Robert Coover
I
Un
pinar a media tarde. Dos niños siguen a un anciano, dejando caer migas de pan y
cantando tonadas infantiles. Densos verdes rezuman en la distancia que está
oscureciendo, salpicados y listados por la luz del sol que se filtra. Puntos de
color rojo, violeta, azul claro, oro, ocre. El niño está entretenido con las
migajas. La canción habla de cómo Dios cuida de los pequeños.
II
La
pobreza y la resignación pesan sobre el anciano. La chaqueta de paño está
remendada y raída, descolorida por el sol en los hombros, gastada por el uso en
los codos. No levanta los pies sino que los arrastra por el polvo. El cabello
blanco. La piel reseca. Ocultas fuerzas de desesperación y culpabilidad parecen
arrastrarlo hacia la tierra.
III
La
niña coge una flor. El niño mira con curiosidad. El anciano mira impaciente
hacia la profundidad del bosque, donde la noche parece que va ya a acurrucarse.
El delantal de la niña es anaranjado encendido, del brillante color de las
mandarinas recién recogidas, y está alegremente punteado de azules y rojos y
verdes; pero su vestido es sencillo y marrón, con el dobladillo en jirones, y
va descalza, los pájaros acompañan a los niños en su canto y las mariposas
adornan los claros del bosque.
IV
El
gesto del niño es furtivo. Arrastra la mano derecha a su espalda, dejando caer
una miga. Su cara está medio vuelta hacia la mano, pero los ojos siguen
vigilantemente clavados en los pies del anciano que va delante. El anciano
lleva unos zapatos manchados de barro, con polainas y una cinta de cuero. Como
la propia piel del anciano, los zapatos están secos y agrietados, y surcados de
arrugas. Los pantalones del niño son de un marrón azulado, los puños rotos, la
chaqueta de un rojo descolorido. Como la niña, va descalzo.
V
Unos
niños cantan canciones infantiles sobre cestas y casas de bizcocho de jengibre
y un santo que se comía sus propias pulgas. Tal vez cantan para alegrar sus
jóvenes corazones, pues jirones violáceos de crepúsculo se enroscan por los
troncos y las ramas del bosque cada vez más espeso. O tal vez cantan para
disimular el subterfugio del muchacho. Lo más probable es que canten por
ninguna razón, una costumbre inconsciente de los niños. Para oírse a ellos
mismos. O para admirar sus recuerdos. O para entretener al anciano. Para llenar
el silencio. Ocultar sus pensamientos. Sus esperanzas.
VI
La
mano y la muñeca del niño, que escapan de la chaqueta (el puño descolorido no
es un puño sino simplemente los límites despedazados, el borde roto de la suave
manga gastada), están bronceadas, un poco sucias; una mano y una muñeca
infantiles. Los dedos son cortos y gordezuelos, la palma suave, la muñeca
delgada. Cierra tres dedos para retener las migajas, sobándolas, colocándolas
minuciosamente mientras los dedos índice y pulgar dan unos golpecitos rápidos y
ligeros, una por una, hacia el suelo, jugando un momento con ellas,
pellizcándolas como para tener suerte o por placer, antes de soltarlas.
VII
Los
ojos de color azul claro del anciano flotan húmedos en las bolsas intensamente
oscuras, medio velados por los gruesos párpados y poblados de espesas cejas
blancas. Profundas arrugas se desparraman de las comisuras, forman ángulos
junto a la nariz, surcan las curtidas mejillas y pellizcan la boca. Los ojos
del hombre miran con fijeza hacia delante, pero ¿a qué? Tal vez a nada. Algún
destino invisible. Algún punto de partida irrecuperable. Una cosa puede decirse
de sus ojos: están fatigados. Si han visto demasiado o demasiado poco, dan
muestra de no querer ver todavía más.
VIII
La
bruja está envuelta en un violento remolino de harapos negros. Su larga cara es
ojerosa y lívida, y sus ojos brillan como brasas. Su cuerpo anguloso se tuerce
en todas direcciones, agitando los harapos negros. Puntos azules de amatista
parpadean y relampaguean en la negra maraña. Sus nudosas manos azules tratan de
arrebatar algo en el espacio con avidez, hacen trizas su ropa, se araña
cruelmente la cara y la garganta. Ríe agudamente y de pronto chilla como una
loca. Agarra al vuelo una paloma y le arranca el corazón.
