Francisco Rojas González
Kai-Lan, señor del caríbal de Puná, sentado frente a mí toma una graciosa
postura simiesca y sonríe amistoso; en sus manos cortitas y móviles, juguetea un
bejuco. Estamos bajo el techo de su “champa” erigida en un claro de la selva; en
un claro que es islote perdido entre el océano vegetal que amenaza desbordarse en
las olas crujientes y negras. Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan en mi rostro;
parece adivinarme el gesto mejor que entender mis palabras. A veces, cuando mi propósito
logra penetrar en el cerebro o en el corazón del indio, él ríe, ríe a carcajadas…
Mas a veces, cuando mi relato tórnase grave, el lacandón se pone formal y aparentemente
interesado en aquel diálogo en que participa él con algunos monosílabos o con tal
o cual frase sencilla, emitida con dificultad.
Las tres mujeres de Kai-Lan están cerca de nosotros,
sus tres “kikas”. Jacinta, niña casi y madre ya de una indiecita lactante, de cara
redonda y cachetona; Jova, una anciana reservada, fea y huidiza, y Nachak‘in, hembra
en plenitud; su perfil arrogante como un mascarón pétreo de Chichén-Itzá, los ojos
sensuales y coquetones, el cuerpo ondulante, apetitoso, a pesar de la corta estatura
y los ademanes sueltos, tanto, que llegan a descocados frente al desabrimiento de
las otras dos.
Jova, arrodillada cerca del metate, tortea grandes ruedas
de masa de maíz; Jacinta, que carga sobre el brazo izquierdo a su hija, revuelve
entre las brasas del fogón un faisán abierto en canal del que sale un tufillo agradable.
Nachak‘in de pie, metida en su amplio cotón de lana, mira impávida el ajetreo de
sus compañeras.
–Y ésa –pregunté a Kai-Lan señalando a Nachak‘in– ¿por
qué no trabaja?
El lacandón sonríe, guarda silencio unos instantes;
con ello da la idea de que busca los términos apropiados para responder:
–No trabaja en el día –dice al fin–, a la noche sí…
A ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
La bella “kika”, tal si hubiera entendido las palabras
que en castellano me dijo su marido, baja los ojos ante mi curiosa mirada y pliega
los labios en una sonrisa terriblemente picaresca. De su cuello robusto y corto
cuelga un collar de colmillos de lagarto.
Fuera de la “champa”, la selva, el escenario donde se
desenvuelve el drama de los lacandones. Frente a la casa de Kai-Lan, se laza el
templo del que él es Gran Sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel. El templo
es una barraca techada con hojas de palma; sólo tiene un muro, que ve al poniente;
adentro, caballetes de rústica talla y, sobre ellos, los incensarios o braserillos
de barro crudo, que son deidades doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los
fenómenos naturales que en la selva se desencadenan con furia diabólica, domadores
de bestias, amparo contra serpientes y sabandijas y resguardo opuesto a los “hombres
malos” del más allá de los bosques.
Junto al templo, la parcela de maíz cultivada cuidadosamente;
matas vigorosas se alzan del suelo más de dos palmos entre las paredes de los hoyancos
cavados a “coa”; un lienzo de varas espinudas protege al sembradío de las incursiones
de los jabalíes y de los tapires y, abajo, entre lianas y raíces, el río Jataté.
El clima es húmedo y tibio.
La voz de la selva, de tono invariable y de intenciones
tozudas como las del mar, aquel ruido de enervantes efectos para quien lo escucha
por primera vez y que acaba por tornarse, andando el tiempo, en estímulo grato durante
el día y en arrullo suave durante la noche, aquella voz nacida de buches de aves,
de fauces de fieras, de ramas quebradizas, del canto de las hojas de las ceibas,
del ramón y del asesino matapalos que trepa sus tentáculos abrazados a los corpulentos
troncos de caobo, del chicozapote, para extraer de ellos, en provecho propio, hasta
la última gota de savia, del chiflido intermitente de la nauyaca que vive entre
las cortezas del chacalté y del ululante alarido del sarahuato, monito grotesco
y cínico que retoza su eterna brama pendiente de las lianas o trepado inverosímilmente
en las más atrevidas copas… En tal algarabía, apenas si se escucha la palabra del
lacandón que es señor de la selva, al mismo tiempo que el más débil y desposeído
entre lo que anima ese mundo de fronda y luz, de estruendo y silencio.
