Carlos Alvahuante
–Su amor se volverá
rutina. Se descubrirán haciendo y diciendo las mismas cosas amorosas que
dijeron e hicieron el amoroso día anterior. Sentirán náuseas. De pronto se
verán como un par de enfermos mentales, como un par de personajes que luego de
estar atrapados durante un siglo en una obra cíclica y absurda intentan
ahorcarse con los jirones del telón. Entonces, sólo entonces, llegarán a la
conclusión de que ésa no es la felicidad y terminarán con su relación por común
acuerdo. Decidirán no volverse a ver nunca, con excepción de los miércoles, en
cuyas noches irán al cine a hablar acerca de sus vidas ya como personas
solitarias e independientes. Al salir al estacionamiento, evitarán mirar la
luna, su sello de enamorados, que únicamente les traería recuerdos amorosos de
cuando vivían juntos. Pasados unos meses, también se llamarán por teléfono los
domingos. Platicarán de nimiedades, del programa que vieron por la mañana, de
lo que comieron en la tarde, de los lugares que visitaron, y contendrán en todo
momento las palabras que a los dos les asomarán de la boca como la
prefiguración de un suspiro. ¿Ya viste la luna?, está hermosa. Después se
aburrirán de ir al cine cada miércoles y de llamarse por teléfono los domingos.
Ahora irán al teatro los viernes y se escribirán cartas los martes para
intercambiarlas mientras esperan a que empiece la función. En las cartas se
contarán cuentos y se dedicarán poemas sin lunas. Hasta que un viernes, frente
a la taquilla del teatro, se confiesen al unísono que han conocido a alguien.
Dejarán caer los boletos y se marcharán por separado sin mirar atrás. Antes de
dormir, se colocarán junto a la ventana y observarán la luna, pequeña y
menguante en el horizonte. Correrán al teléfono. Insistirán hasta que entre una
de las dos llamadas. Se dirán ¿ya viste la luna?, parece rota. Y adoptarán el
odio como su nueva rutina de comediantes. Aunque en el lecho de muerte sabrán
que ésa tampoco era la felicidad…
La señora guardó silencio. La vela emitía un
resplandor rojizo que parecía abrir una flor de infierno en la bola de cristal.
Los dos niños no se atrevían a levantarse de las sillas. Compartieron una
mirada que llevaba implícita la promesa de no volver a pedir que les adivinaran
el futuro en ninguna feria.
–Que Dios me los bendiga –concluyó la señora con
una sonrisa amable.
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