IX
La
niña, más joven que el niño, brinca alegremente por el sendero del bosque, los
rubios bucles ondeando libremente, Su vestido marrón es basto y sencillo, pero
su delantal es vistoso y blancas enaguas parpadean por debajo del dobladillo en
jirones. Su piel es fresca y rosada, y suave, las rodillas y codos con
hoyuelos, las mejillas sonrosadas. Su mirada joven vuela ligeramente de flor en
flor, de pájaro en pájaro, de árbol en árbol, del niño al anciano, de la verde
hierba a la creciente oscuridad, y todo parece encantarle por igual. La cesta
está llena a rebosar. ¿Sabe que el niño está arrojando migas?, ¿o dónde los
está llevando el anciano? ¡Naturalmente, pero no importa!, ¡es un juego!
X
Hay
en el bosque, incluso ahora, un lugar soleado, con árboles de pastillas de
menta y arbustos de algodón de azúcar, y un aire tan fresco y embriagador como
la limonada. Riachuelos de miel fluyen por guijas de peladillas y los pirulís
crecen libremente como margaritas. Aquí es donde está la casa de bizcocho de
jengibre. Hay niños que vienen aquí pero, según dicen, ninguno sale.
XI
La
paloma es de un blanco suave y lustroso, la cabeza alta, la pechuga hinchada,
la punta de la cola casi roza el suelo. Desde arriba se vería contra el claro
sendero –una mezcla de ocres oscuros y grises, y los afilados trazos marrones
de las agujas de pino– pero desde su propio nivel, de perfil, su pura blancura
resalta intensamente contra las oscuras malvas y los distantes musgos verdes
del bosque. Sólo se mueve su pequeño pico. En torno a una miga de pan.
XII
La
canción es sobre un gran rey que había vencido muchas batallas, pero la niña
canta sola. El anciano se ha vuelto, ahora está mirando con curiosidad pero
desapasionadamente al niño. También el niño se ha vuelto, sin su aire furtivo,
con la mano suspendida pero sin soltar las migas de la punta de los dedos. Mira
fijamente el sendero por el que han venido, boquiabierto y con ojos asustados.
Tiene la mano izquierda levantada, como si se hubiera detenido un momento antes
de empezar a dar golpes en señal de protesta. La paloma está comiéndose sus
migas. Su treta ha fracasado. Tal vez el anciano, después de todo no tan
ignorante en estas cosas, ha sabido desde el principio que iba a ocurrir. La
muchacha canta sobre cosas preciosas que se venden en el mercado.
XIII
Tan
acurrucada está la bruja sobre su presa que no parece sino un montón de harapos
negros apilados en un poste. Sus pálidas manos de largas uñas están cerradas en
el pecho, dando masajes al objeto, la cabeza más baja que los hombros
encorvados; la ganchuda y macilenta nariz hurgando entre los inquietos dedos.
Se detiene, riendo suavemente, escudriña a la izquierda, luego a la derecha,
levanta el corazón a la altura de los ojos. El bruñido corazón de la paloma
brilla como un rubí, una cereza pulida, un brillante restañasangre en forma de
corazón. Todavía late. Un latido suave y radiante. Los hombros negros y
huesudos de la bruja se estremecen de júbilo, de codicia, de lujuria.
XIV
Un
salvaje contorno borroso de blanco revoloteo: la paloma aleteando. Unas manos
agarran su cuerpo, su cabeza, su garganta, manos pequeñas de dedos cortos y
gordezuelos. Las alas se debaten contra el oscuro bosque verde, pero la paloma
es apretada contra la tierra ocre. El niño se echa encima, las manos
ensangrentadas por el pico y las garras.
XV
A
la casa de bizcocho de jengibre se llega por un camino de losas de abigarradas
galletas, en medio de un jardín de frutas confitadas y caramelos en pequeñas y
cuidadas hileras
XVI
Ninguna
canción ahora en los labios de la niña, sino un grito de angustia. Suelta la
cesta de flores, los reyes y los santos quedan olvidados. Lucha por el pájaro
con el niño. Le da patadas, se arroja sobre él, le jala el pelo, intenta
arrancarle la chaqueta roja. Él se acurruca en torno al pájaro, intentando
liberarse de la niña a codazos. Los dos niños están llorando, él de rabia y
frustración, ella de dolor y compasión, y un corazón lastimado. Se les
enmarañan las piernas, se dan puñetazos, las plumas vuelan.
XVII
Los
ojos claros del anciano no miran hacia delante sino hacia abajo. El bizqueo, la
tristeza, el tedio han desaparecido; los ojos no están torcidos. Las profundas
arrugas que se desparraman de las húmedas comisuras convergen hacia dentro, una
breve mueca de dolor, como si se tratara de una herida interior, alguna
angustia cierta, alguna antigua sabiduría. Suspira.
XVIII
La
niña ha cogido el pájaro. El niño, con el pequeño pecho palpitante, se
arrodilla en el sendero mirando a la niña, la rabia ha desaparecido casi. Su
descolorida chaqueta roja está rota; los pantalones están cubiertos de polvo y
de agujas de pino. Ella ha introducido la paloma debajo de la falda con un
gesto protector y se sienta con las rodillas separadas, inclinándose sobre
ella, llorando en silencio. El anciano se agacha, levanta el delantal naranja,
la falda, las enaguas. El niño aparta la mirada. Ha anidado a la paloma en sus
pequeños muslos redondos. Está muerta.
XIX
Las
sombras se han alargado. Los ocres oscuros y los malvas y los verdes se han
vuelto grises. Pero el cuerpo de la paloma sigue brillando en la oscuridad del
anochecer. La blancura de la pechuga encrespada parece resistir a la amenaza de
la noche. Está cubierta de flores, que ahora empiezan a marchitarse. El anciano
y los niños se han ido.
XX
Las
vigas de la casa de bizcocho de jengibre son de regaliz, con cemento de toffee
y entabladas con bizcocho de jengibre y revestidas de caramelo. Chimeneas de
palos de menta brotan al azar del tejado de chocolate y las ventanas están
guarnecidas con encajes de merengue. ¡Oh, qué casa! ¡Y lo mejor de todo es la
puerta!
XXI
El
bosque es espeso y oscuro. Las ramas se alargan como brazos. Se escabullen
animales cafés. El niño no hace gestos furtivos. La niña, con la cesta en la
mano, no brinca ni canta. Caminan, cogidos del brazo, con los ojos muy abiertos
y mirando fijamente el bosque. El anciano camina despacio mostrando el camino,
arrastrando los pesados zapatos con cintas de cuero en el polvo húmedo y la
maleza.
XXII
Los
ojos del anciano, claros a la luz del sol, ahora parecen brillar en el último
crepúsculo. Tal vez es su humedad que recoge la mortecina luz del día. Ha
vuelto el bizqueo, pero no es de fatiga: resistencia, más bien. Su boca se abre
como si fuera para hablar, para reprender, pero sus dientes están cerrados. La
bruja se contuerce, se estremece, los harapos negros se agitan, restallan con
violentas sacudidas. Del flaco pecho saca el palpitante corazón rojo de una
paloma. ¡Cómo brilla, cómo se enfurece, cómo baila en el crepúsculo! El anciano
ahora no resiste. La lujuria aplasta su cara y empaña sus viejos ojos en los
que brillan reflejos del corazón de color rubí. Haciendo muecas, cae
pesadamente hacia delante, cubriendo a la bruja que cacarea, abriéndose paso
por entre zarzas que le desgarran la ropa.
XXIII
Un
chillido salvaje hiende el silencio del oscuro bosque. Los pájaros se
sobresaltan en las ramas y la maleza se llena de animales asustados. El anciano
se detiene levantando una mano para protegerse y, como si formara parte del
mismo instinto, extiende la otra hacia atrás para proteger a sus hijos. La
niña, soltando la cesta de flores, grita aterrorizada y se arroja a los brazos
del anciano. El niño palidece, tiembla como si un viento frío hubiera envuelto
húmedamente su joven cuerpo, pero resueltamente se mantiene firme. Extrañas
formas parecen retorcerse y enroscarse, y del suelo del bosque rezuman vapores.
La muchacha gime y el anciano la aprieta entre sus brazos.
XXIV
Las
camas son sencillas pero sólidas. Las ha hecho el propio anciano. El sol se
está poniendo, la habitación está en tinieblas, los niños están acostados sin
que nada los amenace. El anciano les cuenta un cuento sobre un hada que concede
tres deseos. Los deseos, él lo sabe, eran un desperdicio, pero también lo es el
cuento. Alarga el cuento con detalles sobre el hada, lo dulce y bondadosa y
hermosa que es, luego deja que los niños contemplen el relato con sus propios
deseos, con sus propios sueños. Por debajo se les impone una exigencia brutal.
