lunes, 1 de septiembre de 2025

Los manchones

Milia Gayoso Manzur

 

“Uno, dos, tres. ¿Lo mojo o no lo mojo?”. Flaviana apretó contra su pecho el enorme oso de peluche y lo acunó como si fuera un niño. “Se va a deformar y va a quedar peor que ahora”, pensó mientras diluía el jabón en polvo dentro de la pileta. Uno, dos, tres. Al apretar al oso cerraba en ese abrazo un montón de recuerdos atesorados durante años… veinte años, para ser más precisos.

Con un fondo de música de calesita y fiesta patronal, le volvían a la mente imágenes pasadas y queridas. Como tantas veces en su memoria, se volvió a ver vestida con una ropa alegre, llena de guardas y encajes, luciendo su alegría de la mano de Mario. Fue durante la fiesta patronal. Por la mañana habían asistido juntos a la misa y a la procesión, después fueron al parque donde se habían instalado la calesita, los juegos de azar y los vendedores de muñecos de barro y de fantasía.

Había también un puesto de tiro al blanco con hermosos premios para los ganadores. Apenas vio el oso lo quiso para sí y Mario tuvo que gastar todo lo que tenía para alquilar las flechitas con que intentar llegar al centro del arco, hasta que lo consiguió y pudo ganar para ella el oso amarillo con manchones lilas. “Los osos de verdad no son de este color”, le había dicho muerto de risa, pero precisamente por eso le gustaba tanto, porque era un oso diferente a todos los demás.

Cuando acabó su permiso, Mario volvió al trabajo como marinero de un barco, pero prometió volver para las fiestas, y para eso sólo faltaban dos meses. Flaviana guardó con amor su oso y sus ilusiones y se consolaba abrazándolo cuando lo extrañaba demasiado. Cada quince días recibía cartas, y en cada una le enviaba algún pétalo o una flor pequeña. “Una margarita de Puerto Rosario para mi rosa”, decía a veces, o bien “Una flor de camalote para la reina del río”, y Flaviana se sentía una verdadera reina, amada y recordada todo el tiempo.

Un anochecer estaba cosiendo sus zapatillas en el corredor cuando llegó don Ernesto, el papá de Mario. Cuando lo vio se dio cuenta de que algo había ocurrido. Se paró frente a ella y no pudo hablar, la abrazó con fuerza y lloró desconsoladamente. “Se cayó al agua y no lo encuentran”, le dijo, con la voz entrecortada por el llanto, “se cayó al agua y todavía no flotó…”. Creyó que iba a volverse loca del dolor. Se encerró en su pieza durante días, tuvieron que obligarla a comer. Acurrucada en su cama con el oso en los brazos dejaba pasar las horas esperando que alguien viniera a decirle que no fue Mario quien cayó al agua, sino que un bulto cualquiera y que él había aparecido en otro puerto, que no había muerto sino que se demoró recogiendo alguna flor silvestre para ella.

Pero jamás apareció, ni siquiera encontraron el cadáver. Muchos dijeron que la hélice pudo haberlo triturado, entonces los peces…: No volvió a sonreír en muchísimos años. Ya no quiso estudiar, ni comer, ni vivir. Se convirtió en una muñeca de trapo que rondaba las esquinas para releer las cartas en la penumbra y esparcir los pétalos marchitos sobre la cama.

El oso estaba muy sucio. Movió las manos dentro del agua para que el jabón hiciera espuma. Uno, dos tres: introdujo al juguete lentamente y con el peso del agua su volumen aumentó. Lo fregó una y otra vez hasta sacarle toda la tierra acumulada y lo colgó de las orejas en el alambre del patio. Sentada en una silla vio cómo se iba secando de a poquito, y observó con tristeza que las manchas lilas desaparecieron para dar lugar a manchones marrones tan oscuros y tristes como los de su corazón.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

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