martes, 20 de febrero de 2024

Cómo criar un grifo

Robert Sheckley

 

Treggis se sintió bastante aliviado cuando el propietario de la librería se alejó para atender a otro cliente. Al fin y al cabo, era muy irritante eso de tener un viejo encorvado, charlatán y adulador pegado al hombro para espiar la página que uno miraba o señalar aquí y allá con un dedo sucio y nudoso. No cesaba de quitar obsequiosamente el polvo de los estantes con un pañuelo manchado de tabaco y para qué hablar del exquisito aburrimiento que implicaba escuchar sus cacareadas y chillonas reminiscencias.

Sus intenciones eran buenas, sin duda, pero todo tenía un límite. No cabía más que sonreír cortésmente, anhelando que sonara la campanita colgada en la puerta del negocio. Y eso era lo que acababa de pasar.

Treggis se dirigió hacia el fondo del local, confiando en que aquel desagradable hombrecito no trataría de buscarlo. Pasó junto a medio centenar de títulos griegos y ante la sección de ciencias populares. Siguieron, en extraña confusión de títulos y autores, Edgar Rice Burroughs, Anthony Trollope, Teosofía y los poemas de Longfellow. A medida que avanzaba hacia la trastienda, el polvo se hacía más denso, las bombillas eléctricas, suspendidas del techo sin pantalla, eran más escasas, y más altas las pilas de libros ajados y mohosos.

Aquel viejo local era magnífico. Treggis se preguntó cómo era posible que hubiese ignorado su existencia hasta entonces, puesto que las librerías eran su máximo placer. Pasaba en ellas todo su tiempo libre, y era feliz rondando entre montones de volúmenes.

Naturalmente, le interesaba en especial cierto tipo de libros.

Hacia el final de la alta rampa de libros se abrían otros tres corredores en ángulos absurdos. Al tomar por el sendero del centro, Treggis pensó que el local no parecía tan largo desde la calle; era sólo una puerta medio escondida entre dos edificios, con un viejo cartel escrito a mano sobre el panel superior. Sin embargo, estos negocios antiguos eran engañosos; a veces se prolongaban hasta el centro de la manzana.

En el extremo de ese corredor se abrían otras dos estanterías. Treggis eligió la de la izquierda y empezó a leer los títulos, recorriéndolos de arriba a abajo con ojo experto. No tenía el menor apuro; si quería, podría pasar allí el resto del día… y la noche, por qué no.

Había recorrido unos tres metros del corredor cuando uno de los volúmenes le llamó la atención. Retrocedió para verlo.

Era un libro pequeño, de tapas negras; a pesar de su vetustez, presentaba ese aspecto atemporal que tienen ciertos libros. Tenía los bordes gastados, y las letras de la cubierta estaban casi borradas.

–Bueno, quién sabe –murmuró Treggis, suavemente.

La cubierta decía: Cuidado y alimentación del grifo. Y debajo, en letras más pequeñas: Consejos para el criador.

Según sus conocimientos, el grifo era un monstruo mitológico, mitad león y mitad águila.

Abrió el libro en la página del índice. Los capítulos eran:

1. Especies de grifos.

2. Breve historia de la grifología.

3. Variedades de grifos.

4. Alimentación del grifo.

5. Construcción de un hábitat natural para el grifo.

6. El grifo durante la época de muda.

7. El grifo y…

Cerró el libro, diciéndose:

–Decididamente, esto es… bueno, extraño.

Hojeó el volumen, leyendo una frase de tanto en tanto. En un primer momento había pensado que se trataba de algunas de aquellas recopilaciones de historia natural apócrifa, tan caras a los isabelinos; pero no era así. La obra no era tan antigua; el estilo carecía de eufemismos, de frases equilibradas y antítesis ingeniosas. Era, en cambio, directo, simple, conciso. Treggis volvió unas cuantas páginas y halló esto:

“El grifo se alimenta exclusivamente de jóvenes vírgenes. Es necesario alimentarlo una vez cada treinta días, dedicando especial atención a…”

Volvió a cerrar el libro. Aquella frase inspiraba, por sí sola, toda una serie de ideas. Las borró de su mente, ruborizándose, y miró nuevamente hacia el estante, pensando que podía haber otros libros de este tipo; algo así como Breve historia de las sirenas, o Dieta equilibrada para minotauros. Pero no había nada siquiera remotamente parecido a eso. Ni en ese estante ni en los demás, a juzgar por lo que veía.

–¿Ha encontrado algo? –preguntó una voz junto a su hombro.

Treggis tragó saliva y sonrió, mostrando el viejo libro de tapas negras.

–Oh, sí –observó el anciano mientras limpiaba el polvo de la cubierta–. Un libro muy raro, éste.

–Oh, ¿de veras? –murmuró Treggis.

–Los grifos –musitó el viejo, hojeando el libro– son muy raros. Muy extraña esa raza… de animales.

Y agregó, después de meditar un instante:

–Es un dólar y medio, señor.

Treggis salió de allí con su nueva adquisición apretada bajo el delgado brazo derecho. Se dirigió directamente a su cuarto. No todos los días se puede comprar un libro sobre el Cuidado y alimentación del grifo.

El cuarto de Treggis era extrañamente parecido a una venta de libros usados. Presentaba la misma falta de espacio, la misma capa gris de polvo sobre cada objeto, el mismo caos vagamente ordenado de los títulos, autores y tipos. Treggis no perdió tiempo en regodearse con sus tesoros. No prestó atención a los Versos Libidinosos. Quitó del sillón, sin más ceremonias, la Psychopathia Sexualis, y se sentó a leer.

Había mucha información sobre el cuidado y la alimentación del grifo. Nunca habría imaginado que una criatura en la que se combinaban el león y el águila pudiera ser tan delicada. También había interesantes detalles sobre los hábitos alimenticios del grifo. Y otros datos. Como entretenimiento, aquella obra podía competir con las enseñanzas de Havelock Ellis en materia sexual, que hasta entonces habían sido su lectura favorita.

Hacia el final se daban instrucciones precisas para llegar al zoológico. Aquellas instrucciones carecían de todo antecedente y comparación.

Era ya bien pasada la medianoche cuando Treggis cerró el libro. ¡Qué cantidad de extraña información contenían aquellas dos tapas negras! Una frase, en especial, seguía sonando en su cerebro:

“El grifo se alimenta exclusivamente de jóvenes vírgenes”. Eso le preocupaba. Por alguna razón, no le parecía bien.

Al fin abrió nuevamente el libro en las Instrucciones para llegar al Zoológico.

Decididamente extrañas. Y sin embargo, no muy difíciles de seguir. Por cierto, no requerían mucho esfuerzo físico. Sólo unas pocas palabras y unos pocos movimientos. De pronto, Treggis comprendió que su trabajo como empleado de banco era demasiado oneroso. Una estúpida forma de perder ocho valiosas horas diarias, de cualquier modo que se le mirase. Sin duda, era mucho más interesante estar a cargo del cuidado de un grifo. Aplicar los ungüentos especiales durante la estación de muda, contestar preguntas sobre grifología. Encargarse de la alimentación. “El grifo se alimenta exclusivamente…”

–Sí, sí, sí, sí –murmuró rápidamente Treggis, recorriendo a grandes pasos su pequeño cuarto–. Una mistificación… Pero lo mejor será probar las instrucciones. Para reírme un rato.

Soltó una risa hueca.

No hubo relámpago cegador ni estallido de truenos. Treggis se vio transportado, al parecer instantáneamente, a cierto lugar. Se tambaleó por un momento, pero en seguida recuperó el equilibrio y abrió los ojos. La luz del sol era intensísima. Al mirar a su alrededor, vio que alguien había construido con mucha eficacia el hábitat natural del grifo.

Treggis se adelantó con bastante seguridad, considerando que le temblaban las rodillas, los tobillos y el estómago. En ese momento pudo ver al grifo.

En el mismo instante, el grifo vio a Treggis.

Con lentitud al principio, y después con velocidad creciente, el grifo avanzó hacia él. Se abrieron las grandes alas de águila, se extendieron las garras, y el grifo saltó, o se deslizó, hacia adelante.

Treggis trató de apartarse del camino, con un escalofrío incontrolable. El grifo se acercó, enorme y dorado bajo el sol. Treggis gritó desesperadamente:

–¡No, no! El grifo se alimenta exclusivamente de jóvenes…

Volvió a gritar, al comprenderlo todo con absoluta claridad, en tanto las garras lo apresaban.

 

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