Ciro B. Ceballos
Agonizaba
aquel día tropical: parecía, calenturiento como un tifoso en plena crisis; por el
ocaso, ardían todos los matices del iris en una augusta bacanal de colores, y la
tierra sudaba, echando bocanadas de vapor caliginoso.
El vicario abrió con alegría de escolar la puertecita
del confesionario suponiendo que había terminado ya la chocante tarea de oír los
nimios escrúpulos y veniales pecados de sus habituales penitencias.
¡Qué sabroso estaría el panzudo cangilón de aquel chocolate
que sólo la adorable doña Corpus sabía condimentar!
La faena, como de costumbre, había sido ruda y cargante,
sí, horriblemente fastidiosa; toda la chismografía local que se tamizaba por la
rejilla penitenciaria para picotear sus oídos con picarescas anécdotas e intolerables
monsergas, cosas que no le importaban, palabrerías de la gentecita que vive de lo
vulgar, chocarrerías de viejas camanduleras, consultas de beatas y tonteras de paletos
o pecadores de baja estofa.
Se hallaba libre al fin.
Su programa era encantador: tomaría la merienda con
buen apetito, pasearía por el bosque una hora o dos, luego la lectura, ¡un libro
nuevo!; después, las oraciones ordinarias y, por último, el confortante lecho donde
noche a noche descansaba de las fatigas diurnas.
–Padre… ¡se puede…?
La bronca voz del hombre repercutió en los silentes
dombos de la nave con acento majestuoso.
Alto, moreno, fornido, de magnífica musculatura, parecía
un cíclope escapado de las fraguas de Vulcano.
–¿Se puede, señor cura…?
–Sí.
La confesión fue lenta y fatigada.
Era un proyecto diabólico, un asesinato premeditado
con singular vileza por un delincuente cobarde que antes de cometer su delito imploraba
la absolución en el tribunal formidable de las conciencias.
El relato trastornó con intempestiva brusquedad el ánimo
tranquilo del sacerdote, lo agitó, no de otra suerte que un chorro de pedruscos
rebota el manantial sereno de aguas vivas.
Después de muchas vanas súplicas alejose el penitente
sin haber obtenido el perdón que allí imploraba.
El confesor llegó a sus aposentos profundamente emocionado.
Dejose caer sobre un antiguo mueble forrado de terciopelo
morado a grandes rosetones, y allí, sobando el lomo de su gato negro que hecho rosca
dormitaba, se puso a meditar.
Esa
misma noche, el rico filántropo del cortijo iba a sucumbir a los golpes de un puñal,
el sueño de aquel nonagenario laborioso sería interrumpido por la punta de acero
que aguardaba el propicio instante pronta a quitarle la existencia; él lo sabía
todo perfectamente, ningún detalle del crimen le era desconocido, había visto al
perverso, hablado con él, dándole consejos, y a pesar de su minucioso y completo
conocimiento de aquella trama urdida en la sombra, no podía delatar al homicida
sin violar el sigilo de la confesión… ¡Qué hacer?… ¿entregarlo a la justicia?… ¿prevenir
a la víctima?… ¿pero cómo sin faltar a aquel sigilo?… En su cerebro zumbaban las
conjeturas como enjambre de mariposas negras, el conflicto en que se hallaba aturdía
su juicio por lo común discreto y sano, retorciendo en complicadísimas espirales
las circunvoluciones de su pensamiento.
Ante la inminencia del peligro que amenazaba al bienhechor
de su pueblo, a un hombre bueno, el miedo, un temor pavoroso lo entontecía apagando
de un soplo todas las lámparas de su mente para hundir luego sus energías en la
anestesia torpe de las cosas sin alma.
Se acostó, amedrentado y triste, como si fuese voluntario
cómplice de aquel ladrón.
Con una evidencia de sugestión veía representarse el
trágico suceso.
Presenciaba el drama con todos sus detalles: los muros
que el bandido había salvado provocando aullidos de alarmas entre los perros, sus
precauciones para no despertar a los sirvientes, su paso cauteloso al avanzar en
las tinieblas con las manos extendidas hacia adelante para tocar los objetos y evitar
así los choques; las cerraduras que forzaba con sus llaves falsas, que campanilleaban
alegremente, y hasta el rumor de su respiración fatigada… Luego la lucha empeñada
entre el asaltante y el asaltado, una desigual pelea en la que al más fuerte le
tocaban todas las ventajas; por fin, la consumación del acto delictuoso… El anciano
lloraba y suplicaba, quería vivir aún, y su verdugo lo apuñaleaba coléricamente,
lo acuchillaba hasta ver la rabínica cabeza del sacrificado desplomada en el tálamo
entibiado por la sangre…
Al claror de la luna veía la carátula del monumental
reloj de pared como una faz de endriago chino en cuya blancura porcelánica se destacaban
los ojos oblicuos perfectamente figurados por los números.
Cerraba los ojos o envolvía su cabeza entre las sábanas
y siempre columbraba a lo lejos, entre obscuridades de antro, la escena que le horripilaba.
¡Tan… tan… tan…!
¡Las tres!…
Era el momento preciso en que debía efectuarse la tragedia.
La reacción se operó en su organismo con una violencia
admirable.
Saltó de la cama y encendió maquinalmente una bujía.
Debía evitar ese delito a toda costa, si preciso fuese
se batiría brazo a brazo con el asesino, era su deber, y el carácter sacerdotal
de que estaba revestido lo orillaba a cumplirlo de mala o buena gana.
La luz avivó sus fuerzas moribundas; buscó un abrigo
de tela burda y se arropó, cubriose con un sombrero de grandes alas, cargó una linterna
y después de proveerse de un filoso escoplo, echó a andar rumbo a la quinta del
prócer.
Caminaba lo mismo que un sonámbulo, inconscientemente,
como arrastrado por una fuerza invencible y misteriosa.
La verja del jardín estaba abierta y pudo entrar sin
trabajo alguno; cuando estuvo frente a la puerta principal de la casa sacudió su
cuerpo un fuerte temblor al hallarla también franca, llegó a los departamentos principales,
y nadie interrumpió sus pesquisas; no había duda, el miserable había llegado y tal
vez ya no era tiempo de impedir el crimen; el clérigo se aventuró hasta la alcoba
del viejo y allí, a la luz amarillenta de una veladora, lo vio dormir tranquilamente;
entonces, sin que él mismo pudiera darse cuenta del fenómeno, su noble y piadosa
solicitud se metamorfoseó de improviso. En un arranque de cólera siniestra y, hecho
un insensato, se aproximó al indefenso durmiente y lo mató de un solo golpe.
Cuando huía perseguido por los fantasmas del remordimiento,
vio en su camino a un hombre alto, moreno, fornido, de magnífica musculatura, que
parecía un cíclope escapado de las fraguas de Vulcano.
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