sábado, 17 de febrero de 2024

La casa de bizcocho

Robert Coover

 

I

Un pinar a media tarde. Dos niños siguen a un anciano, dejando caer migas de pan y cantando tonadas infantiles. Densos verdes rezuman en la distancia que está oscureciendo, salpicados y listados por la luz del sol que se filtra. Puntos de color rojo, violeta, azul claro, oro, ocre. El niño está entretenido con las migajas. La canción habla de cómo Dios cuida de los pequeños.

 

II

La pobreza y la resignación pesan sobre el anciano. La chaqueta de paño está remendada y raída, descolorida por el sol en los hombros, gastada por el uso en los codos. No levanta los pies sino que los arrastra por el polvo. El cabello blanco. La piel reseca. Ocultas fuerzas de desesperación y culpabilidad parecen arrastrarlo hacia la tierra.

 

III

La niña coge una flor. El niño mira con curiosidad. El anciano mira impaciente hacia la profundidad del bosque, donde la noche parece que va ya a acurrucarse. El delantal de la niña es anaranjado encendido, del brillante color de las mandarinas recién recogidas, y está alegremente punteado de azules y rojos y verdes; pero su vestido es sencillo y marrón, con el dobladillo en jirones, y va descalza, los pájaros acompañan a los niños en su canto y las mariposas adornan los claros del bosque.

 

IV

El gesto del niño es furtivo. Arrastra la mano derecha a su espalda, dejando caer una miga. Su cara está medio vuelta hacia la mano, pero los ojos siguen vigilantemente clavados en los pies del anciano que va delante. El anciano lleva unos zapatos manchados de barro, con polainas y una cinta de cuero. Como la propia piel del anciano, los zapatos están secos y agrietados, y surcados de arrugas. Los pantalones del niño son de un marrón azulado, los puños rotos, la chaqueta de un rojo descolorido. Como la niña, va descalzo.

 

V

Unos niños cantan canciones infantiles sobre cestas y casas de bizcocho de jengibre y un santo que se comía sus propias pulgas. Tal vez cantan para alegrar sus jóvenes corazones, pues jirones violáceos de crepúsculo se enroscan por los troncos y las ramas del bosque cada vez más espeso. O tal vez cantan para disimular el subterfugio del muchacho. Lo más probable es que canten por ninguna razón, una costumbre inconsciente de los niños. Para oírse a ellos mismos. O para admirar sus recuerdos. O para entretener al anciano. Para llenar el silencio. Ocultar sus pensamientos. Sus esperanzas.

 

VI

La mano y la muñeca del niño, que escapan de la chaqueta (el puño descolorido no es un puño sino simplemente los límites despedazados, el borde roto de la suave manga gastada), están bronceadas, un poco sucias; una mano y una muñeca infantiles. Los dedos son cortos y gordezuelos, la palma suave, la muñeca delgada. Cierra tres dedos para retener las migajas, sobándolas, colocándolas minuciosamente mientras los dedos índice y pulgar dan unos golpecitos rápidos y ligeros, una por una, hacia el suelo, jugando un momento con ellas, pellizcándolas como para tener suerte o por placer, antes de soltarlas.

 

VII

Los ojos de color azul claro del anciano flotan húmedos en las bolsas intensamente oscuras, medio velados por los gruesos párpados y poblados de espesas cejas blancas. Profundas arrugas se desparraman de las comisuras, forman ángulos junto a la nariz, surcan las curtidas mejillas y pellizcan la boca. Los ojos del hombre miran con fijeza hacia delante, pero ¿a qué? Tal vez a nada. Algún destino invisible. Algún punto de partida irrecuperable. Una cosa puede decirse de sus ojos: están fatigados. Si han visto demasiado o demasiado poco, dan muestra de no querer ver todavía más.

 

VIII

La bruja está envuelta en un violento remolino de harapos negros. Su larga cara es ojerosa y lívida, y sus ojos brillan como brasas. Su cuerpo anguloso se tuerce en todas direcciones, agitando los harapos negros. Puntos azules de amatista parpadean y relampaguean en la negra maraña. Sus nudosas manos azules tratan de arrebatar algo en el espacio con avidez, hacen trizas su ropa, se araña cruelmente la cara y la garganta. Ríe agudamente y de pronto chilla como una loca. Agarra al vuelo una paloma y le arranca el corazón.

 

IX

La niña, más joven que el niño, brinca alegremente por el sendero del bosque, los rubios bucles ondeando libremente, Su vestido marrón es basto y sencillo, pero su delantal es vistoso y blancas enaguas parpadean por debajo del dobladillo en jirones. Su piel es fresca y rosada, y suave, las rodillas y codos con hoyuelos, las mejillas sonrosadas. Su mirada joven vuela ligeramente de flor en flor, de pájaro en pájaro, de árbol en árbol, del niño al anciano, de la verde hierba a la creciente oscuridad, y todo parece encantarle por igual. La cesta está llena a rebosar. ¿Sabe que el niño está arrojando migas?, ¿o dónde los está llevando el anciano? ¡Naturalmente, pero no importa!, ¡es un juego!

 

X

Hay en el bosque, incluso ahora, un lugar soleado, con árboles de pastillas de menta y arbustos de algodón de azúcar, y un aire tan fresco y embriagador como la limonada. Riachuelos de miel fluyen por guijas de peladillas y los pirulís crecen libremente como margaritas. Aquí es donde está la casa de bizcocho de jengibre. Hay niños que vienen aquí pero, según dicen, ninguno sale.

 

XI

La paloma es de un blanco suave y lustroso, la cabeza alta, la pechuga hinchada, la punta de la cola casi roza el suelo. Desde arriba se vería contra el claro sendero –una mezcla de ocres oscuros y grises, y los afilados trazos marrones de las agujas de pino– pero desde su propio nivel, de perfil, su pura blancura resalta intensamente contra las oscuras malvas y los distantes musgos verdes del bosque. Sólo se mueve su pequeño pico. En torno a una miga de pan.

 

XII

La canción es sobre un gran rey que había vencido muchas batallas, pero la niña canta sola. El anciano se ha vuelto, ahora está mirando con curiosidad pero desapasionadamente al niño. También el niño se ha vuelto, sin su aire furtivo, con la mano suspendida pero sin soltar las migas de la punta de los dedos. Mira fijamente el sendero por el que han venido, boquiabierto y con ojos asustados. Tiene la mano izquierda levantada, como si se hubiera detenido un momento antes de empezar a dar golpes en señal de protesta. La paloma está comiéndose sus migas. Su treta ha fracasado. Tal vez el anciano, después de todo no tan ignorante en estas cosas, ha sabido desde el principio que iba a ocurrir. La muchacha canta sobre cosas preciosas que se venden en el mercado.

 

XIII

Tan acurrucada está la bruja sobre su presa que no parece sino un montón de harapos negros apilados en un poste. Sus pálidas manos de largas uñas están cerradas en el pecho, dando masajes al objeto, la cabeza más baja que los hombros encorvados; la ganchuda y macilenta nariz hurgando entre los inquietos dedos. Se detiene, riendo suavemente, escudriña a la izquierda, luego a la derecha, levanta el corazón a la altura de los ojos. El bruñido corazón de la paloma brilla como un rubí, una cereza pulida, un brillante restañasangre en forma de corazón. Todavía late. Un latido suave y radiante. Los hombros negros y huesudos de la bruja se estremecen de júbilo, de codicia, de lujuria.

 

XIV

Un salvaje contorno borroso de blanco revoloteo: la paloma aleteando. Unas manos agarran su cuerpo, su cabeza, su garganta, manos pequeñas de dedos cortos y gordezuelos. Las alas se debaten contra el oscuro bosque verde, pero la paloma es apretada contra la tierra ocre. El niño se echa encima, las manos ensangrentadas por el pico y las garras.

 

XV

A la casa de bizcocho de jengibre se llega por un camino de losas de abigarradas galletas, en medio de un jardín de frutas confitadas y caramelos en pequeñas y cuidadas hileras

 

XVI

Ninguna canción ahora en los labios de la niña, sino un grito de angustia. Suelta la cesta de flores, los reyes y los santos quedan olvidados. Lucha por el pájaro con el niño. Le da patadas, se arroja sobre él, le jala el pelo, intenta arrancarle la chaqueta roja. Él se acurruca en torno al pájaro, intentando liberarse de la niña a codazos. Los dos niños están llorando, él de rabia y frustración, ella de dolor y compasión, y un corazón lastimado. Se les enmarañan las piernas, se dan puñetazos, las plumas vuelan.

 

XVII

Los ojos claros del anciano no miran hacia delante sino hacia abajo. El bizqueo, la tristeza, el tedio han desaparecido; los ojos no están torcidos. Las profundas arrugas que se desparraman de las húmedas comisuras convergen hacia dentro, una breve mueca de dolor, como si se tratara de una herida interior, alguna angustia cierta, alguna antigua sabiduría. Suspira.

 

XVIII

La niña ha cogido el pájaro. El niño, con el pequeño pecho palpitante, se arrodilla en el sendero mirando a la niña, la rabia ha desaparecido casi. Su descolorida chaqueta roja está rota; los pantalones están cubiertos de polvo y de agujas de pino. Ella ha introducido la paloma debajo de la falda con un gesto protector y se sienta con las rodillas separadas, inclinándose sobre ella, llorando en silencio. El anciano se agacha, levanta el delantal naranja, la falda, las enaguas. El niño aparta la mirada. Ha anidado a la paloma en sus pequeños muslos redondos. Está muerta.

 

XIX

Las sombras se han alargado. Los ocres oscuros y los malvas y los verdes se han vuelto grises. Pero el cuerpo de la paloma sigue brillando en la oscuridad del anochecer. La blancura de la pechuga encrespada parece resistir a la amenaza de la noche. Está cubierta de flores, que ahora empiezan a marchitarse. El anciano y los niños se han ido.

 

XX

Las vigas de la casa de bizcocho de jengibre son de regaliz, con cemento de toffee y entabladas con bizcocho de jengibre y revestidas de caramelo. Chimeneas de palos de menta brotan al azar del tejado de chocolate y las ventanas están guarnecidas con encajes de merengue. ¡Oh, qué casa! ¡Y lo mejor de todo es la puerta!

 

XXI

El bosque es espeso y oscuro. Las ramas se alargan como brazos. Se escabullen animales cafés. El niño no hace gestos furtivos. La niña, con la cesta en la mano, no brinca ni canta. Caminan, cogidos del brazo, con los ojos muy abiertos y mirando fijamente el bosque. El anciano camina despacio mostrando el camino, arrastrando los pesados zapatos con cintas de cuero en el polvo húmedo y la maleza.

 

XXII

Los ojos del anciano, claros a la luz del sol, ahora parecen brillar en el último crepúsculo. Tal vez es su humedad que recoge la mortecina luz del día. Ha vuelto el bizqueo, pero no es de fatiga: resistencia, más bien. Su boca se abre como si fuera para hablar, para reprender, pero sus dientes están cerrados. La bruja se contuerce, se estremece, los harapos negros se agitan, restallan con violentas sacudidas. Del flaco pecho saca el palpitante corazón rojo de una paloma. ¡Cómo brilla, cómo se enfurece, cómo baila en el crepúsculo! El anciano ahora no resiste. La lujuria aplasta su cara y empaña sus viejos ojos en los que brillan reflejos del corazón de color rubí. Haciendo muecas, cae pesadamente hacia delante, cubriendo a la bruja que cacarea, abriéndose paso por entre zarzas que le desgarran la ropa.

 

XXIII

Un chillido salvaje hiende el silencio del oscuro bosque. Los pájaros se sobresaltan en las ramas y la maleza se llena de animales asustados. El anciano se detiene levantando una mano para protegerse y, como si formara parte del mismo instinto, extiende la otra hacia atrás para proteger a sus hijos. La niña, soltando la cesta de flores, grita aterrorizada y se arroja a los brazos del anciano. El niño palidece, tiembla como si un viento frío hubiera envuelto húmedamente su joven cuerpo, pero resueltamente se mantiene firme. Extrañas formas parecen retorcerse y enroscarse, y del suelo del bosque rezuman vapores. La muchacha gime y el anciano la aprieta entre sus brazos.

 

XXIV

Las camas son sencillas pero sólidas. Las ha hecho el propio anciano. El sol se está poniendo, la habitación está en tinieblas, los niños están acostados sin que nada los amenace. El anciano les cuenta un cuento sobre un hada que concede tres deseos. Los deseos, él lo sabe, eran un desperdicio, pero también lo es el cuento. Alarga el cuento con detalles sobre el hada, lo dulce y bondadosa y hermosa que es, luego deja que los niños contemplen el relato con sus propios deseos, con sus propios sueños. Por debajo se les impone una exigencia brutal. ¿Por qué la bondad de todos los deseos acaba en nada?

 

XXV

La cesta de flores está en el sendero del bosque, volcada, con las flores esparcidas marchitándose. Sombras más oscuras que sangre seca se extienden por debajo de su boca abierta. Las sombras son largas, porque está anocheciendo.

 

XXVI

El anciano ha caído en las zarzas. Los niños, llorando, lo ayudan a levantarse. Se sienta en el sendero del bosque mirando fijamente a los niños. Es como si fuera incapaz de reconocerlos. El llanto va cesando. Se aprietan más el uno contra la otra, se vuelven para mirar al anciano. Su cara está rasguñada, su ropa desgarrada. Respiran irregularmente.

 

XXVII

El sol, las canciones, las migas de pan, la paloma, la cesta de flores volcada, el largo paso hacia la noche: adónde, se pregunta el anciano, se han ido todas las hadas. Va delante, apartando las ramas. Los dos niños lo siguen, silenciosos y asustados.

 

XXVIII

El niño palidece y el corazón le late con fuerza, pero resueltamente se mantiene firme. La bruja se contuerce, los negros harapos se agitan, lamiendo las retorcidas ramas. Con un cacareo suave y seductor sostiene delante de él el corazón rojo bruñido de una paloma. El niño se relame. Ella retrocede. El brillante corazón late suavemente, uniformemente, excitando.

 

XXIX

El hada tiene brillantes ojos azules y el cabello dorado, una boca suave y dulce, y unas manos delicadas que acarician y tranquilizan. Alas de gasa brotan de su suave espalda; de su impecable pechuga dos firmes pechos con las puntas brillantes como rubíes.

 

XXX

La bruja, alargando al niño el llameante corazón palpitante, retrocede hacia el oscuro bosque. El niño, indeciso, la sigue. Atrás. Atrás. Con hinchados ojos rutilantes, la bruja acerca el corazón de rubí a su flaco y oscuro pecho, lo aparta luego hasta detrás de su hombro y lejos del muchacho. Pasmado, lo sigue, pasando muy cerca de ella. Los dedos nudosos y azulados de la bruja desgarran sus pobres prendas, la descolorida chaqueta roja y los pantalones de color café azulado, sorprendiendo su carne joven y delicada.

 

XXXI

Los hombros del anciano están inclinados hacia el suelo, la cara está surcada por el dolor, el cuello inclinado con resignación, pero los ojos brillan como brasas. Sujeta a su garganta la camisa hecha jirones, mira intensamente al niño. El niño está solo y temblando en el sendero, mirando hacia la terrible oscuridad del bosque. Formas susurran y se enroscan. El muchacho se relame, avanza. Un horrible chillido destroza el silencio del bosque. El anciano hace una mueca, empuja a la niña que está gimiendo, golpea al niño.

 

XXXII

No más migas de pan, no más guijarros, no más canciones o flores. La bofetada resuena por el terrible bosque, vuelve redoblada en sus propios ecos, terminando finalmente en un sonido parecido al de un susurrante cacareo.

 

XXXIII

La niña, llorando, besa al niño golpeado y lo estrecha contra ella, protegiendo a ambos del atormentado anciano. El anciano, desconcertado, alarga la mano indeciso, toca delicadamente el frágil hombro de la niña. Ella la rechaza –casi un estremecimiento– y se encoge contra el niño. El niño hace un gesto decidido, su cara recobra el color. Los pliegues familiares de la edad y la desesperación arrugan de nuevo la cara del anciano. Sus ojos de color azul claro se empañan. Aparta la mirada. Deja a los niños en la última luz del día.

 

XXXIV

¡Pero la puerta! La puerta tiene forma de corazón y es roja como una cereza, siempre entreabierta, tanto si está iluminada por el sol como por la luna, es más dulce que un confite, más encantadora que un bastón de menta. Es roja como una amapola, roja como una manzana, roja como una fresa, roja como un restañasangre, roja como una rosa. ¡Oh, qué cosa tan extraordinaria es la puerta de esta casa!

 

XXXV

Los niños, solos en el extraño bosque negro, se aprietan el uno contra el otro, afligidos, bajo un gran árbol nudoso. Búhos ululan y murciélagos se lanzan en un vuelo amenazador por entre las ramas que se retuercen. Extrañas formas susurran y se enroscan ante sus ojos fatigados. Se abrazan estrechamente y, temblando, cantan canciones de cuna, pero no se tranquilizan.

