Vlad el Empalador.
El nuncio papal Gabriele Rangone me acusó de empalar a cien mil hombres y mujeres
y el Papa mismo me condenó a vivir incomunicado en una profundidad secreta bajo
lápida de fierro en un camposanto a orillas del río Tirnava, después de dictaminar
“La tierra sacra no recibirá tu cuerpo”, condenándome a permanecer insepulto pero
enterrado en vida… Así nació mi injusta leyenda de muerto-vivo en todas las aldeas
entre el río Dambótiva y el Paso del Roterturn: toda muerte inexplicada, toda desaparición
o secuestro, me eran atribuidos a mí, Vlad el Empalador, el Muerto en Vida, el Insepulto,
mientras yo yacía vivo en una hondura cavernaria comiendo raíces y tierra, ratas
y los murciélagos que pendían de las bóvedas de la caverna, serpientes y arañas,
enterrado vivo, Navarro, buscado por crímenes que no cometí y pagando por los que
sí cometí, buscado por la Santa Inquisición de las comunidades unidas, convencidas
de que yo no había muerto y perpetraba todos los crímenes, ¿pero dónde me encontraba?,
¿cómo descubrir mi escondite en medio de las tumbas levantadas como dedos de piedra,
estacas de mármol, en la orilla del Tirnava: sepultado sin nombre ni fecha por órdenes
del difunto nuncio, borrado del mundo pero sospechoso de corromperlo? El sitio de
mi reclusión forzada había sido celosamente guardado en Roma, olvidado o perdido,
no sé. El nuncio se llevó el secreto a la tumba. Entonces los pobladores de la Valaquia
oyeron el consejo ancestral. Que una niña desnuda montada a caballo recorra todos
los cementerios de la región a galope, y allí donde se detenga el caballo estará
escondido Vlad y allí mismo le hundiremos una estaca en el pecho al Empalador…
Una noche al fin oí el galope funesto. Me abracé a mí
mismo. Sólo esa noche tuve miedo, Navarro. El galope se alejó. Unas horas más tarde,
la niña desnuda regresó al sitio de mi prisión, abrió las compuertas de fierro de
mi desapacible cárcel papal. “Me llamo Minea”, me dijo, “le encajé las espuelas
al caballo cuando se iba a detener sobre tu escondite. Así supe que estabas encarcelado
aquí. Ahora sal. He venido a rescatarte. Has aprendido a alimentarte de la tierra.
Has aprendido a vivir enterrado. Has aprendido a no verte jamás a ti mismo. Cuando
empezó la cacería contra ti, me ofrecí candorosa. Nadie sospecha de una niña de
diez años. Aproveché mi apariencia, pero tengo tres siglos de rondar la noche. Vengo
a ofrecerte un trato. Sal de esta cárcel y únete a nosotros. Te ofrezco la vida
eterna. Somos legión. Has encontrado tu compañía. El precio que vas a pagar es muy
bajo”.
La niña Minea se lanzó sobre mi cuello y allí me enterró
los dientes.
Había encontrado mi compañía. No soy un creador, Navarro,
soy una criatura más, ¿entiende usted?… Yo vivía, como usted, en el tiempo. Como
usted, habría muerto. La niña me arrancó del tiempo y me condujo a la eternidad…
Me estaba estrangulando.
–¿No siente compasión hacia mí? Ella me arrancó los
ojos, se los chupó como se lo chupa todo, para que mis ojos no expresaran más otra
necesidad que la sangre, ni otra simpatía que la noche…
Traté de morder la mano que me amordazaba obligándome
a escuchar esta increíble y lejana historia y temí, como un idiota, que herir la
sangre del vampiro era tentar al mismísimo Diablo. Vlad apretó su dominio sobre
mi cuerpo.
–Los niños son pura fuerza interna, señor Navarro. Una
parte de nuestro poderío vital está concentrado adentro de cada niño y la desperdiciamos,
queremos que dejen de ser niños y se vuelvan adultos, trabajadores, “útiles a la
sociedad”.
Lanzó una espantosa carcajada.
–¡La historia! ¡Piense en la historia que acabo de narrarle
y dígame si todo ese basurero de mentiras, esos biombos de nuestra mortalidad aterrada
que llamamos profesiones liberales, política, economía, arte, incluso arte, señor
Navarro, nos salvan de la imbecilidad y de la muerte! ¿Sabe cuál es mi experimento?
Dejar que su hija crezca, adquiera forma y atractivo de mujer, pero no deje nunca
de ser niña, fuente de vida y pureza…
–No, Minea nunca crecerá –dijo adivinando mi confusión–.
Ella es la eterna niña de la noche.
Me mostró, haciéndome girar hasta darle la cara, las
encías encendidas, los colmillos de un marfil pulido como espejo.
–Estoy esperando que su hija crezca, Navarro. Va a permanecer
conmigo. Será mi novia. Un día será mi esposa. Será educada como vampiro. –El siniestro
monstruo dibujó una sonrisa agria–. No sé si le daremos nietos…
Me soltó. Extendió el brazo y me indicó el camino.
–Espere a su mujer en la sala. Y piense una cosa. Me
he alimentado de ella mientras la niña crece. No quiero retenerla mucho tiempo.
Sólo mientras me sea útil. Francamente, no veo qué le encuentra usted de maravillosa.
Elle est une femme de ménage!
XIV
Caminé
como sonámbulo y esperé sentado en la sala blanca de muebles negros y numerosas
coladeras. Cuando mi mujer apareció, vestida de negro, con la melena suelta y la
mirada inmóvil, sentí simpatía y antipatía, atracción y repulsión, una inmensa ternura
y un miedo igualmente grande.
Me levanté y le tendí la mano para acercarla a mí. Asunción
rechazó la invitación, se sentó frente a mí, poseída por una mirada neutra. No me
tocó.
–Mi amor –le dije adelantando la cabeza y el torso hasta
posar mis manos unidas sobre mis rodillas–. Vine por ti. Vine por la niña. Creo
que todo esto es sólo una pesadilla. Vamos a recoger a Magda. Tengo el coche allí
afuerita. Asunción, vámonos rápido de aquí, rápido.
Me miró con lo mismo que yo le otorgué al verla entrar,
aunque sólo la mitad de mis sentimientos. Antipatía, repulsión y miedo. Me dejó
esa carta única: el temor.
–¿Tú quieres a mi hija? –me dijo con una voz nueva,
como si hubiese tragado arena y expulsándome de la paternidad compartida con ese
cruel, frío posesivo: mi hija.
–Asunción, Magda –alcancé a balbucear.
–¿Tú recuerdas a Didier?
–Asunción, era nuestro hijo.
–ES. Es mi hijo
–Nuestro, Asunción. Murió. Lo adoramos, lo recordamos,
pero ya no es. Fue.
–Magdalena no va a morir –anunció Asunción con una serenidad
helada–. El niño murió. La niña no va a morir nunca. No volveré a pasar esa pena,
nunca.
¿Cómo iba a decirle algo como “todos vamos a morir”
si en la voz y la mirada de mi mujer había ya, instalada allí como una llama perpetua,
la convicción repetida?
–Mi hija no va a morir. Por ella no habrá luto. Magdalena
vivirá para siempre.
¿Era este el sacrificio? ¿A esto llegaba el amor materno?
¿Debía admirar a la madre porque admitía esta inmolación?
–No es un sacrificio –dijo como si leyera mi pensamiento–.
Estoy aquí por Magda. Pero también estoy aquí por mi gusto. Quiero que lo sepas.
Recuperé el habla, como un toro picado bajo el testuz sólo para embestir mejor.
–Hablé con ese siniestro anciano.
–¿Zurinaga? ¿Hablaste con Zurinaga?
Me confundí.
–Sí, pero me refiero a este otro anciano, Vlad… Ella
prosiguió.
