lunes, 19 de febrero de 2024

La cabra en dos patas

Francisco Rojas González

 

En un recodo de la vereda, donde el aire se hace remolino, Juá Shotá, el otomí, echó raíces. Entre el peñascal, donde el sol se astilla, el vagabundo hizo alto. Una roca le brindó sombra a su cuerpo, como el valle le ofreció reposo y deleite a su vista. En torno de él, las cañas de maíz crecían si acaso dos cuartas y se mustiaban enfermas de endebleces. El indio fue testigo impávido de las lágrimas y del sudor vertidos sobre la sementera para apagar la sed de los sembradíos y el hambre de los sembradores.

Pegado a la roca, aclimatado como los árboles peruleros, viviendo como el maguey, sobre la epidermis de un manto calcáreo, Juá Shotá hacía su vida a un ritmo vegetal.

Ofrecía al peregrino una jícara de pulque, en los precisos instantes en que las piernas flaqueaban y la lengua se pegaba al paladar. La gratificación por el servicio era modesta, aunque constante, tanto, que un día del peñasco brotó un techado que era flor del temple, nata del clima. Un techado que se ofrecía todo al caminante, quien nunca soslayaba la satisfacción de permanecer un ratito bajo su sombra.

Cuando al fondo del jacal apareció un armazón de maderos atados con cabos de fibra de lechuguilla y sus huecos cubiertos con botellas de etiquetas polícromas: “limonada”, “ferroquina”, “frambuesa”, o con paquetes de cigarros de tabaco bravo o con latas de galletas endurecidas o con mecapales y ayates –utensilios estos últimos indispensables en el ventorro, cuya clientela de cargadores y buhoneros los reclamaba–, entonces llegó María Petra, obediente al llamado de Juá Shotá, su marido.

Una tarde, de entre los peñascos, como un hongo, surgió la mujer. Venía fatigada; sobre su frente caían madejas negras de pelo; su cuerpo trasudaba la manta que lo cubría; los pies endurecidos se montaban alternativamente uno sobre otro buscando descanso. Doblegada por el peso de la impedimenta envuelta en un ayate, las tetas campaneaban al aire. La viajera no traía las manos vacías; en ellas jugaba un malacate que torcía, torcía siempre un cordel que acariciaba pulgar e índice; hilo de ixtle, que es urdimbre y es trama de la vida india.

Juá Shotá salió a su encuentro y tuvo para ella palabras de bienvenida. Luego preguntó por algo que no veía; ella, haciendo una mueca, se descargó y del bulto extrajo un atado del que brotaban vagidos. A poco Juá Shotá acariciaba a la hija desmedrada y feúcha María Agrícola.

La madre, sin osar mirarlos, sonreía.

La grieta donde se encajaba la vereda se fue ensanchando al paso del atajo de años. La venta de Juá Shotá había crecido y cobrado crédito: caminante que pasaba por aquella vía huraña, caminante que detenía su paso en el tenducho para echar al gaznate un trago de aguardiente o para refrescarse con una tinajilla de pulque. Juá Shotá era ya un hombre gordo, de ademanes y decir desparpajados. Vestía ropa blanquísima y calzaba huaraches de vaqueta. Para estar a la altura de su nueva condición, había traducido su patronímico, ahora la clientela lo conocía por don Juan Nopal. En cambio, María Petra se agostaba en las duras labores de puerta adentro, en lucha eterna con los pétreos cachivaches que formaban el menaje doméstico.

La niña creció entre riscos y abras. Sus carnes cobrizas asomaban por entre los guiñapos que vestía, la cara chata hacía marco a los ojos de cervatilla y su cuerpo elástico combinaba líneas graciosas con rotundeces prietas.

María Agrícola vivía aislada del mundo; don Juan Nopal y María Petra, el uno absorbido por las atenciones del ventorro y la otra entregada a los cuidados del hogar, se olvidaban de la rapaza, quien pasaba todo el día en el campo. Allí corría de peña en peña, mientras llevaba el ganado al abrevadero. Comía tunas y mezquites; reñía con el lobo, espantaba al tigrillo y lapidaba, despreciativa, al pastor su vecino que con sospechosas intenciones trató, más de una vez, de salirle al paso. Cuando la tarde se iba, echaba realada y canturreando una tonadita seguía a su rebaño, para dejarlo seguro en el corral de breñas, no sin antes conjurar a las bestias dañinas con palabras solemnes y misteriosas. Entonces regresaba a casa, consumía una buena ración de tortillas con chile, bebía un jarro de pulque y se echaba sobre el petate, cogida por las garras del sueño.

La clientela de don Juan Nopal iba en aumento. Por la venta desfilaban los caminantes: arrieros de la sierra, mestizos jacarandosos y fanfarrones, que llegaban hasta las puertas del tenducho, mientras afuera se quedaban pujando al peso de la carga de azúcar, de aguardiente o de frutas del semitrópico, las acémilas sudorosas y trasijadas. Aquellos favorecedores charlaban y maldecían a gritos, comían a grandes mordidas y bebían como agua los brebajes alcoholizados. A la hora de pagar se portaban espléndidos.

O los indios que cargaban en propios lomos el producto de una semana entera de trabajo: dos docenas de cacharros de barro cocido, destinados al tianguis más próximo. Ocupaban aquellos tratantes el último rincón del ventorro. Ahí aguardaban, dóciles, la jícara de pulque que bebían silenciosamente. Pagaban el consumo con cobres resbaladizos de tan contados, para irse, presto, con su trotecillo sempiterno.

O los otomíes que, en plan de pagar una manda, caminaban legua tras legua, llevando en andas a una imagen a la que escoltaban diez o doce compadritos, los que, por su cuenta, arrastraban una ristra de críos, en pos del borrico cargado con dos botas de pulque cada vez más ligeras, ante las embestidas de los sedientos. Entonces los cohetes reventaban contra el cielo, las mujeres gimoteaban llenas de piedad y los hombres alternaban alabanzas con canciones muy profanas, acompañadas por una guitarra sexta y un organillo en melódica pugna. Llegados a donde Juan Nopal, se olvidaban del pulque para dar contra el aguardiente. A poco aquello echaba humo; los hombres festejaban a carcajadas la fábula traviesa y la ocurrencia escatológica o se empeñaban en toscos juegos de manos. Las hembras se apretaban unas contra otras y, con la vista vidriada por las lágrimas vertidas, seguían bebiendo con el mismo fervor con que elevaban plegarias y jaculatorias. El santo de las andas yacía maltrecho en medio del recinto.

O la caravana que acompañaba a un cadáver de tres días, encaramado sobre los hombros de los deudos que íbanse turnando periódicamente. A un cadáver que había trepado montañas, atravesado valles, vadeado ríos y oscilado en la negrura de los abismos, con afán de cortar la distancia medianera entre el pueblito perdido en la sierra y la cabecera del municipio donde el “derecho de panteones” constituía el tributo más productivo. Esta multitud doliente llegaba a la casa de Juan Nopal y, después de repetidas libaciones por “la salud del fiel difuntito”, limpiaba la bodega, mientras el féretro, tendido en medio camino, tronaba macabramente.

Con aquella clientela, Juan Nopal hacía su vida. La paz cubría el techo del hogar montero. El horizonte se hacía mezquino, porque se estrellaba en la falda del cerro interpuesto entre los terrenos del otomí y el valle anchuroso.

Cuando aquella pareja instaló su tienda de campaña frente al ventorro de Juan Nopal, éste, sin saber por qué, sintió hacia los recién llegados una gran simpatía. El hombre era de un color blancucho, prominente abdomen y movimientos un poco amanerados. Usaba lentes como aquellos tipos que tanto hacían reír al indio, cuando los miraba retratados en los periódicos que casualmente llegaban a sus manos.

Todas las mañanas, el nuevo vecino salía paso a paso en busca de piedras, que traía después a su tienda. Por las tardes remolía los pedruscos y observaba el polvo cuidadosamente.

Ella era una joven delicada y tímida. Su físico no cuadraba con la indumentaria: pantalones de burda tela que hacían resaltar grotescamente las protuberancias glúteas, para regocijo de Nopal y de su clientela; botas de cuero aceitado y un sombrero de paja que se ataba al cuello con un listón rojo. Sin embargo, cuando el dueño del ventorro observaba las desazones que la vida cerril provocaba a la mujercita, sentía por ella inexplicable compasión.

El hombre parecía más acostumbrado a las molestias de la rusticidad; iba y venía con pasos inalterables. En ocasiones cantaba con voz ronca y potente algo que a Juan Nopal le parecía muy cómico.

Las actividades del extraño tenían intrigado al indígena. Los arrieros serranos le dijeron que, por las botas, los pantalones bombachos y el sombrero de corcho, se podía sacar en claro que el vecino era ingeniero. Desde ese día don Juan Nopal señaló al hombre de la casa de campaña con el nombre de “ingeniero”.

Una tarde, María Agrícola llegó sofocada.

–Eh, viejo –dijo al padre en su lengua–, ése, al que tú llamas ingeniero, me siguió por el monte.

–Querría que le ayudaras a coger esas sus piedrotas que a diario pepena…

–¿Piedrotas? No, si parecía chivo padre… Daban ganas de persogarlo con bozal debajo de un huizache y voltearle en el lomo un cántaro de agua fría…

Los ojos del indio se encapotaron.

El “ingeniero” entró en la venta. Pidió limonada y empezó a beberla lentamente. Habló de muchas cosas. Dijo que era minero, que venía a buscar plata entre el lomerío. Que su esposa lo acompañaba nada más para servirlo… Que era rico y poderoso.

El indio sólo escuchaba: “Puesto que mucho habla, mucho quiere” –rumiaba para sí la sentencia que le enseñaron sus padres–. “Pero el que mucho habla, poco consigue”, agregaba como coletilla de su propia cosecha.

Cuando María Agrícola pasó frente a ellos, el indio notó en el “ingeniero” un sacudimiento y descubrió en sus ojos el brillo inconfundible.

Al otro día, el hombre repitió la visita, sólo que esta vez venía acompañado de su esposa. A don Juan Nopal le cautivó la suavidad de modales de la hembra, igual que la tristeza que había en el fondo de sus ojos verdes. La voz apagada de ella acarició el oído del ventero, al mismo tiempo que las manos largas y transparentes atrapaban su voluntad. Esa tarde la visita del minero fue grata.

Las estancias del “ingeniero” en la tienda menudeaban. Bebía limonada mientras decía cosas raras que el indio apenas si penetraba… Mas, de todas suertes, reía y reía por lo mucho de cómico que encontraba en el palique.

–Bien, don Juan –dijo el minero por fin–, tengo para ti un buen negocio.

–Tu mercé dirás –respondió el otomí.

–¿Está muy caro el ganado por acá? ¿Cuánto, por ejemplo, sale costando una cabrita?

–El ganado en esta tierra no se vende. Los pocos animales que tiene nosotros, los guardamos para cuando nos toque la mayordomía del Santo Nicolás, al que rezamos los de Bojay que es mi tierra, allá, trastumbando el cerro más alto que devisas detrás de las ramas de aquel pirul… O para el día en que vesita el Santo Niño del Puerto. Entonces hacemos matanza y no respetamos ni las cabras de leche, porque viene harta gente.

–Bien, bien, ¿pero si yo te ofrezco diez pesos por una cabrita, tú serías capaz de vendérmela?

–Pos pué que ni así –respondió el indio aparentando pocas ganas de tratar.

–Diez pesotes, hombre; nadie te dará más… Porque lo que yo quiero pagar más bien es un capricho.

Don Juan no respondió; pero hizo una mueca que, de tan equívoca, cualquiera la hubiese tomado por una aceptación.

–Hay entre tu ganado, don Juan, una cabra que me gusta mucho, tanto, que ya ves el pago que por ella te ofrezco.

–Si tu mercé la queres, tienes que pagarme en centavos y quintos de cobre… A nosotros no me gusta el billete.

–En cobres tendrás los diez pesos, hombre desconfiado

–Si ya tu mercé tienes visto el animalito, ve por él al monte.

–Sólo que –dijo el minero con desfachatez– la cabra que yo quiero tiene dos patas.

–Ja, ja, ja –rio el indio estrepitosamente–. Y yo que no quería creer a los arrieros serranos, ora sí estoy cierto; tu mercé estás loco… ¡y bien loco! Chivas con dos patas. ¡Será la mujer del demonche, tú!

–Chiva de dos patas llamo a tu hija… ¿No lo entiendes, imbécil? –preguntó amoscado el forastero.

El indio borró la sonrisa que le había quedado prendida en los labios después de su carcajada y clavó la vista en el minero, tratando de penetrar en el abismo de aquella propuesta.

–Di algo, parpadea siquiera, ídolo –gritó enojado el blanco–. Resuelve de una vez. ¿Me vendes a tu hija? Sí o no.

–¿No te da vergüenza a tu mercé? Es tan feo que yo la venda, como que tú la merques… Ellas se regalan a los hombres de la raza de uno, cuando no tienen compromisos y cuando saben trabajar la yunta.

–Cuando se cobra y se paga bien no hay vergüenza, don Juan –dijo el “ingeniero” suavizando el acento–. La raza no tiene nada que ver… y menos cuando se trata de la raza que ustedes los indios quieren conservar… ¡Bonita casta que no sirve más que para asustar a los niños que van a los museos!

–Pos las chivas de esa clase no ha de ser tan feas, ya que tu mercé te interesas tanto por una.

–Te he dicho que es tan sólo un capricho mío… A lo mejor tú sales ganando un nieto mestizo. Un hijo de blanco que será más inteligente que tú. Un mestizo que valdrá más de diez pesos en cobres.

–No, ese ganado no está a la venta –repuso don Juan con un tonillo que denotaba no haber entendido o no haber querido entender las últimas palabras de su cliente.

–Se necesita ser estúpido para no tratar. En la costa regalan a las indias vírgenes, sólo con la esperanza de que tengan un hijo blanco, porque aquella gente entiende que la mezcla de los hombres es tan útil como una buena cruza en los ganados; pero ustedes los otomíes son tan cerrados, que ni pagándoles acceden a mejorarse.

Ahora en los ojos de don Juan había una chispa. Chispa en la que no reparó en su fogosidad el blanco.

–Bueno, en vista de tu necedad, doblo la oferta. Veinte pesos por ella. ¡Veinte pesos en cobres de a cinco! No, no me la voy a llevar, porque las criadas en la ciudad son inútiles y puercas. Solamente quiero que le digas que se bañe y que la aconsejes para que no sea mala conmigo, que no me arañe ni me tire de patadas… Después te la dejo. No pago más que el silencio, porque a mí no me convendría que nadie se enterara, ¿sabes? –dijo mientras miraba hacia la tienda de campaña, donde la mujer blanca recosía ropa, sentada cerca de la puerta.

–No, tu mercé eres mala gente. Ya te digo que por’ay no l’entro… ¡Y de paso, pos pagas tan pocos fierros!

–Veinticinco pesos en cobres… En cobre, oíste –ofreció terminantemente el comprador.

–Te voy a enseñar a tu mercé a tratar ganados –dijo pachorrudamente el otomí, mientras sacaba una bolsa gruesa del cajón del mostrador–. Aquí hay cien pesos en cobres… Y como yo creo con tu mercé que las cruzas son buenas, quisiera yo también mejorar mi casta. Pero la mía, no la ajena. Cien pesos que te doy por tu mujer. Tráimela, yo no pongo condiciones… Aunque me arañe, me muerda y me patié. Yo no pago el silencio, eso te lo doy de ribete; puede tu mercé contarlo a todo el mundo. Tampoco te pido que la bañes, déjamela así.

Entonces el que permaneció en silencio fue el “ingeniero”.

–Tu mercé te la llevas, a mí aquí en el monte no me sirve… ¡Capaz de que se quebré! Tu mercé cargas con ella; pero eso sí, con la garantía de que pronto tendrás un mestizo bonito y trabajador que te diga papá… Son buenas las cruzas de sangre; pero lo mejor de ellas es que se pueden hacer lo mesmo de macho a hembra que de hembra a macho… ¿O qué opinas tu mercé?

–Pero esto es bestial… Se te ha soltado la lengua, ídolo.

–Resuelve luego –continuó Juan–, porque yo cuando me alboroto luego me da por retozar. Cien pesos en cobres; nenguna te dará más, porque está tan canija, si apenas con su peso levanta la vara de la romana. No merco ni la carne ni el pellejo, sólo te compro a tu mercé el modito de ella… Pero si no te gusta este trato, tengo otro que proponerte… ¡Tú dirás!

La mirada de ambos coincidió entonces en un solo punto. Cuatro ojos se clavaron en un machete que colgaba del mostrador al alcance de la mano del indio.

–¡Cien pesos por un modito, señor ingeniero! –repitió con retintín don Juan. En su boca había una sonrisa que rivalizaba en frialdad con la hoja de acero.

A la mañana siguiente, don Juan Nopal se sorprendió de no encontrar frente a su casa la tienda de campaña del “ingeniero”. Había sido desmontada precipitadamente antes de la media noche. El amanecer había sorprendido a los fugitivos blancos en la cumbre del cerro de “El Jilote”.

María Agrícola, irguiendo el cuerpo fino y flexible, como las armas de los flecheros, dejaba que el aire revolviera el negror de sus trenzas, mientras veía cómo una polvareda se alzaba por allá, cerca de la barranca de “El Cántaro”, punto cercano a la vía del ferrocarril.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario