Juan Gerardo Aguilar
Hoy, por fin, decidí hablarle.
Como todas las mañanas, desde hace casi un año, el despertador sonó a la misma hora.
Traté de sincronizarlo con su reloj biológico. Las primeras veces me costó trabajo
dejar la cama para verla; pero poco a poco se convirtió en parte de mi rutina. Hizo
mella en mi corazón pese a que nuestros encuentros no duraban nada. ¿Alguna vez
nos vimos a los ojos? Creo que no. Aunque yo siempre adiviné un azul profundo en
ellos, un azul que quería ocultar su temor a la longevidad. Era suficiente ver el
ímpetu que imprimía a cada zancada para darse cuenta que no deseaba ser vieja, y
eso –más que un genuino interés por su salud– la impulsaba a correr cada día varios
kilómetros.
Podría decirse que ese miedo la llevó hasta mí. De
no ser por él, jamás hubiera pasado frente a mi ventana. Ningún otro acontecimiento
de mi vida logró sacudirme tanto como saber que ella existía. Durante el verano,
cuando las mañanas se iluminan más pronto, salía a verla con el pretexto de tirar
la basura en el contenedor o de recoger el periódico. Y era entonces cuando observaba
su figura al fondo de la calle, pequeña en un principio; pero aumentaba de tamaño
a medida que se acercaba.
Me fascinó su trote, decidido y fino al mismo tiempo,
elegante como una pantera. Y aun así me inspiraba una gran ternura. Su esfuerzo
me parecía tan inútil: correr en dirección contraria a las manecillas del reloj
no tiene sentido, se lo podría haber dicho yo, que siempre cifré mi esperanza en
un cuerpo esbelto, abatido más tarde, contra mi voluntad, por una protuberante barriga
y una calva tan cómica como obscena.
Nunca volteó a verme, ni siquiera de reojo. La entiendo:
los años me han cobrado la factura. Nacer es como una chapuza del destino. Lo supe
desde el día que enterramos a la abuela. Pobre vieja, estoy seguro que con frecuencia
hizo eco en su cabeza la idea de desheredarme –muchas veces me lo dijo–; pero al
final se arrepintió. No era gran cosa: un par de cuentas en el banco y la casa de
huéspedes en la que vivíamos ambos. Un amigo abogado me ayudó con todo lo necesario
para tomar posesión de los bienes, seguido de lo cual, contraté un administrador
para la casa, renuncié a mi trabajo y compré este departamento. Así que podríamos
decir también que la muerte de mi abuela me trajo esa belleza que veo todas las
mañanas.
Aunque lo intenté, jamás obtuve algún indicio que
me permitiera dar con su paradero. No vivía en el vecindario. Según me dijo Epifanio,
el conserje del edificio, ella corría diariamente, sábados y domingos, todo el año;
sólo faltaba algunos días en invierno, cuando las nevadas intensas impedían a la
gente salir de su casa. El muy puerco no dudó en hacerme saber que la observaba
desde hacía más tiempo que yo.
Y sin embargo, algo me hizo pensar que su aparición
en mi vida no era un hecho meramente azaroso. Siempre creí en el destino, con todo
y sus tretas, con los obstáculos y las libaciones que pone. Ya decía yo que el haber
incorporado precisamente esta calle a su cotidiano recorrido no tenía nada de errático.
Muchas noches, al acostarme, estudié la manera de hablarle. Mientras en la televisión
pasaba una telenovela, yo trataba de concentrarme en encontrar un pretexto, si no
perfecto, por lo menos verosímil. En vano la evocaba; no era más que un intento
fútil por construir su personalidad, sus gustos, su nombre. Me rondaron ideas tan
absurdas como seguirla para averiguar dónde vivía. Pero si así hubiera sido, qué
seguiría después: seguramente algo tan risible como escribirle mensajes anónimos
y deslizarlos debajo de su puerta, al más puro estilo del admirador secreto. No
cabe duda que la edad aloja en los hombres los pensamientos más ridículos y las
cursilerías más disparatadas. Una conducta de este tipo es un signo inequívoco de
que los años nos están ganando la partida. A final de cuentas, ella y yo no éramos
tan distintos: le temíamos a lo mismo, sólo que a mí el futuro ya me había dado
alcance.
La juventud se vuelve un doloroso recuerdo sin que
uno se dé cuenta. Por lo regular, lo notas cuando alguien más te lo dice; aunque
en mi caso no fue así: tuve que escucharlo de voz de un par de mozalbetes que hicieron
bromas a mi costa y se mofaron de mi aspecto en los baños de la oficina. Sus comentarios
y la certeza de que había entrado a la tercera edad me impidieron cagar a gusto.
No se dieron cuenta que yo estaba escuchándolos. Abrí la puerta del baño y no les
dije nada. Siempre fui así: nunca reclamaba, bien podían orinarme la cara sin que
yo hiciese algo al respecto. Por fortuna, la muerte de la abuela también me libró
de ellos y me dio la oportunidad de largarme a vivir al otro extremo de la ciudad.
Si bien no trabé amistad con los demás inquilinos
del edificio nunca me hicieron ninguna grosería. Mi relación con ellos era tan cercana
como lo permite un buenosdías o un hastaluego. Platicaba más con el conserje. En
varias ocasiones, cuando llegué en la madrugada, pude respirar el tufo a mariguana
en el cuartucho de la planta baja donde él vivía. Me invitaba a pasar y me ofrecía
una copa de aguardiente. Creo que yo era el único que escuchaba sus interminables
pláticas acerca de mujeres, de fútbol o de sus numerosos hijos; aunque, a decir
verdad, yo no tenía otra cosa mejor que hacer en mi departamento. Fue él mismo quien
me contó que “Epifanio” era un nombre para hombres de verdad, que por eso le habían
puesto así. No le quedaba otra opción que resignarse, los nombres son tan arbitrarios:
yo mismo no sé qué estaba pensando la abuela cuando le ordenó a mi madre que me
llamara Apolonio.
Cierta noche, volvía de la calle cuando Epifanio me
ofreció un trago y comenzó a hablar de ella. Ahí supe que no era yo el único. ¿Por
qué demonios pensé eso? Es que acaso creí que podría voltear a verme un día, que
aceptaría subir conmigo y meterse en mi cama así nada más, porque un vejete barrigón
como yo se lo pedía con palabras dulces. Más ebrio que una cuba, el conserje me
decía que con seguridad era una buscona, que él también había intentado, sin éxito,
seguirla una vez; pero como siempre, ella traía esas cosas puestas en los oídos
y con seguridad ni siquiera reparó en que alguien la venía siguiendo. Quizá por
eso Epifanio la odia, y no creo que pueda superarlo en mucho tiempo.
A pesar de que ya transcurrieron varios días, aún
tengo en mi mente su imagen. Ese día salí más para verla que para recoger el periódico,
la vi detener su marcha y fijar su atención en el jarrón con girasoles que tenía
sobre mi ventana. Nunca como en ese momento anhelé haberme quedado en el departamento.
La oportunidad de verla a los ojos se me había ido de las manos. No hizo nada más
que observar unos segundos los girasoles y reanudar su trote.
No obstante, eso me indicó, por lo menos, que le agradaban
las flores, igual que a mí. De mi abuela heredé el gusto por ellas. Me cautivaron
por la apacible sensación que insuflan, porque hacen buena compañía y viven sólo
lo necesario; a las flores no se les llora cuando mueren, es la ventaja que tienen
sobre otros seres vivos, incluso sobre los seres humanos.
No había comprado un ramo desde que puse uno de alelíes
sobre la tumba de la abuela. Pero desde que percibí que esa mañana ella interrumpió
su trote ante las flores, las seguí comprando todos los días: girasoles, gardenias,
gladiolos, tulipanes. Y las puse diariamente en el mismo sitio con una devoción
enfermiza, para que cuando les echara un vistazo se detuviera un instante. Apenas
sonaba el despertador, tomaba el florero de la mesa, corría a colocarlo en la moldura
de la ventana y me ocultaba en un sitio donde pudiera observarla. Pero después de
algún tiempo eso ya no fue suficiente para mí. Por eso, justo para hoy, resuelto
a abandonar mi patética cobardía, compré una orquídea para abordarla y ponerla en
sus manos.
No tengo por qué negarlo: igual que Epifanio, yo también
he deseado hacerle el amor. Hubo ocasiones en las que la soledad se cernía de más
en el departamento y yo no hacía otra cosa que recordarla. Entonces salía a la calle,
buscaba a la lívida mujer de siempre y la llevaba a cenar a un modesto restaurante
para después terminar tratando de acariciarla, no sin cierta vergüenza, en un sillón
de mi departamento; aunque todo el tiempo evocaba aquel trote, aquel atuendo deportivo
ceñido a su armonioso cuerpo. En mi mente recreaba una situación distinta: creía
que era ella la que caminaba hacia la ventana para aspirar el perfume de las flores.
Prácticamente no dormí: sólo pude pensar en ella y
en lo que iba a decirle cuando me atravesara en su camino. Apenas iba a cerrar los
ojos cuando el sonido de los primeros coches inundó la habitación. Había programado
el despertador para que sonara antes de su puntual paso por la calle, calculé que
me sobrarían algunos minutos para bañarme con tranquilidad y vestirme con lo más
apropiado de mi guardarropa; pero no sonó. Hasta había comprado una caja de cigarros
pensando que sería un buen momento para empezar a fumar; a final de cuentas, los
espacios vacíos entre una y otra actividad estaban llenos de humo de tabaco, aunque
intuí que no me atrevería a hacerlo.
Alcancé mi reloj de bolsillo del buró y comprobé que
estaba con el tiempo en contra. Abandoné la cama y de inmediato me metí a la regadera.
Al tiempo que me duchaba frenéticamente, recordé a la abuela diciendo en alguna
ocasión que las orquídeas eran obscenas y que los hombres con malsanas intenciones
se las regalaban a las jovencitas esperando ser retribuidos con favores de otro
tipo. La abuela sabía muchas historias acerca de las flores.
El minutero me indicó que ya era hora. Me vestí lo
más pronto que pude, bajé las escaleras dando traspiés, asiendo con firmeza el obsequio
para que no cayera, y me apersoné en la acera de enfrente. No tardó mucho en aparecer
al final de la calle, junto con el maldito titubeo y mi temblor de manos. Me vi
tentado a huir; pero discurrí que si no era hoy, no sería nunca. Al verla cada vez
más cerca, decidí aprovechar el momento en que se detuviera a observar las flores
en la ventana para interrumpirla y quizá decirle algo sobre ellas, antes de entregarle
la orquídea. Creí que eso sería suficiente para que este inusual arranque de coraje
se impusiera a mi patética y blanduque voluntad.
No sé cómo, pero en un instante, su figura en movimiento
cruzó ante mis ojos, sin verle siquiera el polvo, y se perdió entre las calles.
No se detuvo. Permanecí ahí un momento, desconcertado, con el estuche transparente
en las manos. Me encaminé luego a la entrada del edificio y mientras subía con pasos
alargados los escalones recordé con amargura que había olvidado el jarrón con flores
sobre la mesa.
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