Pablo Avelino Galerna
Paquito aceptó ir a la lunada
al enterarse que Paty también vendría. En cambio Paty mostró poco entusiasmo y se
quejó cuando Roxana le comentó que Paquito era otro de los invitados.
–Es que es muy empalagoso, ya me tiene harta.
Roxana estuvo de acuerdo, pero blandió argumentos
de cuatro ruedas sobre lo provechoso del asunto.
–Pasará por nosotras. Además, ni modo de excluirlo,
todos los de la oficina van a ir.
A Paquito no le hubiera molestado saber que fue convidado
por conveniencia o lástima, si de por medio estaba la oportunidad de acercarse a
Paty. Y no es que fuera una mujer de belleza notoria, pero desde hacía tiempo sólo
tenía ojos para ella. En contraparte, Paty parecía no tener ojos para él ni para
nadie; en su mirada, la indiferencia era una reina. Pero a Paquito le gustaba el
desdén cinematográfico que mostraba a quien se le acercara, por eso insistía en
la búsqueda de una relación incierta. Se comparaba con Jorge Negrete en persecución
de una María Félix consumada.
Para cortejarla, Paquito optó por la estrategia melómana.
Periódicamente le regalaba discos compactos de los cantantes que a él le gustaban.
Al cabo de varios meses, Paty tenía las discografías completas de Sabina y Serrat.
Nada más alejado de los dominios musicales de Paty, quien profesaba una abierta
admiración por Luis Miguel.
El atosigamiento discográfico generó la acción contraria
a lo que Paquito esperaba. Ella terminó guardándole prudente distancia y cada fin
se semana tuvo buenos pretextos para evadir sus invitaciones al cine.
–No puedo. Roxana y yo nos inscribimos al programa
Adopta un abuelo –le refirió en una ocasión– y pasaremos el fin de semana
cuidando viejitos en el asilo.
Confundido por ese pretexto, Paquito no se decepcionó,
sino que sintió crecer su admiración. Paty no sólo era guapa, además tenía un corazón
en el que cabía un regimiento de abuelitos huérfanos.
Como habían quedado, Paquito pasó a recoger a Roxana
y Paty en su Chevy azul cobalto recién lavado. En el trayecto hicieron una
escala técnica para comprar cervezas y tequila. Cuando llegaron a la playa, los
demás, sentados alrededor de la fogata como consejo indio, le recriminaron a Paquito
su tardanza y falta de iniciativa por no llevar botanas. Roxana contribuyó a echarle
más tierra:
–Cuando estábamos en el centro comercial yo le dije
que se trajera unos chicharrones, pero no me hizo caso. Así son los hombres de inútiles.
Para Paquito, de las nueve personas que estaban ahí,
Roxana merecía el odio total y una muerte en cámara lenta o, en su defecto, un botellazo
en la cabeza. No se explicaba cómo Paty, tan tierna y frágil, pudiera tener amistad
con ella. Roxana era burlona y de ideas tontas; en la oficina hacía quedar mal a
otros a la menor oportunidad, sobre todo a los hombres, a quienes en su discurso
feminista mal digerido solía catalogarlos de brutos. Paquito toleraba a Roxana sólo
por Paty. Ellas se querían mucho, como hermanas, decían. “Somos como Thelma y Louise,
pero sin coche”, había comentado una vez la buena de Paty.
Paquito se pasó el disgusto con un trago de cerveza
y buscó sentarse a un lado de su admirada, pero Roxana se le adelantó. Tuvo que
contentarse con mirar a Paty desde el otro lado, por entre la cortina amarilla y
azul de la lumbrada. Ya habría un momento para quitarle su lugar a Roxana, misión
equiparable a la de una cirugía para separar hermanas siamesas. El mayor inconveniente
es que siempre estaban juntas, su amistad parecía estar sellada con pegamento Uhu.
La lunada se puso de ambiente cuando se vació una
botella de José Cuervo y tres six de Modelo. Alguien había llevado una guitarra
y las canciones de José Alfredo fueron las primeras en ser mancilladas con los berridos
de Roxana, quien ya para entonces había ganado la apuesta de tomar la mayor cantidad
de tequila de un solo trago. Roxana demostró, en poco tiempo, tener garganta de
cosaco y voz de Lucha Villa.
Paquito fue paciente. En algún momento Paty tenía
que separarse de la amiga incómoda, coyuntura aprovechable para irse a sentar junto
a ella y rozar, siquiera por un instante, esa piel tan soñada. Pero cuando una se
ponía de pie, la otra también lo hacía. Si una anunciaba que iría a orinar, la otra
iba de acompañante.
Fue así que a Paquito sólo le quedó la esperanza de
que Roxana cayera fulminada por una congestión alcohólica. Por eso se mostró solícito
para preparar los tragos. Cuando el vaso de Roxana llegaba a sus manos, le ponía
más tequila de lo autorizado por la norma oficial de la embriaguez. A pesar de la
dedicación de Paquito como barman, Roxana no caía; muy al contrario, su animosidad
era notoria al demandar más y más canciones de José Alfredo.
–Ahora échate la de Gilberto el valiente y su fiel
perro negro –ordenaba, arrastrando la lengua en una actitud ya vulgar.
–¡Ay sí, esa está bien bonita! –la secundaba Paty,
tan linda.
Se supo que ya todos estaban borrachos cuando Enriqueta
vomitó en la camiseta de Manuel, Lucio se soltó a llorar en el hombro de Concha
por la ingratitud de la vida y Ruperto dejó la guitarra para persuadir a Julio de
que no se metiera a nadar, que le iba a dar un calambre. En tanto, Roxana seguía
cantando, ya sin acompañamiento de cuerdas. Paty le hacia los coros.
Paquito esperaba que de un momento a otro la cantante
vernácula cayera de cansancio y se acercó a ellas para hacer el tercio.
–Hay que aventarnos una de Serrat –propuso.
–No, esas son joterías –dijo Roxana
–Yo no me sé ninguna –terció Paty.
–Además, tengo ganas de ir a orinar ¿me acompañas?
–preguntó Roxana a Paty.
Las dos se alejaron. Desaparecieron detrás de las
palmeras. Paquito se quedó sentado frente a la fogata reducida a cenizas. Destapó
una cerveza y miró el circo de tres pistas en que se había convertido aquella lunada.
Enriqueta estaba recostada sobre la arena, Manuel lavaba su camiseta a la orilla
de la playa, Lucio y Concha ya estaban en franco faje y Ruperto forcejeaba con Julio
para impedir que entrara al agua: “que no cabrón, te ahogas”, se le oía gritar.
A pesar de lo gracioso del cuadro, Paquito seguía
sumido en la seriedad y la impaciencia. Paty y Roxana no volvían. De seguro esa
vieja méndiga ya está vomitando el tequila hasta por las narices, pensó. Se dio
cuenta a tiempo del calificativo ordinario conferido a Roxana y corrigió: de seguro
esa méndiga está vomitando hasta por la nariz. Dejó pasar otro par de minutos, esperando
que Paty saliera de entre las palmeras a solicitar ayuda para Roxana. No fue así.
Decidió entonces echar mano de la iniciativa que los
demás le recriminaron carecer al no comprar las botanas. Se encaminó hacia el sitio
donde supuso debía estar Paty, la muy linda, asistiendo a Roxana en su guacareada
de arpía.
Al acercarse alcanzó a ver, entre la penumbra y contra
una palmera, dos sombras que se fundían en abrazo y beso prolongado. Miró la escena
apenas un instante, aunque para él ese lapso fue una eternidad. Sentía golpes de
aire helado en su estómago.
Atribulado, Paquito dio la vuelta y regresó con los
demás, a la fogata, que ya era una especie de arena rojiza. Sin decir nada a nadie,
se quitó la camisa y los tenis. Corrió hacia la reventazón de las olas, tomó una
bocanada de aire y dejó caer su cuerpo al mar.
Paquito sintió que el agua estaba fría, muy fría,
quizá a la misma temperatura de su corazón.
(Tomado
de www.ficticia.com)
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