Angélica Aguilera
1. El esturión viene
noche a noche. Entra sigiloso, se desliza con cautela entre las peceras del
acuario y me sorprende despierta, siguiendo con la mirada el vaivén multicolor
de los peces que tampoco duermen. Mi vientre de agua me devuelve su imagen a la
mirada, se une a su respiración, lo deja detenerse y empezar de nuevo a entrar
en este cuerpo condenado a flotar eternamente. Tengo los mil nombres que el
esturión me ha puesto, y ninguno es realmente el mío.
2. La manta llegó y su sombra, con ella. Esa
inseparable oscuridad que la rodea, que domina el aire y se come al sol. Ella y
su sombra no lo saben; ignoran que el agua de mi vientre baja y se disfraza de
roca, de nube, de rama; no la han visto, vanidosa, vestirse en ondulantes
formas que suben, todas, otra vez, retrocediendo a ratos para anunciarle al sol
la humedad de mis piernas. La manta no sabe que el esturión llega y bebe, y me
deshago en un murmullo para que él, ya exhausto, se tumbe a mi lado.
3. El esturión ha muerto. Flota inmóvil y una
leve mancha roja le atraviesa el cuerpo. Mira necio hacia un punto fijo, a la
cara de la muerte que lo sorprendió de prono en el agua turbia de la pecera, y
que se quedará en sus ojos vidriosos, indeterminados, para siempre ciegos.
En el espacio también acuoso de mi memoria
recuerdo al esturión. Me visita su sombra cristalina, azul y dorada, su llamado
imperceptible al arrullo del agua, su invitación a una danza de ola y sal. He
visto la muerte asomada en los ojos del esturión. La he visto multiplicarse y
permanecer, como en una fotografía, grabada en el tiempo infinito de la nada.
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