 

XXXVI

El anciano sale del negro bosque con paso penoso y pesado. Su camino está marcado, no por migas de pan, sino por palomas muertas, un blanco fantasmal en la noche vacía.

 

XXXVII

La niña prepara un colchón de hojas y flores y agujas de pino. El niño coge ramas para cubrirse, para ocultarse, para protegerse. Hacen almohadas con sus pobres prendas de vestir. Chillan murciélagos mientras ellos trabajan y parpadean búhos por encima de sus cuerpos, de un blanco fantasmal, jóvenes, temblorosos. Se deslizan bajo las ramas, desapareciendo en la oscuridad.

 

XXXVIII

Melancólicamente, el anciano se sienta en la habitación oscura y se queda mirando las camas vacías. El hada, aunque un misterio de la noche, esparce en torno de ella un resplandor brillante. ¿Es el brillo natural de su cuerpo menudo y ágil o tal vez la estrella en la punta de su varita mágica? ¿Quién podría decirlo? Sus alas de gasa se mueven con rapidez y ella flota, los pechos con la punta de rubí hacia abajo, las piernas suspendidas y las rodillas con hoyuelos ligeramente dobladas, las brillantes nalgas arqueadas hacia arriba desafiando a la noche. ¡Qué buena es! En la negra habitación vacía, el anciano suspira y usa un deseo: les desea mucha suerte a sus pobres hijos.

 

XXXIX

Los niños se están acercando a la casa de bizcocho de jengibre. Pasando bajo árboles de pastillas de menta, hundiendo los dedos en los arbustos de algodón de azúcar, saboreando el aire tan embriagador como la limonada, caminan brincando y cantando canciones infantiles. Canciones disparatadas sobre caballos rodados y de matanza de dragones, canciones de números y adivinanzas sin sentido. Cruzan riachuelos de miel por guijarros de almendra, cogiendo los pirulíes que crecen tan libremente como narcisos.

 

XL

La bruja aletea y revolotea por el negro bosque, la cara lívida contraída por el odio, su inescrutable condición. Sus ojos queman como brasas y sus harapos negros se agitan libremente. Sus manos nudosas desgarran las ramas con avidez, se enredad en las telarañas de la noche, se hincan en los troncos de los árboles hasta que la savia corre por debajo de las uñas. Abajo los niños duermen un sueño agitado. Una fantasmal pierna blanca, con hoyuelos en la rodilla, y un muslo suave y redondo asoman por la manta de ramas.

 

XLI

¡Pero de nuevo un deseo! Flores y mariposas. Densos verdes terrosos rezuman en la distancia, salpicados y listados por el sol de media tarde. Dos niños siguen a un anciano. Dejan caer migas de pan, cantan canciones infantiles. El anciano camina pesadamente. El gesto del niño es furtivo. La niña… pero es inútil, las palomas volverán de nuevo, no hay deseos razonables.

 

XLII

Los niños se acercan a la casa de bizcocho de jengibre por un jardín de frutas confitadas y de caramelos, brincando por losas de abigarradas galletas. Prueban el tablado de chillas con su revestimiento de caramelo, lamen el merengue de los alféizares, se besan los labios endulzados. El niño trepa al tejado de chocolate para arrancar una chimenea de palo de menta, baja deslizándose hacia el barril para la lluvia lleno de pudín. La niña, alargando las manos para atraparlo en su caída, resbala en los confites y cae en una pegajosa rocalla de castañas garapiñadas. Riendo alegremente, se lamen el uno a la otra para limpiarse. ¡Y qué estupenda es la chimenea de rayas rojas y blancas que el niño le ofrece!, ¡qué alegre!, ¡qué dulce! Pero la puerta: aquí se detienen un momento y contienen la respiración. Tiene forma de corazón y color de restañasangre, su bruñida superficie brilla a la luz del sol. ¡Oh, qué extraordinaria es esta puerta! Brilla como un rubí, como un duro caramelo de cereza y late suavemente, radiantemente. Sí, ¡maravillosa!, ¡deliciosa!, ¡insuperable!, pero más allá: ¿qué es ese ruido de negros harapos que se agitan?

 

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