Boris Vian
El reloj electrónico de pared dio dos campanadas y me sobresalté, arrancándome
con esfuerzo del torbellino de imágenes que se agolpaban en mi mente. Con cierta
sorpresa constaté, además, que el corazón me empezaba a latir de manera un poco
más rápida. Sonrojándome, cerré el libro con apresuramiento. Se trataba de Tú
y Yo, un antiguo y polvoriento libraco de antes de las otras dos guerras, cuya
lectura me había resistido a abordar hasta entonces conociendo la audacia realista
del tema. Sólo en ese momento me di cuenta de que mi turbación procedía tanto de
la hora y del día en que estábamos, como del libro mismo. Era el viernes 27 de abril
de 1982 y, como de costumbre, esperaba la llegada de Florence Lorre, mi alumna interna.
El descubrimiento me admiró más de lo que pueda decir.
Me considero de mentalidad abierta, pero soy consciente de que no es al hombre a
quien corresponde la iniciativa, y de que en toda ocasión debemos observar la reserva
socialmente atribuida a nuestro sexo. Poniéndome a reflexionar, sin embargo, después
de la extrañeza inicial, llegué hasta a encontrar excusas.
Es una idea preconcebida imaginarse a los científicos,
y a las mujeres en particular, con aspecto de autoridades y carentes de belleza.
Las mujeres, sin duda alguna, y en mayor medida que los hombres, están dotadas para
la investigación. Algunas profesiones, por otro lado, en las que la apariencia externa
tiene un papel selectivo, como la de actor, de por sí implican una relativamente
elevada proporción de Venus. Sin embargo, si se profundiza en la cuestión, podrá
concluirse con bastante rapidez que una bella matemática no tiene por qué ser más
difícil de encontrar que una actriz inteligente. Cierto que hay muchas más matemáticas
que actrices. Pero, en cualquier caso, la suerte me favoreció en el sorteo de asignación
de internos, y a pesar de que aquel día ni el mínimo pensamiento turbador se deslizó
en mi mente, al instante reconocí –y con toda objetividad– el innegable encanto
de mi discípula. Encanto mismo que justificaba mi desasosiego de aquel momento.
Puntual por añadidura, llegó como de costumbre, a las
dos y cinco.
–Estás insoportablemente elegante –le dije, quedando
un poco sorprendido por mi propia osadía.
En efecto, traía un ceñido conjunto de tejido verde
pálido con reflejos muarés, muy sencillo, sí, pero que seguramente procedía de una
factoría de lujo.
–¿De verdad te gusta, Bob?
–Sí, me gusta mucho.
No soy de los que encuentran el color fuera de lugar
incluso en un atuendo femenino tan clásico como un conjunto de laboratorio. Es más,
aun a riesgo de escandalizar, confieso que una mujer con falda es algo que no me
ofende.
–A mí me encanta –respondió Florence con acento zumbón.
Debo tener por lo menos diez años más que ella, pero
Florence asegura que parecemos de la misma edad. De ello deriva el que nuestras
relaciones difieran un poco de las que se consideran normales entre profesor y discípulo.
Le gusta tratarme como a un simple compañero. Y la cosa me embaraza un algo. Podría,
claro está, afeitarme la barba y cortarme el pelo para parecer uno de aquellos antiguos
sabios de 1940. Pero ella afirma que eso me daría un aspecto afeminado y que en
absoluto contribuiría a que le inspirase más respeto.
–¿Cómo va tu montaje? –me preguntó.
Hacía alusión a un bastante espinoso problema electrónico
confiado a mi cuidado por el Negociado Central y que acababa de resolver aquella
misma mañana, de una manera que me parecía bastante satisfactoria.
–Terminado –respondí.
–¡Bravo! ¿Y funciona?
–Mañana lo comprobaré –dije–. Las tardes de los viernes,
como sabes, las consagro a tu instrucción.
Pareció asaltarle alguna duda, y bajó los ojos. Nada
me altera tanto como una mujer tímida, de lo que ella era muy consciente.
–Bob… Quiero preguntarte una cosa.
Me sentí muy incómodo. Una mujer, verdaderamente, debería
evitar esos melindres tan encantadores en presencia de un hombre.
Por fin continuó:
–¿Puedes explicarme en qué estás trabajando?
Me llegó a mí el turno de dudar.
–Pero, Florence… se trata de trabajos ultraconfidenciales.
Apoyó la mano en mi brazo.
–Bob… Hasta el último de los hombres de la limpieza
de este laboratorio sabe sobre esos secretos casi tanto como… como… como el mejor
de los espías de Antares.
–Me… me extrañaría –dije muy preocupado.
Desde hacía semanas la radio nos venía fatigando con
los obsesivos estribillos de La Gran Duquesa de Antares, la opereta planetaria de
Francis López. A mí me produce náuseas esa musiquilla de baile de candil. Lo siento,
pero no me gustan más que los clásicos: Schoenberg, Duke Ellington o Vincent Scotto.
–¡Bob! Por favor, dímelo. Quiero saber lo que estás
haciendo…
Otra pausa.
–Venga… ¿Qué te pasa, Florence? –dije por fin.
–Bob… te quiero mucho. Por eso tienes que decirme en
qué estás trabajando. Deseo ayudarte.
Así fue. Durante años leemos en las novelas la descripción
de las emociones que se experimentan al escuchar la primera declaración. Y la cosa
me sucedía por fin. A mí. Era mucho más turbador, más delicioso, que cuanto hubiera
podido imaginar. Miré a Florence, contemplé sus ojos claros y sus pelirrojos cabellos
cortados a cepillo, a la moda del año 82. Creo positivamente que hubiera podido
tomarme en sus brazos sin que me resistiera. Yo que me había reído tantas veces
al escuchar historias de amor… Mi corazón capitulaba y sentía que me temblaban las
manos. Tragué saliva con esfuerzo.
–Florence… a un hombre no le está permitido dejarse
decir cosas como esa. Hablemos de otro tema, por favor.
Se acercó a mí, y antes de que pudiera hacer nada, me
rodeó con los brazos y me besó. Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies y, sin
saber cómo, me encontré sentado en una silla. Experimentaba, en aquel instante,
una sensación de embeleso tan inexplicable como imprevista. Me avergoncé de mi propia
perversidad, y constaté con cierta recrudescencia de estupor que Florence acababa
de sentarse en mis rodillas. La lengua se me destrabó de golpe.
–Es indecente, Florence. Levántate. Si entra alguien…
quedaré deshonrado. Levántate, por favor.
–¿Me hablarás de tus experimentos?
–Yo… eee…
Era preciso ceder.
–Todo. Te lo contaré todo. Pero hazme el favor de levantarte.
–Estaba segura de que serías amable –dijo poniéndose
de pie.
–En cualquier caso –repliqué– has abusado de la situación.
Reconócelo.
La voz me temblaba. Florence me dio unos afectuosos
golpecitos en el hombro.
–Venga, querido Bob. Sé más moderno.
Me apresuré a internarme en el terreno de la técnica.
–¿Te acuerdas de los primeros cerebros electrónicos?
–le pregunté.
–¿Los de 1950?
–Un poco antes –precisé–. Se trataba de máquinas de
calcular, bastante ingeniosas por otra parte. Recordarás que muy pronto empezó a
dotárseles de válvulas especiales que les permitían almacenar conocimientos utilizables.
Las válvulas de memoria ¿recuerdas?
–En la escuela primaria enseñan eso –dijo Florence.
–Recordarás que ese tipo de aparatos se perfeccionó
más o menos hacia 1964, cuando Rossler descubrió que, convenientemente instalado
en un baño nutritivo, y bajo determinadas condiciones, un cerebro humano real podía
realizar las mismas funciones ocupando un volumen mucho menor…
–Sí, y también sé que ese procedimiento resultó a su
vez sustituido, en el 68, por el ultrainterruptor de Brenn y Renaud –dijo Florence.
–De acuerdo –respondí–. Poco a poco se fueron conjugando
esas diversas máquinas con todo tipo de ejecutadores posibles, “ejecutadores”, ellos
mismos derivados de los mil y un útiles elaborados por el hombre a lo largo de todas
las épocas, y ello con designio de llegar a la categoría de instrumentos a los que
se llama robots. Una característica ha permanecido como definitoria de este último
tipo de máquinas. ¿Puedes decirme cuál?
El profesor volvía a imponerse en mí.
