Carmen Fuentes
Vestido con su traje de
luces rojiverde, Manolo estaba listo para demostrar su talento en la plaza
aquel domingo de mayo. Antes de marcharse a la faena, María su madre le hizo
beber un chocolate bien caliente acompañado de tres churros azucarados. Luego,
el muchacho se hincó para recibir la bendición.
–¡Suerte, hijo mío! Ya sabes que a eso yo no voy.
–Gracias madre, no sufras mucho –dijo Manolo.
María corrió al balcón con un pañuelo blanco para
despedir a su hijo que se iba en moto. Agitaba el trozo de tela hasta que el
sonido del motor, que rugía como un animal feroz, se perdía en el horizonte.
Como todas las madres de los toreros, María
apaciguaba su angustia toreando en la sala de la casa hasta que el reloj daba
las seis campanadas.
Se colgaba tres rosarios en el cuello, ponía una
silla frente ella y movía el capote con gran destreza una y otra vez haciendo
flores rojas y amarillas hasta dar la estocada final; y a las seis en punto se
apresuraba a guardar todo en el ropero y se sentaba con el tejido en la
mecedora a esperar a Manolo.
–¡Hoa mamá! –dijo Manolo.
–Hijo. ¿Cómo te ha ido?
–Muy bien, coté dos orejas.
–Si yo siempre lo he dicho, un chocolate bien
caliente asienta el estómago y da suerte. Tu abuelo Mariano que tenía mucho
arte siempre lo tomaba antes de ir a la mina, por eso murió de viejo y no en un
socavón como la mayoría de sus compañeros.
El semblante de Manolo cambió denotando una
profunda tristeza. Caminó lento hacia su habitación y se encerró. Se quitó el
listón de la coleta, las medias, las zapatillas y el traje de luces. Se dio un
masaje en la cabeza para aflojar su melena tiesa de gomina. Se puso el pijama a
cuadros y se sentó en la cama con un pequeño espejo. Abrió la boca y torciendo
los ojos, revisó las amígdalas, la campanilla y la lengua. Del cajón de la
mesita de noche sacó un lápiz y se lo puso en la boca horizontalmente. Lo mordió
con fuerza y, frente al espejo habló:
–Os amentos de imón y chocoate... e corazón ate.
María había llamado por tercera vez a Manolo para
que fuera a cenar. Al no contestarle, la mujer tuvo el presentimiento de que
algo le pasaba. Golpeó la puerta con cuatro toquidos:
–¡Torero, ábreme!... ¿Te ocurre algo hijo? –Manolo
no respondió.
–Hijo, por favor, que se te va a enfriar el
chocolate.
El muchacho abrió la puerta con el lápiz en la
oreja.
–Mamá, ya no quiero tomar chocoate jamás.
–No digas eso ni de broma. ¡Me moriría del
disgusto! –dijo María.
–¿Sabes cómo me anunciaron en e carté? “Manoete
enguete”
–Pues suena bien; es un nombre que rima. Quítate
ese lápiz de la oreja, que pareces un carpintero; un clavel te iría mejor.
–¡Te odio! –dijo el torero y volvió a su
encierro.
Después de tres días Manolo salió del cuarto bien
peinado y vestido con su traje favorito, con la montera en una mano y el casco
de motociclista en la otra. Era el día más grande de su carrera, tenía que
demostrar lo torerazo que era y de ahí a la gloria. La madre al verlo, le
acarició la cara y lo besó como a un santo.
–Cuéntale a tu madre lo que te pasa. ¿Por qué no
querías salir?
–¡Ere una maa madre!
–Soy lo que quieras, pero no me digas que soy
mala.
–Tú ere a cupabe de nombre que me han dado.
–Pero si es tan bonito: “Manolete Lengüete”.
–No te das cuenta que es poque no pronuncio a ee.
Por eso hago terapia con un ápiz.
María palideció.
–No me había fijado, tienes un tono de voz tan
bonito y eres tan guapo –dijo. Repite esto: La luna lamenta la lánguida…
–No o voy a hacer –interrumpió Manolo. –Ni
siquiera pueo deci mi nombe. Hoy será a útima corrida de mi vida.
–Hijo, no lo dejes, es tu pasión. Si lo ve tu
padre desde el cielo, se morirá otra vez.
Manolo se hincó para recibir la bendición y
salió. María corrió al balcón. Lo vio subirse en su corcel de fierro. El
muchacho aceleró varias veces logrando ruidos de escopeta y salió rechinando
llanta. Alzó la moto como un caballo que relincha y se perdió entre una nube de
polvo. María se persignó y asustada recordó: “Este niño no se tomó el
chocolate. Ojalá y no ocurra una desgracia”.
Se sentía abatida al recordar la dureza con que
fue tratada por su hijo. Entró a la sala arrastrando el pañuelo blanco. Miró el
reloj y fue a la cocina a calentar el chocolate. Con la mirada atenta en la
olla esperó a que hirviera el espeso líquido. Como un volcán, la ebullición
formó burbujas; luego la oscura leche se infló y empezó a subir para
derramarse. Bajó el fuego y esperó el segundo hervor.
Enfrentó a la bestia como un torero valiente.
Sacó la lengua lo más que pudo y la remojó en la mezcla ardiente. Por la frente
le escurría el sudor como cascada, las pestañas se le pegaron a los párpados y
la cara se le volvió un tomate. Aguantó hasta que la lengua se hizo ampolla.
Echó la cabeza hacia atrás y se limpió el sudor y las lágrimas con las manos.
Tenía tan hinchada la lengua que no pudo meterla en la boca.
Fue a la sala, puso la silla y, como todas las
madres de toreros, calmó su angustia dando pases de capote y corriendo con las
banderillas por la habitación. Toreó como nunca; dio giros, logró verónicas;
clavó las banderillas hincada.
Manolo no tardaría en llegar. La campana de la
iglesia replicaba las seis. Puso los rosarios en la cajita y guardó la
indumentaria. Sacó el tejido y esperó a que su hijo volviera sentada en la
mecedora.
–¡Mamá, hice a faena má grande de mi vía! –dijo
Manolo. Seré Manoete engüete, mira. De la montera sacó tres rabos y tres pares
de orejas.
–Dame un chocoate paa ceebra.
María miró a su hijo con los ojos llenos de
lágrimas y lo abrazó por la cintura.
–¡Óle torero! – dijo, y se desplomó.
Manolo tocó la frente de su madre; la sintió
arder. La envolvió en el capote y, amarrándola a su espalda, la llevó al médico
en la moto.
–Tu madre se ha escaldado la lengua al octavo
grado. Tiene una fiebre muy alta. La pondremos durante dos días en una tina de
hielo y estará en observación.
María no resistió la terapia intensiva y murió.
Al día siguiente del funeral, Manolo se vistió
con un traje de luces negro. Preparó un chocolate bien espeso y esperó a que
ardiera en la olla. Cuando dio el segundo hervor, lo puso en un termo. Fue a la
panadería a comprar churros. Subió a la moto y salió con su talega en la
espalda rumbo al cementerio.
Profanó la cripta de su madre y le gritó:
–¡Toera, bébete un chocoate conmigo!
El rostro gris del cadáver que se asomaba por la
mortaja impresionó tanto a Manolo que prefirió sentarse dándole la espalda para
llorar. Abrió la tapa del termo y un aroma exquisito flotó en el aire. María
abrió los ojos. El joven no se dio cuenta. Se sirvió una taza de chocolate y
remojó un par de churros con mucho arte. Parecía como si le clavara las
banderillas a un toro.
–Si seás burra, madre –siguió diciendo el torero
mientras contemplaba el atardecer–. ¡Mia que quemate así a engua!
Los labios de la muerta sonrieron. Manolo siguió
hablando:
–Co o bien que podíamos
esta os dos bebiedo chocoate, te he traío una taa por aquello que te apeteciea.
María se incorporó y quedó sentada dentro de la
caja mortuoria.
–¡Eje, toero, échame ua mano! –gritó desde el
agujero.
Manolo giró la cabeza con rapidez. Sólo vio
tumbas y lápidas. Se asomó a la excavación y al ver a su madre viva, gritó.
Corrió a servirle una taza de chocolate y le dio a beber.
–¡Manoete, ayúdame a salir de aquí! – dijo la
mujer.
–Dame as maos y apoya un pie ahí –dijo el chico
emocionado, haciendo fuerza para sacarla.
Un silbato se oyó en la distancia; era el
panteonero que corría hacia el torero.
–¡Quieto ahí, crápula! –gritó el enterrador.
Manolo soltó las manos de su madre que cayó de espaldas en el sepulcro.
–¡Tranquio! –dijo el torero. Aquí no ha muetos,
hemo veido a ve a mi abueo y mi madre, como es ciega, se ha caío en e hueco.
¡Mamá dame as mano! –gritó Manolo.
–Conque no había muertos ¿eh? ¡Esa mujer está más
verde que un pepino!
–E juro que mi made etaba viva y ahoa por un ma
gope…
El sepulturero
interrumpió:
–¿No eres tú, Manolete
Lengüete?
–Así e señor –dijo Manolo, quitándose la montera.
–Y yo soy María engüete –dijo María desde el
agujero.
Entre los dos hombres sacaron a la mujer. Antes
de salir del cementerio, echaron tierra para cerrar la tumba.
El torero y su madre invitaron al sepulturero a
tomar chocolate. Hablaron de toros y de entierros, de vivos y de muertos. De lo
que había ocurrido en el cementerio. Brindaron por la nueva amistad chocando
las tazas.
–No cabe duda que e chocoate en esta famiia da
suerte –dijo el panteonero.
(Tomado
de www.ficticia.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario