lunes, 19 de febrero de 2024

Problemas con los nativos

Robert Sheckley

 

Edward Danton era un inadaptado. Desde su primera infancia había dado muestras de inclinaciones pre-anti-sociales. Eso debería haber servido de advertencia para sus padres, que tenían la obligación de llevarlo, sin demoras, a un psicólogo especialista en pre-púberes. Un profesional competente habría sido capaz de descubrir aquellos factores de su infancia que ocasionaban esas tendencias adversas al grupo. Pero los padres de Danton quizá daban demasiada importancia a sus propios problemas y pensaron que al crecer el niño superaría todo eso.

No fue así.

En la escuela, Danton aprobó a duras penas Adiestramiento Grupal, Adaptación Fraterna, Reconocimiento de Valores, Apreciación de las Costumbres Sociales, y otras materias que cualquiera debe saber, si desea vivir con serenidad en el mundo moderno. Debido a esa falta de comprensión, Danton jamás podría vivir con serenidad en el mundo moderno.

Le llevó algún tiempo descubrirlo.

Nada en su aspecto revelaba su falta básica de Adaptación. Era un joven alto y atlético, de ojos verdes y trato fácil. Algo en él intrigaba considerablemente a las muchachas de su círculo afectivo. Por cierto, varias de ellas lo hicieron objeto del mayor cumplido posible: considerarlo candidato a esposo.

Pero ni siquiera la más frívola podía ignorar las deficiencias de Danton. Era muy capaz de sentirse aburrido tras unas pocas horas de Baile Masivo, cuando el ambiente apenas comenzaba a animarse. Si jugaba al bridge de doce manos, solía distraerse con frecuencia, y se veía forzado a pedir un recuento de los remates, para disgusto de los otros once jugadores. Y era pésimo en Subterráneos.

Ponía su mejor voluntad en captar el espíritu de aquel deporte clásico. Unido a sus compañeros de equipo, con los brazos enlazados, avanzaba dentro de un coche del tren subterráneo, tratando de apoderarse de él antes de que otro equipo se abalanzara por las puertas contrarias:

El capitán de su grupo gritaba:

–¡Adelante, mis hombres! ¡Llevaremos este coche a Rockaway!

Y el capitán del grupo contrario chillaba en respuesta:

–¡Jamás! ¡A mí, muchachos! ¡A Bronx Park o a la masacre!

Danton se debatía en medio de aquella apretada multitud, con una sonrisa estereotipada en el rostro, mientras la preocupación le dibujaba profundas arrugas en torno a la boca y los ojos. Su novia de turno decía:

–¿Qué te pasa, Edward? ¿No te diviertes?

–Claro que sí –replicaba Danton, tratando de tomar aliento.

–¡No, no te diviertes! –exclamaba la muchacha, perpleja–. Edward, ¿no te das cuenta de que éste es el medio por el cual nuestros antepasados liberaban sus impulsos agresivos? Dicen los historiadores que gracias al juego de subterráneos se logró evitar una guerra atómica total. Y nosotros tenemos los mismos impulsos agresivos; también debemos resolverlos en un plano social aceptable.

–Sí, ya sé –decía Edward Danton–. Me gusta, de veras. Yo… ¡oh, Dios mío!

En ese momento un tercer grupo llegaba a todo vapor, con los brazos entrelazados, cantando:

–¡Canarsie, Canarsie, Canarsie!

Así perdía novia tras novia, puesto que, obviamente, Danton no ofrecía ninguna perspectiva. La falta de Adaptación es imposible de disimular. Resultaba evidente que Danton jamás lograría ser feliz en los suburbios neoyorquinos, que se extendían desde Rockport, en el estado de Maine, hasta Norfolk, en Virginia; a decir verdad, ni allí ni en ningún suburbio.

Danton trataba de hacer frente a sus problemas, pero era en vano. Comenzaron a surgir otras tensiones. La proyección de anuncios publicitarios sobre su retina le iba provocando astigmatismo, y las tonadas publicitarias le dejaron un zumbido constante en los oídos. El médico le advirtió que no bastaba el análisis de los síntomas para curarlo de tales enfermedades psicosomáticas. No, lo que correspondía era tratar su neurosis básica, su anti-sociabilidad. Pero tal empresa resultaba imposible para Danton.

Así, la idea de la fuga lo atraía irresistiblemente. Fuera, en el espacio, había lugar de sobra para los terrícolas inadaptados.

Durante los dos últimos siglos, millones de psicópatas, neuróticos, psicóticos, y toda clase de maniáticos habían partido hacia las estrellas. Los primeros lo hicieron en naves impulsadas con energía Mikkelsen, y pasaron veinte o treinta años saltando de un sistema solar a otro. Las naves más modernas eran propulsadas por conversores de torsión subespacial GM, y recorrían distancias similares en un par de meses.

Los que permanecían en la Tierra, puesto que eran personas de buena adaptación social, lamentaban la pérdida de cualquier miembro, pero también aceptaban agradecidas el espacio adicional disponible para la procreación.

A los 27 años, Danton decidió dejar la Tierra para hacerse pionero. Hubo muchas lágrimas aquel día en que dio su certificado de procreación a Al Trevor, su mejor amigo.

–Vaya, Edward –dijo Trevor, dando vueltas al precioso papelito entre sus manos–, no imaginas cuánto lo agradecemos Myra y yo. Siempre quisimos tener dos hijos, y ahora, gracias a ti…

–No es nada –dijo Danton–. Allá donde voy no necesitaré permisos de procreación.

La idea acababa de ocurrírsele, y agregó:

–A decir verdad, tal vez no tenga medios para hacerlo.

–¿Y no te sentirás frustrado? –preguntó Al, siempre afligido por el bienestar de su amigo.

–Supongo que sí. De cualquier modo, es posible que pasado un tiempo encuentre a alguna pionera. Y, mientras tanto, siempre se puede acudir a la sublimación.

–Es cierto. ¿Qué sustituto has elegido?

–La horticultura. Conviene ser práctico.

–Así es –concordó Al–. Bueno, muchacho, que tengas mucha suerte.

Una vez que el certificado desapareció, la suerte estuvo echada. Danton se entregó por entero a la acción. A cambio de sus derechos de nacimiento, el gobierno le concedió transporte gratuito ilimitado, un equipo básico y provisiones para dos años. Danton partió de inmediato.

Evitó las zonas más pobladas, casi siempre en manos de pequeñas comunidades fanáticas. No deseaba ninguna participación en un lugar como Korani II, donde una calculadora gigantesca había establecido el reinado de las matemáticas. Tampoco tenía interés en Heil V, cuya población, que ascendía a 342 totalitaristas, estudiaba seriamente los métodos para conquistar la Galaxia. Dejó a un lado los Mundos Granjeros, de comunidades tristes y restrictivas, dadas a teorías y prácticas higiénicas exageradas.

Al pasar por Hedonia, estudió la posibilidad de radicarse en ese famoso planeta pero se decía que sus habitantes morían jóvenes, aunque nadie negaba el goce que obtenían de sus cortas vidas.

Danton optó por una vida larga, y continuó viaje.

Pasó por los Mundos Mineros, lugares sombríos y rocosos, escasamente poblados por hombres taciturnos y barbudos, dados a violencias súbitas. Y finalmente llegó a los Territorios Nuevos. Éstos eran mundos deshabitados, más allá de las últimas fronteras de la Tierra. Danton examinó unos cuantos antes de encontrar uno desprovisto de toda vida inteligente.

Era un sitio tranquilo y húmedo, salpicado de pequeñas islas, cubierto de selvas y abundante en peces y en caza mayor. El capitán de la nave dejó debida constancia de los derechos de Danton sobre el planeta, que recibió el nombre de Nueva Tahití. Tras una rápida inspección descubrieron una isla mayor que las demás, y en ella lo desembarcaron. Allí procedió a establecer su campamento.

Al principio hubo mucho que hacer. Construyó una casa con ramas y pasto tejido, a poca distancia de una playa blanca y centelleante. Fabricó un arpón, varias trampas y una red. Cultivó una huerta, y tuvo la satisfacción de verla medrar bajo el sol tropical, alimentada por cálidas lluvias que caían todas las mañanas, entre las siete y las siete y media.

En conjunto, Nueva Tahití era un lugar paradisíaco, apto para hacer feliz a Danton. Pero algo andaba mal.

La huerta, que debía facilitarle una buena sublimación, demostró ser un verdadero fracaso. Danton descubrió que pensaba en mujeres a cualquier hora del día y de la noche; pasaba largas horas a la luz anaranjada de la enorme luna tropical, canturreando para sí… canciones de amor, naturalmente.

Aquello era insalubre. Desesperado, se entregó a otras formas reconocidas de sublimación; en primer lugar fue la pintura, pero la abandonó para escribir su diario, que interrumpió para componer una sonata; también abandonó esa tarea, y esculpió dos estatuas gigantescas en una variedad local de esteatita. Cuando las hubo completado trató de encontrar otra cosa.

No había nada más que pudiera hacer. Sus verduras prosperaban solas; puesto que eran de origen terráqueo, expulsaron completamente cualquier hierba extraña. Los peces venían a sus redes en cantidades generosas, y para conseguir carne sólo necesitaba armar una trampa. Volvió a pensar en mujeres a toda hora del día y de la noche: mujeres altas, mujeres bajas, mujeres blancas, mujeres negras, mujeres morenas.

Llegó un día en que hasta las mujeres marcianas le parecieron atractivas, cosa que no había sucedido hasta el momento a ningún terrícola. Entonces supo que había llegado el momento de tomar medidas drásticas.

Pero ¿cuáles? No había modo de pedir ayuda ni de salir de Nueva Tahití.

Mientras meditaba sobre todo esto, taciturno, vio aparecer una mota negra en el cielo, sobre el mar.

La miró crecer lentamente, temeroso hasta de respirar; sólo podía tratarse de un pájaro o de un insecto grande. Pero la mota siguió aumentando de tamaño, y pronto fue posible ver pálidos eyectores cuyas llamaradas comenzaban a extinguirse.

¡Había llegado una nave espacial! ¡Ya no estaba solo!

La nave efectuó un aterrizaje lento y cuidadoso. Danton tuvo tiempo de ponerse un mejor pareo, esa prenda de los Mares del Sur, que tan bien se adaptaba al clima de Nueva Tahití. Se lavó, se peinó con esmero, y contempló el aterrizaje.

Era una de aquellas antiguas naves a propulsión Mikkelsen. Hasta entonces, Danton había creído que ya no quedaba ninguna en servicio activo. Pero aquélla, según toda evidencia, llevaba mucho tiempo en viaje. El casco estaba mellado y era irremediablemente arcaica, pero conservaba cierto aspecto indómito. En la proa lucía, orgullosa, su nombre: El pueblo de Hutter.

Al regresar de un viaje por las profundidades del espacio, la gente suele llegar ansiosa por probar alimentos frescos. Por lo tanto, Danton acumuló gran cantidad de fruta para los pasajeros y la dispuso con buen gusto antes de que la nave se posara sobriamente en la playa.

Se abrió una angosta escotilla, y dos hombres salieron por ella. Iban armados con rifles y vestían de negro de pies a cabeza. Fatigados, echaron una mirada alrededor.

Danton se precipitó hacia ellos, gritando:

–¡Eh, bienvenidos a Nueva Tahití! ¡Vaya, me alegro de verlos, amigos! ¿Qué noticias hay de…?

–¡Apártate!

El hombre que había gritado tenía cerca de cincuenta años; era alto y extremadamente flaco, de facciones duras y secas. Sus ojos azules y helados parecieron atravesar a Danton como una flecha; tenía el rifle levantado a la altura del pecho. Su compañero era más joven, ancho de pecho y de cara, fornido, a pesar de su baja estatura.

–¿Qué pasa? –preguntó Danton, deteniéndose.

–¿Cómo te llamas?

–Edward Danton.

–Yo soy Simeón Smith –replicó el flaco–, comandante militar del pueblo de Hutter. Este es Jedequías Franker, comandante segundo. ¿Cómo es que hablas nuestro idioma?

–Siempre lo hablé –respondió Danton–. Óiganme, yo…

–¿Dónde están los otros? ¿Por qué se ocultan?

–No hay otros. Sólo yo.

Danton miró hacia la nave; en cada portillo se veían rostros de hombres y mujeres. Señaló con la mano el montón de frutas.

–Junté esto para ustedes –agregó–. Pensé que les gustaría comer algo fresco después de tanto viajar por el espacio.

Una joven bonita, de cabellos rubios y ensortijados, apareció por la escotilla.

–¿Ya podemos salir, padre?

–¡No! –respondió Simeón–. No hay seguridad. Vuelve a entrar, Anita.

–Miraré desde aquí –replicó ella, observando a Danton con ojos francamente curiosos.

Danton le devolvió la mirada; un estremecimiento difuso y extraño le recorrió el cuerpo.

–Aceptamos tu regalo –dijo Simeón–. Sin embargo, no lo comeremos.

–¿Por qué no? –quiso saber Danton, como era lógico.

Jedequías respondió:

–No sabemos qué clase de venenos estás tratando de darnos.

–¿Venenos? Escuche, siéntese y hablemos de eso, ¿quiere?

–¿Qué te parece? –preguntó Jedequías a Simeón.

–Es lo que yo esperaba –respondió el comandante militar–. Taimado, adulador, indudablemente traicionero. Apostaría a que los suyos no saldrán al descubierto. Apostaría a que esperan agazapados. Creo que les vendría bien una lección práctica.

–En efecto –concordó Jedequías, con una amplia sonrisa–. Inculquémosles el temor de la civilización.

Y diciendo así, apuntó con su rifle al pecho de Danton.

–¡Eh! –exclamó éste, retrocediendo.

–Pero, padre –observó Anita–, aún no ha hecho nada.

–De eso se trata, precisamente. Si lo matamos sí que no hará nada. El único nativo bueno es el nativo muerto.

–De esta manera –intervino Jedequías–, los demás sabrán que hablamos en serio.

–¡No es justo! –gritó Anita, indignada–. ¡El Consejo…!

–…no está en funciones en este momento. Un aterrizaje en tierras extrañas constituye una emergencia. En ese caso, el militar toma el mando. Haremos lo que nos parezca mejor. ¡Recuerda lo que pasó en Lan II!

–Esperen un momento –dijo Danton–. Entendieron mal. Aquí estoy yo solo; no hay nadie más y no hay motivos para…

Una bala se hundió en la arena, cerca de su pie izquierdo. Danton dio un salto, buscando la protección de la selva. Otra bala silbó a poca distancia, y una tercera hizo saltar una astilla junto a su cabeza, en el momento en que él se lanzaba hacia la maleza. Oyó que Simeón rugía:

–¡Bueno! Eso le enseñará.

Danton siguió corriendo hasta que estuvo a trescientos metros de la nave pionera. Por toda cena, comió una variedad de plátanos y frutas del árbol del pan que crecía en ese planeta; mientras tanto, trató de imaginar por qué actuaban así los del Hutter. Tal vez se habían vuelto locos. Bien podían ver que él era un terrícola, solo y desarmado, obviamente amistoso. Y a pesar de ello habían hecho fuego contra él… como lección práctica. ¿A quién estaba dedicada esa lección? A los detestables nativos, que debían aprender…

¡Eso era! Danton asintió vigorosamente. Los del Hutter lo habrían tomado por nativo, por aborigen; pensaban, sin duda, que toda una tribu acechaba entre los arbustos, esperando la oportunidad de masacrar a los recién llegados. En realidad, no era una suposición tan precipitada. Allí estaba él, en un planeta remoto, sin nave espacial, vestido sólo con un taparrabos y con la piel de color bronce subido. ¡No era de extrañar que lo tomaran por aborigen! “Pero en ese caso”, se preguntó Danton, “¿dónde creen que aprendí el idioma?”

Todo aquello era ridículo. Empezó a caminar hacia la nave, seguro de que en unos minutos podría aclarar el malentendido. Pero se detuvo a los pocos metros.

La noche estaba cercana. A sus espaldas, el cielo se cubría ya de nubes blancas y grises. Hacia el mar, una neblina de color azul profundo avanzaba progresivamente hacia la tierra firme. La jungla se poblaba de extraños ruidos. Danton había descubierto mucho tiempo atrás que no representaban peligro alguno, pero los recién llegados podían pensar de otro modo.

Esa gente empezaba a los tiros por cualquier cosa, y era necesario tenerlo en cuenta. No tenía sentido irrumpir entre ellos con demasiada prisa y buscarse un balazo. Se movió cautelosamente a través de los matorrales; era una silueta silenciosa y bronceada, fundida con los pardos y los verdes de la selva. Cuando estuvo en las cercanías de la nave se arrastró a través de la densa vegetación hasta que pudo ver la pendiente de la playa. Los pioneros habían salido de la nave. Eran cuarenta o cincuenta hombres y mujeres, y unos cuantos niños; todos llevaban gruesas ropas negras, que los hacían sudar profusamente. Sin tener en cuenta su presente frutal, habían tendido una mesa de aluminio con las monótonas provisiones de la nave espacial.

En la periferia del grupo, Danton pudo ver varios hombres con rifles y cartucheras. Eran, obviamente, los centinelas de turno; observaban atentamente la jungla, y de a ratos echaban miradas aprensivas al firmamento oscurecido.

Simeón levantó las manos, y se hizo un súbito silencio.

–Amigos –arengó el comandante militar–: ¡Al fin hemos llegado a nuestro ansiado hogar! Vean, aquí hay una tierra de leche y miel, un sitio de generosidad y abundancia. ¿No valía la pena el largo viaje, el peligro constante, la búsqueda interminable?

–¡Sí, hermano! –respondió la multitud.

Simeón volvió a pedir silencio.

–Ningún hombre civilizado ha pisado antes este planeta. Somos los primeros, y por lo tanto es nuestro. ¡Pero hay peligros, amigos míos! ¿Quién sabe qué extraños monstruos se esconden en la selva?

“El más grande tiene el tamaño de una ardilla”, murmuró Danton, para sí. “¿Por qué no me preguntan? Yo podría informarles”.

–¿Quién sabe qué leviatán surca las profundidades? –continuó Simeón–. Sólo sabemos una cosa: aquí hay aborígenes, desnudos y salvajes, indudablemente taimados, desalmados y amorales, como todos los aborígenes. De ellos debemos cuidarnos. Viviremos en paz con ellos, si nos lo permiten. Les ofreceremos los frutos de la civilización y las flores de la cultura. Tal vez profesen la amistad, pero recuerden siempre esto, amigos: nadie puede asegurar lo que oculta un salvaje en el fondo de su corazón. Sus normas no son las nuestras; su moral nos es extraña. No podemos confiar en ellos; debemos permanecer siempre en guardia. ¡Y en caso de duda, seamos los primeros en disparar! ¡Recuerden lo ocurrido en Lan II!

Todos aplaudieron, cantaron un himno, y dieron comienzo a la cena. Al caer la noche se encendieron los faros de la nave, y la playa relumbró como si fuera de día. Los centinelas se paseaban nerviosos, con los hombros encogidos y el arma lista.

Danton contempló a los colonizadores, que sacudían sus bolsas de dormir y se acostaban bajo la mole de la nave. Ni siquiera el temor de un ataque súbito podía obligarlos a pasar otra noche en el interior, cuando fuera se podía respirar aire fresco.

La gran luna anaranjada de Nueva Tahití estaba parcialmente oculta tras las altas nubes nocturnas. Los centinelas caminaban a grandes pasos, jurando, y volvían a unirse, como en busca de mutua protección. Pronto comenzaron a disparar contra los ruidos silvestres y contra las sombras.

Danton volvió a entrar en la jungla. Pasaría la noche bajo un árbol, a resguardo de las balas perdidas. Esa noche no parecía adecuada para aclarar las cosas. Los del Hutter estaban demasiado sobresaltados. Decidió que era mejor tratar el asunto a la luz del día, en una forma simple, directa y razonable.

El problema radicaba en que los del Hutter parecían muy poco razonables.

Sin embargo, a la mañana siguiente todo parecía más promisorio. Danton esperó hasta que los del Hutter terminaron de desayunar, y entonces se acercó por la playa, a la vista del grupo.

–¡Alto! –ladraron los centinelas.

–Mamita –lloriqueó un niñito–, no dejes que ese hombre malo me coma.

–No tengas miedo, tesoro –dijo su madre–. Tu padre tiene un rifle para matar salvajes.

Simeón salió a la carrera de la nave.

–¡A ver, tú! –dijo, mirando a Danton–. ¡Adelántate!

Danton cruzó cautelosamente la playa, con la piel erizada por la expectativa. Se encaminó hacia donde estaba Simeón, mostrando las manos vacías.

–Soy el comandante de esta gente –dijo Simeón, hablando con mucha lentitud, como si tratara de hacerse entender por un niño–. Yo gran jefe. ¿Tú gran jefe de tu gente?

–No hace falta que me hable así –dijo–. Apenas si le entiendo. Ya le dije que no tengo gente. Estoy solo.

–Si no eres sincero conmigo, lo lamentarás –dijo Simeón, y su duro rostro palideció de cólera–. Ahora dime: ¿dónde está tu tribu?

–Soy terrícola –chilló Danton–. ¿Está usted sordo? ¿No me oye hablar?

En ese momento, un hombrecito encorvado, de cabellos blancos y grandes anteojos con marco de carey, se aproximó a ellos, acompañado por Jedequías.

–Simeón –dijo el hombrecito–, creo que no conozco a nuestro visitante.

–Profesor Baker –dijo Simeón–, este salvaje sostiene que es terrícola y dice llamarse Edward Danton.

El profesor estudió rápidamente el pareo de Danton, su piel tostada y sus pies callosos.

–¿Usted es terrícola? –le preguntó.

–Por supuesto.

–¿Quién esculpió esas estatuas de piedra que hay en la playa?

–Fui yo –respondió Danton–, pero sólo a manera de terapia. Como ve…

–Una obra obviamente primitiva. Esa estilización, esas narices…

–Pura casualidad. Vea, hace unos cuantos meses partí de la Tierra en una nave espacial.

–¿Con qué propulsión? –preguntó el profesor Baker.

–Por conversor a torsión subespacial GM.

Baker asintió.

–Bueno –continuó Danton–, no tenía interés en lugares como Korani o Heil V, y Hedonia parecía demasiado fuerte para mi organismo. Pasé de largo por los Mundos Mineros y por los Mundos Granjeros e hice que la nave del gobierno me dejara aquí. El planeta está registrado como propiedad mía, bajo el nombre de Nueva Tahití. Pero ya me estaba sintiendo muy solo, y me alegra que hayan venido.

–¿Y bien, profesor? –preguntó Simeón–. ¿Qué piensa usted?

–Sorprendente –murmuró Baker–; sorprendente, de veras. Su dominio del inglés coloquial revela un alto nivel de inteligencia, lo que indica un fenómeno bastante común en las sociedades primitivas, es decir, una facultad de mímica muy bien desarrollada. Nuestro amigo Danta (así debió ser su nombre original, sin degeneraciones) podrá contarnos muchas leyendas tribales, mitos, canciones, bailes…

–¡Pero soy terrícola!

–No, pobre muchacho –corrigió el profesor, con suavidad–, no lo eres. Es obvio que has tenido trato con un terrícola, posiblemente algún mercader que bajó para efectuar reparaciones.

Jedequías observó:

–Hay rastros dejados por una nave espacial, que estuvo aquí poco tiempo.

–¡Ah! –exclamó el profesor, radiante–. Eso confirma mi hipótesis.

–Ésa fue la nave del gobierno –explicó Danton–. Me dejó aquí.

El profesor Baker, en tono de conferencia, expresó:

–Es interesante destacar que su historia, casi verosímil, cae en el mito en ciertos puntos cruciales. Dice que la nave era impulsada por un “conversor a torsión subespacial GM”, lo que no es sino palabrería sin sentido, ya que el único vehículo apto para penetrar en el espacio es el Mikkelsen. También afirma que el viaje desde la Tierra le demandó meses (puesto que su mente inculta no puede concebir que un viaje pueda durar años), aunque sabemos que no existe, ni siquiera en teoría, una nave espacial capaz de tal proeza.

–Probablemente fue inventada después de que ustedes partieron de la Tierra –dijo Danton–. ¿Cuánto tiempo llevan ausentes?

–La nave espacial Hutter partió de la Tierra hace 120 años –replicó Baker, condescendiente–. Somos, en nuestra mayoría, miembros de la cuarta y quinta generación.

Y volviéndose hacia Simeón y Jedequías, agregó:

–Noten también su esfuerzo por idear nombres geográficos que sonaran auténticos. Palabras tales como Korani, Heil, Hedonia, despiertan su sentido de la onomatopeya. Para él no tiene importancia que no existan esos lugares.

–¡Existen! –exclamó Danton, indignado.

–¿Dónde? –replicó Jedequías, desafiante–. Dime las coordenadas.

–¿Cómo puedo saberlas? No soy navegante. Creo que Heil estaba cerca de Bootes, o tal vez esa era Casiopea. No, estoy casi seguro de que era Bootes.

–Lo siento, amigo mío –dijo Jedequías–. Tal vez te interese saber que yo soy el conductor de la nave. Puedo mostrarte todos los atlas y cartas estelares. Esos lugares no figuran.

–¡Sus cartas están atrasadas en cien años!

–También las estrellas, en ese caso –dijo Simeón–. Ahora dime, Danta. ¿Dónde está tu tribu? ¿Por qué se ocultan? ¿Qué están planeando?

–¡Esto es ridículo! –protestó Danton–. ¿Qué debo hacer para convencerlos? Soy terrícola. Nací y me crie en…

–Ya basta –interrumpió Simeón–. Si hay algo que los del Hutter no soportamos, es una contestación insolente de los nativos. Acabemos, Danta. ¿Dónde está tu gente?

–Estoy solo –insistió Danton.

–¿Duro de lengua? –intervino Jedequías, haciendo rechinar los dientes–. Tal vez si le hacemos probar el látigo…

–Más tarde, más tarde –dijo Simeón–. Su tribu vendrá en busca de limosnas, como hacen todos los nativos. Mientras tanto, Danta, puedes ayudar a ese grupo que está descargando las provisiones.

–No, gracias –replicó Danton–. Regreso a…

Jedequías lanzó el puño hacia adelante, golpeando a Danton en la mandíbula. Éste se tambaleó, a punto de perder el equilibrio.

–¡El jefe dijo que no quería contestaciones insolentes! –rugió Jedequías–. ¿Es que todos los nativos tienen que ser siempre tan perezosos? Se te pagará en cuanto descarguemos las cuentas y el calicó. Ahora, ve a trabajar.

Aquella parecía ser la última palabra sobre el tema. Confundido, inseguro, igual que varios millones de nativos en distintos planetas, Danton se unió a la fila de colonos que descargaban mercadería.

Al caer la tarde, terminada la descarga, los colonos se tendieron a descansar en la playa. Danton se sentó a alguna distancia, tratando de analizar su situación. Cuando estaba sumido en una profunda meditación Anita se aproximó con un cántaro de agua.

–¿También tú me crees nativo? –preguntó.

Ella se sentó junto a él, y replicó:

–No sé qué otra cosa puedes ser. Todo el mundo sabe a qué velocidad vuelan las naves y…

–Las cosas han cambiado desde que los tuyos partieron de la Tierra. Supongo que no han pasado todo este tiempo en el espacio, ¿verdad?

–Claro que no. La Hutter fue hasta H’gastro I, pero no era lo bastante fértil, y la siguiente generación se trasladó a Ktedi. Pero el trigo degeneró hasta el punto de barrerlos, y fueron a Lan II. Creyeron que ese podía ser un hogar permanente.

–¿Y qué pasó?

–Los nativos –dijo Anita con tristeza–. Según creo, al principio se mostraron amistosos, y todo el mundo creyó que la situación estaba bajo control. Pero un día nos encontramos en guerra con toda la población aborigen. Sólo tenían espadas y cosas similares, pero eran demasiados; la nave volvió a partir, y vinimos aquí.

–Hum –murmuró Danton–. Ya veo por qué los inquietan tanto los aborígenes.

–Es claro. Mientras existe posibilidad de peligro, estamos bajo ley militar, es decir, mi padre y Jedequías son los que mandan. Pero en cuanto la emergencia está superada, reasume el gobierno habitual de los Hutter.

–¿Cuál es?

–Un Consejo de Ancianos –respondió Anita–; hombres de buena voluntad que detestan la violencia. Si tú y tu pueblo son realmente pacíficos…

–No tengo pueblo –insistió Danton, con voz cansada.

–… tendrán todas las oportunidades de prosperar bajo el gobierno de los Ancianos –concluyó ella.

Juntos contemplaron el crepúsculo. El viento agitaba los cabellos de Anita, que caían sedosos sobre la frente; los últimos resplandores del sol iluminaban el contorno de su mejilla y de sus labios. Danton, al observarla, se estremeció; pero atribuyó aquel temblor al repentino frío del anochecer. Y Anita, que había estado hablando con animación sobre su infancia, tuvo dificultad para completar sus frases, y hasta para no perder el hilo de sus pensamientos.

Al cabo, las manos de ambos se buscaron; los dedos se rozaron levemente, para entrelazarse en seguida. Largo rato permanecieron en silencio; al fin hubo un beso, suave y demorado.

–¿Qué diablos pasa aquí? –clamó una voz potente.

Danton levantó la vista. Un hombre corpulento estaba de pie a su lado, con los brazos en jarras, y la cabeza poderosa se recortaba en negro contra la Luna.

–Por favor, Jedequías –pidió Anita–, no hagas escenas.

–Levántate –ordenó Jedequías a Danton, en una voz amenazadoramente queda–. Ponte de pie.

Danton se levantó, con los puños apretados, a la expectativa.

–Anita –dijo Jedequías–, eres la vergüenza de tu raza y de toda la gente de Hutter. ¿Estás loca? No puedes enredarte con un detestable nativo sin perder el respeto por ti misma.

Y volviéndose hacia Danton, continuó:

–Y tú tienes que aprender algo, bien aprendido. ¡Los nativos no se meten con las mujeres de Hutter! Haré que se te grabe ahora mismo.

Hubo un breve forcejeo, y Jedequías se encontró tendido de espaldas.

–¡Rápido! –gritó–. ¡Los nativos están atacando!

En la nave comenzó a sonar una campana de alarma. Las sirenas aullaron en medio de la noche. Mujeres y niños, bien adiestrados para tales emergencias, se refugiaron en la nave. Los hombres, en cambio, provistos de rifles, ametralladoras y granadas de mano, avanzaron contra Danton.

–Es sólo un cuerpo a cuerpo –gritó Danton–. Tuvimos una disputa, eso es todo. No hay nativos, ni nada de eso. Estoy solo.

El principal de los Hutter ordenó:

–¡Rápido, Anita, retrocede!

–En realidad, no he visto ningún nativo –observó la joven, conciliadora–. Y no fue culpa de Danta…

–¡Retrocede! A empellones, la apartaron del medio. Danton se sumergió entre los arbustos antes de que las ametralladoras empezaran a disparar. Siguió andando a gatas hasta alejarse unos treinta metros, y desde allí echó a correr desesperadamente.

Por suerte, los Hutter no lo persiguieron; sólo les interesaba cuidar de la nave y preservar un trozo de playa y una angosta franja de selva. Los disparos se prolongaron durante toda la noche, acompañados por fuertes voces y gritos frenéticos.

–¡Allá va uno!

–¡Rápido, haz funcionar la ametralladora! ¡Están detrás de nosotros!

–¡Allí, allí! ¡Maté a uno!

–No, se escapó. Allá va… ¡Pero mira, allá arriba, en ese árbol!

–¡Dispara, hombre, dispara!

Mientras duró la noche, Danton pudo oír a los Hutter, que repelían el ataque de los salvajes imaginarios. Hacia la aurora, los disparos cesaron. Danton calculó que habían gastado una tonelada de plomo, que cientos de árboles habían sido decapitados y hectáreas enteras de césped estaban convertidas en cieno. La selva olía a pólvora.

Cayó en un sueño profundo.

AI despertar, hacía mediodía, oyó que alguien se movía detrás de la maleza. Se retiró dentro de la jungla, y allí cortó alguna fruta para comer: una variedad de plátanos y de mangos, originarios de ese planeta. Y decidió pensar bien las cosas.

Pero era imposible pensar. En su mente sólo había lugar para Anita, y para la pena que le causaba su pérdida. Durante todo el día, vagó desconsolado por la jungla. Al caer la tarde, volvió a percibir el ruido de un cuerpo que se movía entre la maleza. Se volvió para dirigirse hacia el corazón de la isla, pero en ese momento, alguien lo llamó por su nombre:

–¡Danta! ¡Danta! ¡Espera!

Se trataba de Anita. Danton vaciló, sin saber qué hacer. Tal vez ella había decidido abandonar a los suyos para vivir con él en la verde jungla. Pero era más realista pensar que la habían enviado como señuelo, seguida por un pelotón que lo aniquilaría. ¿Cómo saber de parte de quién estaba la muchacha?

–¡Danta! ¿Dónde estás?

Danton trató de recordar que entre los dos jamás podría haber nada. Esa gente había demostrado lo que pensaba de los nativos. Desconfiarían siempre de él y tratarían de matarlo.

–¡Por favor, Danta!

Danton se encogió de hombros y siguió la dirección de su voz.

Se encontraron en un pequeño claro. Anita tenía los cabellos enmarañados y los pantalones desgarrados por los espinos, pero no había mujer más hermosa que ella para Danton. Por un momento creyó que había venido a reunirse con él, para que escaparan juntos.

Pero en seguida distinguió un grupo de hombres armados a treinta metros de distancia.

–No tengas miedo –dijo la muchacha–, no te matarán. Sólo han venido para protegerme.

–¿Para protegerte? ¿De mí? –inquirió Danton, con una risa hueca.

–Ellos no te conocen tanto como yo –explicó Anita–. Hoy, en la reunión del Consejo, les dije la verdad.

–¿Es cierto eso?

–Por supuesto. Esa pelea no fue culpa tuya, y lo dije ante todos. Les dije que no hiciste más que defenderte. Y que Jedequías mintió. No lo atacó ningún grupo de nativos. Estabas solo, les dije.

–Así me gusta –exclamó Danton, con fervor–. ¿Te creyeron?

–Creo que sí. Les expliqué que el ataque de los nativos vino después.

–Dime –gruñó Danton–, ¿cómo pudieron atacar los nativos, si no los hay?

–Sí que hay –dijo Anita–. Yo los oí gritar.

–Ésos eran los de tu grupo.

Danton trató de pensar en algo capaz de convencerla. Si no podía convencer siquiera a esta muchacha, ¿cómo era posible convencer al resto de los Hutter?

Y de pronto se le ocurrió una idea. Era una prueba muy simple, pero su efecto sería devastador.

–Tú crees que hubo, efectivamente, un ataque de los nativos en gran escala – empezó.

–Por supuesto.

–¿Cuántos eran los nativos?

–Oí decir que nos superaban diez a uno.

–¿Y estábamos armados?

–Por cierto.

–En ese caso –dijo Danton, triunfante–, ¿cómo explicas el hecho de que ninguno de los Hutter resultara herido?

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

–Pero, Danta, querido mío –replicó–, muchos de los Hutter están heridos, y algunos de gravedad. ¡Es un milagro que no haya muerto nadie en esa pelea!

Danton sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Por un momento terrible, lo que ella decía le pareció verdad. ¡Los Hutter estaban muy seguros! Tal vez era cierto, al fin y al cabo, que él tenía una tribu de bronceados salvajes, escondidos de a cientos en la selva, esperando…

–Ese comerciante que te enseñó a hablar inglés –dijo Anita– debe haber sido una persona sin escrúpulos. Las leyes interestelares prohíben vender armas de fuego a los nativos. Algún día lo atraparán y…

–¿Armas de fuego?

–Claro. No saben usarlas con mucha precisión, por supuesto, pero dice Simeón que con sólo disponer de armamento…

–Supongo que todas sus bajas fueron por heridas de revólver.

–Sí. Los hombres no los dejaron acercase lo bastante como para usar cuchillos y espadas.

–Comprendo –dijo Danton.

Su prueba estaba totalmente destruida. Pero sentía un inmenso alivio al haber recuperado la cordura. La desorganizada milicia de los Hutter había recorrido la jungla, disparando contra todo lo que se movía: contra sus propios compañeros. Naturalmente, se habían metido en problemas. Era un verdadero milagro que nadie hubiera muerto.

–Pero les expliqué que no podían culparte a ti –dijo Anita–. Se te atacó primero, y tu gente debe haberte creído en peligro. Los Ancianos lo encontraron posible.

–Qué gentileza –observó Danton.

–Tratan de ser razonables. Después de todo, comprenden que los nativos son seres humanos, como nosotros.

–¿Estás segura de eso? –preguntó Danton, con débil ironía.

–Sin duda. Por lo tanto, los Ancianos celebraron una gran reunión para discutir la política a emplear con los nativos, y la decidieron de una vez para siempre. Demarcaremos un espacio de 4.000 kilómetros cuadrados, que será una reserva para ti y para tu pueblo. Es lugar de sobra, ¿verdad? Nuestros hombres ya están poniendo los postes. Vivirán felices en su reserva, y nosotros ocuparemos nuestra parte de la isla.

–¿Qué? –preguntó Danton.

–Y para sellar el pacto –continuó Anita, entregándole un rollo de pergamino–, los Ancianos te piden que aceptes esto.

–¿Qué es?

–Es un pacto de paz, declarando el fin de la guerra Hutter-Neotahitiana y convocando a nuestros respectivos pueblos para entablar una amistad eterna.

Danton, aturdido, aceptó el pergamino. Los hombres que habían acompañado a Anita estaban clavando postes a rayas negras y rojas. Trabajaban cantando, felices por haber solucionado tan rápida y fácilmente el problema con los nativos. Danton preguntó:

–Pero, ¿no crees que tal vez sea mejor la… ejem… asimilación?

–Ya lo propuse –dijo Anita, sonrojándose.

–¿De veras? ¿Quieres decir que aceptarías?

–Claro que sí –confirmó ella, apartando la vista–. Creo que la unión de dos razas fuertes sería maravillosa. Y tú, Danta, ¡qué leyendas fantásticas podrías haber contado a los niños!

–Podría haberles enseñado a pescar y a cazar –observó Danton– y a distinguir las plantas comestibles de las que no lo son, y cosas así.

–Y tus coloridas danzas y canciones tribales –agregó Anita, con un suspiro–. Habría sido maravilloso. Lo siento, Danta.

–¡Pero debe haber alguna salida! ¿No puedo hablar con los Ancianos? ¿No hay algo que yo pueda hacer?

–Nada –respondió la muchacha–. Me gustaría huir contigo, Danta, pero nos encontrarían, por mucho tiempo que les demandara.

–Jamás podrán encontrarnos –prometió Danton.

–Tal vez. Ojalá pudiera hacer la prueba.

–¡Mi querida!

–Pero no puedo. ¡Tu pobre pueblo, Danta! Los Hutter tomarían rehenes, y si no regresáramos los matarían.

–¡No tengo pueblo! ¡No lo tengo, maldición!

–Es muy gentil de tu parte decir eso –observó Anita, con ternura–. Pero no hay derecho a sacrificar vidas inocentes por el amor de dos personas. Debes decirle a tu pueblo que no cruce las líneas divisorias, Danta. De lo contrario, se les disparará. Adiós, y recuerda que es mejor vivir en el sendero de la paz.

Se alejó de prisa, mientras Danton la contemplaba, confundido. Lo enfurecían aquellos nobles sentimientos que la separaban de él sin motivo alguno, pero la amaba más aún por su cariño para con la tribu. Importaba poco que esa tribu fuera imaginaria. Lo que valía era la intención.

Al fin se volvió para internarse en la selva.

Se detuvo junto a un tranquilo charco de agua oscura, oculto entre los árboles gigantescos y los helechos en flor, y allí trató de planificar el resto de su vida. Había perdido a Anita; había perdido todo trato con los seres humanos. Pero podía vivir sin ellos. Tenía su reserva, Podría replantar su huerta, esculpir nuevas estatuas, componer más sonatas, empezar otro diario…

–¡Al diablo con eso! –gritó hacia los árboles.

No quería seguir sublimando. Quería a Anita, quería vivir con seres humanos. Estaba harto de estar solo. ¿Qué podía hacer al respecto?

No parecía haber solución. Se recostó contra un árbol, contemplando el cielo de Nueva Tahití, increíblemente azul. Si al menos los Hutter no fueran tan supersticiosos, tan temerosos de los nativos, tan…

Y de pronto tuvo una idea, un plan tan absurdo, tan peligroso…

–Vale la pena probar –se dijo Danton–, aunque me maten.

Y cruzó al trote la línea demarcatoria.

Un centinela lo vio aproximarse a la nave espacial, y levantó su rifle. Danton alzó ambos brazos.

–¡No dispare! ¡Tengo que hablar con sus jefes!

–Vuelve a tu reserva –advirtió el centinela–. Retrocede o dispararé.

–Quiero hablar con Simeón –informó Danton, sin ceder terreno.

–Las órdenes son órdenes –dijo el centinela, apuntando.

–Un momento –dijo Simeón que acababa de salir de la nave, con el entrecejo arrugado–. ¿Qué significa todo esto? –preguntó.

–Ese nativo ha regresado –explicó el centinela–. ¿Disparo, señor?

–¿Qué quieres? –inquirió Simeón, dirigiéndose a Danton.

–He venido a presentarles –aulló Danton– ¡una declaración de guerra!

Ante aquello, todo el campamento Hutter despertó. En pocos minutos hombres, mujeres y niños se reunieron cerca de la nave. Los ancianos, un consejo cuyos miembros se distinguían por sus largas barbas blancas, permanecían de pie a un lado.

–Ustedes aceptaron el tratado de paz –señaló Simeón.

–He hablado con los otros jefes de la isla –replicó Danton, adelantándose un paso–. Creemos que ese tratado no es justo. Nueva Tahití es nuestra. Perteneció a nuestros padres y a los padres de nuestros padres. Aquí hemos criado nuestros hijos, hemos sembrado nuestro cereal y cosechado la fruta del árbol del pan. ¡No viviremos en la reserva!

–¡Ojo, Danta! –gritó Anita, saliendo de la nave–. ¡Te pedí que indujeras a tu pueblo a la paz!

–No quisieron escucharme –respondió Danton–. Todas las tribus se están reuniendo. No sólo mi propio pueblo, los Cinochi, sino también los Drovati, los Lorognasti, los Retellsmbroichi y los Vitelli. Además, naturalmente, sus propias subtribus y posesiones.

–¿Cuántos son? –preguntó Simeón.

–Cincuenta o sesenta mil. Por supuesto, no todos tenemos rifles. La mayoría tendrá que arreglárselas con armas más primitivas, como dardos y flechas venenosas.

Un murmullo nervioso recorrió la multitud.

–Muchos de nosotros habrán de morir –continuó Danton, inconmovible–. No nos importa. Cada neotahitiano luchará como un león. Tenemos mil hombres por cada uno de ustedes. Tenemos primos en las otras islas, y se unirán a nosotros. No importa cuál sea el precio en desgracias y en vidas humanas, los arrojaremos al mar. He hablado.

Volvió la espalda al grupo y se encaminó, con rígida dignidad, hacia la selva.

–¿Le disparo ahora, señor? –suplicó el centinela.

–¡Baja ese rifle, estúpido! –estalló Simeón–. ¡Espera, Danta! Podemos llegar a un acuerdo, sin duda. No tiene sentido derramar sangre.

–Estoy de acuerdo –replicó Danton, sobriamente.

–¿Qué deseas?

–¡Igualdad de derechos!

Los Ancianos se reunieron inmediatamente a deliberar. Después de escucharlos, Simeón se volvió hacia Danton.

–Eso es posible. ¿Quieres algo más? –Nada, con excepción de una alianza entre el clan dirigente de los Hutter y el clan dirigente de los neotahitianos, para sellar el acuerdo. Lo mejor sería un casamiento.

Tras nuevas deliberaciones, los Ancianos dieron instrucciones a Simeón. El jefe militar se mostró visiblemente perturbado. Se le contrajeron los músculos del cuello, pero hizo esfuerzos por dominarse, y tras inclinarse ante los Ancianos en señal de asentimiento, marchó hasta donde estaba Danton.

–Los Ancianos me han autorizado –dijo– a ofrecerte una hermandad de sangre. Tú y yo, en representación de nuestros respectivos clanes dirigentes, mezclaremos nuestra sangre en una bella ceremonia de elevado simbolismo; luego partiremos el pan y la sal…

–Lo siento –respondió Danton–. Nosotros, los neotahitianos, no comulgamos con esa clase de cosas. Tiene que ser una boda.

–Pero diablos, hombre…

–Es mi última palabra.

–¡Jamás aceptaremos! ¡Jamás!

–En ese caso, habrá guerra –declaró Danton, y caminó hacia la jungla.

Se sentía realmente dispuesto a guerrear, pero ¿cómo puede luchar un solo nativo contra una nave espacial llena de hombres armados?

Mientras meditaba sobre todo esto, Simeón y Anita se acercaron a él a través de la selva.

–Está bien –dijo Simeón, furioso–. Los Ancianos han resuelto. Nosotros, los Hutters, estamos hartos de correr de planeta en planeta. Ya hemos pasado antes por esta dificultad, y probablemente la encontraremos dondequiera que vayamos. Estamos hartos y cansados de tener problemas con los nativos, así que…

Tragó saliva con fuerza, pero concluyó la declaración con gran hombría:

–…será mejor asimilarnos. Eso, al menos, opinan los Ancianos. Personalmente preferiría la guerra.

–La perderían –le aseguró Danton, que en ese momento habría sido capaz de enfrentarse a los Hutter a mano desnuda y de ganar la batalla.

–Tal vez –admitió Simeón–. De cualquier modo, debes agradecerle a Anita el que la paz sea posible.

–¿Anita? ¿Por qué?

–¡Vaya, hombre, es la única entre nuestras muchachas que aceptaría casarse con un salvaje desnudo, sucio y maloliente!

Y así se casaron, y Danta, más conocido por el nombre de Amigo del Hombre Blanco, ayudó a los Hutter a conquistar la nueva tierra. Ellos, a su vez, le mostraron las maravillas de la civilización. Se le enseñó a jugar al bridge de doce manos, y los bailes masivos. No pasó mucho tiempo sin que los Hutter construyeran el primer tren subterráneo, puesto que la gente civilizada debe liberar sus impulsos agresivos, y también ese deporte le fue enseñado a Danta.

Trató de captar el espíritu de aquel clásico pasatiempo terrícola, pero superaba la capacidad de comprensión de su pobre alma salvaje. La civilización lo ponía incómodo; por eso Danta y su esposa vivían trasladándose por el planeta, siempre detrás de la frontera, para alejarse de las diversiones civilizadas.

Con frecuencia recibía la visita de los antropólogos, quienes grababan los cuentos que narraba a sus hijos. Eran bellas leyendas antiguas de Nueva Tahití, relatos de dioses estelares y demonios acuáticos, de espíritus del fuego y ninfas de los bosques; contaban que Katamandura había recibido la orden de crear el mundo a partir de la nada en un plazo de tres días, y cuál fue su recompensa, y qué le dijo Jevasi a Hootmenlati cuando se encontraron en el mundo inferior, y los extraños resultados de esa entrevista.

Los antropólogos encontraron algunas similitudes entre estas leyendas y algunas de las terrícolas; de allí surgieron varias teorías interesantes. También les interesaron las grandes estatuas de esteatita que se alzaban en la isla mayor de Nueva Tahití, obras misteriosas y fantasmales, inolvidables para quienes las veían; eran, sin duda, manifestaciones de una raza preneotahitiana, de la cual nunca se encontró rastro alguno.

Pero el más fascinante de todos los problemas que los científicos debían afrontar era el de los mismos neotahitianos. Esos salvajes felices, risueños y bronceados, más robustos, saludables y atractivos que cualquier otra raza, habían desaparecido con la llegada del hombre blanco. Sólo unos pocos Hutter, de entre los mayores, afirmaban haberlos visto, y sus relatos no eran muy dignos de confianza.

–¿Mi pueblo? –decía Danta, cuando se le interrogaba–. ¡Ah! No pudieron resistir las enfermedades del hombre blanco, ni su civilización mecánica y sus modales duros y represivos. Hoy moran en un sitio más feliz, en el Valhoola, más allá de los cielos. Y algún día me reuniré con ellos.

Los hombres blancos, al oír esto, experimentaban extraños sentimientos de culpa, y redoblaban la gentileza para con Danta, el Ultimo Nativo.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario