Rodrigo Fresán
Borges se está muriendo
todo el tiempo. Borges, muerto, se sigue muriendo. Borges empezó a morirse mucho
antes de que Borges muriera. Borges se moría a través de sus personajes que siempre
se murieron como quería morirse Borges. Rápido. Se me ocurre que, quién sabe, a
la hora de la verdad, todo escritor –como un dios imperfecto y mortal– busca perfeccionarse
en las muertes perfectas e inmortales de sus personajes. Así, un escritor se muere
una vez y de una vez, mientras que los personajes de ese escritor pueden morirse
tantas veces como lectores tengan, y siempre de maneras ligeramente diferentes,
porque hay tantas muertes –y tantas vidas que conducen a esa muerte– como lectores
tiene un personaje. Y los personajes de Borges viven muriéndose.
Dos
La muerte de
Borges fue y sigue siendo una muerte definitivamente argentina. Es decir, fue a
morirse en el extranjero. Y el extranjero, probablemente, sea el lugar más argentino
de todos. Julio Cortázar, que había nacido en un lugar de la Argentina llamado Bruselas
(del mismo modo en que Carlos Gardel había nacido en un lugar de la Argentina llamado
Tolouse) hizo lo mismo: se fue a morir a un lugar de la Argentina llamado Medellín,
en Colombia. El Che Guevara se fue a morir a un lugar de la Argentina conocido como
la selva boliviana. Borges murió en un lugar de la Argentina llamado Ginebra, y
su muerte nunca fue del todo aclarada. Hay biografías que, incluso, apuestan seguras
a una conspiración de su viuda o algo por el estilo. Da igual. Era, es y será lo
mismo: Borges tenía que morirse porque, para entonces, 1986, se parecía más a un
personaje de Borges que al Borges creador de personajes. Borges es también la comprobación
de que las ventajas de ser argentino y ser escritor tiene que ver con la idea de
que se puede ser escritor y argentino en cualquier parte. Porque la Argentina, como
la muerte, funciona en todas partes y en ninguna. La Argentina es un país que nació
muerto –y desde entonces– habita ese mapa-limbo donde van todos los países que mueren
sin haber sido bautizados y donde todo se mezcla y nada se asume. Antimateria o
materia muerta. Parecida a todo y a nada. Única e irrepetible y, por lo tanto, mítica.
La Argentina es de otro de los tantos nombres de Tlön y la identidad nacional de
la Argentina es la psicosis. Borges escribe sobre este síntoma inapelable al principio
de “La muerte y la brújula”: la idea de una Buenos Aires que está en todas partes.
Los viajeros lo saben: llegan, ven y son vencidos por esa multiplicidad de espejos.
Buenos Aires es la ciudad con la mayor concentración de psicoanalistas –y de pacientes
de psicoanalistas– por metro cuadrado. Borges –por único e irrepetible y mítico–
es el más argentino de los escritores europeos o el más europeo de los escritores
argentinos. Otra vez: da igual. No hay diferencia. Ni siquiera importa que Borges
esté muerto porque, se sabe, los verdaderos muertos son aquellos que siguen vivos
en la memoria de los vivos. Y Borges es un muerto verdadero, un muerto vivo.
Tres
Borges muerto
sigue ahí en la memoria de los escritores vivos. De los argentinos (que lo leen
con la temerosa reverencia que se le dedica a un Tutankamón maldito; alguien a quien
–parafraseando al individuo en cuestión– no nos une el amor sino el espanto, será
por eso que lo queremos tanto); y de los no-argentinos que suelen apreciarlo como
una intrigante aberración de la naturaleza y en el ¿mejor? de los casos como a un
generoso y tierno extraterrestre producido por Steven Spielberg. Nada más divertido
para un escritor argentino que leer esas sentidas apreciaciones de Borges a cargo
de escritores no-argentinos. No entienden nada. O entienden lo que quieren. La comprensión
absoluta de Borges como tótem religioso o como cadáver literalmente exquisito implica
la incomprensión absoluta de la Argentina. Pero a la Argentina hay que conocerla
para no comprenderla. De hecho, ser argentino ayuda. Un mínimo ejemplo: sólo a la
Argentina puede ocurrírsele que su escritor más famoso sea ciego.
Cuatro
Borges comprendía
a la Argentina –o a Buenos aires, casi lo mismo a efectos de su obra– como territorio
mortal más que vital. Desde él, vamos, casi hasta el principio. En la edición póstuma
de sus Textos recobrados (1919-1929) ya figuran tres poemas amorfos: dos dedicados
a los cementerios de la Chacarita y la Recoleta. Los que estuvieron en la gran necromacrópolis
del Sur saben que el primero es un camposanto popular donde están enterrados Gardel
y Perón. El segundo es un barrio de mausoleos cinco estrellas desbordando cadáveres
exquisitos e improbables de doble apellido y flanqueado –que alguien me explique
esto– por los mejores restaurantes de la ciudad. No es paradójico que Evita embalsamada
esté enterrada allí bajo una lápida de acero blindado. Evita es la muerta más argentina
de todas. Y la más extranjera. Su cuerpo viajó por todo el mundo para convertirse
primero en ópera rock y después en una película mala con Madonna de protagonista.
Se llama “El simulacro”. En él Borges narra a un Perón itinerante exponiendo un
cadáver de muñeca rubia y habla de “una crasa mitología” y advierte que “la historia
es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores
y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal”.
No está de más decir que esos poemas un tanto morbosos son primerizos y bastante
malos y que mueren jóvenes y que serían seguidos por otros mucho mejores y acaso
inmortales. Versos sueltos de Borges a la hora de la muerte: “El muerto no es un
muerto: es la muerte”, o “Quizá del otro lado de la muerte/ sabré si he sido una
palabra o alguien”, o “Sólo pido/ las dos abstractas flechas o el olvido”.
No
pudo ser. Con el tiempo, cosas de la vida, Borges y sus personajes aprendieron a
morirse mucho mejor.
Cinco
Ya lo dije. Los
personajes de Borges se mueren limpia y rápidamente. Casi no se dan cuenta. Se mueren
en una oración y sus muertes –casi siempre en la última línea de la última página
de un cuento– se nos antojan como la maravilla de lo inevitable. Los personajes
de Borges siempre están yendo hacia la muerte (lo mismo que los versos de muchos
de sus poemas; porque Borges probablemente sea uno de los poetas más fúnebres que
jamás vivieron), a diferencia, por ejemplo, de los de Bioy Casares que casi siempre
son muertos que vienen a la vida, muertos que se niegan a aceptar la condición de
muertos y está bien que así sea. Tal vez por eso –esta diferencia clave– Borges
y Bioy eran tan buenos amigos. La Beatriz Viterbo de uno no entraba en conflicto
con la Paulina del otro. Podían salir los cuatro juntos. Y morirse de la risa.
Seis
Los muertos de
Borges. Los muertos en la ficción de Borges. Tuve la suerte de leer a Borges por
primera vez a eso de los doce años. Historia universal de la infamia, libro que
también podría haberse llamado Muertes imaginarias. Lo leí como se lee un libro
de aventuras y –en el inmediato tránsito hacia Ficciones o El informe de Brodie–
no cambió mi apreciación y mi forma de acercamiento. Lo sigo leyendo así y nunca
leí un libro de teoría sobre Borges. Me quedo con sus muertes a secas, tan limpias
y bien matadas. ¿Tiene sentido, por ejemplo, construir toda una tesis académica
comparando la última línea de “La muerte y la brújula” (“Retrocedió unos pasos.
Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.”) con la última línea de “El muerto” (“Suárez,
casi con desdén, hace fuego.”)? ¿O los finales de casi muerte de “El sur” (“Dahlmann
empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”),
“El evangelio según Marcos” (“El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas
para construir la Cruz”) o “There are more things” (“La curiosidad pudo más que
el miedo y no cerré los ojos”)? Puede ser, pero se lo dejo a otro. Reclamo para
mí –no como teoría sino como práctica– el convencimiento de que las muertes de Borges
son, para alguien que empieza a leer muy en serio –porque sólo así podrá mantener
en pie la idea de que algún día querrá escribir más o menos en serio–, uno de los
sitios donde mejor se puede aprender a escribir. Las muertes de Borges –la muerte
en Borges– siempre aparecen dotadas de un ritmo perfecto. Las balas de sus comas,
las puñaladas de sus comas, siempre impactan en el sitio justo. Las muertes en los
cuentos de Borges son, siempre, crímenes perfectos. Las muertes de Borges, paradójicamente,
son las muertes más vívidas que hay. Y que me muera si no es verdad.
Siete
Tal vez por eso,
ahora que lo pienso, Borges siempre prefirió la limpia y súbita velocidad de un
cuento que la lenta agonía de una novela. Los personajes de Borges necesitan morirse
rápido, porque su muerte depende, por lo general, del milagro de secreto de la trama.
Dijo Borges en una entrevista:
Nunca
pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, me
daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin.
(…) La ventaja esencial que le veo es que el cuento puede ser abarcado de un solo
vistazo. En cambio en la novela se nota más lo sucesivo.
Lo
que me lleva a pensar en la novela como “vida”, en el cuento como “muerto” (nada
más fácil que un cadáver a la hora de abarcar con un solo vistazo). Y en que un
muerto es mucho más fácil de ser “resucitado”. Y que –si se lo piensa un poco–,
a la hora de la verdad, en el lecho de muerte probablemente tengamos tiempo de leer
un cuento y no una novela.
Ocho
De ahí también
–nada es del todo casual– que la Argentina, como país muerto, esté constituido como
una vertiginosa sucesión de cuentos y no como una novela. Si se piensa en la historia
argentina como una espasmódica sucesión de narraciones (Los mil y un crepúsculos,
podría llamarse) apenas conectados por un hilo común, entonces la Argentina como
país cobra cierto sentido. Se entiende que “La dictadura militar”, y “La guerra
de las Malvinas” son dos cuestiones diferentes, y que el primer Perón es otro relato
que el segundo Perón y que ese gol de Maradona a los ingleses en el mundial México
86 tiene un protagonista diferente al Maradona expulsado del mundial USA 94. No
es casual –de paso– que las grandes novelas argentinas (pienso en Facundo, en Rayuela,
en Adán Buenosayres, en Mafalda y –si me obligan– en Sobre héroes y tumbas) no respeten
nunca la estructura tradicional del monstruo y se atomicen en varias o miles de
esquirlas. No es casual tampoco que El sueño de los héroes, de Bioy Casares –probablemente
la novela argentina más perfecta en cuanto a trama y estructura– trate, en realidad,
de la historia de una novela intentando recordar desesperadamente el cuento de lo
que le sucedió una noche. La argentina es un excelente libro de cuentos y una pésima
novela del mismo modo en que Borges es un gran cuentista y –por omisión, por suicidio
de la forma– un novelista que nunca existió porque, como la gran novela argentina,
nació muerto.
Nueve
Borges el muerto.
Borges se la pasaba hablando de la muerte y se preocupó muy bien en dejarla por
escrito. No hay entrevista a Borges donde, en principio, no se mencione el final.
Una rápida e incompleta antología de autoepitafios borgeanos exhumados de varias
entrevistas:
“Tengo
la confianza de que no haya otra vida y me gustaría que no la hubiera. Yo quiero
morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto.
Espero morir, olvidarme y ser olvidado”, dice en una con María Esther Vázquez.
“¿Cómo,
usted le tiene miedo a la muerte?”, se escandaliza Borges ante Sábato, quien responde:
“La palabra exacta sería tristeza. Me parece muy triste morir”. A lo que Borges
agrega: “Yo pienso que así como a uno puede entristecerlo no haber visto la guerra
de Troya, no ver más este mundo tampoco puede entristecerlo, ¿no? En Inglaterra
hay una superstición popular que dice que no sabremos que hemos muerto hasta que
comprobemos que el espejo no nos refleja. Yo no veo el espejo”.
Y
en conversación con Jean Milleret:
A
los veintidós años no me creía inmortal. Ahora tengo miedo de no morir; porque,
después de todo, las pruebas de que somos mortales son de carácter estadístico;
entonces, puede ocurrir que con nosotros se inaugure una nueva generación de inmortales.
(…) Pero, al contrario, tengo la esperanza de la muerte. Hace algunos años tuve
miedo a la inmortalidad, todo lo contrario de Unamuno. (…) Una vez, haciendo uso
del Cuestionario Proust, me preguntaron “¿Cómo le gustaría morir?” Yo respondí:
“Inmediatamente”.
Lo
que hace pensar en que yo casi le di el gusto a Borges, lo que me lleva a recordar
el día en que casi mato a Borges.
Diez
Un escritor sirve
para nada más que contar historias y ésta es una historia verdadera, mi cuento literalmente
borgeano, mi relación con Borges y la muerte, con la muerte de Borges, con Borges
el muerto y con el día que casi maté a Borges.
Allá
vamos. Borges había dicho que “cuando era chico siempre quise ser invisible” y yo
–veinte y pico de años– aspiraba a la más piadosa invisibilidad de querer ser escritor.
Yo me llevaba muy mal con mi novia de entonces. Mi novia me decía todo el tiempo
que no podía verme. Es decir, yo era invisible para mi novia. Y nos peleábamos mucho,
demasiado. Y yo era invisible pero no había perdido sustancia física. Y así fue
como se produjo mi verdadero choque con la literatura: un día, mi novia me abofeteó
en la calle y se dio a la fuga. Celebrábamos nuestra pelea número quinientos. Me
abofeteó y salió corriendo y yo salí corriendo detrás de ella. Era necesario alcanzarla
para así poder dar inicio a nuestra pelea número 501. Al doblar una esquina (mi
novia corría rápido, me había sacado una considerable ventaja) me llevé por delante
a un anciano liviano. El hombre voló por los aires aferrado a su bastón y lanzando
grititos entrecortados. Cayó boca arriba y entonces descubrí que el hombre era Borges
y que yo, quizá, había matado a Borges. ¿Fue ese el momento más trascendental de
mi vida hasta entonces? Quién sabe si ese choque con la gran literatura no sería
el desencadenador de otras historias o el fukuyamesco fin de mi historia como escritor
porque qué sentido tenía ya escribir algo si yo iba a pasar a la historia como aquel
que mató a Borges. Por suerte para mí, Borges estaba vivo.
Vi
a Borges, boca arriba, el bastón cruzado sobre el pecho, abriendo y cerrando la
boca como uno de esos canarios que se ponen en las tripas de una mina de carbón
para detectar la falta de oxígeno. Justicia poética, pienso ahora, la trama que
había unido a dos hombres invisibles que las arreglaron para encontrarse y, al no
verse, chocaron. Ese fue mi gran choque con la literatura. Volví a ver a Borges
después de otra pelea con mi novia de entonces. La número 847, creo. Decir que vivíamos
juntos sería una muestra de optimismo descarado. Lo nuestro ya era más una novela
que un buen cuento y yo no sabía cómo hacer para “retroceder unos pasos. Después,
muy cuidadosamente, con desdén, hacer fuego”. No se me ocurría un final preciso,
una muerte buena para esa relación. Como dije, acababa de pelearme y bajé a comprar
el periódico y ahí estaba, otra vez, Borges. Una foto en la primera plana de todas
partes. “Murió Borges”, proclamaba el titular en contundentes mayúsculas y entonces
supe que se trataba de una señal, de un guiño de ojo ciego. Ahora o nunca, me dije.
Doblé el periódico y lo encajé debajo de mi brazo izquierdo y seguí de largo, no
volví nunca o casi nunca. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.
Faltaba mucho para que conociera a la mujer de mi vida, pero bien podía matar el
tiempo escribiendo, pensé y decidí entonces, más vivo que nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario