Isaac Asimov
Pasada la primera punzada de náusea, Jan Prentiss dijo:
–¡Maldita sea…! ¡No eres más que un insecto!
Se trataba de la confirmación de un hecho, no de un insulto.
La cosa que se posaba sobre el escritorio de Prentiss respondió:
–Desde luego.
Tenía unos treinta centímetros de longitud. Muy delgado, parecía
la diminuta caricatura de un ser humano. Sus articulados brazos y piernas nacían
a pares en la parte superior de su cuerpo, las segundas más largas y gruesas que
los primeros, extendiéndose a lo largo del cuerpo y plegándose hacia delante en
la rodilla.
La criatura se apoyaba sobre estas rodillas, y el extremo
de su velloso abdomen asomaba sobre el escritorio de Prentiss.
Este tuvo tiempo sobrado para reparar en todos los detalles,
pues el objeto no ponía objeción alguna al examen. Al contrario, se mostraba complacido,
como si estuviera acostumbrado a despertar admiración.
–¿Quién eres? –preguntó Prentiss, dudando de su propia racionalidad.
Cinco minutos antes, sentado ante su máquina, trabajaba pausadamente
en el cuento que había prometido al editor Horace W. Browne para el número mensual
de la Farfetched Fantasy Fiction. Se sentía muy bien, en perfecta forma.
Y de pronto, había vibrado una ráfaga de aire justo a la derecha
de la máquina de escribir, remolineando y condensándose luego en el pequeño horror
que columpiaba sus negros y relucientes pies al borde de la mesa escritorio.
Prentiss se preguntó distraído cómo iba a contarlo más tarde.
Era la primera vez que su profesión afectaba tan crudamente a sus sueños. Tenía
que ser un sueño, se dijo.
–Soy un avaloncio –habló el pequeño ser–. En otras palabras,
soy de Ávalon.
Su diminuto rostro acababa en una boca de tipo mandibular.
Los ojos tenían irisaciones de múltiples tonalidades, y sobre cada ojo emergían
dos ondeantes antenas de unos siete centímetros y medio de largo. No presentaba
muestra alguna de nariz.
Pues claro que no, pensó Prentiss aturdido. Sin duda respira
a través de orificios situados en el abdomen. En consecuencia, tal vez hablara con
el abdomen. O quizá empleara la telepatía.
–¿Ávalon? –repitió estúpidamente, y pensó: “¿Ávalon? ¿El país
de las hadas en tiempos del rey Arturo?”
–Eso es –dijo la criatura, respondiendo con afabilidad a su
pensamiento–. Soy un elfo.
–¡Oh, no!
Prentiss se llevó las manos a la cara, las volvió a apartar
y comprobó que el elfo seguía en el mismo sitio, aporreando con los pies el cajón
superior del escritorio. Prentiss no era aficionado a la bebida, ni tampoco persona
nerviosa. De hecho, sus vecinos le consideraban un tipo muy prosaico. Poseía un
vientre respetable, una cantidad de pelo razonable pero no excesiva sobre su cabeza,
una esposa cariñosa y un espabilado hijo de diez años. Desde luego, sus vecinos
ignoraban que pagaba la hipoteca de su casa escribiendo fantasías de diversos tipos.
Sin embargo, hasta ahora su vicio secreto no le había afectado
la mente. Claro que su mujer solía menear la cabeza al referirse a su afición. Opinaba
que con eso desperdiciaba y hasta prostituía su talento.
–¿Quién va a leer ese tipo de cosas? –le decía–. Todas esas
zarandajas sobre demonios, gnomos, anillos mágicos, duendes, trasgos… ¡Todas esas
chiquilladas, si quieres mi sincera opinión…!
–Estás en un completo error –replicaba Prentiss con engallada
tiesura–. Las modernas fantasías son muy sofisticadas, elaborados tratamientos de
motivos populares. Tras la fachada de la voluble y locuaz irrealidad, subyacen con
frecuencia tajantes comentarios sobre el mundo de hoy. La fantasía al estilo moderno
constituye esencialmente un alimento para adultos.
Blanche se encogía de hombros. Tales comentarios no suponían
nada nuevo para ella.
–Además –añadía él–, gracias a esas fantasías pagamos la hipoteca,
no lo olvides.
–Tal vez –replicaba ella–. Pero sería mejor que te dedicaras
a las novelas de misterio. Así, al menos, venderías hasta cuatro ediciones e incluso
nos permitiríamos confesar a los vecinos lo que haces para vivir.
Prentiss gimió para sus adentros. Si Blanche entrara en aquel
momento y le encontrara hablando solo (resultaba demasiado real para un sueño; por
fuerza, se trataba de una alucinación)… se vería obligado a escribir novelas de
misterio de por vida… o a dejar su trabajo.
–Te equivocas por completo –habló el elfo–. No se trata ni
de un sueño ni de una alucinación.
–¿Por qué no te marchas entonces?
–Eso me propongo. Este lugar no corresponde a mi ideal de
vida. Y tú vendrás conmigo.
–¿Quién, yo? Ni hablar. ¿Quién diablos crees que eres para
decirme lo que debo hacer?
–Si piensas que ésa es una manera respetuosa de hablar a un
representante de una cultura más antigua, habría mucho que decir respecto a tu educación.
–Tú no representas a una cultura más antigua…
Le hubiera gustado añadir: “No eres más que un producto de
mi imaginación”. Pero había sido escritor durante demasiado tiempo como para decidirse
a utilizar semejante tópico.
–Nosotros, los insectos –adujo glacialmente el elfo–, existíamos
medio billón de años antes de que se inventara el primer mamífero. Vimos aparecer
a los dinosaurios y los vimos desaparecer. En cuanto a ustedes, los seres humanos…
no son más que unos recién llegados.
Por primera vez se fijó Prentiss en que en el lugar de donde
emergían los miembros del elfo se advertía un tercer par atrofiado, lo cual intensificaba
la “insecticidad” del objeto. La indignación de Prentiss aumentó.
–No necesitas desperdiciar tu compañía con inferiores sociales
–dijo.
–No lo haría –replicó el elfo–, pero la necesidad obliga a
veces, ya sabes. Se trata de una historia bastante complicada. Sin embargo, cuando
la hayas oído, desearás cooperar.
Prentiss se agitó inquieto.
–Mira, no dispongo de mucho tiempo. Blanche… mi mujer, aparecerá
por aquí de un momento a otro. Y se asustará.
–No vendrá. He bloqueado su mente.
–¿Qué?
–Algo completamente inofensivo, te lo aseguro. Pero después
de todo, no podíamos permitir que nos molestaran, ¿verdad?
Prentiss volvió a sentarse en su silla, sintiéndose aturdido
y desamparado.
El elfo prosiguió:
–Los elfos comenzamos nuestra asociación con ustedes, los
seres humanos, inmediatamente después de que se iniciara la última era glacial.
Como puedes imaginarte, aquélla fue una época desdichada para nosotros. No disponíamos
de caparazones como algunos animales, ni podíamos vivir en madrigueras como hicieron
tus toscos antecesores. Mantenernos calientes precisaba de increíbles cantidades
de energía síquica.
–¿Increíbles cantidades de qué?
–De energía síquica. Tú no conoces nada de todo eso. Tu mente
es demasiado burda para captar el concepto. Por favor, no interrumpas… La necesidad
nos condujo a experimentar con los cerebros de tus congéneres. Imperfectos, pero
de gran tamaño. Las células eran ineficaces, casi inútiles, pero había gran número
de ellas. Usamos esos cerebros como aparatos de concentración, una especie de lente
síquica, incrementando así la energía disponible que nuestras propias mentes destilaban.
Sobrevivimos a dicha era glacial gracias a nuestro ingenio, sin necesidad de retirarnos
a los trópicos como en eras glaciales precedentes. Desde luego, nos echamos a perder.
Al volver el calor, no abandonamos a los seres humanos. Seguimos utilizándolos para
aumentar, en general nuestro nivel de vida. Viajábamos más rápidamente, comíamos
mejor, hacíamos más cosas. Perdimos para siempre nuestro antiguo, simple y virtuoso
sistema de vida. Y luego, estaba también la leche.
–¿La leche? –exclamó Prentiss–. No veo la relación.
–Un líquido divino. Sólo la probé una vez en mi vida. Pero
nuestra poesía clásica habla de ella en tonos superlativos. En los viejos días,
los hombres nos abastecían de ella en gran cantidad. Por qué los mamíferos de todas
clases eran bendecidos con ella y no los insectos constituye un completo misterio…
¡Qué gran desgracia que los seres humanos nos abandonaran!
–¡Ah! ¿Los abandonaron?
–Hace doscientos años.
–Bien por nosotros.
–No seas mezquino –lo reconvino el elfo con severidad–. Fue
una asociación útil para ambas partes, hasta que ustedes aprendieron a manejar las
energías físicas en cantidad. Precisamente el tipo de gran hazaña de que sus mentes
son capaces.
–¿Y qué hay de malo en ello?
–Es difícil de explicar. Era estupendo para nosotros iluminar
nuestras fiestas nocturnas con luciérnagas cuya luz sosteníamos gracias a la energía
síquica de dos “hombres de vapor”. Pero entonces ustedes, las criaturas humanas,
instalaron la luz eléctrica. Nuestra recepción a través de las antenas que poseemos
alcanza a kilómetros de distancia, y ustedes inventaron el telégrafo, el teléfono
y la radio. Nuestros gnomos extraían el mineral con mucha mayor eficacia que los
seres humanos, hasta que ustedes descubrieron la dinamita. ¿Me sigues?
–No.
–Seguramente no esperarás que unas criaturas sensitivas y
superiores como los elfos, se resignaran a que un grupo de peludos mamíferos los
sobrepasara. No hubiera sido tan malo de haber logrado imitar el desarrollo electrónico,
pero nuestras energías síquicas se mostraron insuficientes al respecto. Bueno, acabamos
por apartarnos de la realidad. Nos marchitamos, languidecimos y decaímos. Llámalo
si quieres complejo de inferioridad, pero desde hace dos siglos fuimos abandonando
lentamente al género humano y nos retiramos a centros como Ávalon.
Prentiss pensaba a toda velocidad.
–Pongamos las cosas en claro. ¿Pueden manejar nuestras mentes?
–Desde luego.
–¿Puedes hacerme creer que eres invisible? Hipnóticamente,
quiero decir…
–Una burda expresión… pero sí.
–Y hace un momento cuando apareciste, alzaste una especie
de bloqueo mental, ¿no es eso?
–Responderé a tus pensamientos, más que a tus palabras: no
estás durmiendo, no estás loco y no soy ninguna entidad sobrenatural.
–Sólo trataba de asegurarme. Conjeturo pues que puedes leer
en mi mente.
–En efecto. Una labor más bien sucia y muy poco agradable,
pero lo hago cuando debo hacerlo. Tu nombre es Prentiss y te dedicas a escribir
relatos fantásticos. Tienes una larva que, en este momento, se encuentra en el lugar
donde las instruyen. Sé mucho sobre ti.
–¿Y dónde se encuentra exactamente Ávalon?
–Nunca lo encontrarías –el elfo castañeteó sus mandíbulas
dos o tres veces–. Y no especules sobre la posibilidad de prevenir a las autoridades.
Te meterían en un manicomio. Sin embargo, por si crees que el conocimiento puede
servirte de algo, Ávalon se encuentra en medio del Atlántico y resulta totalmente
invisible. Desde que inventaron el barco de vapor, los seres humanos se mueven de
modo tan irracional, que nos hemos visto obligados a guarecer toda la isla bajo
un escudo síquico. Desde luego tienen que producirse incidentes. En cierta ocasión,
una nave inmensa y bárbara chocó contra nosotros. Se precisó de toda la energía
síquica de la población entera para dar a la isla la apariencia de un iceberg. Titanic
creo que era el nombre pintado en la nave. Y en nuestros días, los aviones nos sobrevuelan
sin parar y, a veces, algunos de ellos se estrellan en nuestro suelo. En cierta
ocasión, recogimos un cargamento de botes de leche. Fue entonces cuando la probé.
–Bien, pero… ¡Maldita sea! ¿Por qué no sigues entonces en
Ávalon? ¿Por qué lo abandonaste?
–Me lo ordenaron –respondió con enojo el elfo–. ¡Los muy imbéciles!
–¿Cómo dices?
–Ya sabes lo que sucede cuando uno es algo diferente. No soy
como el resto de ellos, y los pobres imbéciles, apegados a la tradición, lo tomaron
a mal. Pura envidia. Ésa es la verdadera explicación. ¡Envidia!
–¿Y en qué sentido eres diferente?
–Dame ese foco. Basta con que lo desenrosques. No necesitas
una lámpara para leer durante el día.
Prentiss obedeció. Con un estremecimiento de repulsión, depositó
el objeto en las pequeñas manos. Cuidadosamente, los dedos del elfo, tan tenues
y alargados que parecían zarcillos, abarcaron la base de latón.
El filamento del foco enrojeció poco a poco.
–¡Santo Dios! –exclamó Prentiss.
–Ese es mi gran talento –manifestó con orgullo el elfo–. Ya
te he dicho que los elfos nunca habían logrado adaptar la energía síquica a la electrónica.
Yo sí lo he conseguido. Porque no soy un elfo vulgar, sino un mutante. ¡Un superelfo!
Correspondo al estadio siguiente de nuestra evolución. Mira, esta luz se debe exclusivamente
a la actividad de mi propia mente. Observa lo que ocurre cuando empleo la tuya como
foco.
Y al decirlo, el filamento del foco se tornó incandescente
hasta resultar penoso para la vista, mientras que una sensación vaga, cosquilleante
pero no desagradable, penetraba en el cráneo de Prentiss.
El foco se apagó, y el elfo lo dejó sobre el escritorio, detrás
de la máquina de escribir.
–No lo he intentado todavía –manifestó ufano–, pero creo que
puedo también fisionar el uranio.
–Sí, pero… mantener un foco encendido requiere energía. ¿Cómo
vas a mantenerla…?
–Ya te he hablado de la energía síquica. ¡Gran Oberón! Trata
de comprenderlo, humano.
Prentiss se sentía cada vez más inquieto. Preguntó con cautela:
–¿Y en qué pretendes emplear ese don que posees?
–Volveré a Ávalon, desde luego. Debería dejar a aquellos imbéciles
que corrieran a su ruina, pero un elfo ha de tener cierto patriotismo, aun siendo
un coleóptero.
–¿Un qué?
–Nosotros, los elfos, no formamos en absoluto una especie…
Yo desciendo del escarabajo, ¿sabes?
Se puso en pie sobre el escritorio y volvió la espalda a Prentiss.
Lo que había parecido una simple cutícula negra y reluciente se abrió y se alzó
de pronto, emergiendo dos alas membranosas y veteadas.
–¡Ah! ¿Puedes volar?
–Se precisa ser un verdadero sandio para no darse cuenta de
que peso demasiado para volar –dijo desdeñoso el elfo–. Pero son atractivas, ¿verdad?
¿No te gusta su iridiscencia? Comparadas con ellas, las alas de los lepidópteros
resultan desagradables. Chillonas y poco delicadas. Más aún, siempre las tienen
al descubierto.
–¿Los lepidópteros? –exclamó Prentiss, sumido ya en una total
perplejidad.
–Sí, del clan de las mariposas. Unos petulantes. Pavoneándose
a la vista de los humanos para que los admiren. Espíritus mezquinos, en cierto modo.
Por eso vuestras leyendas prestan siempre a las hadas alas, de mariposa, en vez
de escarabajo, pese a ser éstas mucho más bellas y diáfanas. Daremos a los lepidópteros
lo que se merecen, cuando volvamos, tú y yo.
–Oye…
–Piensa en nuestras orgías nocturnas sobre el césped mágico…
Un fulgor de destellante luz, brotando de ensortijamientos de tubos de neón – atajó
el elfo, moviéndose pendularmente en lo que parecía el éxtasis propio de su especie–.
Despediremos a los enjambres de avispas que uncimos a nuestros carros volantes e
instalaremos en su lugar motores de combustión interna. Dejaremos de acurrucarnos
en hojas cuando llega la hora de dormir y construiremos fábricas para producir colchones
decentes. Te lo aseguro, viviremos… Y los demás tendrán que comer basura por haberme
expulsado.
–¡Pero yo no puedo acompañarte! –dijo Prentiss–. Tengo mis
responsabilidades… Me debo a mi mujer y a mi hijo. No pretenderás arrancar a un
hombre de sus… de sus larvas, ¿no?
–No soy cruel –respondió el elfo, posando su mirada sobre
Prentiss–. Tengo un alma sensible, como corresponde a mi condición. Sin embargo,
¿qué alternativa me queda? He de disponer de un cerebro humano para el enfoque,
de lo contrario no lograría nada. Y no todos los cerebros humanos son idóneos.
–¿Por qué no?
–¡Gran Oberón, criatura! Un cerebro humano no es algo pasivo,
de madera o de piedra. Tiene que cooperar. Y únicamente cooperará si se da cuenta
cabal de nuestra facultad de duendes para manipularlo. Por ejemplo, tu cerebro me
vale, pero el de tu mujer me resultaría inservible. Me llevaría años hacerle comprender
quién y qué soy.
–¡Eso es un maldito insulto! –protestó Prentiss–. ¿Pretendes
decirme que creo en hadas y duendes? Pues quiero que sepas que soy un racionalista
integral.
–¿Ah, sí? Cuando me revelé a ti, pensaste ligeramente en sueños
y alucinaciones, pero me hablaste, me aceptaste. Tu mujer habría chillado y caído
en un ataque de histeria.
Prentiss quedó silencioso. No se le ocurría respuesta alguna.
–Ahí está el problema –dijo desalentado el elfo––. Prácticamente
todos los humanos se olvidaron de nosotros desde que los abandonamos. Sus mentes
se cerraron, convirtiéndose en inútiles. Desde luego sus larvas creen en las leyendas
sobre el “pueblo diminuto”, pero sus cerebros están aún subdesarrollados y sólo
son aptos para procesos sencillos. Cuando maduran, pierden la creencia. Francamente,
no sé qué haría si no fuera por ustedes, los escritores de relatos fantásticos.
–¿A qué te refieres con eso de escritores de relatos fantásticos?
–Son los pocos adultos que siguen creyendo en el pueblo de
los insectos. Y tú, Prentiss, el que más de todos. Te has dedicado a escribir relatos
fantásticos por espacio de veinte años.
–Estás loco. No creo en las cosas que escribo.
–Sí que crees. No puedes remediarlo. Quiero decir que, mientras
escribes, te tomas muy en serio el tema que tratas. Y con el tiempo, tu mente aprendió
de manera natural la utilidad… ¡Bah! ¿Para qué discutir? Ya te usé. Viste iluminarse
el foco. Así pues, debes venir conmigo.
–Pero es que no quiero –Prentiss se apartó obstinado–. ¿Vas
a imponerte a mi voluntad?
–Podría hacerlo. Sin embargo, corro el peligro de hacerte
daño, cosa que no deseo. Por ejemplo, en caso de que no accedas a venir, haría pasar
una corriente eléctrica de alto voltaje a través de tu mujer. Me repugnaría muchísimo
verme obligado a ello, pero según tengo entendido tus propios congéneres ejecutan
así a los enemigos públicos, de manera que sin duda hallarías el castigo menos horrible
que yo. No desearía parecer brutal ni siquiera a los ojos de un humano.
Prentiss sintió que el sudor perlaba el corto pelo de sus
sienes.
–Espera –dijo–, no hagas nada de eso. Examinemos la cuestión.
El elfo extendió sus membranosas alitas, las agitó y volvió
a plegarias.
–Hablar, hablar, hablar… ¡Qué agotador! Seguramente tendrás
leche en casa. No eres un anfitrión muy atento. De lo contrario, me habrías ofrecido
algo para refrescarme.
Prentiss trató de enterrar el pensamiento que acababa de ocurrírsele,
de apartarlo en lo posible de la superficie de su mente. Dijo, como al azar:
–Tengo algo mejor que leche. Iré a buscarlo.
–Quédate donde estás. Llama a tu mujer. Ella lo traerá.
–Pero no quiero que te vea… Se asustaría.
–No te preocupes por eso –repuso el duende–. La manejaré de
tal modo que no se turbará lo más mínimo.
Prentiss levantó el brazo.
–Un ataque por tu parte resultaría siempre más lento que la
corriente eléctrica con que heriría a tu mujer.
El brazo de Prentiss descendió. Se encaminó a la puerta de
su despacho, llamando desde ella:
–¡Blanche!
La vio abajo, en la sala, sentada en el sofá próximo al librero.
Parecía dormir con los ojos abiertos. Prentiss se volvió hacia el duende:
–Creo que le pasa algo…
–Está sólo en estado de relajación. Te oirá. Dile lo que debe
hacer.
–¡Blanche! –volvió a llamar Prentiss–. Trae la jarra del ponche
y un vaso pequeño, ¿quieres?
Sin otra señal de vida, a excepción del simple movimiento,
Blanche se puso en pie y desapareció de su vista.
–¿Qué es ponche? –preguntó el elfo.
Prentiss simuló entusiasmo.
–Una mezcla de leche, azúcar y huevos, batida hasta que toma
una deliciosa consistencia. La leche no es más que una pócima comparada con esto.
Blanche entró con el ponche. Su lindo rostro aparecía inexpresivo.
Sus ojos se volvieron hacia el elfo, pero no se iluminaron con el brillo de la comprensión.
–Aquí lo tienes, Jan –dijo.
Y se sentó en la vieja butaca de cuero situada junto a la
ventana, con las manos desmadejadas sobre el regazo. Prentiss la contempló inquieto
por un instante.
–¿Vas a dejarla aquí? –preguntó al elfo.
–Sí, así será más fácil de controlar… Bien, ¿no vas a ofrecerme
ese ponche?
–¡Ah, sí, desde luego! Aquí lo tienes.
Vertió el blanco y espeso liquido en el vaso de coctel. Dos
noches antes, había preparado cinco botellas para los muchachos de la Asociación
Neoyorquina de Fantasía, y lo había regado generosamente con alcohol, sabiendo que
así era como les gustaba.
Las antenas del elfo se agitaron con violencia.
–¡Un aroma celestial! –musitó.
Enlazó con los extremos de sus delgados brazos el pie de la
pequeña copa y la alzó hasta su boca. El nivel del líquido descendió. Una vez llegado
a la mitad, bajó el vaso, suspirando.
–¡Oh, lo que se ha perdido mi pueblo! ¡Qué creación! ¿Cómo
puede existir algo semejante? Nuestros historiadores cuentan que, en tiempos muy
antiguos, un duende excepcionalmente feliz se las apañó para ocupar el puesto de
una larva humana recién nacida, disfrutando así del líquido fresco. Sin embargo,
no creo que ni siquiera él probara nada semejante a esto…
Prentiss preguntó con un asomo de interés profesional:
–Así que ésa es la idea que subyace bajo todas esas historias
de sustitución de niños, ¿eh?
–Exactamente. La hembra humana posee un gran don. ¿Por qué
no aprovecharlo?
El duende volvió la vista al escote de Blanche y suspiró de
nuevo. Prentiss lo instó (no con demasiada avidez, sino con cierta condescendencia):
–Puedes beber cuanto quieras.
También él contempló a Blanche, en espera de que diera alguna
muestra de animación, síntoma de que el control del elfo empezaba a disminuir.
–¿Cuándo regresa tu larva del lugar de instrucción? La necesito
–dijo éste.
–Pronto, pronto –respondió nervioso Prentiss.
Consultó su reloj de pulsera. En realidad, su hijo Jan estaría
de vuelta en unos quince minutos, pidiendo a gritos un trozo de tarta y un vaso
de leche.
–Llénala –apremió el elfo–. ¡Anda, llénala!
Y saboreó complacido la nueva copa.
–En cuanto llegue la larva, te marcharás.
–¿Adónde?
–A la biblioteca. Tráete algunas obras sobre electrónica.
Necesito detalles sobre cómo construir televisores, teléfonos y todo eso. Debo recoger
datos y normas para el tendido, instrucciones para la construcción de tubos de vacío…
¡Detalles, Prentiss, detalles! Nos espera una tarea tremenda. Perforación petrolífera,
refinado, motores, agricultura científica… Entre tú y yo erigiremos una nueva Ávalon.
Una Ávalon técnica. Un país de hadas científico. Crearemos un nuevo mundo.
–¡Grandioso! –aplaudió Prentiss–. Pero no descuides tu be…
–Ya ves. La idea va prendiendo en ti –exclamó el elfo–. Y
obtendrás tu recompensa. Tendrás una docena de mujeres para ti solo.
Prentiss miró automáticamente a Blanche. Ninguna señal de
haber oído, pero, ¿quién podría asegurarlo?
–Me basta con la que tengo…
–Vamos, vamos –manifestó el elfo en tono de censura–, sé sincero.
Ustedes, los varones humanos, son bien conocidos de nuestro pueblo como criaturas
lascivas y bestiales. Durante generaciones nuestras madres han atemorizado a sus
criaturas amenazándolas con la venida del ser humano… ¡Ah, la juventud! –exclamó,
alzando la copa en el aire y brindando–: ¡Por mi propia juventud!
Y la vació de un trago.
–¿Por qué no la llenas otra vez? –sugirió al punto Prentiss–.
Anda, vuélvela a llenar.
Así lo hizo el elfo.
–Quiero tener muchos hijos. Elegiré las mejores hembras coleópteros
y multiplicaré mi linaje. La mutación seguirá. En estos momentos soy el único, pero
cuando seamos una docena, o cincuenta, los cruzaré y desarrollaré… desarrollaré
la raza del superelfo. Una raza de electro… ¡Hip…! De electrónicas maravillas e
infinito futuro… Si pudiera beber un poco más… ¡Néctar! ¡El néctar primigenio!
Se oyó el súbito ruido de una puerta abierta de par en par
y una voz juvenil que llamaba:
–¡Mamá! ¡Eh, mamá!
El elfo, con sus brillantes ojos algo turbios, continuó:
–Y después, comenzaremos a ocuparnos de los seres humanos.
Primero, un poco de fe. El resto ya se lo… hip… enseñaremos. Será como en los viejos
tiempos, pero mejorado. Un elfismo más eficaz, una unión más estrecha…
La voz del pequeño Jan se oyó más próxima, teñida de impaciencia:
–¡Eh, mamá! ¿No estás en casa?
Prentiss sintió que se le dilataban los ojos a causa de la
tensión. Blanche seguía sentada rígidamente. La voz del elfo se tornaba pastosa,
su equilibrio un poco inestable. Prentiss pensó que aún estaba a tiempo, si se atrevía
a correr el riesgo.
–¡Vuelve a sentarte! –ordenó perentorio el elfo–. No vayas
a cometer una estupidez… Desde el primer momento en que estableciste tu ridículo
plan, sabía que había alcohol en el ponche. Los seres humanos se pasan de listos.
Los duendes tenemos muchos proverbios sobre ustedes. Por fortuna, el alcohol nos
produce muy poco efecto. Si al menos lo hubieras preparado a base de aguardiente,
con una pizca de miel… ¡Vaya, aquí está la larva! ¿Cómo estás, pequeña cría de hombre?
Había detenido la copa a medio camino de sus mandíbulas al
aparecer Jan hijo en el dintel de la puerta. El chico tenía diez años. Llevaba la
cara moderadamente sucia, y el pelo inmoderadamente enredado. Sus ojos grises reflejaron
una expresión de extrema sorpresa, y sus libros escolares oscilaron al final de
la correa que los ataba y cuyo extremo sostenía en la mano.
–¡Papá! –exclamó–. ¿Qué le pasa a mamá? Y… ¿Y qué es eso?
El elfo ordenó a Prentiss:
–Anda, corre a la biblioteca. No perdamos más tiempo. Ya sabes
los libros que necesito.
Todo rastro de incipiente embriaguez se había volatilizado
de la criatura. La moral de Prentiss se derrumbó. Aquel ser había estado jugando
con él.
Se levantó para cumplir la orden, mientras el elfo seguía
diciendo:
–Y no me salgas con nada humano. Nada de trucos. Recuerda
que tengo como rehén a tu mujer. Puedo utilizar la mente de la larva para matarla.
Basta con ella. Sin embargo, no deseo hacerlo. Soy miembro de la Sociedad Ética
Duendística, que propugna un trato considerado para los mamíferos hembras, por lo
que puedes confiar en mis nobles principios, siempre que cumplas mis instrucciones.
Prentiss sintió que le inundaba un vehemente impulso de marcharse.
Dando traspiés, se encaminó a la puerta.
–¡Papá, esto habla! –gritó el pequeño Jan–. Dice que va a
matar a mamá. ¡Eh, no te vayas!
Prentiss se hallaba ya fuera de la habitación, cuando oyó
al duende decir:
–No me mires con esa fijeza, larva. No haré daño a tu madre
si haces exactamente lo que te digo. Soy un elfo, un duende. Ya sabes lo que es
eso.
Y había llegado a la puerta delantera cuando oyó la voz atiplada
de su hijo gritar salvajemente, al par que Blanche lanzaba chillido tras chillido,
en estremecido tono de soprano.
El fuerte aunque invisible resorte que lo arrastraba fuera
de la casa saltó y se desvaneció. Cayó de espaldas, se enderezó y se precipitó escaleras
arriba…
Blanche, visiblemente animada de palpitante vida, se hallaba
en un rincón, rodeando con sus brazos a un lloroso Jan.
Sobre el escritorio, había un aplastado caparazón negro, cubriendo
una pulpa pringosa, de la que manaba un líquido incoloro.
El chiquillo sollozaba histéricamente:
–¡Le pegué! ¡Le di con los libros! ¡Le estaba haciendo daño
a mamá!
Pasó una hora. Prentiss sintió que el mundo de la normalidad iba filtrándose
de nuevo por los intersticios que había dejado la criatura de Ávalon. El elfo quedó
reducido a cenizas en el incinerador que había detrás de la casa. El único resto
de su existencia se reducía a una húmeda mancha al pie de la mesa del despacho.
Blanche seguía con una palidez enfermiza. Marido y mujer hablaron
cuchicheando:
–¿Cómo está el niño?
–Viendo televisión.
–¿Está bien?
–Está estupendamente, pero yo voy a tener pesadillas durante
semanas.
–Lo sé. Ocurrirá así a menos que descartemos lo pasado de
nuestras mentes. No creo que volvamos a ver otra de esas… cosas por aquí.
–No puedo explicarte lo espantoso que fue –dijo Blanche–.
Oí cada palabra que decía, incluso cuando me encontraba abajo, en la sala.
–Se trataba de telepatía, ¿sabes?
–Me resultaba imposible moverme. Luego, cuando te marchaste,
logré hacerlo ligeramente. Intenté gritar, pero todo cuanto conseguí fue gemir y
sollozar. De repente, Jan lo aplastó, y entonces me sentí libre. No comprendo cómo
sucedió.
Prentiss sintió una triste satisfacción.
–Creo que yo si lo sé. Me tenía bajo su control debido a que
acepté la verdad de su existencia. Y te tenía a raya a ti a través de mí. Cuando
abandoné la habitación, la creciente distancia hizo más difícil el empleo de mi
mente como una lente síquica. Pudiste comenzar a moverte. Cuando llegué a la puerta
de la calle, el elfo pensó que ya era hora de pasar la conexión de mi mente a la
del niño. Ese fue su error.
–¿En qué sentido?
–Se imaginó que todos los niños creen en hadas y duendes.
Estaba equivocado. Los niños estadunidenses de hoy no creen en eso. Jamás oyeron
hablar de ellos. Creen en Tom Corbett, en Hopalong Cassidy, en Dick Tracy, en Howdy
Doody, en Superman y en otra docena de cosas, pero no en los cuentos de hadas. El
duende no se dio cuenta de los súbitos cambios culturales logrados por los libros
y revistas de historietas y por la televisión. Cuando intentó captar la mente de
Jan, no lo consiguió. Antes de que recobrara su equilibrio síquico, el niño lo atacó
de modo fulminante, presa de pánico al pensar que iba a hacerte daño. Siempre lo
dije, Blanche. Los antiguos motivos populares de leyenda sobreviven sólo en las
obras modernas de literatura fantástica, y ésta es sólo pasto para los adultos.
¿Comprendes ahora mi punto de vista?
–Sí, querido –respondió Blanche con humildad.
Prentiss se metió las manos en los bolsillos y rio quedamente
entre dientes.
–Mira, Blanche, la próxima vez que vea a Walt Rae, le diré
que decidí escribir sobre eso. Me parece que ya es hora de que los vecinos sepan…
Jan hijo, sosteniendo en la mano una enorme rebanada de pan con mantequilla,
entró en el despacho de su padre en busca del oscurecido recuerdo. Papá le dio unas
palmaditas en la espalda y mamá le sirvió más pan con mantequilla. Estaba comenzando
a olvidarlo todo. Sobre la mesa del despacho había un ser estrafalario capaz de
hablar que…
Pero todo había sucedido con tanta rapidez que los detalles
se entremezclaban en su cerebro.
Se encogió de hombros y, a la última luz del sol del atardecer,
lanzó una ojeada a la cuartilla a medio escribir metida en la máquina de su padre
y luego al pequeño montón de papel sobre la mesa.
Leyó un rato, frunció los labios y murmuró:
–¡Caray! Otra vez esas bobadas de hadas y duendes. ¡Siempre
cosas de niños!
Y abandonó la habitación.
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos.
Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
No hay comentarios:
Publicar un comentario