Juan Gerardo Aguilar
Daniel coloca la botella
de Chivas sobre la mesa y enfila su silla de ruedas hacia la sala. Echa un
último vistazo. Comprueba que todo está en orden. Ya no hay cajas de pizza ni
botellas vacías desperdigadas en el piso. Se sirve un trago. Sigue ahí ese malestar
en el estómago. Atribuye la molestia al hecho de que su único hermano vendrá
hoy a visitarlo. Hace años que no se ven.
Recuerda que fue cerca del ochenta y tres cuando
recibió la carta en la que Adolfo le refería su buena fortuna, que tras salir
del pueblo su suerte había cambiado por completo y que de seguir así, en breve
reuniría suficiente dinero para casarse con una chica que había conocido.
Acompañaba la misiva una foto de la pareja con el mar de fondo.
No sabe dónde quedó esa fotografía. Quizá la
rompió, como hizo con aquella en la que él mismo abrazaba a Fernanda. Ésos eran
otros tiempos, antes de que ella se largara de la casa, antes de que sus
piernas se convirtieran en un par de muñones. Lo difícil no es aceptar que las
cosas sucedan, sino aceptar que te sucedan precisamente a ti, piensa Daniel
mientras acomoda la sábana que cubre sus extremidades amputadas. Apura el vaso
hasta que no quedan sino unas gotas.
Desde que su mujer se fue, la televisión se ha
convertido en un sopor que le impide pensar en la felicidad o en la tristeza,
en el futuro o en el pasado… Le gustan los programas en los que salen a cuadro
conductores locuaces acompañados por edecanes que llenan la pantalla con sus
monumentales nalgas. A menudo se masturba viéndolas. Lo pone caliente pensar
que ellas no tienen idea de cuántos telespectadores les dedican diariamente las
venidas más abundantes. También le gustan los realitis y algunos dibujos
animados. Por eso piensa que el reencuentro de hermanos es algo que ocurre con
frecuencia.
El malestar se vuelve nerviosismo. Viene otro
trago. Ha sido una semana con sus días y sus noches dedicados a encontrar las
palabras precisas; Adolfo no debe percatarse de que le está pidiendo ayuda.
Tiembla de pies a cabeza al imaginar que todo se puede venir abajo debido a un
estúpido quehashecho o a un comoestás. No. Piensa que es mejor aguardar un poco
antes de confesarle que la botella de Chivas no es original. Aunque también
cree que eso no tendrá la menor importancia para su hermano. En el fondo lo entusiasma
la idea de que Adolfo traerá otras botellas, buscando que la reunión se
prolongue hasta el amanecer. Si de algo está convencido es de que los años y la
distancia dejan muchos temas de conversación. Emocionado, hace un movimiento
brusco y cae la sábana al piso dejando al descubierto sus piernas amputadas, la
recoge con la mano derecha y se cubre de inmediato. “Hasta el final”, musita.
Daniel está seguro de que su hermano respeta el
tiempo de los demás y de que, como todos los hombres importantes, debe tener
sus asuntos bien organizados en la agenda y otros tantos prefigurados en la
cabeza. Por eso cree que no puede haber olvidado que iba a reunirse esta
calurosa tarde de junio con él.
Esta visita le provoca un extraño escozor. Siente
como si las piernas le crecieran, incluso puede percibir los vellos de sus
pantorrillas erizándose, puede sentir también la mugre alojada entre los dedos
de sus pies. Sonríe y decide que será mejor no seguir bebiendo.
Palpa en su frente la burda curación que cubre
una herida. Todavía le duele. Trata de acomodarse la gasa. Recuerda cómo se
lesionó, recuerda que salió a tomar algo a la cantina y una pendiente le jugó
una broma de mal gusto, provocando que su silla se precipitara cuesta abajo
hasta proyectarlo con violencia contra la banqueta. Ahora sonríe un poco, pero
esa sonrisa no es más que una suerte de autocomplacencia, porque en realidad lo
que Daniel sintió fue vergüenza, tras haber permanecido tanto rato de bruces,
presa del desconcierto, ante la mirada atónita de los transeúntes nocturnos.
Nunca antes se había sentido tan indefenso, ni
siquiera cuando quiso tocar sus extremidades y sus dedos sólo encontraron
vendajes húmedos bajo la sábana del hospital. Ahora es odio lo que siente y las
imágenes de la gente auxiliándolo desfilan dolorosamente ante él otra vez. Se
pregunta qué pretendían, ¿ponerlo de pie acaso? Entonces imaginó a Adolfo
dándose la gran vida y se sintió aún más ridículo. Cerró los puños con fuerza.
Si estaba en esas condiciones era por haber dedicado tantos años de su vida a
buscarlo, siguiendo pistas falsas, rumores, yendo de un lugar a otro en
autobús. Hasta que las probabilidades y las estadísticas de los accidentes en
carretera le tocaron a él y lo dejaron sin piernas. En más de una ocasión
Fernanda le hizo ver que su esfuerzo era inútil, que si Adolfo estuviera
interesado ya hubiera hecho hasta lo imposible por propiciar un encuentro entre
ambos.
A Daniel le entristecía pensar que Fernanda tenía
razón. No sabía qué hacer si de verdad su hermano había olvidado la promesa de
regresar a sacarlo de ese miserable pueblo. Durante mucho tiempo, no hizo otra
cosa que cifrar sus esperanzas en el regreso del hermano triunfador, porque con
esa idea habían crecido. Incluso saber eso le ayudó a aceptar lo del accidente
y también le permitió sobreponerse a las palabras de Fernanda, que sólo aguardó
en el hospital a que volviera en sí para escupirle a la acara un yaestoyaburrida
y un melargodelacasa. Sin embrago, en ese momento, cuando los improvisados
samaritanos lo ponían de vuelta en su silla, sintió un gran odio contra Adolfo,
quien de seguro –pensaba Daniel– estaba en una playa paradisíaca mientras él
yacía en un camastro en medio de un insoportable tufo a éter y a enfermedad;
sintió odio por su triunfo, por su dinero y por su promesa olvidada.
El timbre suena un par de veces. Trae a Daniel de
vuelta al presente. Otro vistazo a la casa, todo en orden: apenas unos muebles
como islas. Comprueba que la botella y los vasos están en su sitio. La sábana
bien sujeta. Siente que le crecen las piernas. Los rings se repiten con
insistencia. Afuera se extiende una bochornosa tarde de junio. El aire caliente
del exterior le llena los pulmones. En la entrada está una mujer macilenta que
empuja una silla de ruedas Adolfo está en ella, paralizado, no mueve las piernas
ni los brazos. Su garganta trata de liberar palabras que terminan en gruñidos
ininteligibles, los ojos se le tornan cristalinos.
Daniel los invita a pasar. Se adelanta un poco,
toma la botella y la oculta. Les pide una disculpa, se dirige al baño y cierra
por dentro. Siente que le arden las piernas. Abre la botella y comienza a
vaciarla. Puede sentir las lágrimas sobre sus mejillas mientras el falso whisky
se va por el excusado. “También está panzón y calvo”, farfulla. Tira la
descarga y arroja la botella a la basura. Luego arranca un trozo de papel
higiénico para secar sus ojos. No quiere que su hermano se dé cuenta que ha
llorado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario