Robert Sheckley
Lentamente,
con desgana, Piersen recobró la conciencia. Tendido de espaldas, mantuvo los
ojos bien cerrados, tratando de posponer el inevitable momento del despertar.
Pero junto con la conciencia volvían las sensaciones. El dolor le clavaba
agujas en los ojos; la base del cráneo comenzaba a latirle como un corazón
gigantesco. Sentía fuego en las articulaciones y una profunda náusea le
dominaba el estómago.
No fue ningún consuelo comprender que estaba padeciendo
los efectos de una mayúscula borrachera.
Piersen tenía amplia experiencia en esa clase de resacas.
Las había probado todas: el nerviosismo del alcohol, la depresión del
miniscarillo, los triples dolores nerviosos del skliti. Pero esta vez padecía
una combinación intensificada de todos ellos, y, por si fuera poco, todos los
síntomas del heroinómano privado de su droga.
¿Qué había bebido la noche anterior? ¿Y dónde? Trató de
recordar, pero la noche anterior, como muchas otras de su vida, era un borrón
confuso. Como de costumbre, tendría que reconstruirla poco a poco.
Decidió que era hora de afrontarlo todo como un hombre;
debía abrir los ojos, levantarse y dirigirse valientemente hasta el botiquín.
Una inyección de dicloral en la arteria principal tendría que hacerlo
reaccionar.
Piersen abrió los ojos y empezó a levantarse. Entonces se
dio cuenta de que no estaba en la cama.
Se encontró tendido en medio de hierbas altas; un blanco
cielo resplandecía en lo alto y el aire olía a vegetación podrida.
Gimió y volvió a cerrar los ojos. Era insoportable. La
noche anterior debió haber llegado al punto de ebullición; había quedado frito,
adobado y puesto al asador. Ni siquiera había sabido llegar a su casa. Por lo
visto, se había desmayado en Central Park. Ahora tendría que llamar a un taxi y
tratar de controlarse hasta llegar a su departamento.
Hizo un tremendo esfuerzo: abrió los ojos y se puso de
pie.
Estaba en medio de un prado. Hasta donde podía ver, lo
rodeaban árboles de troncos gigantescos, entrelazados con lianas verdes y púrpuras;
algunas de ellas tenían el grosor de su cuerpo. En torno a los árboles había
una selva impenetrable; helechos, arbustos, orquídeas silvestres amarillas,
enredaderas negras, y muchas plantas imposibles de identificar, de diversas
tonalidades y formas amenazadoras. Y a través de esa espesa jungla le llegaban
los gorjeos y chillidos de animales pequeños, el distante rugido de una bestia
mayor.
–Esto no es Central Park –se dijo Piersen–. Miró en
derredor, protegiendo sus ojos del resplandor de aquel cielo sin sol.
–Ni siquiera creo que sea la Tierra –dijo.
Estaba asombrado y deleitado de su propia calma.
Al fin volvió a sentarse en el pasto para considerar
seriamente la situación en que se hallaba.
Se llamaba Walter Hill Piersen. Tenía treinta y dos años
y residía en la ciudad de Nueva York. Era un votante debidamente acreditado,
gozaba de una posición bastante holgada y de un respetable desempleo. La noche
anterior había dejado su departamento a las siete y cuarto con intenciones de
salir de juerga. Debió haber sido una noche memorable.
“Sí, memorable”, se dijo. En algún momento debió perder
el conocimiento. Pero en vez de irse a la cama, o siquiera a Central Park,
había aparecido en una jungla espesa y olorosa. Más aún: estaba seguro de que
esa selva no pertenecía a la Tierra.
Era un buen resumen de la situación. Miró a su alrededor:
grandes árboles anaranjados, lianas púrpuras y verdes entrelazadas a ellos, una
luz blanca de sol, que se filtraba con crueldad. Por último, también la
realidad se filtró en su cerebro embotado.
Lanzando un grito de horror, escondió la cabeza entre los
brazos y se desvaneció.
Al recobrar la conciencia por segunda vez, la resaca
había pasado casi por completo; sólo le quedaba un gusto desagradable en la
boca y una sensación general de debilidad. Piersen decidió que ya era tiempo de
abandonar la bebida; no podía seguir así: ya tenía alucinaciones, puesto que
veía árboles anaranjados y lianas púrpuras en una jungla extraña.
Una vez que se sintió perfectamente sobrio, abrió los
ojos; estaba en una selva extraña.
–¡Basta! –gritó–. ¿Qué está pasando aquí?
No hubo respuesta inmediata. Después, de entre los
árboles que lo rodeaban surgió un intenso murmullo de vida animal que se fue
desvaneciendo lentamente.
Piersen se puso de pie, tembloroso, y se recostó contra
un árbol. Había reaccionado hasta donde era capaz, dada la situación; ya no le
era posible superar la sorpresa. Por lo visto, estaba en una jungla. Muy bien,
en ese caso, ¿qué estaba haciendo allí?
No se le ocurrió respuesta alguna. Obviamente, la noche
anterior debió haber sucedido algo extraordinario. Pero ¿qué? Penosamente,
trató de reconstruir los sucesos.
Había salido de su apartamento a las siete y cuarto, para
ir a… Se volvió. Algo se acercaba a él, moviéndose con suavidad por entre la
maleza. Piersen aguardó, su corazón golpeaba como un martillo. Aquello se
acercaba con movimientos cautelosos, olfateando y gimiendo débilmente. De
pronto, la maleza se entreabrió y la criatura surgió al terreno abierto.
Era un esbelto animal de color negro-azulado, de unos
tres metros de longitud; tenía la forma de un torpedo o de un tiburón, y
caminaba con cuatro pares de patas gruesas y cortas. Parecía no tener ojos ni
oídos externos, pero una larga antena vibraba sobre la frente deprimida. Abrió
su gran mandíbula, y Piersen distinguió en ella una hilera de dientes
amarillos.
Quejándose suavemente la criatura avanzó en su dirección.
Piersen nunca había visto ni soñado una bestia como ésa, pero no se detuvo a
considerar tal cosa. Volviéndose, penetró en la jungla a toda carrera. Corrió
por entre la maleza durante quince minutos. Luego, ya sin aliento, se vio
obligado a detenerse.
Lejos de él, a su espalda, pudo oír el quejido de la
bestia negro-azulada, que venía tras él.
Piersen se puso en marcha nuevamente, esta vez al paso. A
juzgar por los quejidos de la criatura, no se movía con gran rapidez. Con
caminar, simplemente, podía mantener la distancia. Pero ¿qué sucedería cuando
se detuviera? ¿Qué intenciones tenía la bestia con respecto a él? ¿Sería capaz
de treparse a los árboles?
Resolvió no pensar en eso por el momento. Lo más
importante, la pregunta crucial, era:
–¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué le había sucedido la
noche anterior?
Logró concentrarse. Había salido de su apartamento a las
siete y quince para dar un paseo. A pedido del pueblo, el climatólogo de Nueva
York había proporcionado una agradable noche de niebla con un fértil dejo de
lluvia que, naturalmente, no caería dentro de los límites de la ciudad. La
noche se prestaba para caminar.
Paseó por la Quinta Avenida, mirando vidrieras y tomando
nota de los Días Gratuitos ofrecidos por los negocios. La tienda Baimler
anunciaba que atendería gratuitamente el miércoles, entre las seis y las nueve
de la mañana. Debía tratar de conseguir un pase de su concejal. Aun entonces,
tendría que levantarse temprano y ponerse en la cola preferencial. Pero eso era
mejor que pagar.
Una hora después sintió un poco de hambre. En la vecindad
había varios restaurantes comerciales, pero estaba sin fondos. Por lo tanto,
caminó por la calle 54 hacia el Restaurante Gratuito de Coutray.
Al llegar a la puerta mostró su carnet de votante y su
pase especial, firmado por el tercer secretario asistente de Coutray, y le
permitieron entrar. Pidió sólo un bistec de lomo, acompañado por un vino tinto
suave, puesto que allí no servían nada fuerte. El mozo le trajo el periódico de
la noche. Piersen recorrió las listas de diversiones gratuitas, pero no
encontró nada de su agrado.
Cuando estaba por marcharse, el gerente del restaurante
corrió hacia él.
–Disculpe, señor –dijo–. ¿Encontró todo de su gusto?
–El servicio es lento –observó Piersen–. El bistec se
podía comer, pero no era de primera calidad. Y el vino me pareció pasable.
–Sí, señor. Gracias, señor, y acepte nuestras disculpas –dijo
el gerente, anotando esos comentarios en una pequeña libreta–. Trataremos de
mejorar, señor. Su cena ha sido una cortesía del honorable Blake Coutray,
Comisionado de Aguas Corrientes de Nueva York. El señor Coutray se presentará
como candidato para su reelección el 22 de noviembre. Figura en la fila J-3 del
cuarto oscuro. Solicitamos humildemente su voto, señor.
–Ya veremos –dijo Piersen, y se marchó. Ya en la calle,
tomó una cajetilla de cigarros de los que ofrecía gratuitamente una máquina
instalada por Elmer Baine, un político de Brooklyn, no muy conocido. Volvió a
caminar por la Quinta Avenida, pensando en Blake Coutray.
Como cualquier ciudadano consciente, Piersen otorgaba
gran valor a su voto, y lo hacía objeto de largas meditaciones. Él, como todos
los votantes, estudiaba cuidadosamente las cualidades de cada candidato antes
de cada elección.
Coutray tenía a su favor la subvención de un buen
restaurante durante casi todo un año. Pero ¿qué otra cosa había hecho? ¿Dónde
estaba el centro de diversiones gratuitas que prometiera, y los conciertos de
jazz?
Que los fondos públicos fueran escasos no servía como
excusa. Tal vez, un nuevo funcionario se preocuparía más. O quizá conviniera
otorgar otro período a Coutray. Pero eso no podía decidirse a la ligera, y
aquél no era un momento adecuado para pensar seriamente. La noche se había
hecho para el placer, la intoxicación y la risa.
¿Dónde podía ir esa vez? Ya había visto casi todos los
espectáculos gratuitos. Las competencias deportivas no le interesaban
mayormente. Había también varias fiestas, pero ninguna parecía muy divertida.
En la Casa Abierta del Intendente podría encontrar muchachas disponibles, pero
los apetitos de Piersen iban últimamente en mengua.
Por lo tanto, la mejor manera de escapar al aburrimiento
consistía en una borrachera. ¿Con qué? ¿Miniscarrillos? ¿Algún tóxico por
contacto? ¿Skliti?
–¡Hola, Walt!
Se volvió. Era Billie Benz, quien se dirigía hacia él con
una amplia sonrisa, ya semiborracho.
–¡Hola, Walt! –repitió–. ¿Tienes algún programa para esta
noche?
–Todavía no –respondió Piersen–. ¿Por qué?
–Hoy se inaugura un local nuevo. Muy bien puesto,
reluciente, animado… ¿Quieres probar?
Piersen arrugó el ceño. Benz no le resultaba muy
simpático. Aquel hombre grandote, estentóreo y de cara rojiza era un completo
gandul, un ser humano totalmente inútil. El hecho de que no trabajara no
preocupaba mayormente a Piersen, puesto que muy pocos lo hacían. ¿Para qué
trabajar, si uno podía utilizar el voto? Pero Benz era demasiado perezoso,
hasta para votar. Y eso era inadmisible, en opinión de Piersen. El voto era obligación
primordial de todo ciudadano.
Sin embargo, Benz tenía una increíble habilidad para
descubrir locales nuevos antes que los demás.
Tras una breve vacilación, Piersen preguntó:
–¿Es gratis?
–Más gratuito que la sopa –replicó Benz, siempre vulgar.
–¿De qué se trata?
–Ven conmigo, compañero. Te contaré.
Piersen enjuagó el sudor que le corría por la cara. La
jungla había quedado silenciosa, inmóvil. Ya no se oían los gemidos de la
bestia azul entre la maleza. Tal vez había abandonado la caza.
Las ropas de Piersen estaban reducidas a jirones. Se
quitó la chaqueta y abrió su camisa hasta la cintura. El sol relumbraba, oculto
en algún lugar, detrás de ese cielo mortalmente blanco. Se sentía empapado en
transpiración y sentía la garganta seca. Pronto necesitaría beber agua.
La situación se estaba volviendo peligrosa. Pero Piersen
no quiso pensar en ello. Antes de imaginar algún medio para salir de allí,
tenía que averiguar cómo había llegado a ese sitio.
¿Cuál era ese reluciente local nuevo al que había ido con
Billie Benz?
Se recostó contra un árbol y cerró los ojos. Los
recuerdos volvieron, lentamente. Habían caminado hacia el este por la calle 62,
y después…
La maleza se estremeció ruidosamente. Él levantó
rápidamente la vista. La bestia azulada surgió a la rastra, Sus largas antenas
temblaron, y de inmediato apuntaron hacia él. En ese instante, la criatura se
encogió sobre sí misma y saltó.
Piersen, en una reacción instintiva, se apartó de un
salto. La bestia no logró atraparlo entre las garras extendidas; giró
rápidamente sobre sí y volvió a saltar. Piersen, que había perdido el
equilibrio, no logró esquivarla a tiempo. Levantó los brazos, y aquella especie
de tiburón se estrelló contra él.
El impacto arrojó a Piersen contra un árbol. Se aferró
desesperadamente a la ancha garganta de la bestia, tratando de que no le
alcanzara el rostro con aquellos mordiscos. Intensificó sus esfuerzos, en el
intento de estrangularla, pero no tenía la fuerza necesaria.
La criatura se debatió, arañando el suelo con sus garras,
y los brazos de Piersen comenzaron a ceder. Las mandíbulas se acercaron a dos
centímetros de su cara. Surgió una larga lengua manchada de negro.
A fuerza de asco, Piersen apartó a aquella criatura
gimiente. Antes de que ella pudiera recobrarse, se colgó de dos lianas y se
alzó hasta un árbol. Llevado por el pánico, trepó por el tronco resbaladizo, de
rama en rama. Cuando estuvo a unos nueve metros del suelo, se atrevió a mirar
hacia abajo.
Aquella cosa negro-azulada venía tras él, trepando, como
si los árboles fueran su medio natural.
Piersen continuó, aunque todo el cuerpo le temblaba por
el esfuerzo. El tronco se iba volviendo más delgado, y sólo quedaban unas pocas
ramas a las que pudiera aferrarse. Al llegar a los quince metros de altura, el
árbol entero empezó a balancearse bajo su peso.
La criatura lo seguía, tres metros más abajo. Piersen
gruñó, comprendiendo que no podía seguir trepando. Pero el temor le dio nuevas
fuerzas. Se arrastró hasta la última rama grande, en busca de apoyo seguro, y
recogió ambas piernas. Cuando la bestia estuvo próxima, la golpeó con los dos
pies.
Logró alcanzarla de lleno en el cuerpo. Con un fuerte
ruido, sus garras desprendieron la corteza mientras caía, gritando, golpeándose
contra las ramas, hasta golpear el suelo con un seco estallido.
Se hizo el silencio.
La criatura debía estar muerta. Pero no bajaría a
investigar. No había poder sobre la Tierra (ni en planeta alguno de la galaxia)
capaz de hacerlo bajar de ese árbol. Se quedaría allí mientras no se sintiera
preparado para descender.
Se deslizó un par de metros, hasta ubicarse sobre una
gran horqueta. Allí pudo sostenerse a gusto. Una vez que se hubo acomodado,
comprendió que estaba al borde del colapso. La borrachera de la noche anterior
lo había dejado exhausto.
En esas condiciones, bastaría con el ataque de una
ardilla para terminar con él.
Recostó sus miembros fatigados contra el árbol y cerró
los ojos, para continuar con la reconstrucción de lo ocurrido la noche
anterior.
–Bueno, amigo mío –había dicho Billie Benz–, ven conmigo
y te contaré. Mejor aún, vayamos hacia allá.
Caminaron hacia el este por la calle 62, mientras el azul
intenso del atardecer se oscurecía con la noche. Se encendieron las luces de
Manhattan, aparecieron las estrellas en el horizonte, y una luna en cuarto
creciente centelleó a través de un ligero velo.
–¿A dónde vamos? –preguntó Piersen.
–Ya hemos llegado, compañero –dijo Benz.
Frente a ellos se alzaba un pequeño edificio, muy poco
lujoso. Sobre la puerta, un discreto letrero de bronce decía: NARCÓTICOS.
–Es el nuevo fumadero gratuito –dijo Benz–. Lo habilitó
esta misma noche Thomas Moriarty, el candidato a intendente por los
reformistas. Nadie lo conoce todavía.
–Magnífico –dijo Piersen.
En la ciudad había muchas actividades gratuitas. El único
problema consistía en descubrirlas antes de que la multitud las invadiera, ya
que casi todo el mundo andaba a la busca de nuevos placeres.
Muchos años atrás, la Comisión Central de Eugenética del
Gobierno Mundial Unido había logrado estabilizar en una cifra razonable la
población del mundo. Era la más reducida del último milenio, y los habitantes
gozaban de una esmerada atención. La ecología submarina, el cultivo intensivo y
la utilización total de las tierras proporcionaban alimentos y ropa en
abundancia, o mejor dicho, en súper abundancia. El alojamiento de una población
tan reducida no era problema alguno, gracias a los métodos de construcción
automática y a la gran existencia de materiales. Ni siquiera los artículos de lujo
representaban un lujo.
Era una cultura estática, estable y segura. Aquellas
pocas personas que inventaban las máquinas, quienes las fabricaban y quienes
las mantenían en funcionamiento, recibían generosas retribuciones. Pero la
mayor parte de la gente no se tomaba la molestia de trabajar. No era necesario,
y tampoco había incentivos.
Naturalmente, había hombres ambiciosos que deseaban
riquezas, poder y notoriedad. Ésos se dedicaban a la política. Atraían a los
votantes proporcionándoles alimentos, ropas y diversiones, gracias a los
abundantes fondos públicos. Y los maldecían por veleidosos, puesto que se
volvían hacia cualquier promesa más atractiva. Era una especie de utopía. La
pobreza era cosa olvidada, las guerras habían cesado mucho tiempo atrás, y cada
uno podía gozar de una vida larga y fácil.
Sólo la mera ingratitud humana podía ser la causa del
apabullante porcentaje de suicidas.
Benz lo hizo pasar por una puerta, que se abrió de
inmediato. A través de un corredor, llegaron a un salón grande y
confortablemente amueblado. Tres hombres y una mujer, pájaros tempraneros que
habían sabido de la inauguración, fumaban pálidos cigarrillos verdes,
arrellanados en sus divanes. El aire tenía un olor acre, placenteramente desagradable.
Un empleado se adelantó, para conducirlos hacia un diván
desocupado.
–Pónganse cómodos, caballeros –dijo–. Enciendan un cigarro
y sus problemas se desvanecerán.
Y entregó a cada uno un paquete de cigarros de color
verde claro.
–¿De qué están hechos? –preguntó Piersen.
–Los cigarros narcóticos –les dijo el empleado– son una
mezcla escogida de tabacos turcos y de Virginia, con una cantidad muy
controlada de narcola, una planta tóxica originaria del cinturón ecuatorial de
Venus.
–¿Venus? –preguntó Benz–. No sabía que habíamos llegado a
Venus.
–Hace cuatro años, señor –dijo el empleado–. La
Expedición Yale fue la primera en aterrizar allí, e instaló una base.
–Creo que leí algo al respecto –dijo Piersen–. O lo vi en
un noticiero. Venus. Un planeta rudo y selvático, ¿verdad?
–Bastante rudo –confirmó el empleado.
–Lo imaginaba –dijo Piersen–. Es difícil mantenerse al
tanto de todo. Esa narcola, ¿crea hábito?
–En absoluto, señor –lo tranquilizó el empleado–. La
narcola tiene los efectos que debería causar el alcohol, aunque pocas veces lo
hace: una gran liviandad, sensaciones de bienestar, asimilación gradual y
ausencia de efectos posteriores. Se las ofrecemos como cortesía de Thomas
Moriarty, candidato a intendente por el Partido Reformista. Hilera A-2 en el
cuarto oscuro, caballeros. Solicitamos humildemente sus votos.
Ambos asintieron, en tanto encendían sus cigarros.
Los primeros efectos fueron casi inmediatos. El primer
cigarro dejó a Piersen relajado, incorpóreo, lleno de fuertes presentimientos
de futuros placeres. El segundo acentuó tales efectos y agregó otros. Sus
sentidos se agudizaron extraordinariamente. El mundo le pareció un lugar
delicioso, un lugar lleno de esperanza y maravilla. Y él mismo constituía una
parte necesaria y vital de él.
Benz le dio un codazo en las costillas.
–Muy ameno, ¿verdad?
–Magnífico –dijo Piersen–. Este Moriarty debe ser buen
hombre. El mundo necesita hombres buenos.
–Así es –concordó Benz–. Hacen falta hombres
inteligentes.
–Valientes, arriesgados, de horizontes amplios –continuó
Piersen, enfático–. Hombres como nosotros, querido; capaces de dar forma al
futuro, de…
Se detuvo abruptamente.
–¿Qué te pasa? –preguntó Benz.
Piersen no respondió. Por un efecto común a todos los
bebedores, los efectos del narcótico se habían invertido súbitamente. Tras
sentirse como un dios, acababa de verse como en realidad era, con lucidez de
ebrio.
Era Walter Hill Piersen, de treinta y dos años, soltero,
desocupado, innecesario. A los dieciocho años había aceptado un empleo para
complacer a sus padres. Pero lo dejó una semana más tarde: aquello lo aburría y
no lo dejaba dormir a gusto. Alguna vez había contemplado la posibilidad de
casarse, pero las responsabilidades de mantener esposa e hijos lo apabullaron.
Tenía casi treinta y tres años; era delgado, de músculos flácidos y piel
descolorida. Nunca había hecho nada que tuviera la menor importancia para él o
para los demás. Y jamás lo haría.
–Vamos, hermanito, dile a tu hermano lo que te ocurre –dijo
Benz.
–Quiero hacer cosas grandes –balbuceó Piersen, echando
una fumada al cigarro.
–¿De veras, amigo?
–¡De veras! ¡Quiero ser aventurero!
–¿Y por qué no lo dijiste antes? –exclamó Benz, mientras
se levantaba de un salto, asiendo a Piersen por el brazo–, ¡Yo tengo la
solución! ¡Vamos!
–¿Tú tienes qué?
Piersen trató de apartar a Benz. Sólo quería permanecer
allí sentado, disfrutando de su grandeza. Pero Benz le obligó a levantarse.
–Sé lo que te hace falta, compañero –dijo Benz–.
¡Aventura, entusiasmo! Bueno, yo sé dónde lo puedes conseguir.
Piersen arrugó el ceño, pensativo, mientras se esforzaba
por mantener el equilibrio.
–Aproxímate –dijo a Benz–. Quiero decirte algo al oído.
Benz se inclinó hacia él.
–Quiero aventuras… –susurró Piersen– pero no quiero
sufrir ningún daño, ¿comprendes?
–Comprendo –aseguró Benz–. Tengo exactamente lo que
quieres. ¡Vamos! ¡Nos espera la aventura! ¡Aventura sin peligro!
Y abandonaron a tropezones el fumadero del candidato
reformista, tomados del brazo, aferrando sus cajetillas de cigarros.
Se había levantado brisa y el árbol donde Piersen estaba
trepado se mecía a su impulso. El viento le recorrió el cuerpo húmedo y
caliente, hasta hacerlo estremecer. Le castañetearon los dientes; el brazo
empezaba a dolerle, a fuerza de asirse a la pulida rama. La garganta, seca,
parecía llena de fina y cálida arena.
La sed era más de lo que podía soportar. Habría sido
capaz de enfrentarse con diez criaturas negro-azuladas por conseguir un sorbo
de agua.
Archivó los difusos recuerdos de la noche anterior, y
comenzó a bajar del árbol. Por mucho que deseara comprender lo que había
ocurrido, era más importante el agua.
La criatura negro-azulada yacía inmóvil al pie del árbol,
con la columna quebrada. Pasó junto a ella y avanzó por la selva.
Caminó durante horas, días tal vez; perdió toda noción
del tiempo bajo aquel cielo blanco, deslumbrante, inalterable. Los espinos le
desgarraban las ropas, las aves lanzaban gritos de alarma a su paso. Lo
ignoraba todo, vidriosos los ojos, flácidas las piernas. Caía, se levantaba y
seguía caminando; volvía a caer, una y otra vez. Como un robot, continuó hasta
tropezar con un arroyuelo turbio de barro.
Sin pensar siquiera en las peligrosas bacterias que podía
contener, Piersen se echó de bruces para beber.
Descansó un rato, mientras examinaba los alrededores. La
selva lo rodeaba por doquier, brillante, densa y extraña. El cielo seguía
deslumbrante en su blancura, sin cambiar de tono. Y entre la maleza gorjeaba y
chillaba la vida invisible y diminuta.
Era un sitio muy solitario y peligroso. Piersen habría
querido salir de allí.
Pero ¿cómo hacerlo? ¿Dónde estaban las ciudades, y la
gente? Y ¿cómo podría encontrarlas en esa vastedad sin caminos? Además, ¿qué
estaba haciendo allí?
Se frotó la mejilla barbuda y trató de recordar. La noche
anterior parecía estar a millones de años de distancia, en una vida totalmente
distinta. Nueva York era como una ciudad entrevista en un sueño. Para él, la
única realidad era esa jungla, y el hambre que le retorcía el vientre, y aquel
extraño zumbido que acababa de comenzar.
Miró a su alrededor, tratando de localizar su origen.
Parecía provenir de cualquier parte, de la nada, de todos lados. Piersen, con
los puños apretados, vigiló hasta que le dolieron los ojos, pero la nueva
amenaza no estaba a la vista.
De pronto, un arbusto de color verde brillante se movió
muy cerca de él. Piersen se apartó de un salto, con un estremecimiento
incontenible. El arbusto se sacudía por entero, y eran sus finas hojas
ganchudas las que producían aquel zumbido.
Y entonces…
El arbusto lo miró.
No tenía ojos. Pero Piersen pudo sentir que la planta
cobraba conciencia de él, que se concentraba en su persona y tomaba una
decisión. El zumbido subió de volumen. Las ramas del arbusto se tendieron hacia
él, tocaron la tierra, echaron raíces, desplegaron zarcillos buscadores que, a
su vez, se arraigaron y echaron rápidamente nuevos zarcillos.
La planta iba creciendo hacia él, y se movía a paso de
hombre.
Piersen miró fijamente las hojas agudas y relucientes que
se tendían hacia él. Era increíble, pero debía creerlo.
Y en ese momento recordó el resto de lo ocurrido la noche
anterior.
–Aquí estamos, compañero –dijo Benz, a las puertas de un edificio muy
iluminado.
Arrastró a Piersen dentro del ascensor, y subieron hasta
el piso 23; allí había una sala de recepción, amplia y brillante.
En una pared, un discreto cartel rezaba: Aventuras
Ilimitadas.
–Oí hablar de este sitio –dijo Piersen, dando una intensa
fumada a su cigarro–. Pero dicen que es caro.
–No te preocupes por eso –le dijo Benz, La recepcionista,
una rubia, anotó sus nombres y los condujo hasta la oficina privada del doctor
Srinagar Jones, Asesor de Actividades.
–Buenas noches, señores –dijo Jones.
Era frágil y delgado y usaba gruesos anteojos. Piersen
contuvo a duras penas una risita burlona. ¿Eso era un asesor de actividades?
Pero Jones preguntó, amablemente:
–¿Entiendo que desean aventura?
–Es él quien quiere aventura –dijo Benz–. Yo soy un
amigo, nada más.
–Por supuesto.
Jones se volvió hacia Piersen.
–En ese caso, señor, ¿en qué clase de aventura ha
pensado?
–Aventura al aire libre –replicó Piersen, levemente
gangoso, pero decidido.
–Tenemos exactamente lo que usted desea –respondió Jones–.
Por lo común hay que pagar una tarifa, pero esta noche las aventuras son
gratuitas, por cortesía del presidente Main. Hilera C-l en el cuarto oscuro.
Por aquí, señor.
–Espere. No quiero que me maten, ¿entiende? ¿No habrá
peligro?
–De ningún modo. En estos tiempos no se autorizan las
aventuras que no sean inocuas. Le explicaré cómo funciona esto. Usted se relaja
cómodamente en una cama, en nuestro cuarto de Exploradores, y se le aplica una
inyección indolora. Eso produce la pérdida inmediata de la conciencia. Entonces
provocamos la aventura en su mente, por medio de una equilibrada aplicación de
estímulos auditivos, táctiles y de otra índole.
–¿Como si fuera un sueño? –preguntó Piersen.
–Es la mejor comparación. Pero esta aventura soñada es
completamente realista en cuanto a su contenido. Sus dolores, sus emociones,
son verdaderos. No hay forma de distinguirlos de los reales. Pero es un sueño,
y por lo. tanto no se corre ningún riesgo.
–¿Y qué ocurre si muero en la aventura?
–Equivale a soñar que lo matan. Se despierta, eso es
todo. Pero mientras dura ese sueño ultrarrealista y colorido, usted goza de
libre albedrío y de poder consciente sobre sus movimientos imaginarios.
–Y mientras estoy viviendo la aventura, ¿tengo conciencia
de todo eso?
–Así es, usted sabe perfectamente que se trata de un
sueño.
–¡En ese caso, vamos! –exclamó Piersen–. ¡Venga ese
sueño!
El arbusto verde avanzaba lentamente hacia él. Piersen
estalló en una carcajada. ¡Un sueño! Naturalmente, todo era un sueño. Nada
podía hacerle daño. Ese arbusto amenazante no era sino un producto de su
imaginación, y también lo era aquel animal negro-azulado. No habría muerto
aunque el animal hubiera logrado aferrarlo por la garganta. Habría despertado,
simplemente, en el cuarto de Exploradores de Aventuras Ilimitadas.
Ahora todo eso parecía ridículo. ¿Cómo no lo había notado
antes? Aquella cosa negra era obviamente una creación del sueño. Y ese arbusto
verde resultaba absurdo. Todo era bastante tonto e increíble, si uno lo pensaba
un poco.
–Muy bien –dijo Piersen, en voz alta–; ya pueden despertarme.
Pero nada ocurrió. Recordó entonces que no era posible
despertar a voluntad. Eso invalidaría la sensación de aventura, anulando los
efectos terapéuticos que el terror y el entusiasmo ejercían sobre el sistema
nervioso quebrantado. La única forma de abandonar la aventura consistía en
sortear todos los obstáculos. O en perecer.
El arbusto estaba ya muy cerca de su pie. Piersen lo
contempló, maravillado por su aspecto natural. Una de las hojas ganchudas se
clavó en el cuero de su zapato. Piersen sonrió con orgullo: estaba dominando
bien el temor y la repulsión. Sólo debía recordar que aquello no podía hacerle
daño.
Pero ¿cómo era posible vivir una aventura realista cuando
uno sabía perfectamente que no era real? Sin duda, Aventuras Ilimitadas habría
tomado en cuenta ese aspecto.
Y entonces recordó las últimas advertencias de Jones.
Estaba acostado en la camilla blanca, y Jones se
inclinaba sobre él, con la aguja hipodérmica preparada.
–Oiga, amigo –preguntó Piersen–, ¿qué clase de aventura
puede ser ésta, si yo sé que no es real?
–Ya hemos resuelto ese aspecto –dijo Jones–. Verá,
algunos de nuestros clientes viven aventuras auténticas.
–¿Eh?
–Aventuras auténticas, verdaderas, físicas. Entre muchos
clientes, uno recibe la inyección que lo duerme, pero no se le proporcionan
otros estímulos. Se le ubica en una nave espacial, y se le lleva a Venus. Allí
despierta, y vive en la realidad todo aquello que los otros experimentan en la
fantasía. Si vence todos los peligros, sobrevive.
–¿Y si no?
Jones se encogió de hombros; esperaba, paciente, con la
aguja preparada.
–¡Es inhumano!
–No estamos de acuerdo. Debe considerar, señor Piersen,
que la vida actual requiere aventuras. El peligro es necesario para compensar
cierto debilitamiento de la fibra humana, causado por estos tiempos tranquilos.
Estas aventuras fantásticas ofrecen el peligro en su forma más inocua y
agradable. Pero perderían toda eficacia si el sujeto no las tomara en serio. El
aventurero debe tener la posibilidad, aunque sea muy remota, de que su lucha
por la vida sea auténtica.
–Pero el que va realmente a Venus…
–Es un porcentaje insignificante –le aseguró Jones–. No
llega a uno cada diez mil. Es sólo para afianzar la sensación de peligro en los
demás.
–Pero ¿es legal? –insistió Piersen.
–Completamente. En porcentajes totales, el riesgo resulta
mucho mayor si se toma miniscarrillo o si se fuman narcóticos.
–Bueno –dijo Piersen–, me parece que no quiero… La aguja
hipodérmica le mordió súbitamente en el brazo.
–Todo saldrá bien –dijo Jones, tranquilizador–. Relájese,
señor Piersen.
Ése era el último recuerdo, antes de despertar en la
selva.
En ese momento, el arbusto verde había llegado a su
tobillo. Una hoja ganchuda y esbelta se deslizó muy lenta, muy suavemente, en
su carne. Piersen, sintió apenas un leve cosquilleo. Un momento después, la
hoja había tomado un color rojo opaco.
“Una planta que se alimenta de sangre”, pensó Piersen,
medio divertido.
De pronto se sintió harto de todo aquello. Había sido una
ocurrencia de borrachos. Ya era bastante. Quería salir de eso, y de inmediato.
El arbusto se aproximó más, y le clavó otras dos hojas en
la pierna. La planta entera comenzó a tomar un tono pardo rojizo.
Piersen quería regresar a Nueva York, a las fiestas, a
las comidas y a las diversiones gratuitas; quería dormir a gusto. Si destruía
esa amenaza, surgiría otra. Y aquello podía seguir así semanas enteras.
El método más directo era dejar que el arbusto lo matara.
Y entonces podría despertar.
Las fuerzas comenzaban a abandonarlo. Se sentó, notando
que varios arbustos más comenzaban a crecer hacia él, atraídos por el olor de
la sangre.
–Esto no puede ser real –dijo, en voz alta–. ¿Dónde se ha
visto una planta que sorba la sangre, ni siquiera en Venus?
En el cielo, a gran altura, grandes pájaros de alas
negras planeaban pacientemente, esperando que les llegara el turno de caer
sobre el cadáver.
¿Podía ser real todo eso?
Recordó que las probabilidades de que fuera un sueño eran
diez mil contra una. Sólo un sueño. Un sueño vívido y realista. Pero un sueño,
de cualquier manera.
Y sin embargo, si fuera real…
Empezaba a sentirse débil y mareado por la pérdida de
sangre. “Quiero volver a casa”, pensó. “Para eso tengo que morir. Las
posibilidades de morir realmente son tan pequeñas, tan infinitesimales…”
Súbitamente comprendió la verdad. En una época como ésa, nadie arriesgaría la
vida de un votante. ¡Aventuras Ilimitadas no podía poner a un hombre en
peligro! Jones había dicho aquello sólo para acentuar la sensación de realidad y
de aventura. Ésa debía ser la verdad.
Se recostó hacia atrás, cerró los ojos y se preparó a
morir.
Mientras moría, viejos sueños, temores y esperanzas se
agitaron en él. Recordó su único empleo, y la mezcla de placer y de pena con
que presentó su renuncia. Pensó en sus padres, tozudos, trabajadores, reacios a
aceptar los dones de la civilización sin hacer nada por merecerlo, como ellos
decían. Meditó más profundamente que nunca, y estableció contacto con un
Piersen cuya existencia no sospechara hasta entonces.
El otro Piersen era una criatura sin complicaciones. Sólo
quería vivir. Estaba decidido a ello. Se negaba a morir por ninguna
circunstancia, aunque se tratara de una muerte imaginaria.
Los dos Piersen, impulsado uno por el orgullo y el otro
por el deseo de sobrevivencia, libraron una breve batalla, en tanto las fuerzas
los iban abandonando. Por último resolvieron el conflicto en términos
mutuamente satisfactorios.
–Ese maldito Jones cree que voy a morir –dijo Piersen–.
Que me dejaré morir para despertar. ¡No voy a darle el gusto, maldita sea!
Era la única manera de aceptar su propio deseo de vivir.
Aterradoramente débil, se levantó como pudo y trató de
liberarse de aquella planta sanguinaria. Pero ésta no quería soltar a su presa.
Con un grito de cólera, Piersen se agachó y tironeó de ella con todas sus
fuerzas. Al liberarse, los ganchos le fustigaron las piernas; otros ganchos se
hincaron en su brazo derecho.
Pero tenía las piernas libres. Apartó a patadas otras dos
plantas y avanzó tambaleándose hacia la selva, con el arbusto prendido al
brazo.
A tropezones se alejó de las otras plantas. Y después
intentó liberarse de la última.
El arbusto le sujetaba ambos brazos, aprisionándolo.
Piersen sollozó de dolor y de cólera; levantó los brazos y los golpeo contra el
tronco de un árbol.
Los garfios cedieron. Volvió a golpear los brazos contra
el árbol, cerrando los ojos ante el dolor. Una y otra vez, hasta que el arbusto
lo soltó.
Piersen volvió a caminar.
Pero había demorado mucho la batalla por su vida. Perdía
sangre por cien heridas, y el olor era como una campana de alarma a través de
la selva. Algo negro y veloz descendió desde lo alto. Piersen se arrojó al
suelo, y aquello pasó sobre él con un batir de alas poderosas, entre coléricos
chillidos.
Se levantó, y trató de encontrar protección en un
matorral de plantas espinosas. Un ave grande, de pecho carmesí y alas negras,
volvió a bajar en picada.
Esta vez las garras afiladas se le clavaron en el hombro,
arrojándolo al suelo. El pájaro aterrizó sobre su pecho, con un furioso batir
de alas. Le tiró un picotazo a los ojos, falló, lo intentó nuevamente.
Piersen empezó a golpearlo. Su puño alcanzó al pájaro de
lleno en la garganta, volteándolo.
Se arrastró sobre manos y rodillas bajo el matorral. El
pájaro voló en círculos, gritando, en busca de un hueco por donde entrar.
Piersen se adentró en la mata, hasta sentirse más a salvo.
Y en ese momento escuchó a su lado un suave gemido.
Había esperado demasiado. Estaba condenado a muerte, y la
selva jamás lo dejaría marchar. Junto a él, una criatura larga, de color negro
azulado y con forma de tiburón, algo más pequeña que el primer ejemplar, se
arrastraba rápidamente hacia él a través de la mata espinosa.
Piersen se puso de pie, atrapado entre la muerte que
chillaba en el aire y la muerte quejosa pegada a la tierra. Gritó su enojo, su
temor, su desafío. Y, sin vacilar, se lanzó hacia la bestia negro-azulada. Las
grandes mandíbulas lanzaron mordiscos a diestra y siniestra. Piersen permaneció
inmóvil. Con un postrer vestigio de conciencia, vio que las fauces se abrían
para el golpe mortal.
“¿Será cierto?”, se preguntó Piersen, súbitamente
aterrorizado.
Y se desmayó.
Al recobrar la conciencia se encontró acostado sobre un
catre blanco, en un cuarto blanco también, suavemente iluminado. Poco a poco,
sus ideas fueron tomando más claridad, hasta que recordó… su muerte.
“¡Qué aventura!”, pensó. “Tengo que contársela a los
muchachos. Pero antes necesito una copa. Diez copas, tal vez, y un poco de
diversión”.
Volvió la cabeza. Una muchacha vestida de blanco estaba
sentada junto a la cama; se levantó en seguida y le preguntó, inclinándose
sobre él:
–¿Cómo se siente, señor Piersen?
–Muy bien –dijo Piersen–. ¿Dónde está Jones?
–¿Jones?
–Srinagar Jones. El que dirige todo esto.
–Debe estar equivocado, señor –respondió la muchacha–.
Nuestra colonia está bajo las órdenes del doctor Baintree.
–¿Su qué? –gritó Piersen.
En ese momento, un hombre entró en la habitación,
diciendo:
–Puede retirarse, enfermera.
Y agregó, volviéndose hacía Piersen:
–Bienvenido a Venus, señor Piersen. Soy el doctor
Baintree, director del Campamento 5.
Piersen contempló, incrédulo, a aquel hombre alto y
barbudo. Trató de levantarse de la cama, y el doctor tuvo que sostenerlo para
que no cayera. Entonces notó, con sorpresa, que tenía casi todo el cuerpo
envuelto en vendajes.
–Entonces, ¿fue real? –preguntó.
Baintree lo ayudó a llegar hasta la ventana. Desde allí,
Piersen pudo ver un terreno despejado, alambrados, y el distante borde de la
selva.
–¡Uno entre diez mil! –dijo Piersen, amargamente–. ¡Y me
tuvo que tocar a mí! ¡Pude haber muerto!
–Estuvo a punto de morir –dijo Baintree–. Pero no fue por
simple cuestión de estadísticas que vino aquí.
–¿Qué significa eso?
–Permítame explicarle, señor Piersen. En la Tierra, la
vida es fácil. Los problemas de la existencia humana están resueltos… pero
mucho me temo que sea en detrimento de la raza. La Tierra se ha estancado. La
tasa de nacimientos sigue bajando, y en cambio sube la de suicidios. Se abren
nuevas fronteras en el espacio, pero casi nadie tiene interés en ir allí. Sin
embargo, las fronteras necesitan habitantes para que la raza sobreviva.
–He escuchado discursos como ése en los noticieros, en
los tridimensionales y en los periódicos.
–Por lo visto, no causaron efecto en usted.
–No creo en todo eso.
–Es cierto –le aseguró Baintree–, aunque usted no lo
crea.
–Usted es un fanático –dijo Piersen–. No pienso discutir.
Supongamos que es cierto. ¿Qué papel juego yo en todo esto?
–Necesitamos colaboradores… desesperadamente –dijo
Baintree–. Hemos ofrecido todas las ventajas, hemos probado todos los métodos
posibles para reclutar gente. Pero nadie quiere dejar la Tierra.
–Es lógico. ¿Y bien?
–Éste es el único método que da resultados. Fuimos
nosotros quienes organizamos Aventuras Ilimitadas. Los posibles candidatos son
traídos aquí, y abandonados en la jungla para ver cómo se desenvuelven. Es una
prueba excelente, tanto para los individuos como para nosotros.
–¿Qué habría ocurrido –preguntó Piersen– si yo no hubiera
luchado contra los arbustos?
Baintree se encogió de hombros.
–Y por eso me reclutaron –dijo Piersen–. Me hicieron correr
una carrera de obstáculos, y gracias a que me porté como todo un hombrecito, me
salvaron en el último instante. Ahora esperan que yo me sienta halagado porque
me escogieron, ¿eh? Yo debería reconocer, de pronto, que soy un hombre rudo,
valiente, hecho para vivir al aire libre. Se supone que debo sentirme lleno de
coraje y con ganas de ser pionero.
Baintree lo miró fijamente, sin responder.
–¿Se supone que voy a inscribirme como pionero? Baintree,
yo no soy ningún idiota. Francamente, ¿a usted le parece que yo puedo abandonar
una existencia tan agradable, allá en la Tierra, para venir a hacer de granjero
en Venus? Váyase al demonio, Baintree, usted y su programa de redención.
–Comprendo muy bien su punto de vista –respondió Baintree–.
Nuestros métodos son algo arbitrarios, pero la situación lo exige. Cuando se
sienta más tranquilo…
–¡Estoy perfectamente tranquilo! –gritó Piersen–. No me
sermonee más, porque no quiero salvar al mundo. Quiero volver a la Tierra y
divertirme en grande.
–Puede regresar en el vuelo de esta noche –dijo Baintree.
–¿Cómo? ¿Así nomás?
–Así nomás.
–No entiendo –dijo Piersen–. ¿Piensa conquistarme por
medio de la sicología? No le dará resultado: quiero volver a mi casa. No
entiendo cómo es que sus secuestrados se quedan aquí.
–No se quedan –observó Baintree.
–¿Cómo?
–De vez en cuando, alguno decide quedarse, pero la
mayoría reacciona como usted. Nunca se sienten súbitamente enamorados del
terreno ni deseosos por conquistar un nuevo planeta. Eso es sólo en las
novelas. Quieren volver a sus casas. Pero con mucha frecuencia aceptan
ayudarnos allá en la Tierra.
–¿De qué modo?
–Convirtiéndose en reclutadores. En realidad, es
divertido. Uno come, bebe y se divierte como siempre. Y cuando encuentra un
posible candidato, le habla de las aventuras soñadas que ofrece Aventuras
Ilimitadas. Es lo que Benz hizo con usted.
Piersen quedó atónito.
–¿Benz? ¿Ese inútil es reclutador?
–Sin duda. ¿Acaso pensaba usted que los reclutadores eran
soñadores idealistas? Son personas como usted, Piersen, que disfrutan de los
entretenimientos y gozan estando en todo. Tal vez les guste hacer una buena
acción por la raza, siempre que eso no les cause molestia alguna. Creo que a
usted le agradaría ese trabajo.
–Podría probar por un tiempo –dijo Piersen–. Para
divertirme.
–No pedimos otra cosa.
–Pero ¿cómo se las arreglan para conseguir nuevos
colonos?
–Bueno, eso es muy extraño. Después de algunos años,
muchos de nuestros reclutadores sienten curiosidad por saber qué pasa aquí, y
regresan.
–Bien. Será entretenido trabajar como reclutador un
tiempo. Pero sólo durante un tiempo, mientras tenga ganas de hacerlo.
–Naturalmente –replicó Baintree–. Venga, será mejor que
empaque.
–Y no cuente con que vuelva. Soy un hombre de ciudad. Me
gustan las cosas cómodas, y este asunto de la redención es sólo para los
inquietos.
–Por supuesto. A propósito, usted se desempeñó muy bien
en la selva.
–¿De veras?
Baintree asintió, con gravedad.
Piersen, ante la ventana, contempló los campos, los
edificios, los alambrados, el borde distante de la selva contra la cual, casi
derrotado, había debido luchar.
–Será mejor que salgamos –dijo Baintree.
–¿Eh? Sí, ya voy.
Se apartó lentamente de la ventana, con un leve dejo de
irritación cuya causa no pudo identificar.
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