Pío Baroja
Olaberri era un pesimista
jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y aflicción de espíritu. No tenía
fe más que en la cal hidráulica y en el cemento armado. Para él, detrás de toda
satisfacción venía algo negro y doloroso, que eran principalmente las facturas.
–¿Ve
usted esa chica que se ha casado con el carabinero? –me preguntó hace tiempo con
aire de profunda conmiseración.
–Sí.
–¡Qué
infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.
A
Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en pequeño,
las facturas eran como la sombra de Banquo, que aparece en el banquete de la vida.
Si
Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto,
diría que en la vida hay un 75 por ciento de facturas.
–Ya
le he dicho al párroco –me contó una vez–: usted, con un cubo de agua y un hisopo,
ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas,
siempre a vueltas con las facturas.
Olaberri
tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado
cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.
Al
hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo de
artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los
trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a
su charla pintoresca.
Al
relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los detalles
realistas eran tan terribles que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos
de punta.
Salían
a relucir los gusanos blancos y las gurgujas verdes, y al último la gente no sabía
si temblar de asco o echarse a reír.
Él
no tenía repugnancia por nada.
–Los
mejores caracoles que hay comido –solía decir–, los hay cogido en la tumba del difunto
párroco. Nunca los hay comido mejores.
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