Robert Sheckley
Edward Danton era un inadaptado. Desde su primera infancia había dado muestras
de inclinaciones pre-anti-sociales. Eso debería haber servido de advertencia para
sus padres, que tenían la obligación de llevarlo, sin demoras, a un psicólogo especialista
en pre-púberes. Un profesional competente habría sido capaz de descubrir aquellos
factores de su infancia que ocasionaban esas tendencias adversas al grupo. Pero
los padres de Danton quizá daban demasiada importancia a sus propios problemas y
pensaron que al crecer el niño superaría todo eso.
No fue así.
En la escuela, Danton aprobó a duras penas Adiestramiento
Grupal, Adaptación Fraterna, Reconocimiento de Valores, Apreciación de las Costumbres
Sociales, y otras materias que cualquiera debe saber, si desea vivir con serenidad
en el mundo moderno. Debido a esa falta de comprensión, Danton jamás podría vivir
con serenidad en el mundo moderno.
Le llevó algún tiempo descubrirlo.
Nada en su aspecto revelaba su falta básica de Adaptación.
Era un joven alto y atlético, de ojos verdes y trato fácil. Algo en él intrigaba
considerablemente a las muchachas de su círculo afectivo. Por cierto, varias de
ellas lo hicieron objeto del mayor cumplido posible: considerarlo candidato a esposo.
Pero ni siquiera la más frívola podía ignorar las deficiencias
de Danton. Era muy capaz de sentirse aburrido tras unas pocas horas de Baile Masivo,
cuando el ambiente apenas comenzaba a animarse. Si jugaba al bridge de doce manos,
solía distraerse con frecuencia, y se veía forzado a pedir un recuento de los remates,
para disgusto de los otros once jugadores. Y era pésimo en Subterráneos.
Ponía su mejor voluntad en captar el espíritu de aquel deporte
clásico. Unido a sus compañeros de equipo, con los brazos enlazados, avanzaba dentro
de un coche del tren subterráneo, tratando de apoderarse de él antes de que otro
equipo se abalanzara por las puertas contrarias:
El capitán de su grupo gritaba:
–¡Adelante, mis hombres! ¡Llevaremos este coche a Rockaway!
Y el capitán del grupo contrario chillaba en respuesta:
–¡Jamás! ¡A mí, muchachos! ¡A Bronx Park o a la masacre!
Danton se debatía en medio de aquella apretada multitud, con
una sonrisa estereotipada en el rostro, mientras la preocupación le dibujaba profundas
arrugas en torno a la boca y los ojos. Su novia de turno decía:
–¿Qué te pasa, Edward? ¿No te diviertes?
–Claro que sí –replicaba Danton, tratando de tomar aliento.
–¡No, no te diviertes! –exclamaba la muchacha, perpleja–.
Edward, ¿no te das cuenta de que éste es el medio por el cual nuestros antepasados
liberaban sus impulsos agresivos? Dicen los historiadores que gracias al juego de
subterráneos se logró evitar una guerra atómica total. Y nosotros tenemos los mismos
impulsos agresivos; también debemos resolverlos en un plano social aceptable.
–Sí, ya sé –decía Edward Danton–. Me gusta, de veras. Yo…
¡oh, Dios mío!
En ese momento un tercer grupo llegaba a todo vapor, con los
brazos entrelazados, cantando:
–¡Canarsie, Canarsie, Canarsie!
Así perdía novia tras novia, puesto que, obviamente, Danton
no ofrecía ninguna perspectiva. La falta de Adaptación es imposible de disimular.
Resultaba evidente que Danton jamás lograría ser feliz en los suburbios neoyorquinos,
que se extendían desde Rockport, en el estado de Maine, hasta Norfolk, en Virginia;
a decir verdad, ni allí ni en ningún suburbio.
Danton trataba de hacer frente a sus problemas, pero era en
vano. Comenzaron a surgir otras tensiones. La proyección de anuncios publicitarios
sobre su retina le iba provocando astigmatismo, y las tonadas publicitarias le dejaron
un zumbido constante en los oídos. El médico le advirtió que no bastaba el análisis
de los síntomas para curarlo de tales enfermedades psicosomáticas. No, lo que correspondía
era tratar su neurosis básica, su anti-sociabilidad. Pero tal empresa resultaba
imposible para Danton.
Así, la idea de la fuga lo atraía irresistiblemente. Fuera,
en el espacio, había lugar de sobra para los terrícolas inadaptados.
Durante los dos últimos siglos, millones de psicópatas, neuróticos,
psicóticos, y toda clase de maniáticos habían partido hacia las estrellas. Los primeros
lo hicieron en naves impulsadas con energía Mikkelsen, y pasaron veinte o treinta
años saltando de un sistema solar a otro. Las naves más modernas eran propulsadas
por conversores de torsión subespacial GM, y recorrían distancias similares en un
par de meses.
Los que permanecían en la Tierra, puesto que eran personas
de buena adaptación social, lamentaban la pérdida de cualquier miembro, pero también
aceptaban agradecidas el espacio adicional disponible para la procreación.
A los 27 años, Danton decidió dejar la Tierra para hacerse
pionero. Hubo muchas lágrimas aquel día en que dio su certificado de procreación
a Al Trevor, su mejor amigo.
–Vaya, Edward –dijo Trevor, dando vueltas al precioso papelito
entre sus manos–, no imaginas cuánto lo agradecemos Myra y yo. Siempre quisimos
tener dos hijos, y ahora, gracias a ti…
–No es nada –dijo Danton–. Allá donde voy no necesitaré permisos
de procreación.
La idea acababa de ocurrírsele, y agregó:
–A decir verdad, tal vez no tenga medios para hacerlo.
–¿Y no te sentirás frustrado? –preguntó Al, siempre afligido
por el bienestar de su amigo.
–Supongo que sí. De cualquier modo, es posible que pasado
un tiempo encuentre a alguna pionera. Y, mientras tanto, siempre se puede acudir
a la sublimación.
–Es cierto. ¿Qué sustituto has elegido?
–La horticultura. Conviene ser práctico.
–Así es –concordó Al–. Bueno, muchacho, que tengas mucha suerte.
Una vez que el certificado desapareció, la suerte estuvo echada.
Danton se entregó por entero a la acción. A cambio de sus derechos de nacimiento,
el gobierno le concedió transporte gratuito ilimitado, un equipo básico y provisiones
para dos años. Danton partió de inmediato.
Evitó las zonas más pobladas, casi siempre en manos de pequeñas
comunidades fanáticas. No deseaba ninguna participación en un lugar como Korani
II, donde una calculadora gigantesca había establecido el reinado de las matemáticas.
Tampoco tenía interés en Heil V, cuya población, que ascendía a 342 totalitaristas,
estudiaba seriamente los métodos para conquistar la Galaxia. Dejó a un lado los
Mundos Granjeros, de comunidades tristes y restrictivas, dadas a teorías y prácticas
higiénicas exageradas.
Al pasar por Hedonia, estudió la posibilidad de radicarse
en ese famoso planeta pero se decía que sus habitantes morían jóvenes, aunque nadie
negaba el goce que obtenían de sus cortas vidas.
Danton optó por una vida larga, y continuó viaje.
Pasó por los Mundos Mineros, lugares sombríos y rocosos, escasamente
poblados por hombres taciturnos y barbudos, dados a violencias súbitas. Y finalmente
llegó a los Territorios Nuevos. Éstos eran mundos deshabitados, más allá de las
últimas fronteras de la Tierra. Danton examinó unos cuantos antes de encontrar uno
desprovisto de toda vida inteligente.
Era un sitio tranquilo y húmedo, salpicado de pequeñas islas,
cubierto de selvas y abundante en peces y en caza mayor. El capitán de la nave dejó
debida constancia de los derechos de Danton sobre el planeta, que recibió el nombre
de Nueva Tahití. Tras una rápida inspección descubrieron una isla mayor que las
demás, y en ella lo desembarcaron. Allí procedió a establecer su campamento.
Al principio hubo mucho que hacer. Construyó una casa con
ramas y pasto tejido, a poca distancia de una playa blanca y centelleante. Fabricó
un arpón, varias trampas y una red. Cultivó una huerta, y tuvo la satisfacción de
verla medrar bajo el sol tropical, alimentada por cálidas lluvias que caían todas
las mañanas, entre las siete y las siete y media.
En conjunto, Nueva Tahití era un lugar paradisíaco, apto para
hacer feliz a Danton. Pero algo andaba mal.
La huerta, que debía facilitarle una buena sublimación, demostró
ser un verdadero fracaso. Danton descubrió que pensaba en mujeres a cualquier hora
del día y de la noche; pasaba largas horas a la luz anaranjada de la enorme luna
tropical, canturreando para sí… canciones de amor, naturalmente.
Aquello era insalubre. Desesperado, se entregó a otras formas
reconocidas de sublimación; en primer lugar fue la pintura, pero la abandonó para
escribir su diario, que interrumpió para componer una sonata; también abandonó esa
tarea, y esculpió dos estatuas gigantescas en una variedad local de esteatita. Cuando
las hubo completado trató de encontrar otra cosa.
No había nada más que pudiera hacer. Sus verduras prosperaban
solas; puesto que eran de origen terráqueo, expulsaron completamente cualquier hierba
extraña. Los peces venían a sus redes en cantidades generosas, y para conseguir
carne sólo necesitaba armar una trampa. Volvió a pensar en mujeres a toda hora del
día y de la noche: mujeres altas, mujeres bajas, mujeres blancas, mujeres negras,
mujeres morenas.
Llegó un día en que hasta las mujeres marcianas le parecieron
atractivas, cosa que no había sucedido hasta el momento a ningún terrícola. Entonces
supo que había llegado el momento de tomar medidas drásticas.
Pero ¿cuáles? No había modo de pedir ayuda ni de salir de
Nueva Tahití.
Mientras meditaba sobre todo esto, taciturno, vio aparecer
una mota negra en el cielo, sobre el mar.
La miró crecer lentamente, temeroso hasta de respirar; sólo
podía tratarse de un pájaro o de un insecto grande. Pero la mota siguió aumentando
de tamaño, y pronto fue posible ver pálidos eyectores cuyas llamaradas comenzaban
a extinguirse.
¡Había llegado una nave espacial! ¡Ya no estaba solo!
La nave efectuó un aterrizaje lento y cuidadoso. Danton tuvo
tiempo de ponerse un mejor pareo, esa prenda de los Mares del Sur, que tan bien
se adaptaba al clima de Nueva Tahití. Se lavó, se peinó con esmero, y contempló
el aterrizaje.
Era una de aquellas antiguas naves a propulsión Mikkelsen.
Hasta entonces, Danton había creído que ya no quedaba ninguna en servicio activo.
Pero aquélla, según toda evidencia, llevaba mucho tiempo en viaje. El casco estaba
mellado y era irremediablemente arcaica, pero conservaba cierto aspecto indómito.
En la proa lucía, orgullosa, su nombre: El pueblo de Hutter.
Al regresar de un viaje por las profundidades del espacio,
la gente suele llegar ansiosa por probar alimentos frescos. Por lo tanto, Danton
acumuló gran cantidad de fruta para los pasajeros y la dispuso con buen gusto antes
de que la nave se posara sobriamente en la playa.
Se abrió una angosta escotilla, y dos hombres salieron por
ella. Iban armados con rifles y vestían de negro de pies a cabeza. Fatigados, echaron
una mirada alrededor.
Danton se precipitó hacia ellos, gritando:
–¡Eh, bienvenidos a Nueva Tahití! ¡Vaya, me alegro de verlos,
amigos! ¿Qué noticias hay de…?
–¡Apártate!
El hombre que había gritado tenía cerca de cincuenta años;
era alto y extremadamente flaco, de facciones duras y secas. Sus ojos azules y helados
parecieron atravesar a Danton como una flecha; tenía el rifle levantado a la altura
del pecho. Su compañero era más joven, ancho de pecho y de cara, fornido, a pesar
de su baja estatura.
–¿Qué pasa? –preguntó Danton, deteniéndose.
–¿Cómo te llamas?
–Edward Danton.
–Yo soy Simeón Smith –replicó el flaco–, comandante militar
del pueblo de Hutter. Este es Jedequías Franker, comandante segundo. ¿Cómo es que
hablas nuestro idioma?
–Siempre lo hablé –respondió Danton–. Óiganme, yo…
–¿Dónde están los otros? ¿Por qué se ocultan?
–No hay otros. Sólo yo.
Danton miró hacia la nave; en cada portillo se veían rostros
de hombres y mujeres. Señaló con la mano el montón de frutas.
–Junté esto para ustedes –agregó–. Pensé que les gustaría
comer algo fresco después de tanto viajar por el espacio.
Una joven bonita, de cabellos rubios y ensortijados, apareció
por la escotilla.
–¿Ya podemos salir, padre?
–¡No! –respondió Simeón–. No hay seguridad. Vuelve a entrar,
Anita.
–Miraré desde aquí –replicó ella, observando a Danton con
ojos francamente curiosos.
Danton le devolvió la mirada; un estremecimiento difuso y
extraño le recorrió el cuerpo.
–Aceptamos tu regalo –dijo Simeón–. Sin embargo, no lo comeremos.
–¿Por qué no? –quiso saber Danton, como era lógico.
Jedequías respondió:
–No sabemos qué clase de venenos estás tratando de darnos.
–¿Venenos? Escuche, siéntese y hablemos de eso, ¿quiere?
–¿Qué te parece? –preguntó Jedequías a Simeón.
–Es lo que yo esperaba –respondió el comandante militar–.
Taimado, adulador, indudablemente traicionero. Apostaría a que los suyos no saldrán
al descubierto. Apostaría a que esperan agazapados. Creo que les vendría bien una
lección práctica.
–En efecto –concordó Jedequías, con una amplia sonrisa–. Inculquémosles
el temor de la civilización.
Y diciendo así, apuntó con su rifle al pecho de Danton.
–¡Eh! –exclamó éste, retrocediendo.
–Pero, padre –observó Anita–, aún no ha hecho nada.
–De eso se trata, precisamente. Si lo matamos sí que no hará
nada. El único nativo bueno es el nativo muerto.
–De esta manera –intervino Jedequías–, los demás sabrán que
hablamos en serio.
–¡No es justo! –gritó Anita, indignada–. ¡El Consejo…!
–…no está en funciones en este momento. Un aterrizaje en tierras
extrañas constituye una emergencia. En ese caso, el militar toma el mando. Haremos
lo que nos parezca mejor. ¡Recuerda lo que pasó en Lan II!
–Esperen un momento –dijo Danton–. Entendieron mal. Aquí estoy
yo solo; no hay nadie más y no hay motivos para…
Una bala se hundió en la arena, cerca de su pie izquierdo.
Danton dio un salto, buscando la protección de la selva. Otra bala silbó a poca
distancia, y una tercera hizo saltar una astilla junto a su cabeza, en el momento
en que él se lanzaba hacia la maleza. Oyó que Simeón rugía:
–¡Bueno! Eso le enseñará.
Danton siguió corriendo hasta que estuvo a trescientos metros
de la nave pionera. Por toda cena, comió una variedad de plátanos y frutas del árbol
del pan que crecía en ese planeta; mientras tanto, trató de imaginar por qué actuaban
así los del Hutter. Tal vez se habían vuelto locos. Bien podían ver que él era un
terrícola, solo y desarmado, obviamente amistoso. Y a pesar de ello habían hecho
fuego contra él… como lección práctica. ¿A quién estaba dedicada esa lección? A
los detestables nativos, que debían aprender…
¡Eso era! Danton asintió vigorosamente. Los del Hutter lo
habrían tomado por nativo, por aborigen; pensaban, sin duda, que toda una tribu
acechaba entre los arbustos, esperando la oportunidad de masacrar a los recién llegados.
En realidad, no era una suposición tan precipitada. Allí estaba él, en un planeta
remoto, sin nave espacial, vestido sólo con un taparrabos y con la piel de color
bronce subido. ¡No era de extrañar que lo tomaran por aborigen! “Pero en ese caso”,
se preguntó Danton, “¿dónde creen que aprendí el idioma?”
Todo aquello era ridículo. Empezó a caminar hacia la nave,
seguro de que en unos minutos podría aclarar el malentendido. Pero se detuvo a los
pocos metros.
La noche estaba cercana. A sus espaldas, el cielo se cubría
ya de nubes blancas y grises. Hacia el mar, una neblina de color azul profundo avanzaba
progresivamente hacia la tierra firme. La jungla se poblaba de extraños ruidos.
Danton había descubierto mucho tiempo atrás que no representaban peligro alguno,
pero los recién llegados podían pensar de otro modo.
Esa gente empezaba a los tiros por cualquier cosa, y era necesario
tenerlo en cuenta. No tenía sentido irrumpir entre ellos con demasiada prisa y buscarse
un balazo. Se movió cautelosamente a través de los matorrales; era una silueta silenciosa
y bronceada, fundida con los pardos y los verdes de la selva. Cuando estuvo en las
cercanías de la nave se arrastró a través de la densa vegetación hasta que pudo
ver la pendiente de la playa. Los pioneros habían salido de la nave. Eran cuarenta
o cincuenta hombres y mujeres, y unos cuantos niños; todos llevaban gruesas ropas
negras, que los hacían sudar profusamente. Sin tener en cuenta su presente frutal,
habían tendido una mesa de aluminio con las monótonas provisiones de la nave espacial.
En la periferia del grupo, Danton pudo ver varios hombres
con rifles y cartucheras. Eran, obviamente, los centinelas de turno; observaban
atentamente la jungla, y de a ratos echaban miradas aprensivas al firmamento oscurecido.
Simeón levantó las manos, y se hizo un súbito silencio.
–Amigos –arengó el comandante militar–: ¡Al fin hemos llegado
a nuestro ansiado hogar! Vean, aquí hay una tierra de leche y miel, un sitio de
generosidad y abundancia. ¿No valía la pena el largo viaje, el peligro constante,
la búsqueda interminable?
–¡Sí, hermano! –respondió la multitud.
Simeón volvió a pedir silencio.
–Ningún hombre civilizado ha pisado antes este planeta. Somos
los primeros, y por lo tanto es nuestro. ¡Pero hay peligros, amigos míos! ¿Quién
sabe qué extraños monstruos se esconden en la selva?
“El más grande tiene el tamaño de una ardilla”, murmuró Danton,
para sí. “¿Por qué no me preguntan? Yo podría informarles”.
–¿Quién sabe qué leviatán surca las profundidades? –continuó
Simeón–. Sólo sabemos una cosa: aquí hay aborígenes, desnudos y salvajes, indudablemente
taimados, desalmados y amorales, como todos los aborígenes. De ellos debemos cuidarnos.
Viviremos en paz con ellos, si nos lo permiten. Les ofreceremos los frutos de la
civilización y las flores de la cultura. Tal vez profesen la amistad, pero recuerden
siempre esto, amigos: nadie puede asegurar lo que oculta un salvaje en el fondo
de su corazón. Sus normas no son las nuestras; su moral nos es extraña. No podemos
confiar en ellos; debemos permanecer siempre en guardia. ¡Y en caso de duda, seamos
los primeros en disparar! ¡Recuerden lo ocurrido en Lan II!
Todos aplaudieron, cantaron un himno, y dieron comienzo a
la cena. Al caer la noche se encendieron los faros de la nave, y la playa relumbró
como si fuera de día. Los centinelas se paseaban nerviosos, con los hombros encogidos
y el arma lista.
Danton contempló a los colonizadores, que sacudían sus bolsas
de dormir y se acostaban bajo la mole de la nave. Ni siquiera el temor de un ataque
súbito podía obligarlos a pasar otra noche en el interior, cuando fuera se podía
respirar aire fresco.
La gran luna anaranjada de Nueva Tahití estaba parcialmente
oculta tras las altas nubes nocturnas. Los centinelas caminaban a grandes pasos,
jurando, y volvían a unirse, como en busca de mutua protección. Pronto comenzaron
a disparar contra los ruidos silvestres y contra las sombras.
Danton volvió a entrar en la jungla. Pasaría la noche bajo
un árbol, a resguardo de las balas perdidas. Esa noche no parecía adecuada para
aclarar las cosas. Los del Hutter estaban demasiado sobresaltados. Decidió que era
mejor tratar el asunto a la luz del día, en una forma simple, directa y razonable.
El problema radicaba en que los del Hutter parecían muy poco
razonables.
Sin embargo, a la mañana siguiente todo parecía más promisorio.
Danton esperó hasta que los del Hutter terminaron de desayunar, y entonces se acercó
por la playa, a la vista del grupo.
–¡Alto! –ladraron los centinelas.
–Mamita –lloriqueó un niñito–, no dejes que ese hombre malo
me coma.
–No tengas miedo, tesoro –dijo su madre–. Tu padre tiene un
rifle para matar salvajes.
Simeón salió a la carrera de la nave.
–¡A ver, tú! –dijo, mirando a Danton–. ¡Adelántate!
Danton cruzó cautelosamente la playa, con la piel erizada
por la expectativa. Se encaminó hacia donde estaba Simeón, mostrando las manos vacías.
–Soy el comandante de esta gente –dijo Simeón, hablando con
mucha lentitud, como si tratara de hacerse entender por un niño–. Yo gran jefe.
¿Tú gran jefe de tu gente?
–No hace falta que me hable así –dijo–. Apenas si le entiendo.
Ya le dije que no tengo gente. Estoy solo.
–Si no eres sincero conmigo, lo lamentarás –dijo Simeón, y
su duro rostro palideció de cólera–. Ahora dime: ¿dónde está tu tribu?
–Soy terrícola –chilló Danton–. ¿Está usted sordo? ¿No me
oye hablar?
En ese momento, un hombrecito encorvado, de cabellos blancos
y grandes anteojos con marco de carey, se aproximó a ellos, acompañado por Jedequías.
–Simeón –dijo el hombrecito–, creo que no conozco a nuestro
visitante.
–Profesor Baker –dijo Simeón–, este salvaje sostiene que es
terrícola y dice llamarse Edward Danton.
El profesor estudió rápidamente el pareo de Danton, su piel
tostada y sus pies callosos.
–¿Usted es terrícola? –le preguntó.
–Por supuesto.
–¿Quién esculpió esas estatuas de piedra que hay en la playa?
–Fui yo –respondió Danton–, pero sólo a manera de terapia.
Como ve…
–Una obra obviamente primitiva. Esa estilización, esas narices…
–Pura casualidad. Vea, hace unos cuantos meses partí de la
Tierra en una nave espacial.
–¿Con qué propulsión? –preguntó el profesor Baker.
–Por conversor a torsión subespacial GM.
Baker asintió.
–Bueno –continuó Danton–, no tenía interés en lugares como
Korani o Heil V, y Hedonia parecía demasiado fuerte para mi organismo. Pasé de largo
por los Mundos Mineros y por los Mundos Granjeros e hice que la nave del gobierno
me dejara aquí. El planeta está registrado como propiedad mía, bajo el nombre de
Nueva Tahití. Pero ya me estaba sintiendo muy solo, y me alegra que hayan venido.
–¿Y bien, profesor? –preguntó Simeón–. ¿Qué piensa usted?
–Sorprendente –murmuró Baker–; sorprendente, de veras. Su
dominio del inglés coloquial revela un alto nivel de inteligencia, lo que indica
un fenómeno bastante común en las sociedades primitivas, es decir, una facultad
de mímica muy bien desarrollada. Nuestro amigo Danta (así debió ser su nombre original,
sin degeneraciones) podrá contarnos muchas leyendas tribales, mitos, canciones,
bailes…
–¡Pero soy terrícola!
–No, pobre muchacho –corrigió el profesor, con suavidad–,
no lo eres. Es obvio que has tenido trato con un terrícola, posiblemente algún mercader
que bajó para efectuar reparaciones.
Jedequías observó:
–Hay rastros dejados por una nave espacial, que estuvo aquí
poco tiempo.
–¡Ah! –exclamó el profesor, radiante–. Eso confirma mi hipótesis.
–Ésa fue la nave del gobierno –explicó Danton–. Me dejó aquí.
El profesor Baker, en tono de conferencia, expresó:
–Es interesante destacar que su historia, casi verosímil,
cae en el mito en ciertos puntos cruciales. Dice que la nave era impulsada por un
“conversor a torsión subespacial GM”, lo que no es sino palabrería sin sentido,
ya que el único vehículo apto para penetrar en el espacio es el Mikkelsen. También
afirma que el viaje desde la Tierra le demandó meses (puesto que su mente inculta
no puede concebir que un viaje pueda durar años), aunque sabemos que no existe,
ni siquiera en teoría, una nave espacial capaz de tal proeza.
–Probablemente fue inventada después de que ustedes
partieron de la Tierra –dijo Danton–. ¿Cuánto tiempo llevan ausentes?
–La nave espacial Hutter partió de la Tierra hace 120 años
–replicó Baker, condescendiente–. Somos, en nuestra mayoría, miembros de la cuarta
y quinta generación.
Y volviéndose hacia Simeón y Jedequías, agregó:
–Noten también su esfuerzo por idear nombres geográficos que
sonaran auténticos. Palabras tales como Korani, Heil, Hedonia, despiertan su sentido
de la onomatopeya. Para él no tiene importancia que no existan esos lugares.
–¡Existen! –exclamó Danton, indignado.
–¿Dónde? –replicó Jedequías, desafiante–. Dime las coordenadas.
–¿Cómo puedo saberlas? No soy navegante. Creo que Heil estaba
cerca de Bootes, o tal vez esa era Casiopea. No, estoy casi seguro de que era Bootes.
–Lo siento, amigo mío –dijo Jedequías–. Tal vez te interese
saber que yo soy el conductor de la nave. Puedo mostrarte todos los atlas y cartas
estelares. Esos lugares no figuran.
–¡Sus cartas están atrasadas en cien años!
–También las estrellas, en ese caso –dijo Simeón–. Ahora dime,
Danta. ¿Dónde está tu tribu? ¿Por qué se ocultan? ¿Qué están planeando?
–¡Esto es ridículo! –protestó Danton–. ¿Qué debo hacer para
convencerlos? Soy terrícola. Nací y me crie en…
–Ya basta –interrumpió Simeón–. Si hay algo que los del Hutter
no soportamos, es una contestación insolente de los nativos. Acabemos, Danta. ¿Dónde
está tu gente?
–Estoy solo –insistió Danton.
–¿Duro de lengua? –intervino Jedequías, haciendo rechinar
los dientes–. Tal vez si le hacemos probar el látigo…
–Más tarde, más tarde –dijo Simeón–. Su tribu vendrá en busca
de limosnas, como hacen todos los nativos. Mientras tanto, Danta, puedes ayudar
a ese grupo que está descargando las provisiones.
–No, gracias –replicó Danton–. Regreso a…
Jedequías lanzó el puño hacia adelante, golpeando a Danton
en la mandíbula. Éste se tambaleó, a punto de perder el equilibrio.
–¡El jefe dijo que no quería contestaciones insolentes! –rugió
Jedequías–. ¿Es que todos los nativos tienen que ser siempre tan perezosos? Se te
pagará en cuanto descarguemos las cuentas y el calicó. Ahora, ve a trabajar.
Aquella parecía ser la última palabra sobre el tema. Confundido,
inseguro, igual que varios millones de nativos en distintos planetas, Danton se
unió a la fila de colonos que descargaban mercadería.
Al caer la tarde, terminada la descarga, los colonos se tendieron
a descansar en la playa. Danton se sentó a alguna distancia, tratando de analizar
su situación. Cuando estaba sumido en una profunda meditación Anita se aproximó
con un cántaro de agua.
–¿También tú me crees nativo? –preguntó.
Ella se sentó junto a él, y replicó:
–No sé qué otra cosa puedes ser. Todo el mundo sabe a qué
velocidad vuelan las naves y…
–Las cosas han cambiado desde que los tuyos partieron de la
Tierra. Supongo que no han pasado todo este tiempo en el espacio, ¿verdad?
–Claro que no. La Hutter fue hasta H’gastro I, pero no era
lo bastante fértil, y la siguiente generación se trasladó a Ktedi. Pero el trigo
degeneró hasta el punto de barrerlos, y fueron a Lan II. Creyeron que ese podía
ser un hogar permanente.
–¿Y qué pasó?
–Los nativos –dijo Anita con tristeza–. Según creo, al principio
se mostraron amistosos, y todo el mundo creyó que la situación estaba bajo control.
Pero un día nos encontramos en guerra con toda la población aborigen. Sólo tenían
espadas y cosas similares, pero eran demasiados; la nave volvió a partir, y vinimos
aquí.
–Hum –murmuró Danton–. Ya veo por qué los inquietan tanto
los aborígenes.
–Es claro. Mientras existe posibilidad de peligro, estamos
bajo ley militar, es decir, mi padre y Jedequías son los que mandan. Pero en cuanto
la emergencia está superada, reasume el gobierno habitual de los Hutter.
–¿Cuál es?
–Un Consejo de Ancianos –respondió Anita–; hombres de buena
voluntad que detestan la violencia. Si tú y tu pueblo son realmente pacíficos…
–No tengo pueblo –insistió Danton, con voz cansada.
–… tendrán todas las oportunidades de prosperar bajo el gobierno
de los Ancianos –concluyó ella.
Juntos contemplaron el crepúsculo. El viento agitaba los cabellos
de Anita, que caían sedosos sobre la frente; los últimos resplandores del sol iluminaban
el contorno de su mejilla y de sus labios. Danton, al observarla, se estremeció;
pero atribuyó aquel temblor al repentino frío del anochecer. Y Anita, que había
estado hablando con animación sobre su infancia, tuvo dificultad para completar
sus frases, y hasta para no perder el hilo de sus pensamientos.
Al cabo, las manos de ambos se buscaron; los dedos se rozaron
levemente, para entrelazarse en seguida. Largo rato permanecieron en silencio; al
fin hubo un beso, suave y demorado.
–¿Qué diablos pasa aquí? –clamó una voz potente.
Danton levantó la vista. Un hombre corpulento estaba de pie
a su lado, con los brazos en jarras, y la cabeza poderosa se recortaba en negro
contra la Luna.
–Por favor, Jedequías –pidió Anita–, no hagas escenas.
–Levántate –ordenó Jedequías a Danton, en una voz amenazadoramente
queda–. Ponte de pie.
Danton se levantó, con los puños apretados, a la expectativa.
–Anita –dijo Jedequías–, eres la vergüenza de tu raza y de
toda la gente de Hutter. ¿Estás loca? No puedes enredarte con un detestable nativo
sin perder el respeto por ti misma.
Y volviéndose hacia Danton, continuó:
–Y tú tienes que aprender algo, bien aprendido. ¡Los nativos
no se meten con las mujeres de Hutter! Haré que se te grabe ahora mismo.
Hubo un breve forcejeo, y Jedequías se encontró tendido de
espaldas.
–¡Rápido! –gritó–. ¡Los nativos están atacando!
En la nave comenzó a sonar una campana de alarma. Las sirenas
aullaron en medio de la noche. Mujeres y niños, bien adiestrados para tales emergencias,
se refugiaron en la nave. Los hombres, en cambio, provistos de rifles, ametralladoras
y granadas de mano, avanzaron contra Danton.
–Es sólo un cuerpo a cuerpo –gritó Danton–. Tuvimos una disputa,
eso es todo. No hay nativos, ni nada de eso. Estoy solo.
El principal de los Hutter ordenó:
–¡Rápido, Anita, retrocede!
–En realidad, no he visto ningún nativo –observó la joven,
conciliadora–. Y no fue culpa de Danta…
–¡Retrocede! A empellones, la apartaron del medio. Danton
se sumergió entre los arbustos antes de que las ametralladoras empezaran a disparar.
Siguió andando a gatas hasta alejarse unos treinta metros, y desde allí echó a correr
desesperadamente.
Por suerte, los Hutter no lo persiguieron; sólo les interesaba
cuidar de la nave y preservar un trozo de playa y una angosta franja de selva. Los
disparos se prolongaron durante toda la noche, acompañados por fuertes voces y gritos
frenéticos.
–¡Allá va uno!
–¡Rápido, haz funcionar la ametralladora! ¡Están detrás de
nosotros!
–¡Allí, allí! ¡Maté a uno!
–No, se escapó. Allá va… ¡Pero mira, allá arriba, en ese árbol!
–¡Dispara, hombre, dispara!
Mientras duró la noche, Danton pudo oír a los Hutter, que
repelían el ataque de los salvajes imaginarios. Hacia la aurora, los disparos cesaron.
Danton calculó que habían gastado una tonelada de plomo, que cientos de árboles
habían sido decapitados y hectáreas enteras de césped estaban convertidas en cieno.
La selva olía a pólvora.
Cayó en un sueño profundo.
AI despertar, hacía mediodía, oyó que alguien se movía detrás
de la maleza. Se retiró dentro de la jungla, y allí cortó alguna fruta para comer:
una variedad de plátanos y de mangos, originarios de ese planeta. Y decidió pensar
bien las cosas.
Pero era imposible pensar. En su mente sólo había lugar para
Anita, y para la pena que le causaba su pérdida. Durante todo el día, vagó desconsolado
por la jungla. Al caer la tarde, volvió a percibir el ruido de un cuerpo que se
movía entre la maleza. Se volvió para dirigirse hacia el corazón de la isla, pero
en ese momento, alguien lo llamó por su nombre:
–¡Danta! ¡Danta! ¡Espera!
Se trataba de Anita. Danton vaciló, sin saber qué hacer. Tal
vez ella había decidido abandonar a los suyos para vivir con él en la verde jungla.
Pero era más realista pensar que la habían enviado como señuelo, seguida por un
pelotón que lo aniquilaría. ¿Cómo saber de parte de quién estaba la muchacha?
–¡Danta! ¿Dónde estás?
Danton trató de recordar que entre los dos jamás podría haber
nada. Esa gente había demostrado lo que pensaba de los nativos. Desconfiarían siempre
de él y tratarían de matarlo.
–¡Por favor, Danta!
Danton se encogió de hombros y siguió la dirección de su voz.
Se encontraron en un pequeño claro. Anita tenía los cabellos
enmarañados y los pantalones desgarrados por los espinos, pero no había mujer más
hermosa que ella para Danton. Por un momento creyó que había venido a reunirse con
él, para que escaparan juntos.
Pero en seguida distinguió un grupo de hombres armados a treinta
metros de distancia.
–No tengas miedo –dijo la muchacha–, no te matarán. Sólo han
venido para protegerme.
–¿Para protegerte? ¿De mí? –inquirió Danton, con una risa
hueca.
–Ellos no te conocen tanto como yo –explicó Anita–. Hoy, en
la reunión del Consejo, les dije la verdad.
–¿Es cierto eso?
–Por supuesto. Esa pelea no fue culpa tuya, y lo dije ante
todos. Les dije que no hiciste más que defenderte. Y que Jedequías mintió. No lo
atacó ningún grupo de nativos. Estabas solo, les dije.
–Así me gusta –exclamó Danton, con fervor–. ¿Te creyeron?
–Creo que sí. Les expliqué que el ataque de los nativos vino
después.
–Dime –gruñó Danton–, ¿cómo pudieron atacar los nativos, si
no los hay?
–Sí que hay –dijo Anita–. Yo los oí gritar.
–Ésos eran los de tu grupo.
Danton trató de pensar en algo capaz de convencerla. Si no
podía convencer siquiera a esta muchacha, ¿cómo era posible convencer al resto de
los Hutter?
Y de pronto se le ocurrió una idea. Era una prueba muy simple,
pero su efecto sería devastador.
–Tú crees que hubo, efectivamente, un ataque de los nativos
en gran escala – empezó.
–Por supuesto.
–¿Cuántos eran los nativos?
–Oí decir que nos superaban diez a uno.
–¿Y estábamos armados?
–Por cierto.
–En ese caso –dijo Danton, triunfante–, ¿cómo explicas el
hecho de que ninguno de los Hutter resultara herido?
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
–Pero, Danta, querido mío –replicó–, muchos de los Hutter
están heridos, y algunos de gravedad. ¡Es un milagro que no haya muerto nadie en
esa pelea!
Danton sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Por
un momento terrible, lo que ella decía le pareció verdad. ¡Los Hutter estaban muy
seguros! Tal vez era cierto, al fin y al cabo, que él tenía una tribu de bronceados
salvajes, escondidos de a cientos en la selva, esperando…
–Ese comerciante que te enseñó a hablar inglés –dijo Anita–
debe haber sido una persona sin escrúpulos. Las leyes interestelares prohíben vender
armas de fuego a los nativos. Algún día lo atraparán y…
–¿Armas de fuego?
–Claro. No saben usarlas con mucha precisión, por supuesto,
pero dice Simeón que con sólo disponer de armamento…
–Supongo que todas sus bajas fueron por heridas de revólver.
–Sí. Los hombres no los dejaron acercase lo bastante como
para usar cuchillos y espadas.
–Comprendo –dijo Danton.
Su prueba estaba totalmente destruida. Pero sentía un inmenso
alivio al haber recuperado la cordura. La desorganizada milicia de los Hutter había
recorrido la jungla, disparando contra todo lo que se movía: contra sus propios
compañeros. Naturalmente, se habían metido en problemas. Era un verdadero milagro
que nadie hubiera muerto.
–Pero les expliqué que no podían culparte a ti –dijo Anita–.
Se te atacó primero, y tu gente debe haberte creído en peligro. Los Ancianos lo
encontraron posible.
–Qué gentileza –observó Danton.
–Tratan de ser razonables. Después de todo, comprenden que
los nativos son seres humanos, como nosotros.
–¿Estás segura de eso? –preguntó Danton, con débil ironía.
–Sin duda. Por lo tanto, los Ancianos celebraron una gran
reunión para discutir la política a emplear con los nativos, y la decidieron de
una vez para siempre. Demarcaremos un espacio de 4.000 kilómetros cuadrados, que
será una reserva para ti y para tu pueblo. Es lugar de sobra, ¿verdad? Nuestros
hombres ya están poniendo los postes. Vivirán felices en su reserva, y nosotros
ocuparemos nuestra parte de la isla.
–¿Qué? –preguntó Danton.
–Y para sellar el pacto –continuó Anita, entregándole un rollo
de pergamino–, los Ancianos te piden que aceptes esto.
–¿Qué es?
–Es un pacto de paz, declarando el fin de la guerra Hutter-Neotahitiana
y convocando a nuestros respectivos pueblos para entablar una amistad eterna.
Danton, aturdido, aceptó el pergamino. Los hombres que habían
acompañado a Anita estaban clavando postes a rayas negras y rojas. Trabajaban cantando,
felices por haber solucionado tan rápida y fácilmente el problema con los nativos.
Danton preguntó:
–Pero, ¿no crees que tal vez sea mejor la… ejem… asimilación?
–Ya lo propuse –dijo Anita, sonrojándose.
–¿De veras? ¿Quieres decir que aceptarías?
–Claro que sí –confirmó ella, apartando la vista–. Creo que
la unión de dos razas fuertes sería maravillosa. Y tú, Danta, ¡qué leyendas fantásticas
podrías haber contado a los niños!
–Podría haberles enseñado a pescar y a cazar –observó Danton–
y a distinguir las plantas comestibles de las que no lo son, y cosas así.
–Y tus coloridas danzas y canciones tribales –agregó Anita,
con un suspiro–. Habría sido maravilloso. Lo siento, Danta.
–¡Pero debe haber alguna salida! ¿No puedo hablar con los
Ancianos? ¿No hay algo que yo pueda hacer?
–Nada –respondió la muchacha–. Me gustaría huir contigo, Danta,
pero nos encontrarían, por mucho tiempo que les demandara.
–Jamás podrán encontrarnos –prometió Danton.
–Tal vez. Ojalá pudiera hacer la prueba.
–¡Mi querida!
–Pero no puedo. ¡Tu pobre pueblo, Danta! Los Hutter tomarían
rehenes, y si no regresáramos los matarían.
–¡No tengo pueblo! ¡No lo tengo, maldición!
–Es muy gentil de tu parte decir eso –observó Anita, con ternura–.
Pero no hay derecho a sacrificar vidas inocentes por el amor de dos personas. Debes
decirle a tu pueblo que no cruce las líneas divisorias, Danta. De lo contrario,
se les disparará. Adiós, y recuerda que es mejor vivir en el sendero de la paz.
Se alejó de prisa, mientras Danton la contemplaba, confundido.
Lo enfurecían aquellos nobles sentimientos que la separaban de él sin motivo alguno,
pero la amaba más aún por su cariño para con la tribu. Importaba poco que esa tribu
fuera imaginaria. Lo que valía era la intención.
Al fin se volvió para internarse en la selva.
Se detuvo junto a un tranquilo charco de agua oscura, oculto
entre los árboles gigantescos y los helechos en flor, y allí trató de planificar
el resto de su vida. Había perdido a Anita; había perdido todo trato con los seres
humanos. Pero podía vivir sin ellos. Tenía su reserva, Podría replantar su huerta,
esculpir nuevas estatuas, componer más sonatas, empezar otro diario…
–¡Al diablo con eso! –gritó hacia los árboles.
No quería seguir sublimando. Quería a Anita, quería vivir
con seres humanos. Estaba harto de estar solo. ¿Qué podía hacer al respecto?
No parecía haber solución. Se recostó contra un árbol, contemplando
el cielo de Nueva Tahití, increíblemente azul. Si al menos los Hutter no fueran
tan supersticiosos, tan temerosos de los nativos, tan…
Y de pronto tuvo una idea, un plan tan absurdo, tan peligroso…
–Vale la pena probar –se dijo Danton–, aunque me maten.
Y cruzó al trote la línea demarcatoria.
Un centinela lo vio aproximarse a la nave espacial, y levantó
su rifle. Danton alzó ambos brazos.
–¡No dispare! ¡Tengo que hablar con sus jefes!
–Vuelve a tu reserva –advirtió el centinela–. Retrocede o
dispararé.
–Quiero hablar con Simeón –informó Danton, sin ceder terreno.
–Las órdenes son órdenes –dijo el centinela, apuntando.
–Un momento –dijo Simeón que acababa de salir de la nave,
con el entrecejo arrugado–. ¿Qué significa todo esto? –preguntó.
–Ese nativo ha regresado –explicó el centinela–. ¿Disparo,
señor?
–¿Qué quieres? –inquirió Simeón, dirigiéndose a Danton.
–He venido a presentarles –aulló Danton– ¡una declaración
de guerra!
Ante aquello, todo el campamento Hutter despertó. En pocos
minutos hombres, mujeres y niños se reunieron cerca de la nave. Los ancianos, un
consejo cuyos miembros se distinguían por sus largas barbas blancas, permanecían
de pie a un lado.
–Ustedes aceptaron el tratado de paz –señaló Simeón.
–He hablado con los otros jefes de la isla –replicó Danton,
adelantándose un paso–. Creemos que ese tratado no es justo. Nueva Tahití es nuestra.
Perteneció a nuestros padres y a los padres de nuestros padres. Aquí hemos criado
nuestros hijos, hemos sembrado nuestro cereal y cosechado la fruta del árbol del
pan. ¡No viviremos en la reserva!
–¡Ojo, Danta! –gritó Anita, saliendo de la nave–. ¡Te pedí
que indujeras a tu pueblo a la paz!
–No quisieron escucharme –respondió Danton–. Todas las tribus
se están reuniendo. No sólo mi propio pueblo, los Cinochi, sino también los Drovati,
los Lorognasti, los Retellsmbroichi y los Vitelli. Además, naturalmente, sus propias
subtribus y posesiones.
–¿Cuántos son? –preguntó Simeón.
–Cincuenta o sesenta mil. Por supuesto, no todos tenemos rifles.
La mayoría tendrá que arreglárselas con armas más primitivas, como dardos y flechas
venenosas.
Un murmullo nervioso recorrió la multitud.
–Muchos de nosotros habrán de morir –continuó Danton, inconmovible–.
No nos importa. Cada neotahitiano luchará como un león. Tenemos mil hombres por
cada uno de ustedes. Tenemos primos en las otras islas, y se unirán a nosotros.
No importa cuál sea el precio en desgracias y en vidas humanas, los arrojaremos
al mar. He hablado.
Volvió la espalda al grupo y se encaminó, con rígida dignidad,
hacia la selva.
–¿Le disparo ahora, señor? –suplicó el centinela.
–¡Baja ese rifle, estúpido! –estalló Simeón–. ¡Espera, Danta!
Podemos llegar a un acuerdo, sin duda. No tiene sentido derramar sangre.
–Estoy de acuerdo –replicó Danton, sobriamente.
–¿Qué deseas?
–¡Igualdad de derechos!
Los Ancianos se reunieron inmediatamente a deliberar. Después
de escucharlos, Simeón se volvió hacia Danton.
–Eso es posible. ¿Quieres algo más? –Nada, con excepción de
una alianza entre el clan dirigente de los Hutter y el clan dirigente de los neotahitianos,
para sellar el acuerdo. Lo mejor sería un casamiento.
Tras nuevas deliberaciones, los Ancianos dieron instrucciones
a Simeón. El jefe militar se mostró visiblemente perturbado. Se le contrajeron los
músculos del cuello, pero hizo esfuerzos por dominarse, y tras inclinarse ante los
Ancianos en señal de asentimiento, marchó hasta donde estaba Danton.
–Los Ancianos me han autorizado –dijo– a ofrecerte una hermandad
de sangre. Tú y yo, en representación de nuestros respectivos clanes dirigentes,
mezclaremos nuestra sangre en una bella ceremonia de elevado simbolismo; luego partiremos
el pan y la sal…
–Lo siento –respondió Danton–. Nosotros, los neotahitianos,
no comulgamos con esa clase de cosas. Tiene que ser una boda.
–Pero diablos, hombre…
–Es mi última palabra.
–¡Jamás aceptaremos! ¡Jamás!
–En ese caso, habrá guerra –declaró Danton, y caminó hacia
la jungla.
Se sentía realmente dispuesto a guerrear, pero ¿cómo puede
luchar un solo nativo contra una nave espacial llena de hombres armados?
Mientras meditaba sobre todo esto, Simeón y Anita se acercaron
a él a través de la selva.
–Está bien –dijo Simeón, furioso–. Los Ancianos han resuelto.
Nosotros, los Hutters, estamos hartos de correr de planeta en planeta. Ya hemos
pasado antes por esta dificultad, y probablemente la encontraremos dondequiera que
vayamos. Estamos hartos y cansados de tener problemas con los nativos, así que…
Tragó saliva con fuerza, pero concluyó la declaración con
gran hombría:
–…será mejor asimilarnos. Eso, al menos, opinan los Ancianos.
Personalmente preferiría la guerra.
–La perderían –le aseguró Danton, que en ese momento habría
sido capaz de enfrentarse a los Hutter a mano desnuda y de ganar la batalla.
–Tal vez –admitió Simeón–. De cualquier modo, debes agradecerle
a Anita el que la paz sea posible.
–¿Anita? ¿Por qué?
–¡Vaya, hombre, es la única entre nuestras muchachas que aceptaría
casarse con un salvaje desnudo, sucio y maloliente!
Y así se casaron, y Danta, más conocido por el nombre de Amigo
del Hombre Blanco, ayudó a los Hutter a conquistar la nueva tierra. Ellos, a su
vez, le mostraron las maravillas de la civilización. Se le enseñó a jugar al bridge
de doce manos, y los bailes masivos. No pasó mucho tiempo sin que los Hutter construyeran
el primer tren subterráneo, puesto que la gente civilizada debe liberar sus impulsos
agresivos, y también ese deporte le fue enseñado a Danta.
Trató de captar el espíritu de aquel clásico pasatiempo terrícola,
pero superaba la capacidad de comprensión de su pobre alma salvaje. La civilización
lo ponía incómodo; por eso Danta y su esposa vivían trasladándose por el planeta,
siempre detrás de la frontera, para alejarse de las diversiones civilizadas.
Con frecuencia recibía la visita de los antropólogos, quienes
grababan los cuentos que narraba a sus hijos. Eran bellas leyendas antiguas de Nueva
Tahití, relatos de dioses estelares y demonios acuáticos, de espíritus del fuego
y ninfas de los bosques; contaban que Katamandura había recibido la orden de crear
el mundo a partir de la nada en un plazo de tres días, y cuál fue su recompensa,
y qué le dijo Jevasi a Hootmenlati cuando se encontraron en el mundo inferior, y
los extraños resultados de esa entrevista.
Los antropólogos encontraron algunas similitudes entre estas
leyendas y algunas de las terrícolas; de allí surgieron varias teorías interesantes.
También les interesaron las grandes estatuas de esteatita que se alzaban en la isla
mayor de Nueva Tahití, obras misteriosas y fantasmales, inolvidables para quienes
las veían; eran, sin duda, manifestaciones de una raza preneotahitiana, de la cual
nunca se encontró rastro alguno.
Pero el más fascinante de todos los problemas que los científicos
debían afrontar era el de los mismos neotahitianos. Esos salvajes felices, risueños
y bronceados, más robustos, saludables y atractivos que cualquier otra raza, habían
desaparecido con la llegada del hombre blanco. Sólo unos pocos Hutter, de entre
los mayores, afirmaban haberlos visto, y sus relatos no eran muy dignos de confianza.
–¿Mi pueblo? –decía Danta, cuando se le interrogaba–. ¡Ah!
No pudieron resistir las enfermedades del hombre blanco, ni su civilización mecánica
y sus modales duros y represivos. Hoy moran en un sitio más feliz, en el Valhoola,
más allá de los cielos. Y algún día me reuniré con ellos.
Los hombres blancos, al oír esto, experimentaban extraños
sentimientos de culpa, y redoblaban la gentileza para con Danta, el Ultimo Nativo.
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