Rafael Barrett
Hace muchos años, vivía
un matrimonio. Eran muy pobres, él leñador, ella lavandera. Eran muy feos, casi
horribles; ella con su enorme nariz y sus cejas de carbón, parecía una bruja; él,
con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron
un niño más bello que la aurora.
No
se atrevían a acariciar con sus rudas manos aquella carnecita en flor. Adoraban
al hijo como a un Jesús. Le pusieron una riquísima cuna, le alimentaron con la leche
de la mejor cabra del valle. Creció, y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban
la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para
el ídolo. El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas,
hasta que le sorprendieron en ellas y le ahorcaron. La madre, cuando no lavaba en
el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se
detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. “¡Bruja,
móntate en este palo, y vuela al aquelarre!” Entonces la mujer hacía bufonadas,
y recogía monedas de cobre.
Entretanto,
el hijo se había transformado en un arrogante doncel. Ocioso y feliz, paseaba su
esbelta figura adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos
espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma
de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:
–No
la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre, esa vieja demente? Y todavía sospecho que
es ladrona.
Sin
embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero,
una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.
Una
vez pasó la hija del rey de la comarca, y se enamoró del mozo.
–¿Cuál
es tu familia? –preguntole.
–Soy
el príncipe Rubio –contestó–. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del
mundo.
La
niña le creyó y se casó con él. Hubo grandes fiestas, y fueron enviados a la derecha
del fin del mundo embajadores que no volvieron. La madre hubiera muerto de orgulloso
placer si no hubiera pensado que aún podía, por algún azar, ser útil a su hijo.
Un
año después se supo que el príncipe había caído enfermo de una enfermedad contagiosa
y horrible. La princesa había huido de su lado, y nadie se atrevía a socorrerle.
El príncipe agonizaba a solas.
Entonces
la madre se arrastró hasta las puertas del palacio, y tanto hizo que la dejaron
entrar como enfermera. Su hijo estaba en un soberbio lecho de damasco, bajo un dosel
de púrpura. Su rostro desparecía, devorado por una lepra monstruosa.
–Hermoso
mío –dijo la madre–. Yo te salvaré.
Y
lo besó y cuidó amorosamente hasta la noche.
Pero
a medianoche vino la Muerte por el príncipe.
–Muerte,
ten compasión de mí –suplicó la madre–. Lleva a esta anciana decrépita, y no a este
joven lleno de vigor. Permítele vivir, y engendrar para ti nuevos mortales.
–¿Cuál
de los dos? –preguntó sonriendo la Muerte al leproso.
El
príncipe alargó su diestra descarnada y señaló a su madre, que lanzó un grito de
alegría.
–¡Gracias,
hijo mío!
Y
la Muerte la tomó en brazos, y la arrebató sin esfuerzo, porque pesaba menos que
un fantasma.
Al
día siguiente, el príncipe apareció sano y robusto ante su corte. Más tarde fue
rey, y reinó mucho tiempo, y tuvo muchos hijos, y gozó de todos los deleites de
la tierra.
Pero
su barba blanca alcanzó a sus rodillas, y sus huesos se secaron. Le llegó su hora,
y llamó a su madre.
–¿Qué
quieres, niño mío? –suspiró en silencio.
–¡Salvarme!
–Hijo
mío, yo fui; ya no soy nada, sino un dolor sin cuerpo. Quizá me oíste gemir en el
viento y llorar con la lluvia en tus cristales. En mí no quedó sustancia ni energía.
Soy menos que el recuerdo de una sombra. Ni siquiera puedo reunir mis lágrimas para
ti. Soy tu madre muerta.
–¡Madre
cruel, madre amarga, maldita seas mil veces! –exclamó el moribundo.
–¿Cuál
es mi crimen? –sollozó el silencio.
–¿Para
qué me diste la vida, si no me diste la inmortalidad?
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