Edilberto Aldán
Hasta ahora recuerdo.
Vienen las imágenes como polvo, se cuelan por la rendija de mis ojos
entrecerrados, a través de las grietas que dejan en el cuerpo el cansancio y el
abandono, me sitia la necesidad de abandonarme al tobogán oscuro de la fatiga.
Mi memoria no suele ser así, está formada de
retazos que niegan la posibilidad de concebir orden alguno. No sé cómo es que
hoy, hasta hoy, lo que éramos llega de esta manera.
Aprieto el puño, la tierra que llevo en la mano
se convierte en lodo.
La casa era tan grande que podíamos jugar mil
veces a las escondidas sin repetir el escondite, recargarnos en el balcón
exhaustos de no hacer nada, plantar en las macetas todas las semillas
imaginables, formar ejércitos con migajón de bolillo, aventar huevos y restos
de comida al vigilante del parque.
En ese entonces eras bien maldito Darío, siempre
me tenías con la boca abierta, no dejabas que los segundos se acumularan hasta
hacernos bostezar, no, algo se prendía en tus ojotes, unas chispitas que
iluminaban desde el fondo de tu cara, y encontrabas algo que nos sacaba del
tedio, justo aquello que levantaba el grito de los mayores.
Para mí inventaste todo: las cirugías a los
caracoles para dejarlos sin concha, la caza de pajaritos que ante mis gritos
complacientes morían aplastados dentro de una bolsa, los asaltos a mano armada
a la tienda de la esquina, la guerra de fuego con que sacrificabas hormigas…
para mí, “para que te rías conmigo” y ya eras risa en mi boca. No era como
decía la doctora de la escuela: que necesitabas de cuidados especiales, que te
gustaba llamar la atención, no, siempre eras para nosotros mismos, en el
parque, en la casa, en el ropero, persiguiendo al abuelo José.
Tú fuiste quien le puso el Chacharasca. Cómo nos
burlábamos. Caminaba por el pasillo con nuestros ojos en la espalda, adivinando
cada uno de sus movimientos: cha, arrastraba un pie; cha y luego el otro; rasca
y los dedos buscaban calmar la comezón en su pierna, en el cuello, en todo el
cuerpo. Cuando llegaba al sillón lo primero que hacía era abrazar su anforita
entre los dedos flacos y amarillos. A veces mi tía lo regañaba diciendo que el
alcohol, que el cigarro, que ya no se rascara, que fuera al doctor, que a ver
cuándo…
Mamá gritaba “Vero, Darío”, pero ya estábamos en
el parque, nadando en la fuente, tú Superman y yo Superchica colgando del
volantín, escondidos entre los bambúes, besándonos frente a la iglesia. Nos
dábamos besos a la menor provocación. La primera vez fue jugando a las estatuas
de marfil, como no podía hacer que perdieras te planté un beso y abriste los
ojos muchísimo, más que nunca brilló al fondo de tus ojos eso que tanto me
hacía reír; nos estaban viendo, por eso luego luego gritaste que guácatelas,
que no lo volviera a hacer. Después fuimos buscando el momento de estar solos
para no tener que fingir asco, el mejor lugar era frente a la iglesia, donde
las plantas crecían más altas que pico de montaña y sí, también el ropero,
donde aprovechábamos el juego de las escondidas para pasar un largo rato.
El Chacharasca fue quien nos descubrió, a lo
mejor por eso lo molestábamos tanto. Nos encontró dentro del ropero el día que
no pudimos ir al parque porque la lluvia se hizo hielo, granizo que dolía como
coscorrones y no nos dejaron salir aunque aguanté la respiración hasta ponerme
morada. En el ropero me enseñabas que te estaban saliendo pelitos y tenías uno
largo y güero, “mira” y lo jalabas presumido, “tú todavía no tienes” y yo me
subí la falda para enseñarte la colita, cubierta por muchos vellitos, tomé tu
mano y me acariciaste. El abuelo abrió la puerta cuando me preguntabas que cómo
le había hecho.
No le dijo nada a mamá, ni a la tía, ni a nadie,
nomás nos dio de cachetadas, y a ti que te lleva de las patillas al baño, ¿qué
te dijo?, ¿qué gritó? Saliste con las manos en los bolsillos, intentando
chiflar, pero se notaba que habías llorado; cuando te pregunté qué hicieron, me
abrazaste muy fuerte y en susurros me dijiste que él también lloró, que le
gritaste ronchudo, Chacharasca. El abuelo estaba sentado en la taza del baño,
rascándose su infección y los dedos extrañando la anforita. Se murió después, ahí
mismo.
Por ese entonces, la camioneta escolar nos dejaba
en la esquina, desde ahí echábamos carreritas hasta el edificio y al que perdía
le tocaba ser el esclavo del otro durante todo el día. Una vez me caí, me raspé
la rodilla, apenas y me salió una poquita de sangre, pero tú mirabas como si me
hubiesen cortado el brazo. Todo el día me estuviste cuidando, si quería
cualquier cosa ibas por ella sin chistar, todo lo que me tocaba hacer lo
hiciste tú, por eso encontraste muerto al abuelo.
Mamá siempre me mandaba a avisar que la cena
estaba servida, esa vez lo hiciste tú y encontraste al Chacharasca recargado en
la taza del baño, desnudo, todo mojado. “Está borracho” para mí en voz baja y a
mamá: “no se quiere levantar el abuelito”. Fuimos al baño con ganas de ver cómo
lo regañaban, él seguía ahí, vencido, con su espalda llena de costras negras,
con hoyito y pus. No nos reímos, mamá gritó demasiado pronto.
Nosotros éramos los únicos chicos en el velorio.
No quisimos quedarnos con los demás niños, “te imaginas, vamos a tener que
cuidarlos” y yo dije que sí, que fuchi, puro olor a caca. Estuviste llore y
llore, yo creí que por ver la cara del abuelo José tan fea, bien pintada y con
algodón en la nariz y oídos. Luego, mientras un montón de gente se disculpaba
con mamá, mi tía quiso calmarte explicando que el Chacharasca se había muerto
por las costras, de una de esas enfermedades que se agarran en los baños, que
nunca tuvo cuidado y que como bebía mucho y pues… Dejaste de llorar para
abrazarme.
Cuando todos los grandes se acercaron a la caja,
salimos al pasillo, tenías rojos los ojitos, te los limpié y en voz baja me
dijiste: “yo creí que lo había matado Diosito por mi culpa. Cuando nos
encontró, yo pedía en la iglesia que se muriera para que no fuera a contarle a
nadie”, lloraste de nuevo, lágrimas y lágrimas, hasta que soltaste la risa
cuando te enseñé un moco que habías dejado en el cuello de mi blusa.
Cuando el padre Rogelio comenzó a pedir que el
alma del abuelo se fuera derechito al cielo, todos lloraron, muy silenciosos,
con pena, al mismo tiempo, menos tú y yo, porque me estabas enseñando que una
mosca sigue viva aunque le arranques las alas.
¡Uy! y en el panteón más lagrimones, sobre todo
cuando teníamos un puñito de tierra en la mano, todos listos para echarlo al
hoyo. Ya no pude ver cómo tapaban la caja del Chacharasca y todo por tu culpa,
la tía Josefina tenía bien hinchados los ojos de tanto llorar, la agarraban del
brazo para que anduviera, no podía fijarse en nada, por eso al arrodillarse que
se cae al hoyo y tú que le echas el puño de tierra en la cabeza. Nos reímos y
que de castigo nos llevaron al carro.
Estaban tan tristes, tan cansados o ve tú a saber
cómo que no se fijaron en que nos dejaban solitos en la casa. No jugamos nada,
como el Chacharasca ya estaba muerto no teníamos que meternos al ropero, esa
vez fue la primera que me acariciaste la colita como si fuera un gato.
Después ya no necesitamos del ropero, ni de los
bambúes, ni de nada, sólo de la noche, de los ronquidos que te avisaban era el
momento de entrar a mi cuarto; aunque eso sí, muchas veces seguimos jugando a
las escondidas y nunca nadie nos encontró.
Todavía la semana pasada nos estábamos riendo de
esas cosas, de los recuerdos, de los años que gustabas contar entre cigarro y
cigarro, mientras por abajo de las sábanas apretabas mis piernas con las tuyas.
Fue la última vez que nos vimos, terminamos peleando a gritos. No pude soportar
que mencionaras tu próxima boda con Marta.
Ahora todos la consuelan a ella, nadie a mí. Miro
el cielo, pero de nada vale arrepentirse de lo que uno pide.
Separo los dedos, el lodo escapa de mi mano hasta
tu caja y se mezcla con los ramos de flores que yo no arrojé.
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