Agustín Monsreal
Estoy inmóvil entre las sábanas, observándola. Reparo en su pequeño cuerpo
de ceniza encogido y la supongo presa de un miedo extremo. Espera, tal vez, que
de la blancura surja urdido en juez supremo y con un gesto definitivo y grave la
condene o, mordido a piedad por su insignificante condición, la absuelva. Su sombra
crece en la pared, se desplaza con un lento movimiento y se rompe de repente. Me
vuelvo hacia el rincón y encuentro, tercas frente a mis ojos, las dos pelotitas
brillantes de los de ella, mirándome con esa quietud oscura, esa penetrante fijeza.
Mis párpados comienzan a hacerse pesados, a vencerse. Advierto cómo gradualmente
desciendo a la hondura del silencio, y me hallo de pronto en la cima de un altísimo
promontorio, indefenso ante la obstinada visión de las tinieblas, debilitado por
el vértigo del abismo; y caigo, caigo; mi carne se desgarra y cercena y se siembra
mi sangre en la tierra que va abriéndose bajo mi peso; caigo, infinitamente; continúo
cayendo, cayendo… Y despierto colmado de ansiedad y fiebre, experimentando una terrible
opresión en el pecho. En la brevedad legamosa del sueño sentí el agudo raspar de
sus pisadas, su fetidez, su empecinada presencia hurgando las partes todas de mi
cuerpo, precisa, minuciosamente. Examino los hilos de su secreción viscosa impregnados
en las regiones de mi piel como una plaga devastadora. Mi fuerza entera es una larga
huida. Todas las noches sus ojos puestos en mí, obsesivos, obligándome al sueño.
En un principio no le di importancia, juzgué natural
que hubiese una, en reclusorios de este tipo siempre hay. Su compañía vino a ser
una especie de consuelo; saber que no estaba solo, que había algo que respiraba
y se movía a mi alrededor era bueno, me ayudaba a sobrellevar el encierro. La primera
vez que la vi, su aspecto me produjo una repulsión tan grande que tuve deseos de
aplastarla; pero se posaron en los míos sus ojos… Y poco a poco me fui habituando
a ella, a oírla corretear, a mirarla mirándome desde su rincón. Cuando tenía oportunidad,
hurtaba yo trozos de pan y los escondía en mis bolsillos para regar después migajas
por el suelo; pero dejé de hacerlo porque no las tocaba, amanecían intactas, siempre.
Las ocasiones en que al regresar no la encontraba, me ponía en cuclillas y me asomaba
debajo de los muebles, me metía entre ellos, los cambiaba de lugar, y si no aparecía
me echaba boca abajo a escudriñar en su agujero. Y hasta que no se me revelaban
las dos minúsculas lucecitas brillando en lo más profundo de la cavidad, no me iba
a acostar. Después comencé a hablarle. Creo que nadie supo nunca de mis pensamientos
como ella, nadie fue capaz nunca de comprenderme como ella: en su mutismo y quietud
recibía la mejor respuesta a mis palabras. Le confesé que estaba arrepentido de
aquel primer impulso de rechazo y, contemplándola, me convencí de que la belleza
es únicamente cosa de costumbre.
Una noche desperté sobresaltado al percibir un roce
repugnante contra mi carne. Inspeccioné por todos lados sin notar nada anormal fuera
del silencio, que parecía estar dentro de mí y buscando un sitio por donde salir.
Imaginé que era debido al calor y me quité la ropa. A la mañana siguiente, al arreglar
la cama, advertí en la sábana una mínima rasgadura, como hecha con un alfiler. El
día fue una copia idéntica de los días anteriores. Y por la noche se repitió lo
de la víspera, sólo que esta vez la impresión fue más clara, más precisa: algo me
caminaba por el cuerpo. Encendí la luz y me descubrí un breve rasguño en el estómago,
y un poco más arriba una manchita de humedad. Seguramente era mi propio sudor; seguramente
el encierro me estaba afectando demasiado y mi voluntad comenzaba a resquebrajarse.
Pero el rasguño… Decidí mantenerme despierto y alerta, mas al cabo de unos minutos
una suerte de adormilamiento se apoderó de mí. Entonces la sentí trepándome por
el costado, sentí el asqueroso contacto mórbido de su vientre, y la frialdad áspera
y morosa de su cola, y la baba que su hocico iba sembrando en mi piel. Estaba paralizado,
luchando por surgir de ese sopor que me dominaba, de ese abismo que absorbía mis
sentidos y los laceraba. Cuando conseguí abrir los ojos, se colaba por todas las
rendijas la claridad de la mañana. Entonces resolví exterminarla.
Me procuro dos viejos cajones de madera olorosos a jabón
y un desmelenado palo de escoba. Entro con ellos en la celda y estudio el sitio
más estratégico para colocarlos. Exploro con la vista el reducido campo donde procederá
la contienda; mido la longitud del salto que tendré que dar y preveo la celeridad
de la carrera de ella. Su agujero está casi en la esquina de la escuadra que forman
las dos paredes. Dispongo un cajón a izquierda y otro a derecha. Anulo la posibilidad
de que intente un trayecto de frente; ella avanza siempre con el lomo pegado a la
pared –así se nutre, supongo, de tranquilidad–. Pero será en las faldas de una pared
donde exhalará el último chillido. Impelido por mi nerviosismo, el palo de escoba
se suelta de mis manos y rueda a esconderse, como avergonzado de la misión que ha
de desempeñar; penetro en el negro hueco entre la cama y el suelo para recuperarlo.
Recuerdo el tiempo en que era a ella a quien buscaba aquí abajo y el recuerdo me
hace agradable este encuentro, esta comunión con el polvo adherido a las duelas
del piso; el olor a humedad también es placentero; se está bien aquí, la semioscuridad
es acogedora y dulce, semejante al escondite donde se guardan uno a uno todos los
secretos. Oigo la mansedumbre de mi voz que se desata, el sonido de mi voz que murmura
como para sí misma una plegaria. Siento la memoria como bordeada de cicatrices,
el corazón como distanciado.
Inesperadamente ante mí comparece: vital, elástica,
imbatible, blandiendo amenazadora su hocico alargado y desafiante, dispuesta para
el combate, ostentando una gran confianza en sí misma, la seguridad que da el saber
quién está dotado de las mejores armas, las más precisas y contundentes, esa seguridad
de quien conoce de antemano que saldrá triunfante. Logro vencer el entumecimiento
que sus ojos me producen y, empavorecido, insospechadamente ágil, corro en busca
del amparo de la pared, tropiezo con uno de los cajones y caigo, correteo entonces
acosado por ella que, en forma alucinante, insólita, se multiplica por todas partes:
cónclave rojo de ojos palpitando. Giro en un intento de precisarla en un lugar,
determinarla, pero su sombra se extiende a todos los rincones, repta, piruetea grotesca,
se descuelga del techo, contra mí, inaudita, sobre mí, voraz, y de pronto no soporto
más la infinita opresión y se deslindan los cordones de mi garganta y lanzo un alarido
que concluye sólo cuando estoy totalmente doblegado, comprimido dentro de esta prisión
minúscula y grisácea. Trato de liberarme del enorme peso que me sujeta la larga
parte posterior y me escucho chillar y la miro observándome desde la cama, inmóvil,
serena, satisfecha de poseer por fin mi cuerpo.
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