Eudora Welty
Había estado fuera, bajo la lluvia. Ahora estaba dentro, en la cabaña, delante
de la chimenea, las piernas muy separadas, inclinada, moviendo malhumorada la rubia
cabeza mojada, como un gato que se reprochara no ser más hábil. Hablaba consigo
misma, sólo un leve rumor balbuciente, apenas perceptible en la dispersión de aquella
estancia.
“El aguacero, el aguacero, el aguacero”, ¿era eso lo
que repetía una y otra vez como un sonsonete?
Seguía allí, dando vueltas despacio para secarse, la
cabeza inclinada hacia delante, el cabello rubio pingando y revuelto. Extendió la
falda cuidadosamente para que le diera el calor.
Luego, muy colorada, se acercó a la mesa y cogió un
paquetito. Era una bolsa de café, con la etiqueta “Muestra” en letras rojas, lo
que sacó del envoltorio de periódico mojado. Pero la manejaba con delicadeza.
–Vamos, cómo es posible que lo envolviera en un periódico
–dijo conteniendo el aliento, mirando una mano y luego la otra. Debía de haber sido
siempre solitaria y torpe, a juzgar por cómo la cogían las cosas por sorpresa.
Puso el café en la mesa, justo en el centro. Luego tiró
del periódico arrastrándolo lánguidamente por una esquina a través de la habitación,
lo extendió bien y se dejó caer encima, cuan larga era, junto al fuego. El sonsonete
sobre la lluvia, sus grititos de sorpresa sólo habían sido un preámbulo, un simple
juego con el que se entretenía cuando estaba sola. Ahora se sentía a gusto. Al tenderse
junto al fuego, el cabello empezó a alisársele y desenredársele y a colgarle espalda
abajo como un retal de seda barata.
Cerró los ojos. Su boca adoptó una expresión grave,
un gesto de instintiva astucia. Pese a su calma absoluta y a su complacencia, parecía
que estuviera ocultándose allí, completamente sola. Y cuando el fuego se agitaba
y crepitaba en la chimenea, ella se estremecía y extendía la mano como con impaciencia
o desesperanza.
De pronto cambió de postura e intentó coger el periódico
que tenía debajo. Luego se acuclilló, tocaba el papel impreso como si se tratara
de algo delicadísimo. No se limitaba a mirarlo; lo contemplaba, lo observaba como
si fuera imprevisible, tal como observa una jovencita a un niño de pecho. Aún estaba
mojado en las partes sobre las que había estado echada. Se inclinó nerviosa y estiró
los dobleces y las arrugas con sus dedos sonrosados, pequeños y agrietados; de vez
en cuando fruncía el entrecejo ante el dibujo borroso de algo y las grandes letras
que formaban una palabra al pie. Le temblaban los labios como si mirar y silabear
tan despacio le causara una gran impresión.
De repente se echó a reír.
–¡Ruby Fisher! –susurró.
A sus ojos azules y a sus labios tiernos afloró una
expresión de extrema timidez que se transformó luego en miedo. Miró a su alrededor…
Tenía la impresión de que la espiaban. Se estiró bien el vestido y silabeó una decena
de palabras del periódico.
La breve noticia decía:
“Esta semana la señora Ruby Fisher tuvo la desdicha
de resultar alcanzada en una pierna por un disparo que efectuó su marido”.
Al pasar de una palabra a la siguiente, suspiraba; dejó
la palabra “desdicha” para el final, entonces volvió a ella; luego lo leyó todo
en voz alta, como si estuviera hablando con alguien.
–Soy yo –dijo suavemente, muy seria, con mucho respeto.
El fuego se agitó y su crepitar resonó en la casa, mezclándose
con el repiqueteo de la lluvia en el tejado y el incesante atronar de la tormenta.
–¡Eh, Clyde! –gritó al fin Ruby Fisher levantándose
de un salto–. ¿Dónde estás, Clyde Fisher?
Corrió derecha hacia la puerta y la abrió bruscamente.
Un temblor de frío recorrió su cuerpo envuelto en el calor y fue como si la salpicaran
la ira y el desconcierto. Brilló un relámpago y ella se quedó allí, esperando, casi
como si creyera que él aparecería con el rifle dispuesto en la mano.
No dijo nada más. Dio la espalda a la puerta y la cerró
con la cadera. La ira se esfumó como un remoto destello de júbilo. Rodeando cuidadosamente
la mesa en la que estaba la bolsa de café, empezó a pasear nerviosa por la habitación,
como guiada por una duda inquietante y un misterio indefinible. Había una ventana
junto a la que se detenía de vez en cuando, y esperaba mirando, escrutando la lluvia.
Cuando se paraba, la envolvía una quietud, o una apariencia de quietud, que en realidad
no era quietud en absoluto. Tenía algo dentro que nunca paraba.
Por fin se echó de espaldas en el suelo, sobre el periódico,
y miró el fuego detenidamente. Era como si en la cabaña hubiera un espejo donde
pudiera mirarse más y más mientras se pasaba los dedos por el cabello, y verse y
ver a Clyde acercarse por detrás.
–¿Clyde?
Pero Clyde, su marido, estaba aún en el bosque, claro.
Tenía su destilería clandestina de whisky cubierta con una espesa techumbre de ramas
y hojas y las tormentas como aquella le daban tanto pánico que por nada del mundo
saldría de allí.
Y entonces, casi con asombro, empezó a comprender su
situación: no era propio de Clyde coger un rifle y pegarle un tiro.
Inclinó la cabeza sobre los brazos rosados hacia el
fuego y empezó a hablar y hablar consigo misma. Se puso a divagar. Aunque Clyde
se enterara de lo del tipo del café, el del Pontiac, no creía que le pegara un tiro.
Cuando a Clyde le daba un disgusto, salía a la carretera; siempre pasaba algún coche,
y si tenía matrícula de Tenesí, la de la suerte, lo más probable era que ella pasara
la tarde en el cobertizo de la desmotadora vacía. (En este punto, volvió la cabeza
sobre los brazos y se desperezó cansinamente, como un gato.) Y si Clyde se enteraba,
la abofetearía. Pero la noticia del periódico era absurda. Clyde nunca había disparado
contra ella, ni una vez siquiera. Se había cometido un error.
Saltó del fuego una chispa que estuvo a punto de prender
el periódico. Se sobresaltó y la apagó con la mano. Luego murmuró algo y volvió
a echarse más decididamente sobre las páginas.
Y se quedó allí echada, sintiendo cada vez más calor
y más modorra. Empezó a preguntarse en voz alta cómo sería lo de que Clyde le pegara
un tiro en la pierna… ¿Sería capaz de dispararle directo al corazón si se enfureciera
de verdad?
Y pasó enseguida a imaginarse a sí misma muriéndose.
Estaría echada, en camisón, con una bala en el pecho. Todos comprenderían, al verla
allí tendida con aquella expresión tan seria en la cara, lo extraño y terrible del
caso. Cómo sufriría el corazón a cada latido bajo el camisón nuevo, le dolería muchísimo
más que la piel curtida de la cara cuando Clyde la abofeteaba. Empezó a gemir suavemente,
tal como lloraría por un dolor fortísimo. Las lágrimas formarían un riachuelo sobre
la colcha. Y Clyde estaría allí a su lado, de pie, quieto, con el aspecto de otros
tiempos, el cabello negro alborotado cayéndole sobre los hombros. ¡Era tan guapo
y tan fuerte entonces!
Le diría: “Ruby, yo te lo he hecho”.
Y ella le contestaría, en un susurro: “Es verdad, Clyde,
tú me lo has hecho”.
Y entonces, moriría. Cesaría su vida justo en aquel
momento.
Guardó silencio un instante, echada allí, intentando
componer el rostro en una expresión que la mostrara bella, deseable y muerta.
Clyde tendría que comprarle un vestido para el entierro.
Tendría que cavar una fosa muy profunda detrás de la casa, debajo del cedro, una
tumba. Tendría que hacerle un ataúd de pino y colocarla dentro. Luego la llevaría
hasta la sepultura, la echaría dentro y cubriría el hoyo. Lo haría todo fuera de
sí, gritando y absolutamente trastornado al pensar que jamás podría volver a acariciarla.
Se movió un poco, volvió los ojos hacia la ventana.
La blanca lluvia seguía cayendo firme. Casi no podía respirar pensando lo que era
caer en la tumba, adonde Clyde acudiría; se quedaría inmóvil, con la cabeza baja
y con lágrimas de arrepentimiento.
Un gran relámpago iluminó el cielo. Quedó absorta mirando
hacia la ventana. La agobiaban el calor del fuego y la lástima y la belleza y la
fuerza de su propia muerte. Retumbó el trueno.
Y apareció Clyde, dejando oscuros charquitos por donde
pasaba. Le dio con la culata del rifle, creyendo que estaba dormida.
–¿Qué hay para cenar? –gruñó.
Ella se levantó de un salto y se apartó de él. Luego,
rápida como el rayo, retiró el periódico. El cuarto estaba a oscuras, iluminado
sólo por el fuego. Ruby, que hablaba locuaz desde la sombra enorme de su presencia
pavorosa, encendió una lámpara.
Él seguía allí de pie, como aturdido, aunque afable,
con una expresión de calma y paciencia, quieto. Sacudió las botas, llenas de un
lodo rojizo, y las manos inmensas parecían agobiadas por el agua de lluvia que pasaba
al rifle y goteaba cañón abajo. De pronto, se sentó muy serio en la silla, a la
mesa, sin dar demasiada importancia a la mojadura y al hambre. A su alrededor el
agua goteaba formando charquitos por todas partes.
Ruby empezó a preparar la cena con delicadeza. Andaba
casi de puntillas, descalza, con los pies calientes. Cuando se arrodilló a sacar
las galletas, notó que Clyde la miraba, sonrió e inclinó la cabeza con ternura.
Empezó a mover los brazos de un modo peculiar, misteriosamente dulce y, sin embargo,
brusco y vacilante, de un modo delicado y vulnerable, como si los pechos le causaran
dolor. Hizo muchos viajes innecesarios, en un ir y venir alrededor de Clyde, que
seguía allí sentado en su silencio húmedo, tenedor y cuchillo dispuestos.
–Bueno, ¿dónde has estado, si puede saberse? –refunfuñó
al fin, cuando ella colocó el primer plato en la mesa.
–En ningún sitio concreto.
–Eso no es una respuesta. ¿Has vuelto a parar algún
coche para que te llevara, eh? –dijo casi riendo entre dientes.
Ella le lanzó una mirada rápida, directa a los ojos.
Ni siquiera lo había oído. La embargaba la dicha. Le temblaba la mano al servir
el café. Le cayó un poco en la muñeca.
Y, de pronto, él dio un gran manotazo en la mesa; saltaron
los platos.
–¡Cualquier día voy a arrancarte a golpes ese diablo
que llevas dentro! –dijo.
Ruby lo esquivó maquinalmente. Dejó que comiera. Luego,
cuando cruzó tenedor y cuchillo sobre el plato, le dio el periódico. Y volvió a
mirarlo complacida. La excitaba hasta tocar el periódico con la mano, oír su rumor
silencioso y secreto mientras lo llevaba, el susurro de sorpresa.
–¡Un periódico! –Clyde lo cogió bruscamente, con gesto
despectivo–. ¿De dónde lo has sacado? ¡Desvergonzada!
–Mira, lee esto de aquí –dijo Ruby, con su vocecita
cantarina. Y abrió el periódico que él sujetaba y señaló el párrafo, muy seria.
Clyde empezó a leer de mala gana. Ella contemplaba su
calva mojada, levemente inclinada y ladeada.
Luego él carraspeó y dijo:
–Es una mentira.
–Es lo que dice el periódico de mí –dijo Ruby, muy erguida.
Cogió el plato y le ofreció aquella mirada de gozo.
Él puso su dedazo torcido en el párrafo, dando golpecitos.
–Bien, me gustaría ver dónde pegué el tiro –gritó furioso,
y alzó la vista, con expresión de desconcierto y resolución.
Pero ella retrocedió, sosteniendo aún el plato vacío;
le hizo frente, erguida, rígida, y se miraron.
El instante quedó de pronto henchido del desvalimiento
de ambos. Se sonrojaron lentamente, como si fueran víctimas de una vergüenza doble
y de un doble placer. Era como si Clyde pudiera haber matado de veras a Ruby y como
si Ruby pudiera haber muerto de verdad a sus manos. Trémula y tenue, aquella posibilidad
se alzó tímidamente como un extraño entre los dos, y los obligó a bajar la cabeza.
Luego Clyde avanzó, con las botas chorreantes, y arrojó
el periódico al agónico fuego, donde permaneció intacto un segundo y luego empezó
a arder. Se quedaron quietos los dos, contemplando las llamas. Las llamas iluminaron
todo el cuarto.
–Mira –dijo Clyde de pronto–. ¡Es un periódico de Tenesí!
¿Ves “Tenesí”? No era de ti de quien hablaba.
Se echó a reír para demostrar que él había tenido razón
desde un principio.
–¡Pero decía Ruby Fisher! –gritó Ruby–. ¡Yo me llamo
Ruby Fisher! –insistió con vehemencia.
–¡Bah! ¡Se refería a otra Ruby Fisher… de Tenesí! –gritó
su marido–. Querías tomarme el pelo, ¿eh? ¿De dónde has sacado el periódico? –le
dio un jubiloso azote en el trasero.
Ruby ocultó las manos temblorosas en los pliegues de
la falda. Y estuvo quieta junto a la ventana hasta que todo quedó en silencio, dentro
y fuera, antes de prepararse su cena.
Fuera reinaba la oscuridad, la incertidumbre. Se había
alejado la tormenta; sus rumores llegaban distantes, y eran como un carro que cruzara
un puente.
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