En la “champa” de Kai-Lan, cacique de Puná, aguardo
el “taco” que su hospitalidad delicadísima me ha brindado, para continuar mi camino
después del refrigerio, por brechas y “picados”, entre la masa verde y el pantano,
con rumbo al caríbal de Pancho Viejo, aquel silencioso, solitario y lánguido caballero
lacandón, cuya “champa”, huérfana de “kikas”, se alza, Jataté abajo, a pocos kilómetros
de la heredad de mi huésped actual. Calculo llegar a la anochecida.
Cuando estoy terminando de dar cuenta con la pechuga
del faisán, Kai-Lan muestra alguna inquietud; voltea hacia la selva, hincha su nariz
en un husmear de bestia carnívora; se pone en pie y sale lentamente. Lo miro cómo
interroga a las nubes; después recoge del suelo una varita que eleva entre el índice
y el pulgar; por el arco que forman sus dedos, se mira el sol a punto de llegar
al cenit.
Kai-Lan ha vuelto y me hace conocer el resultado de
su investigación.
–Poco andarás… Viene agua, mucha agua.
Yo insistí en la necesidad que tengo de llegar esa misma
noche a la “champa” de Pancho Viejo, mas Kai-Lan machaca cordialmente:
–Mira, falta ansinita para el agua –y me muestra la
vara a través de la cual observó las nubes.
–Pancho Viejo me espera.
Kai-Lan ya no habla.
Me he puesto en pie, acaricio la cara de la pequeña
que se ha dormido en brazos de su madre y cuando me dispongo a salir, gotas enormes
me detienen; la tormenta se ha desencadenado. Kai-Lan sonríe al ver cumplido su
pronóstico: “Agua… mucha agua”.
El rayo brama a poco bajo un techo color de acero que
se ha interpuesto entre la selva y el sol; la tormenta se abate sobre las ramazones
de los árboles que rascan la costra de nubes. La voz de la selva se acalla para
dejar sitio al estruendo de las cataratas. La “champa” se sacude con violencia,
Kai-Lan ha vuelto a sentarse junto a mí; estoy sobrecogido ante el espectáculo que
por primera vez presencio.
El agua sube a ojos vistas; Jacinta ha dejado a su niña
acostada en la hamaca de Kai-Lan y seguida de Jova alzan sus cotones con inocente
impudicia hasta arriba de la cintura y empiezan a levantar un dique dentro de la
choza, para evitar que el agua escurra al interior. Nachak‘in, la “kika” en turno,
distrae su holganza sentada en cuclillas en un rincón de la “champa”; Kai-Lan, con
el mentón entre sus manos, mira cómo la tempestad crece en intensidad y en estruendos.
–¿Qué buscas en ca Pancho Viejo? –me interroga de pronto.
Yo sin muchas ganas de liar la charla, respondo un poco
cortante:
–Me va a platicar cosas de la vida de ustedes los “caribes”.
–¿Y a ti qué te importa? ¡No hay que meterse en la vida
de los vecinos! –dice el lacandón sin tratar de herirme.
No contesto.
Jacinta ha tomado en brazos a su hijita, la estrecha
contra su pecho; en la cara de la joven hay ahora sombras de congoja. Jova, estoica,
empieza a destazar un sarahuato enorme; la piel de la bestia, taladrada por una
flecha de Kai-Lan, va despegándose de la carne rojiza hasta dejar un cuerpo desnudo,
muy semejante en volumen y muy parecido en forma al de la indita mofletuda que llora
entre los brazos de Jacinta.
Kai-Lan me ha pedido un cigarrillo al que arranca fumarolas
que la ventisca se encarga de disolver en cuanto salen de su boca.
Entre tanto, el cielo no acaba de volver sus odres sobre
la selva; las nubes se confunden ya con las copas del chacalté y del chicozapote;
un rayo ha partido, como a vil bambú, el tronco de una ceiba centenaria; el fragor
nos aturde y la luz lívida nos deja ciegos por instantes.
En la “champa” nadie habla, el pavor supersticioso de
los indios es menor que mis temores de hombre civilizado.
–Agua, mucha agua… –comenta al fin Kai-Lan.
De pronto, un estrépito prolongado colma nuestra inquietud;
es rotundo como el de las rocas al desgajarse, es categórico tal el estruendo de
cien troncos de caobo que reventaran al unísono.
Kai-Lan se pone de pie, mira hacia afuera por entre
la tupida cortina que descuelga el temporal. Habla en lacandón a las mujeres, quienes
ven hacia el punto que el hombre les señala. Yo hago lo mismo.
–El río, es el río –me dice Kai-Lan en castellano.
En efecto, el Jataté se ha hinchado; sus aguas arrastran
como pajillas troncos, ramas y piedras.
El lacandón vuelve a hablar a sus esposas; ellas escuchan
sin contestar. Jova va hacia el fondo de la “champa” y remueve con sus manos un
montón de arcilla seca, al tiempo que Kai-Lan, provisto de un gran calabazo, sale
a la tormenta, para regresar a poco; su cabello empapado cuelga lacio hasta debajo
de los hombros; el cotón se le pega al cuerpo dándole un aspecto ridículo… Ahora
voltea sobre la arcilla el agua que ha traído en el calabazo; las mujeres lo miran
llenas de unción; Kai-Lan repite la maniobra una vez y otra; el agua y la arcilla
han hecho barro que el hombrecillo amasa. Cuando ha encontrado el punto pastoso
y moldeable en la arcilla, emprende otro viaje en medio de la tempestad; lo vemos
entrar al templo y destruir con furia mística los braseros deidades. Luego que ha
terminado con el último, retorna a la “champa”.
–Los dioses son viejos… ya no sirven –me dice–. Yo haré
otro, fuerte y valiente, que acabe con el agua.
…Y Kai-Lan, echado frente al montón de barro, empieza
a modelar con insospechada maestría un nuevo incensario, un dios lucido y potente,
capaz de conjurar a las nubes que ahora se desprenden sobre el “caríbal” y sobre
el río.
Las “kikas” han vuelto discretamente las espaldas al
hombre, hablan entre sí en voz baja. De pronto Nachak‘in arriesga una mirada que
Kai-Lan sorprende. El hombrecito se ha puesto en pie, grita roncamente, bate sus
manos al aire presa de furores; Nachak‘in, vuelta de nuevo hacia la pared y con
la cabeza baja, resiste humildemente la reprimenda… Kai-Lan ha deshecho, convulso
de ira, la obra casi terminada: Dios ha vuelto a sucumbir en manos del hombre.
Cuando el lacandón se cerciora de que el ojo impuro
de las hembras no mancillará la obra divina, intenta de nuevo erigirla.
…Ya está, es un bello incensario de apariencia zoomorfa:
un ave barriguda, con el lomo hundido en forma de cazoleta; la figurilla se mantiene
enhiesta sobre tres pies que rematan en pezuñas hendidas como las del jabalí. Dos
astillas de pedernal brillan en las órbitas profundas. Kai-Lan se muestra muy satisfecho
de su trabajo; lo mira de hito en hito, lo retoca, lo pule… Lo aprecia a distancia
en todos sus ángulos y acaba por ocultarlo bajo el vuelo de su túnica, para salir
con él entre la ventisca y con dirección al templo… Ya está ahí, lo miro a través
del empañado cristal de la tormenta. Entroniza en el caballete al dios flamante,
fresquecito aún: echa sobre sus lomos granos de copal y algunas brasas que toma
entre dos varas de la hoguera perpetua que arde en el centro del recinto. Kai-Lan
se mantiene en pie, inmóvil, hierático, sus brazos cruzados y la barbilla en alto.
Entre tanto, Jova atiza el hogar que chisporrotea; las
llamas alumbran un poco la choza en donde empiezan a cuajarse las sombras. El vendaval
sigue entre lamentos de árboles desgajados y estruendo de torrentes; el Jataté se
ha tornado soberbio, sus aguas suben de nivel alarmantemente… Ahora amenazan desbordarse,
ya chapotean en los ribazos que protegen la milpa. Kai-Lan se ha dado cuenta del
peligro; bajo el techo del templo observa inquieto el amago del río; vuelve hacia
el brasero, lo carga de nuevo con resina y aguarda. Mas la tempestad no cede, los
nubarrones columpian de las cumbres y dejan caer sobre el “caríbal” su sombra. La
noche se precipita… Veo la silueta de Kai-Lan ir hasta el ara, tomar al dios entre
sus manos, destruirlo y después, presa de furores, arrojar los fragmentos de barro
a las lagunetas que se han formado frente a su “champa”… ¡Dios inútil, dios negado,
imbécil dios…!
Mas Kai-Lan ha salido del templo, va hacia la milpa;
marcha penosamente bajo las aguas, ahora se echa en cuatro pies junto al río, parece
tapir que se revuelca ente el fango. Arrastra troncones y ramas, piedras y hojarascas;
con todo bordea la sementera; es el suyo un trabajo doloroso e inútil. Cuando me
dispongo a ir en su auxilio, él, convencido de la nulidad de sus esfuerzos, retorna
a la “champa”. Increpa entonces con palabras violentas a las mujeres, quienes voltean
de nuevo sus caras hacia el muro de hojas de palma. La niña duerme plácidamente
sobre la hamaca, su cuerpecillo regordete yace entre harapos sucios y humedecidos.
Kai-Lan emprende otra vez la tarea.
Y ya tenemos ante nosotros al nuevo dios que ha brotado
de sus manos mágicas. Es más basto éste que el anterior, pero menos hermoso. El
lacandón lo eleva hasta la altura de los ojos y lo contempla unos instantes; parece
estar muy engreído con su creación. A sus espaldas se escucha el gemido de la niña
que despierta quizás al lancetazo de un bicharraco. Cuando Kai-Lan vuelve, se encuentra
a la pequeña mirando fijamente al incensario. El lacandón tiene un gesto de impaciencia
que poco a poco se torna en mueca benévola frente a la risa de la criatura. Arroja
al suelo el incensario, ya maculado por ojos de mujer y empieza a destrozarlo con
sus pies desnudos. Cuando ha consumado la destrucción, llama a voces. Jacinta, sin
atreverse a levantar la cabeza, recoge a su hija y la lleva en brazos hasta el muro;
saca por entre la manga de su cotón una mama excesiva y prieta, a la que la niña
se prende; Jacinta, al igual que las demás “kikas”, ha volteado su cara a Kai-Lan,
quien no pierde la fe; ahora empieza de nuevo.
El afán puesto en la tarea hace al indio olvidarse de
mí, que miro a placer las incidencias que ocurren durante la manufactura de dios…
Las manos pequeñitas de Kai-Lan toman fragmentos de lodo, nerviosas bolean esferas,
amoldan cilindros o retocan planos; bailan sobre la forma incipiente, atareadas,
ágiles, vivaces. Jova y Jacinta, la última meciendo entre sus brazos a la hija,
se mantienen en pie dándonos las espaldas, Nachak‘in, amurriada tal vez por su frustrado
himeneo, se ha sentado en las piernas cruzadas y la cara a la pared; cabecea presa
del sueño. En medio de la choza, la lumbre crepita. Es de noche.
Esta vez la fábrica de dios ha sido más laboriosa, diríase
que, ante los fracasos, el hacedor pone en la tarea todo su arte, toda su maestría.
Modela un cuadrúpedo fabuloso: hocicos de nauyaca, cuerpo de tapir y cauda enorme
y airosa de quetzal. Ahora mira en silencio el fruto de sus esfuerzos; ahí está,
es una bestia magnífica, recia, prieta, brutal… El lacandón se ha puesto en pie;
el incensario descansa en el suelo: Kai-Lan se retira algunos pasos para mirarlo
a distancia; le ha notado alguna imperfección que se apresura a corregir con sus
dedos humedecidos de saliva… Ha quedado, finalmente, satisfecho por completo. Alza
entre sus brazos el incensario y cuando se asegura que no ha sido profanado por
la mirada de las hembras, sonríe y se dispone a trasladarlo a sus altares. Pasa
rozando mis piernas; yo estoy seguro de que en esos instantes no repara en mi presencia.
Las sombras de la noche empapada ya no me permiten ver
la maniobra de Kai-Lan en oficio de Sumo Sacerdote; mis ojos apenas si perciben
la lucecilla intermitente que arde sobre los lomos de la deidad recién modelada
y el parpadeo angustioso de la hoguera perpetua alimentada con leños húmedos.
Mientras tanto, Jova ha montado un ingenio de varas
cerca del fogón; de él pende el sarahuato para asarse al rescoldo; el aspecto del
cuadrumano es pavoroso; la cabeza caída sobre el pecho parece gesticular; sus miembros
retorcidos me recuerdan imágenes de mártires, de hombres mártires sometidos a la
tortura por su santidad o… por sus herejías. Los granos de sal que salpican la carne
estallan con leve y enervante chasquido, al tiempo que la grasa escurre para dejar
negro y enjuto al cuerpecillo antropomorfo.
Jacinta, echada de rodillas frente a un cacharro barrigudo,
extrae el maíz que deposita en el metate, la niña duerme en una estera tendida al
alcance de la madre.
Nachak‘in, que ve pasar yerma su noche de amor, se ha
tirado en la hamaca donde revuelve sus ansiedades; las piernas, torneadas y pequeñas,
cuelgan en inquietante balanceo.
De pronto, viniendo de allá de la milpa, se escuchan
voces. Es Kai-Lan. Jacinta y Jova atienden en el acto al llamado; las dos “kikas”
salen entre la borrasca y van hacia donde el esposo las requiere. Nachak‘in apenas
si se incorpora para verlas partir; bosteza, distiende sus brazos sobre la “cabeza”
de la hamaca y hace algunos movimientos elásticos de bestiecita en celo.
Miro hacia el sembradío; Kai-Lan debajo de una ceiba
opulenta sostiene entre sus manos una tea, cuya flama desafía sorprendentemente
al ventarrón; las mujeres se debaten entre el barro en pelea furiosa contra el agua
que ya ha rebasado el pequeño bordo que la contuvo; ahora las primeras matas de
maíz están anegadas. Corro a prestar auxilio a las mujeres. A poco me hallo hundido
hasta la cintura en el lodo y comprometido en la lucha de los lacandones. Mientras
Jacinta y yo acercamos piedras y fango, Jova levanta un vallado que más tarda en
alzarse que en ser arrastrado por la corriente. Kai-Lan grita en lacandón palabras
fustigantes; ellas redoblan esfuerzos. El hombre va y viene bajo el enorme paraguas
de la ceiba; en alto la antorcha, nos manda sus débiles fulgores. Llega un momento
en que la agitación de Kai-Lan es irreprimible. Deja la tea sostenida entre dos
piedras y va hacia la choza del templo, penetra en ella y nos abandona empeñados
en nuestros estériles esfuerzos… Jacinta ha resbalado, el agua la arrastra un trecho;
Jova logra pescarla por la melena y con mi ayuda sacarla del trance. Un enorme tronco
que flota en las aguas barre totalmente nuestra obra… La riada se desborda ya en
arroyuelos que hacen charcas al pie de las matas de maíz. Nada hay que hacer; sin
embargo, las mujeres siguen en empeñosa pugna. Cuando yo estoy a punto de marcharme
materialmente rendido, noto que la tormenta ha cesado… Como llegó se fue, sin aparatos
espectaculares, de improviso, tal como se presenta o se ausenta todo en la selva:
la alimaña, el rayo, el viento, el brote, la muerte…
Kai-Lan sale del templo, lanza alaridos de júbilo. Nachak‘in
mira, sin hacer nada por evitarlo, cómo el cuerpo del sarahuato se chamusca, se
carboniza; una nube negra y hedionda hace irrespirable el ambiente; la niña solloza
rendida de llorar.
Las mujeres al ver mi traza ridícula ríen; estamos encenegados
de pies a cabeza.
Trato de limpiar el fango de mis botas. Kai-Lan me tiende
un calabazo lleno de “balché”, aquella bebida fermentada ritual de las grandes ocasiones.
Bebo un trago, otro y otro… Cuando alzo el codo por tercera vez, noto que amanece.
Kai-Lan está a mi lado, me mira amablemente. Nachak‘in
se acerca y trata de echar, lúbrica y provocativa, un brazo al cuello del hombrecillo;
él la separa delicadamente, al tiempo que me dice:
–Nachak‘in ya no, porque hoy es mañana.
Luego llama con suavidad a Jova; la anciana viene sumisa
hasta el hombre; él la toma por la cintura y así permanece.
–Hoy no trabaja de día la Jova… A la noche sí, porque
a ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
Después con palabras breves y cortadas, habla a Nachak‘in,
quien se ha separado un poco del grupo. La bella e imperiosa, ahora dócil y humilde,
va hasta el fogón para ocupar el sitio que dejó Jova, la “kika” en turno.
Me dispongo a partir; regalo a las mujeres unos peines
rojos y un espejo, ellas agradecen con sonrisas blancas y anchas.
Kai-Lan me obsequia con un pernil de sarahuato que se
escapó de la chamusquina. Yo correspondo con un manojo de cigarrillos.
Salgo hacia el “caríbal” del caballero Pancho Viejo.
Kai-Lan me acompaña hasta el “picado”. Cuando pasamos frente al templo, el lacandón
se detiene y, señalando hacia el ara, comenta:
–No hay en toda la selva uno como Kai-Lan para hacer
dioses… ¿Verdad que salió bueno? Mató a la tormenta… Ve, en la pelea perdió su bonita
cola de quetzal y la dejó en el cielo.
En efecto, prendido a la copa de un “ramón”, el arco
iris esplende…
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