¿Por qué la bondad de todos los deseos acaba en nada?
XXV
La
cesta de flores está en el sendero del bosque, volcada, con las flores
esparcidas marchitándose. Sombras más oscuras que sangre seca se extienden por
debajo de su boca abierta. Las sombras son largas, porque está anocheciendo.
XXVI
El
anciano ha caído en las zarzas. Los niños, llorando, lo ayudan a levantarse. Se
sienta en el sendero del bosque mirando fijamente a los niños. Es como si fuera
incapaz de reconocerlos. El llanto va cesando. Se aprietan más el uno contra la
otra, se vuelven para mirar al anciano. Su cara está rasguñada, su ropa
desgarrada. Respiran irregularmente.
XXVII
El
sol, las canciones, las migas de pan, la paloma, la cesta de flores volcada, el
largo paso hacia la noche: adónde, se pregunta el anciano, se han ido todas las
hadas. Va delante, apartando las ramas. Los dos niños lo siguen, silenciosos y
asustados.
XXVIII
El
niño palidece y el corazón le late con fuerza, pero resueltamente se mantiene
firme. La bruja se contuerce, los negros harapos se agitan, lamiendo las
retorcidas ramas. Con un cacareo suave y seductor sostiene delante de él el
corazón rojo bruñido de una paloma. El niño se relame. Ella retrocede. El
brillante corazón late suavemente, uniformemente, excitando.
XXIX
El
hada tiene brillantes ojos azules y el cabello dorado, una boca suave y dulce,
y unas manos delicadas que acarician y tranquilizan. Alas de gasa brotan de su
suave espalda; de su impecable pechuga dos firmes pechos con las puntas
brillantes como rubíes.
XXX
La
bruja, alargando al niño el llameante corazón palpitante, retrocede hacia el
oscuro bosque. El niño, indeciso, la sigue. Atrás. Atrás. Con hinchados ojos
rutilantes, la bruja acerca el corazón de rubí a su flaco y oscuro pecho, lo
aparta luego hasta detrás de su hombro y lejos del muchacho. Pasmado, lo sigue,
pasando muy cerca de ella. Los dedos nudosos y azulados de la bruja desgarran
sus pobres prendas, la descolorida chaqueta roja y los pantalones de color café
azulado, sorprendiendo su carne joven y delicada.
XXXI
Los
hombros del anciano están inclinados hacia el suelo, la cara está surcada por
el dolor, el cuello inclinado con resignación, pero los ojos brillan como brasas.
Sujeta a su garganta la camisa hecha jirones, mira intensamente al niño. El
niño está solo y temblando en el sendero, mirando hacia la terrible oscuridad
del bosque. Formas susurran y se enroscan. El muchacho se relame, avanza. Un
horrible chillido destroza el silencio del bosque. El anciano hace una mueca,
empuja a la niña que está gimiendo, golpea al niño.
XXXII
No
más migas de pan, no más guijarros, no más canciones o flores. La bofetada
resuena por el terrible bosque, vuelve redoblada en sus propios ecos,
terminando finalmente en un sonido parecido al de un susurrante cacareo.
XXXIII
La
niña, llorando, besa al niño golpeado y lo estrecha contra ella, protegiendo a
ambos del atormentado anciano. El anciano, desconcertado, alarga la mano
indeciso, toca delicadamente el frágil hombro de la niña. Ella la rechaza –casi
un estremecimiento– y se encoge contra el niño. El niño hace un gesto decidido,
su cara recobra el color. Los pliegues familiares de la edad y la desesperación
arrugan de nuevo la cara del anciano. Sus ojos de color azul claro se empañan.
Aparta la mirada. Deja a los niños en la última luz del día.
XXXIV
¡Pero
la puerta! La puerta tiene forma de corazón y es roja como una cereza, siempre
entreabierta, tanto si está iluminada por el sol como por la luna, es más dulce
que un confite, más encantadora que un bastón de menta. Es roja como una
amapola, roja como una manzana, roja como una fresa, roja como un
restañasangre, roja como una rosa. ¡Oh, qué cosa tan extraordinaria es la
puerta de esta casa!
XXXV
Los
niños, solos en el extraño bosque negro, se aprietan el uno contra el otro,
afligidos, bajo un gran árbol nudoso. Búhos ululan y murciélagos se lanzan en
un vuelo amenazador por entre las ramas que se retuercen. Extrañas formas
susurran y se enroscan ante sus ojos fatigados. Se abrazan estrechamente y,
temblando, cantan canciones de cuna, pero no se tranquilizan.