–El trato lo hice con Zurinaga. Zurinaga fue el intermediario.
Él le mandó a Vlad la foto de Magdalena. Él me ofreció el pacto en nombre de Vladimiro…
–Vladimiro –traté de sonreír–. Se burló de Zurinaga.
Le ofreció la vida eterna y luego lo mandó a la chingada. Lo mismo les va a pasar
a…
–Él me ofreció el pacto en nombre de Vladimiro –continuó
Asunción sin prestarme atención–. La vida eterna para mi hija. Zurinaga sabía mi
terror. Él se lo dijo a Vladimiro.
–A cambio de tu sexo para Vlad –interrumpí. Por primera
vez, ella esbozó una sonrisa. La saliva le escurría hacia el mentón.
–No, aunque no existiera la niña, yo estaría aquí por
mi gusto…
–Asunción –dije angustiado–. Mi adorada Asunción, mi
mujer, mi amor…
–Tu adorado, aburrido amor –dijo con diamantes negros
en la mirada–. Tu esposa prisionera del tedio cotidiano.
–Mi amor –dije casi con desesperación, ciertamente con
incredulidad–. Recuerda los momentos de nuestra pasión. ¿Qué estás diciendo? Tú
y yo nos hemos querido apasionadamente.
–Son los momentos que más pronto se olvidan –dijo sin
mover un músculo de la cara–. Tu amor repetitivo me cansa, me aburre tu fidelidad,
llevo años incubando mi receptividad hacia Vladimiro, sin saberlo. Nada de esto
pasa en un día, como tú pareces creer…
Como no tenía palabras nuevas, repetí las que ya sabía:
–Recuerda nuestra pasión.
–No deseo tu normalidad –escupió con esa espuma que
le salía entre los labios.
Asunción, vas al horror, vas a vivir en el horror, no
te entiendo, vas a ser horriblemente desdichada.
Me miró como si me dijera “ya lo sé” pero su boca primero
pronunció otras palabras.
–Sí, quiero a un hombre que me haga daño. Y tú eres
demasiado bueno.
Hizo una pausa atroz.
–Tu fidelidad es una plaga.
Jugué otra carta, repuesto de todo asombro, tragándome
mi humillación, superada la injuria gracias al amor constante y cierto que celebra
su propia finitud y se ama con su propia imperfección.
–Dices todo esto para que me enfade contigo, mi amor,
y me vaya amargado pero resignado…
–No –agitó la melena lustrosa, tan parecida ahora a
la magnífica cabellera renaciente de Vlad–. No soy prisionera. Me he escapado de
tu prisión.
Una furia sibilante se apoderó de su lengua, esparciendo
saliva espesa.
–Gozo con Vlad. Es un hombre que conoce instantáneamente
todas las debilidades de una mujer…
Pero esa voz siseante, de serpiente, se apagó en seguida
cuando me dijo que no pudo resistir la atracción de Vlad. Vlad rompió nuestra tediosa
costumbre.
–Y sigo caliente por él, aunque sepa que me está usando,
que quiere a la niña y no a mí…
No pudo contener el brillo lacrimoso de un llanto incipiente.
–Vete, Yves, por lo que más quieras. No hay remedio.
Si quieres, puedes imaginar que aunque te haga daño, te seguiré estimando. Pero
sal de aquí y vive preguntándote, ¿quién perdió más?, ¿yo te quité más a ti, o tú
a mí? Mientras no contestes esta pregunta, no sabrás nada de mí…
Rio impúdicamente.
–Vete. Vlad no tolera las fidelidades compartidas.
Acudí a otras palabras, no me quería dar por vencido,
no entendía contra qué fuerzas combatía.
–Para mí, siempre serás bella, deseable, Asunción…
–No –bajó la cabeza–. No, ya no, para nadie…
–Lamento interrumpir esta tierna escena doméstica –dijo
Vlad apareciendo repentinamente–. La noche avanza, hay deberes, mi querida Asunción…
En ese instante, la sangre brotó de cada coladera del
salón.
Mi mujer se levantó y salió rápidamente de la sala,
arrastrando las faldas entre los charcos de sangre.
Vlad me miró con sorna cortés.
–¿Me permite acompañarlo a la puerta, señor Navarro?
Los automatismos de la educación recibida, la cortesía
ancestral, vencieron todas mis disminuidas resistencias. Me incorporé y caminé guiado
por el conde hacia la puerta de la mansión de Bosques de las Lomas.
Cruzamos el espacio entre la puerta de la casa y la
verja que daba a la calle.
–No luche más, Navarro. Ignora usted los infinitos recursos
de la muerte. Conténtese. Regrese a la maldición del trabajo, que para usted es
una bendición, lo sé y lo entiendo. Usted vive la vida. Yo la codicio. Es una diferencia
importante. Lo que nos une es que en este mundo todos usamos a todos, algunos ganamos,
otros pierden. Resígnese.
Me puso la mano sobre el hombro. Sentí el escalofrío.
–O únase a nosotros, Navarro. Sea parte de mi tribu
errante. Mire lo que le ofrezco, a pesar de su insobornable orgullo: quédese con
su mujer y su hija, aquí, eternamente… Piense que llegará un momento en que su mujer
y su hija no serán vistas por nadie sino por mí.
Estábamos frente a la verja, entre la calle y la casa.
–De todos modos, va usted a morir y no las verá nunca
más. Piénselo bien.
Levantó una mano de uñas vidriosas.
–Y dése prisa. Mañana ya no estaremos aquí. Si se va,
no nos volverá a ver. Pero tenga presente que mi ausencia es a menudo engañosa.
Yo siempre encuentro una debilidad, un resquicio por donde volverme a colar. Si
un amigo tan estimado como usted me convoca, yo regresaré, se lo aseguro, yo apareceré…
Todo mi ser, mi formación, mi costumbre, mi vida entera,
me impulsaban a votar por el trabajo, la salud, el placer que nos es permitido a
los seres humanos. La enfermedad. La muerte. Y en contra de todo, luchaba en mí
una intolerable e incierta ternura hacia este pobre ser. Él mismo no era el origen
del mal. Él mismo era la víctima. Él no nació monstruo, lo volvieron vampiro… Era
la criatura de su hija Minea, era una víctima más, pobre Vlad…
El maldito conde jugó su última carta.
–Su mujer y su hija van a vivir para siempre. Parece
que eso a usted no le importa. ¿No le gustaría que su hijo resucitara? ¿Eso también
lo despreciaría usted? No me mire de esa manera, Navarro. No acostumbro bromear
en asuntos de vida y muerte. Mire, allí está su coche estacionado. Mire bien y decídase
pronto. Tengo prisa en irme de aquí.
Lo miré interrogante.
–¿Se va de aquí?
Vlad contestó fríamente.
–Usted olvidará este lugar y este día. Usted nunca estuvo
en esta casa. Nunca.
–¿Se va de la Ciudad de México? –insistí con voz de
opio.
–No, Navarro. Me pierdo en la Ciudad de México, como
antes me perdí en Londres, en Roma, en Bremerhaven, en Nueva Orleans, donde quiera
que me ha llevado la imaginación y el terror de ustedes los mortales. Me pierdo
ahora en la ciudad más populosa del planeta. Me confundo entre las multitudes nocturnas,
saboreando ya la abundancia de sangre fresca, dispuesto a hacerla mía, a reanudar
con mi sed la sed del sacrificio antiguo que está en el origen de la historia… Pero
no lo olvide. Siempre soy Vlad, para los amigos.
Le di la espalda al vampiro, a su horror, a su fatalidad.
Sí, iba a optar por la vida y el trabajo, aunque mi corazón ya estaba muerto para
siempre. Y sin embargo, una voz sagrada, escondida hasta ese momento, me dijo al
oído, desde adentro de mi alma, que el secreto del mundo es que está inacabado porque
Dios mismo está inacabado. Quizá, como el vampiro, Dios es un ser nocturno y misterioso
que no acaba de manifestarse o de entenderse a sí mismo y por eso nos necesita.
Vivir para que Dios no muera. Cumplir viviendo la obra inacabada de un Dios anhelante.
Eché una mirada final, de lado, al cárcamo de bosques
tallados hasta convertirlos en estacas. Magda y Minea reían y se columpiaban entre
estacas, cantando:
Sleep, pretty wantons,
do not cry,
and I will sing a lullaby:
rock them, rock them, lullaby…
Sentí
drenada la voluntad de vivir, yéndose como la sangre por las coladeras de la mansión
del vampiro. Ni siquiera tenía la voluntad de unirme al pacto ofrecido por Vlad.
El trabajo, las recompensas de la vida, los placeres… Todo huía de mí. Me vencía
todo lo que quedó incompleto. Me dolía la terrible nostalgia de lo que no fue ni
será jamás. ¿Qué había perdido en esta espantosa jornada? No el amor; ese persistía,
a pesar de todo. No el amor, sino la esperanza. Vlad me había dejado sin esperanza,
sin más consuelo que sentir que cuanto había ocurrido le había ocurrido a otro,
el sentido de que todo venía de otra parte aunque me sucediera a mí: yo era el tamiz,
un misterio intangible pasaba por mí pero iba y venía de otra parte a otra parte…
Y sin embargo, yo mismo, ¿no habré cambiado para siempre, por dentro?
Salí a la calle.
La verja se cerró detrás de mí.
No pude evitar una mirada final a la mansión del conde
Vlad.
Algo fantástico sucedía.
La casa de Bosques de las Lomas, su aérea fachada moderna
de vidrio, sus líneas de limpia geometría, se iban disolviendo ante mis ojos, como
si se derritieran. A medida que la casa moderna se iba disolviendo, otra casa aparecía
poco a poco en su lugar, mutando lo antiguo por lo viejo, el vidrio por la piedra,
la línea recta no por una sinuosidad cualquiera, sino por la sustitución derretida
de una forma en otra.
Iba apareciendo, poco a poco, detrás del velo de la
casa aparente, la forma de un castillo antiguo, derruido, inhabitable, impregnado
ya de ese olor podrido que percibí en las tumbas del túnel, inestable, crujiente
como el casco de un antiquísimo barco encallado entre montañas abruptas, un castillo
de atalaya arruinada, de almenas carcomidas, de amenazantes torres de flanco, de
rastrillo enmohecido, de fosos secos y lamosos, y de una torre de homenaje donde
se posaba, mirándome con sus anteojos negros, diciéndome que se iría de este lugar
y nunca lo reconocería si regresaba a él, convocándome a entrar de vuelta a la catacumba,
advirtiéndome que ya nunca podría vivir normalmente, mientras yo luchaba con todas
mis fuerzas, a pesar de todo, consciente de todo, sabedor de que mi fuerza vital
ya estaba enterrada en una tumba, que yo mismo viviría siempre, dondequiera que
fuera, en la tumba del vampiro, y que por más que afirmara mi voluntad de vida,
estaba condenado a muerte porque viviría con el conocimiento de lo que viví para
que la negra tribu de Vlad no muriera.
Entonces de la torre de flanco salieron volando torpemente,
pues eran ratas monstruosas dotadas de alas varicosas, los vespertillos ciegos,
los morciguillos guiados por el poder de sus inmundas orejas largas y peludas,
emigrando a nuevos sepulcros.
¿Irían Asunción mi mujer, Magda mi hija, entre la parvada
de ratones ciegos?
Me fui acercando al coche estacionado.
Algo se movía dentro del auto.
Una figura borrosa.
Cuando al cabo la distinguí, grité de horror y júbilo
mezclados.
Me llevé las manos a los ojos, oculté mi propia mirada
y sólo pude murmurar:
–No, no, no…
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