Robert Sheckley
Treggis se sintió bastante aliviado cuando el propietario de la librería se
alejó para atender a otro cliente. Al fin y al cabo, era muy irritante eso de tener
un viejo encorvado, charlatán y adulador pegado al hombro para espiar la página
que uno miraba o señalar aquí y allá con un dedo sucio y nudoso. No cesaba de quitar
obsequiosamente el polvo de los estantes con un pañuelo manchado de tabaco y para
qué hablar del exquisito aburrimiento que implicaba escuchar sus cacareadas y chillonas
reminiscencias.
Sus intenciones eran buenas, sin duda, pero todo tenía un
límite. No cabía más que sonreír cortésmente, anhelando que sonara la campanita
colgada en la puerta del negocio. Y eso era lo que acababa de pasar.
Treggis se dirigió hacia el fondo del local, confiando en
que aquel desagradable hombrecito no trataría de buscarlo. Pasó junto a medio centenar
de títulos griegos y ante la sección de ciencias populares. Siguieron, en extraña
confusión de títulos y autores, Edgar Rice Burroughs, Anthony Trollope, Teosofía
y los poemas de Longfellow. A medida que avanzaba hacia la trastienda, el polvo
se hacía más denso, las bombillas eléctricas, suspendidas del techo sin pantalla,
eran más escasas, y más altas las pilas de libros ajados y mohosos.
Aquel viejo local era magnífico. Treggis se preguntó cómo
era posible que hubiese ignorado su existencia hasta entonces, puesto que las librerías
eran su máximo placer. Pasaba en ellas todo su tiempo libre, y era feliz rondando
entre montones de volúmenes.
Naturalmente, le interesaba en especial cierto tipo de libros.
Hacia el final de la alta rampa de libros se abrían otros
tres corredores en ángulos absurdos. Al tomar por el sendero del centro, Treggis
pensó que el local no parecía tan largo desde la calle; era sólo una puerta medio
escondida entre dos edificios, con un viejo cartel escrito a mano sobre el panel
superior. Sin embargo, estos negocios antiguos eran engañosos; a veces se prolongaban
hasta el centro de la manzana.
En el extremo de ese corredor se abrían otras dos estanterías.
Treggis eligió la de la izquierda y empezó a leer los títulos, recorriéndolos de
arriba a abajo con ojo experto. No tenía el menor apuro; si quería, podría pasar
allí el resto del día… y la noche, por qué no.
Había recorrido unos tres metros del corredor cuando uno de
los volúmenes le llamó la atención. Retrocedió para verlo.
Era un libro pequeño, de tapas negras; a pesar de su vetustez,
presentaba ese aspecto atemporal que tienen ciertos libros. Tenía los bordes gastados,
y las letras de la cubierta estaban casi borradas.
–Bueno, quién sabe –murmuró Treggis, suavemente.
La cubierta decía: Cuidado y alimentación del grifo.
Y debajo, en letras más pequeñas: Consejos para el criador.
Según sus conocimientos, el grifo era un monstruo mitológico,
mitad león y mitad águila.
Abrió el libro en la página del índice. Los capítulos eran:
1. Especies de grifos.
2. Breve historia de la grifología.
3. Variedades de grifos.
4. Alimentación del grifo.
5. Construcción de un hábitat natural para el grifo.
6. El grifo durante la época de muda.
7. El grifo y…
Cerró el libro, diciéndose:
–Decididamente, esto es… bueno, extraño.
Hojeó el volumen, leyendo una frase de tanto en tanto. En
un primer momento había pensado que se trataba de algunas de aquellas recopilaciones
de historia natural apócrifa, tan caras a los isabelinos; pero no era así. La obra
no era tan antigua; el estilo carecía de eufemismos, de frases equilibradas y antítesis
ingeniosas. Era, en cambio, directo, simple, conciso. Treggis volvió unas cuantas
páginas y halló esto:
“El grifo se alimenta exclusivamente de jóvenes vírgenes.
Es necesario alimentarlo una vez cada treinta días, dedicando especial atención
a…”
Volvió a cerrar el libro. Aquella frase inspiraba, por sí
sola, toda una serie de ideas. Las borró de su mente, ruborizándose, y miró nuevamente
hacia el estante, pensando que podía haber otros libros de este tipo; algo así como
Breve historia de las sirenas, o Dieta equilibrada para minotauros.
Pero no había nada siquiera remotamente parecido a eso. Ni en ese estante ni en
los demás, a juzgar por lo que veía.
–¿Ha encontrado algo? –preguntó una voz junto a su hombro.
Treggis tragó saliva y sonrió, mostrando el viejo libro de
tapas negras.
–Oh, sí –observó el anciano mientras limpiaba el polvo de
la cubierta–. Un libro muy raro, éste.
–Oh, ¿de veras? –murmuró Treggis.
–Los grifos –musitó el viejo, hojeando el libro– son muy raros.
Muy extraña esa raza… de animales.
Y agregó, después de meditar un instante:
–Es un dólar y medio, señor.
Treggis salió de allí con su nueva adquisición apretada bajo
el delgado brazo derecho. Se dirigió directamente a su cuarto. No todos los días
se puede comprar un libro sobre el Cuidado y alimentación del grifo.
El cuarto de Treggis era extrañamente parecido a una venta
de libros usados. Presentaba la misma falta de espacio, la misma capa gris de polvo
sobre cada objeto, el mismo caos vagamente ordenado de los títulos, autores y tipos.
Treggis no perdió tiempo en regodearse con sus tesoros. No prestó atención a los
Versos Libidinosos. Quitó del sillón, sin más ceremonias, la Psychopathia
Sexualis, y se sentó a leer.
Había mucha información sobre el cuidado y la alimentación
del grifo. Nunca habría imaginado que una criatura en la que se combinaban el león
y el águila pudiera ser tan delicada. También había interesantes detalles sobre
los hábitos alimenticios del grifo. Y otros datos. Como entretenimiento, aquella
obra podía competir con las enseñanzas de Havelock Ellis en materia sexual, que
hasta entonces habían sido su lectura favorita.
Hacia el final se daban instrucciones precisas para llegar
al zoológico. Aquellas instrucciones carecían de todo antecedente y comparación.
Era ya bien pasada la medianoche cuando Treggis cerró el libro.
¡Qué cantidad de extraña información contenían aquellas dos tapas negras! Una frase,
en especial, seguía sonando en su cerebro:
“El grifo se alimenta exclusivamente de jóvenes vírgenes”.
Eso le preocupaba. Por alguna razón, no le parecía bien.
Al fin abrió nuevamente el libro en las Instrucciones para
llegar al Zoológico.
Decididamente extrañas. Y sin embargo, no muy difíciles de
seguir. Por cierto, no requerían mucho esfuerzo físico. Sólo unas pocas palabras
y unos pocos movimientos. De pronto, Treggis comprendió que su trabajo como empleado
de banco era demasiado oneroso. Una estúpida forma de perder ocho valiosas horas
diarias, de cualquier modo que se le mirase. Sin duda, era mucho más interesante
estar a cargo del cuidado de un grifo. Aplicar los ungüentos especiales durante
la estación de muda, contestar preguntas sobre grifología. Encargarse de la alimentación.
“El grifo se alimenta exclusivamente…”
–Sí, sí, sí, sí –murmuró rápidamente Treggis, recorriendo
a grandes pasos su pequeño cuarto–. Una mistificación… Pero lo mejor será probar
las instrucciones. Para reírme un rato.
Soltó una risa hueca.
No hubo relámpago cegador ni estallido de truenos. Treggis
se vio transportado, al parecer instantáneamente, a cierto lugar. Se tambaleó por
un momento, pero en seguida recuperó el equilibrio y abrió los ojos. La luz del
sol era intensísima. Al mirar a su alrededor, vio que alguien había construido con
mucha eficacia el hábitat natural del grifo.
Treggis se adelantó con bastante seguridad, considerando que
le temblaban las rodillas, los tobillos y el estómago. En ese momento pudo ver al
grifo.
En el mismo instante, el grifo vio a Treggis.
Con lentitud al principio, y después con velocidad creciente,
el grifo avanzó hacia él. Se abrieron las grandes alas de águila, se extendieron
las garras, y el grifo saltó, o se deslizó, hacia adelante.
Treggis trató de apartarse del camino, con un escalofrío incontrolable.
El grifo se acercó, enorme y dorado bajo el sol. Treggis gritó desesperadamente:
–¡No, no! El grifo se alimenta exclusivamente de jóvenes…
Volvió a gritar, al comprenderlo todo con absoluta claridad,
en tanto las garras lo apresaban.
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