XXXVI
El
anciano sale del negro bosque con paso penoso y pesado. Su camino está marcado,
no por migas de pan, sino por palomas muertas, un blanco fantasmal en la noche
vacía.
XXXVII
La
niña prepara un colchón de hojas y flores y agujas de pino. El niño coge ramas
para cubrirse, para ocultarse, para protegerse. Hacen almohadas con sus pobres
prendas de vestir. Chillan murciélagos mientras ellos trabajan y parpadean
búhos por encima de sus cuerpos, de un blanco fantasmal, jóvenes, temblorosos.
Se deslizan bajo las ramas, desapareciendo en la oscuridad.
XXXVIII
Melancólicamente,
el anciano se sienta en la habitación oscura y se queda mirando las camas
vacías. El hada, aunque un misterio de la noche, esparce en torno de ella un
resplandor brillante. ¿Es el brillo natural de su cuerpo menudo y ágil o tal
vez la estrella en la punta de su varita mágica? ¿Quién podría decirlo? Sus
alas de gasa se mueven con rapidez y ella flota, los pechos con la punta de
rubí hacia abajo, las piernas suspendidas y las rodillas con hoyuelos
ligeramente dobladas, las brillantes nalgas arqueadas hacia arriba desafiando a
la noche. ¡Qué buena es! En la negra habitación vacía, el anciano suspira y usa
un deseo: les desea mucha suerte a sus pobres hijos.
XXXIX
Los
niños se están acercando a la casa de bizcocho de jengibre. Pasando bajo
árboles de pastillas de menta, hundiendo los dedos en los arbustos de algodón
de azúcar, saboreando el aire tan embriagador como la limonada, caminan
brincando y cantando canciones infantiles. Canciones disparatadas sobre
caballos rodados y de matanza de dragones, canciones de números y adivinanzas sin
sentido. Cruzan riachuelos de miel por guijarros de almendra, cogiendo los pirulíes
que crecen tan libremente como narcisos.
XL
La
bruja aletea y revolotea por el negro bosque, la cara lívida contraída por el
odio, su inescrutable condición. Sus ojos queman como brasas y sus harapos
negros se agitan libremente. Sus manos nudosas desgarran las ramas con avidez,
se enredad en las telarañas de la noche, se hincan en los troncos de los
árboles hasta que la savia corre por debajo de las uñas. Abajo los niños
duermen un sueño agitado. Una fantasmal pierna blanca, con hoyuelos en la
rodilla, y un muslo suave y redondo asoman por la manta de ramas.
XLI
¡Pero
de nuevo un deseo! Flores y mariposas. Densos verdes terrosos rezuman en la
distancia, salpicados y listados por el sol de media tarde. Dos niños siguen a
un anciano. Dejan caer migas de pan, cantan canciones infantiles. El anciano
camina pesadamente. El gesto del niño es furtivo. La niña… pero es inútil, las
palomas volverán de nuevo, no hay deseos razonables.
XLII
Los
niños se acercan a la casa de bizcocho de jengibre por un jardín de frutas
confitadas y de caramelos, brincando por losas de abigarradas galletas. Prueban
el tablado de chillas con su revestimiento de caramelo, lamen el merengue de
los alféizares, se besan los labios endulzados. El niño trepa al tejado de
chocolate para arrancar una chimenea de palo de menta, baja deslizándose hacia
el barril para la lluvia lleno de pudín. La niña, alargando las manos para atraparlo
en su caída, resbala en los confites y cae en una pegajosa rocalla de castañas
garapiñadas. Riendo alegremente, se lamen el uno a la otra para limpiarse. ¡Y
qué estupenda es la chimenea de rayas rojas y blancas que el niño le ofrece!,
¡qué alegre!, ¡qué dulce! Pero la puerta: aquí se detienen un momento y
contienen la respiración. Tiene forma de corazón y color de restañasangre, su
bruñida superficie brilla a la luz del sol. ¡Oh, qué extraordinaria es esta
puerta! Brilla como un rubí, como un duro caramelo de cereza y late suavemente,
radiantemente. Sí, ¡maravillosa!, ¡deliciosa!, ¡insuperable!, pero más allá:
¿qué es ese ruido de negros harapos que se agitan?
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