–Tienes unos ojos muy bonitos –contestó Florence–. Son
amarilloverdosos con una especie de destello sobre el iris…
Me arredré.
–¡Florence! ¿Me estabas escuchando?
–Te escuchaba, claro que sí. La característica común
a todas esas máquinas estriba en que no operan sino sobre datos suministrados a
sus operadores internos por los usuarios. Una máquina a la que no se plantea un
problema determinado, permanece incapaz de iniciativa.
–¿Y por qué no se ha intentado dotarles de consciencia
y de razonamiento? Pues porque se ha constatado que bastaba proveerlas de determinadas
funciones reflejas elementales, para que adquirieran peores manías que las de los
antiguos sabios. Cómprese, por ejemplo, en un bazar una pequeña tortuga electrónica
de juguete, y podrán conocerse las peculiaridades de las primeras máquinas electrorreflejas:
irritables, caprichosas… dotadas, en suma, de carácter. Se perdió, pues, bastante
pronto todo interés en esa especie de autómatas únicamente creados para disponer
de una sencilla ilustración práctica de determinadas funciones mentales, pero de
demasiado problemático aprovechamiento.
–Querido y viejo Bob –dijo Florence–. Adoro oírte hablar.
Eres un pesado, ¿sabes? Todo eso me lo sé desde onceavo.
–Y tú… tú eres insoportable –dije a mi vez poniéndome
serio.
No dejaba de mirarme. Sin duda alguna estaba riéndose
de mí. Vergüenza me da reconocerlo, pero sentía muchos deseos de que volviera a
besarme. Para ocultar mi confusión, seguí hablando sin respiro.
–Cada vez con más afán, se viene procurando últimamente
dotar a dichas máquinas de circuitos reflejos útiles capaces de actuar sobre los
más diversos ejecutadores. Pero todavía no se había intentado suministrar a ninguna
de ellas una cultura general. Por decir la verdad, ni siquiera se había considerado
necesario. Ahora bien, se da la circunstancia de que el montaje que me ha encomendado
el Negociado Central debe permitir a la máquina retener en su órgano de memoria
un número de conceptos extremadamente elevado. De hecho, el modelo que puedes ver
aquí está destinado a adquirir el conjunto de conocimientos del gran manual enciclopédico
Larousse de 1978, en dieciséis volúmenes. Se trata de un modelo casi puramente
intelectual, aunque posee sencillos ejecutadores que le permiten desplazarse por
sus propios medios, así como agarrar objetos para identificarlos y explicarlos llegado
el caso.
–¿Y en qué se le empleará?
–Es una máquina-funcionario, Florence. Debe servir de
consejero protocolario al embajador de Flor-Fina que se instalará el mes que viene
en París, tras la clausura de la Convención de México. A cada solicitud de información
por su parte, le suministrará la respuesta esperable de una persona con muy vasta
cultura francesa. En cualquier circunstancia le indicará la postura a adoptar, le
explicará de qué se trata en cada caso y, asimismo, cómo es preciso comportarse.
Ello tanto si se trata de la ceremonia de bautismo de un polimegatrón, o de una
cena en la residencia del emperador de Eurasia. Desde que el francés se adoptó por
decreto mundial como lengua diplomática de lujo, todo el mundo quiere estar en condiciones
de poder hacer ostentación de una cultura francesa completa. Y mi máquina será particularmente
apreciable para un embajador, que apenas dispone de tiempo para instruirse.
–¡Qué bien! –dijo Florence–. ¿Así que vas a hacer tragar
a esta pobre maquinita los dieciséis tomazos del Larousse? ¡Eres un torturador
inmisericorde!
–¡No hay más remedio! –respondí–. Es necesario que lo
digiera todo. Si se le inculca una cultura fragmentaria, tendría todas las posibilidades
de adquirir un carácter semejante al de las antiguas e imprecisas máquinas insuficientemente
dotadas de sentido. Solamente tendrá posibilidades de desarrollar un comportamiento
equilibrado si lo sabe todo. Únicamente si se da esa condición, podrá funcionar
siempre de manera objetiva e imparcial.
–¡Pero es imposible que lo sepa todo! –dijo Florence.
–¡Bueno! –accedí–. Bastará con que sepa de todo en
una proporción equilibrada. El Larousse supone una aceptable aproximación
a la objetividad. Es un ejemplo satisfactorio de obra escrita sin apasionamiento.
Según mis cálculos, partiendo de él podemos llegar a una máquina perfectamente culta,
razonable y bien educada.
–Me parece maravilloso –dijo Florence.
Tenía todo el aspecto de estar burlándose de mí. Algunos
de mis colegas, evidentemente, han resuelto problemas mucho más complicados, pero,
en cualquier caso, estaba yo convencido de haber realizado una elogiable extrapolación
de determinados sistemas bastante imperfectos, y de que ello merecía algo más que
aquel trivial “me parece maravilloso”. Decididamente, las mujeres no se paran a
pensar hasta qué punto nuestras ingratas y domésticas tareas resultan enfadosas.
–¿Puedes explicarme cómo funciona? –me preguntó.
–¡Oh! Se trata de un sistema ordinario –dije con cierta
tristeza–. De un vulgar lectoscopio. Basta meter el volumen por el tubo de entrada.
El aparato se ocupa de leerlo y de memorizar su contenido. Como ves, no tiene nada
de particular. Una vez terminada la instrucción, se procederá, naturalmente, a desmontar
el lectoscopio.
–¡Hazla funcionar, Bob! ¡Te lo ruego!
–Me gustaría mucho complacerte –dije–, pero no tengo
los Larousse. No los recibiré hasta mañana por la tarde. Y no puedo hacerle
aprender ninguna otra cosa, pues la desequilibraría.
Me acerqué a la máquina y la conecté a la red. Las lámparas
de control se encendieron formando una discontinua sucesión de puntos luminosos
rojos, verdes y azules. Un dulce ronroneo surgía del circuito de alimentación. A
pesar de todo, me sentía bastante satisfecho de mí mismo.
–Se mete el libro por aquí –dije–. Se sube después esta
palanquita, y ya está… ¡Pero, Florence, por Dios! ¿Qué es lo que estás haciendo?
¡Oh…!
Intenté desconectar la máquina de la red, pero Florence
me lo impidió.
–No se trata más que de una prueba, Bob. Lo borraremos
después…
–¡Eres imposible, amiga mía! ¿No sabes que no se puede
borrar?
Había introducido mi ejemplar de Tú y Yo en el
correspondiente tubo y levantado la palanquita. En aquel momento oíamos la apretada
trepidación del lectoscopio a medida que ante él desfilaban las páginas. En quince
segundos la cosa estaba hecha. El libro volvió a salir, asimilado, digerido e intacto.
Florence observaba con interés. De repente, se sobresaltó.
Dulce, tiernamente casi, el altavoz comenzó a cantaletear:
Necesito expresar, explicar, traducir.
No se siente del todo más que lo que se sabe decir…
–¡Pero, Bob! ¿Qué es lo que pasa?
–¡Santo Dios! –dije exasperado–. Eso es todo lo que
sabe… Va a recitar a Geraldy sin descanso a partir de ahora.
–Oye, ¿pero por qué habla sola?
–¡A todos los enamorados les gusta hablar solos!
–¿Y si le pregunto alguna cosa?
–¡Ah, no! ¡Eso no! –dije–. Déjala en paz. Ya la has
desquiciado bastante.
–¡Mira que eres gruñón, eh!
La máquina ronroneaba con un ritmo arrullador, muy dulce.
De repente hizo un ruido como para aclararse la voz.
–Dime, máquina, ¿cómo te sientes? –le preguntó Florence.
Esta vez fue una apasionada declaración lo que brotó
del aparato.
¡Ah! ¡Te amo! ¡Te amo!
¿Me oyes? ¡Estoy loco por ti…!
¡Estoy loco…!
–¡Oh! –dijo Florence–. ¡Qué desvergüenza!
–Así era en aquellos tiempos –dije–. Los hombres se
declaraban a las mujeres, y te aseguro, mi pequeña Florence, que no les faltaba
audacia…
–¡Florence! –dijo la máquina con tono pensativo–. ¡Se
llama Florence!
–¡Pero eso no es de Geraldy! –protestó Florence.
–¿Entonces es que no has comprendido ni un ápice de
mis explicaciones? –observé un tanto vejado–. Lo que he construido no es un simple
aparato reproductor de sonidos. Como te he dicho, en su interior hay un montón de
circuitos reflejos nuevos, así como una completa memoria fonética que le permite
tanto utilizar la información que almacena, como crear respuestas adecuadas… Lo
difícil era conseguir que conservara su equilibrio, y tú te lo acabas de cargar
atiborrándola de pasión. Es como si le hubieras dado un bistec a un niño de dos
años. Esta máquina es todavía un niño… y acabas de hacerle comer carne de oso…
–Soy lo suficientemente mayor como para entendérmelas
con Florence –observó la máquina con tono decidido.
–¡Pero también entiende! –dijo Florence.
–¡Pues claro que entiende!
Cada vez me sentía más irritado.
–O sea que entiende, ve, habla…
–¡Y también ando! –dijo la máquina–. En cuanto a besar,
sé muy bien de qué se trata, pero todavía desconozco con quién voy a hacerlo –continuó
con tono pensativo.
–No te vas a besar con nadie –intervine–. Voy a desconectarte,
y mañana volveré a ponerte a cero cambiándote las válvulas.
–Tú… –contestó la máquina–. Tú no me interesas para
nada, horroroso barbudo. Y ya puedes irte olvidando de tocarme el contacto.
–Tiene una barba muy bonita –dijo Florence–. No seas
mal educado.
–Tal vez… –dijo la máquina con una risotada lúbrica
que me erizó el cabello sobre la cabeza–. Pero de lo que más entiendo es de cuestiones
de amor… Acércate a mí, mi querida Florence.
Pues las cosas que tengo de decirte gran prisa,
son de esas, ¿me entiendes?, que no pueden decirse
sin voz y sin miradas, sin gestos y sonrisas…
–¡Eso! Intenta sonreír un poco –me mofé yo.
–¡Cómo no! ¡Sé reírme! –dijo la máquina.
Y repitió su obscena risotada.
–En cualquier caso –proseguí furioso–, bien podías dejar
de repetir palabras de Geraldy como si fueras un lorito…
–No repito nada en absoluto como un loro –contestó la
máquina–. La prueba está en que puedo llamarte morcilla, ternero, alma de cántaro,
estúpido, ampolla, castaña, desecho, cangrejo, fardo, dingo…
–¡Ah! ¡Basta ya! –protesté.
–Mas si a veces plagio a Geraldy –continuó la máquina–
es porque no se puede hablar mejor del amor, y también porque me gusta. Cuando seas
capaz de decir a las mujeres cosas como las que les decía aquel tipo, me lo comunicas.
Y por lo demás, déjame en paz de una vez. Era a Florence a quien estaba hablando,
no a ti.
–Sé más amable –le dijo Florence a la máquina–. Me gusta
la gente cariñosa.
–Di mejor “cariñoso”, en masculino –le pidió el aparato–.
Me siento macho. Además, calla y escucha:
Déjame desabrocharte el corsé.
Las cosas que quieres decirme, querida,
de antemano las sé. Venga, ven.
Desnúdate y ven, mi vida.
El medio para con más sensatez
explicarse sin engañarse,
es estrecharse cuerpo contra cuerpo.
No más reparos. Quítate lo que pueda quitarse.
Nuestra carne sabrá ponerse de acuerdo.
–¡Ah, cállate! –protesté escandalizado.
–¡Bob! –exclamó Florence–. ¿Conque era eso lo que estabas
leyendo? ¡Oh…!
–Voy a desconectarla de una vez –dije–. No puedo soportar
oírla hablarte así. Hay cosas que pueden leerse, pero no decirse.
La máquina callaba. Pero, poco después, una especie
de gruñido surgía de su garganta.
–¡No te atrevas a tocarme el contacto!
Sin hacer caso, me acerqué a ella. Antes que pronunciar
una palabra más, prefirió abalanzarse sobre mí. Aunque me eché a un lado en el último
momento, no pude evitar que con su bastidor de acero me golpeara violentamente en
el hombro. A continuación, su innoble voz prosiguió:
–Conque estás enamorado de Florence ¿eh?
Me había refugiado detrás del escritorio de acero, y
me frotaba el hombro.
–Lárgate, Florence –dije–. Sal de esta habitación. No
te quedes aquí.
–¡No quiero dejarte solo, Bob…! Puede hacerte daño.
–Tranquila, tranquila –repetí–. Sal de una vez.
–¡Saldrá si la dejo que lo haga! –dijo la máquina.
–Lárgate, Florence –insistí–. Te he dicho que te largues.
–Tengo miedo, Bob –dijo Florence.
Y de dos zancadas se reunió conmigo detrás del escritorio.
–Quiero quedarme contigo.
–Ningún daño te haré a ti –dijo la máquina–. Es el barbudo
quien me las va a pagar. ¿O sea que estás celoso? ¿O sea que quieres desconectarme…?
–¡No quiero saber nada contigo! –le espetó Florence–.
¡Me das asco!
La máquina retrocedió lentamente, tomando carrerilla.
De repente, cargó sobre mí con toda la fuerza de sus motores. Florence gritó:
–¡Bob! ¡Bob! ¡Tengo miedo…!
La estreché contra mí al mismo tiempo que me sentaba
prestamente sobre el escritorio. La máquina dio de lleno contra este, y lo deslizó
hasta la pared, con la que chocó con una fuerza irresistible. La habitación tembló,
y un pedazo de cascote se desprendió del techo. Si nos hubiéramos quedado entre
la pared y el escritorio, nos hubiese cortado por la mitad.
–Suerte que no la haya provisto de ejecutadores de más
alcance –murmuré–. Quédate aquí.
Dejé sentada a Florence sobre el escritorio. Por muy
poco, quedaba fuera del alcance de la máquina. Yo eché pie a tierra.
–¿Qué vas a hacer, Bob?
–Ninguna necesidad de decirlo en voz alta… –respondí.
–Lo sé –comentó la máquina–. De nuevo vas a intentar
desconectarme.
Al verla recular, esperé.
–Conque te acobardas ¿eh? –ironicé.
La máquina emitió un gruñido furioso.
–¿Eso crees? ¡Ahora verás!
Volvió a precipitarse sobre el escritorio. Es lo que
yo estaba esperando. En el momento en que lo alcanzó y comenzó a intentar apachurrarlo
para llegar hasta mí, de un salto me puse sobre ella. Con la mano izquierda me agarré
a los cables de alimentación que le salían por la parte superior, mientras que con
la otra me esforzaba por alcanzar la palanquita de contacto. Al instante recibí
un violento golpe sobre el cráneo. Volviendo contra mí la barra del lectoscopio,
la máquina se disponía a volver a golpearme. Aún gimiendo de dolor, alcancé a torcerle
brutalmente la palanca. La máquina gritó. Pero antes de que tuviera tiempo de reforzar
mi presa, comenzó a sacudirse como un caballo enrabietado, con lo que salí despedido
como un proyectil. Me estrellé contra el suelo. Sentí un violento dolor en una de
las piernas y vi, entre penumbras, que la máquina reculaba disponiéndose a acabar
conmigo. A continuación fue la completa oscuridad.
Cuando volví en mí, estaba tumbado, con los ojos cerrados
y la cabeza sobre las rodillas de Florence. Experimentaba todo un conjunto de complejas
sensaciones. La pierna me dolía, pero algo muy dulce se apretaba contra mis labios
haciéndome sentir una emoción fuera de lo común. Abriendo los ojos, pude ver los
de Florence a dos centímetros escasos de los míos. Me estaba besando. Me volví a
desvanecer. Pero en esta ocasión ella me sopapeó, y recobré el conocimiento acto
seguido.
–Me has salvado la vida, Florence…
–Bob… –me respondió–. ¿Quieres casarte conmigo?
–¿No era a mí a quien correspondía proponértelo, querida
Florence? –contesté sonrojándome–. Pero acepto con alegría.
–Conseguí desconectarla a tiempo –prosiguió ella–. Ahora
no hay aquí ningún testigo. Y ahora… no me atrevo a pedírtelo, Bob… Quieres…
Había perdido el aplomo. La lámpara del techo del laboratorio
me hacía daño en los ojos.
–Florence, ángel mío, háblame…
–Bob… recítame a Geraldy…
Sentí que la sangre comenzaba a circularme más de prisa.
Cogí su bonita y rasurada cabeza entre mis manos y busqué sus labios con audacia.
–Baja un poco la pantalla… –murmuré.
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