Isaac Asimov
Clarence
Rimbro no ponía más objeciones al hecho de vivir en la única casa de un planeta
deshabitado de las que pondría cualquier otra persona entre el trillón de
habitantes de la Tierra.
Si alguien le hubiera preguntado respecto
a sus posibles objeciones, habría mirado desconcertado a su interlocutor. Sin
duda, su casa era mucho más espaciosa que ninguna de la Tierra, y mucho más
moderna. Contaba con abastecimiento independiente de aire y de agua y guardaba gran
cantidad de alimentos en sus frigoríficos. Estaba aislada del planeta sin vida
al cual la fijaba un campo de fuerza, pero las habitaciones se alzaban junto a
una granja de dos hectáreas (bajo cristales, desde luego), la cual, gracias a
la benéfica luz solar, daba flores para el placer y vegetales para la salud.
Hasta criaba unos cuantos pollos. Procuraba a la señora Rimbro alguna labor
para las tardes y significaba un lugar para que los dos pequeños Rimbro jugaran
cuando se cansaban de estar encerrados.
Además, si se deseaba volver a la
verdadera Tierra, si se insistía en ello, si se quería de verdad tener gente y
aire alrededor, así como agua para nadar, sólo se precisaba cruzar la puerta
delantera de la casa.
Entonces, ¿dónde estaba la dificultad?
Tampoco hay que olvidar que en el planeta
sin vida sobre el que se hallaba emplazada la casa de Rimbro, el silencio era
total, excepto en caso de viento o lluvia, con sus monótonos efectos. Y el
aislamiento, completo, así como cabal la sensación de absoluta propiedad
respecto a los tres millones de kilómetros cuadrados de la superficie
planetaria.
Clarence Rimbro apreciaba todo aquello a
su distante manera. Era contador, hábil en el manejo de modelos de computadoras
muy perfeccionadas, preciso en sus modales e indumentaria, no muy dado a la sonrisa
bajo su breve y bien recortado bigote y debidamente consciente de su propio valor.
Cuando iba del trabajo a casa pasaba por el lugar que hubiera ocupado su
vivienda en la verdadera Tierra. Jamás dejaba de mirarlo con cierta presunción.
Bueno, por razones de negocios o trabajo,
o por una especie de perversión mental, había quien vivía aún en la verdadera
Tierra. Mala cosa. Después de todo, el suelo de la Tierra tenía que
proporcionar los minerales y abastecer del básico alimento a su trillón de
habitantes (en cincuenta años, llegarían a dos trillones). En esas condiciones,
el espacio suponía un premio. Las casas de la Tierra no podían ser mayores, y a
las personas que vivían en ellas no les quedaba más remedio que someterse al
hecho.
Incluso el proceso de regresar a la suya
encerraba un suave placer. Penetraba en el disco comunitario que le estaba
asignado (y que semejaba más bien, como todos ellos, un achaparrado obelisco) e
invariablemente hallaba a otros que esperaban para utilizarlo. Y aún llegarían
más, antes de que él alcanzara el extremo de la línea. Se trataba de una época
sociable.
“¿Cómo es su planeta?” ¿Y cómo es el
suyo?” La acostumbrada charla intrascendente. A veces, alguien tropezaba con
problemas. Averías en la maquinaria o tormentas que alteraban desfavorablemente
el terreno. Pero no a menudo.
Así pasaba el tiempo, y Rimbro llegaba a
la cabeza de la fila. Metía su llave en la ranura, componía la debida
combinación y entraba en una nueva pauta de probabilidad, la suya particular,
la que se le había asignado cuando se casó y se convirtió en ciudadano
productor, una pauta de probabilidad en la cual la vida no se desarrollaba
nunca en la Tierra. Y girando hacia su particular Tierra sin vida, penetraría
en su propio hogar.
Simplemente así.
Jamás se preocupaba de las demás
probabilidades. ¿A santo de qué? No les concedía ni un solo pensamiento. Había
un número infinito de posibles Tierras, cada una de las cuales existía en su
propio nicho, en su propia pauta de probabilidad. Puesto que, en un planeta
como la Tierra, había según los cálculos alrededor de un cincuenta por ciento
de posibilidades de que se desarrollara la vida, la mitad de las posibles
Tierras (infinitas, puesto que la mitad de infinito es igual a infinito)
poseían vida, y la otra mitad (asimismo infinita) no la poseían. Y el vivir
sobre unos trescientos billones de Tierras desocupadas suponía la existencia de
trescientos billones de familias, cada una de ellas con su propia y magnífica
casa, equipada con la energía suministrada por el sol de esa probabilidad, y
cada una de ellas en paz y seguridad. El número de Tierras así ocupadas se
incrementaba en millones a diario.
Cierto día, cuando Rimbro regresó al
hogar, su esposa, Sandra, le dijo al entrar:
–Oí un ruido de lo más peculiar.
Las cejas de Rimbro se alzaron, en tanto
miraba inquisitivo a su mujer. Aparte de cierto temblor en sus delgadas manos y
cierto decaimiento reflejado en las comisuras de su apretada boca, parecía
normal.
–¿Ruido? ¿Qué ruido? Yo no oigo nada.
Se detuvo, con el abrigo a medio camino
del criado mecánico, que lo esperaba pacientemente.
–Ya cesó –explicó Sandra–. Era como un
golpeteo sordo o como un retumbar. Se oía un rato y luego se detenía, para
volver de nuevo y cesar otra vez. Jamás había oído nada por el estilo.
Rimbro colgó el abrigo y dijo:
–Pero eso es completamente imposible…
–Te digo que lo oí.
–Examinaré la maquinaria –murmuró él–.
Puede que algo funcione mal.
Sin embargo, sus ojos expertos no
descubrieron nada en ella. Encogiéndose de hombros se fue a cenar. Escuchó el
zumbido de los criados mecánicos entregados a sus diversas tareas, se detuvo a
contemplar al que secaba los platos y ordenaba la cubertería y comentó, frunciendo
los labios:
–Acaso alguno de estos artilugios esté mal
ajustado. Lo repasaré.
–No fue nada semejante a eso, Clarence.
Rimbro se acostó sin preocuparse más por
la cuestión. Se despertó al sentir la mano de su mujer que le sacudía por el
hombro. Tendió la suya hacia el conmutador que conectaba la iluminación de las
paredes.
–¿Qué sucede? ¿Qué hora es?
Ella meneó la cabeza.
–¡Escucha! ¡Escucha!
“¡Santo Dios! –pensó Rimbro–. En efecto,
hay un ruido”. Un rumor sordo o una especie de ronquido que se intensificaba y
se desvanecía.
–¿Un temblor de tierra? –murmuró.
Desde luego, pensó, de vez en cuando se
producía alguno en todos los planetas, aunque por regla general se evitaban las
zonas expuestas a ellos.
–¿Hubiera durado todo el día? –preguntó
malhumorada Sandra–. Me parece que se trata de algo distinto –y luego manifestó
el secreto terror de toda ama de casa nerviosa–: creo que hay alguien en el
planeta con nosotros. Este mundo está habitado.
Rimbro hizo lo único que lógicamente cabía
hacer. Al llegar la mañana llevó a su esposa e hijos a casa de su suegra. Y en
cuanto a él, se tomó también un día para ir a la Oficina de Alojamiento del
sector.
Aquella cuestión lo tenía muy fastidiado.
Bill
Ching, de la Oficina de Alojamiento, era de baja estatura, jovial y orgulloso
de su ascendencia en parte mongólica. Pensaba que las pautas de probabilidad
habían solucionado hasta el último de los problemas. Alec Mishnoff, de la misma
oficina, creía en cambio que significaban un cepo en el que había sido atrapada
la humanidad de modo irremediable. En su juventud se había especializado en
arqueología, estudiando una serie de temas antiguos, de los que continuaba
atiborrada su delicadamente equilibrada cabeza. Su rostro lograba parecer
sensitivo a pesar de sus espesas cejas. Acariciaba una idea que hasta entonces
no se había atrevido a compartir con nadie, aunque su preocupación por ella lo
había apartado de la arqueología y metido en la cuestión del alojamiento.
A Ching le gustaba decir: “¡Al diablo con
Malthus!” Venía a ser su marca de fábrica.
–Sí, al diablo con Malthus –dijo una vez
más–. Probablemente hemos llegado al límite de la superpoblación. Por muy
deprisa que nos dupliquemos y redupliquemos, el homo sapiens forma siempre un
número finito. Y los mundos deshabitados son infinitos. Por lo demás, no hay
razón para construir sólo una casa en cada planeta; podemos construir cien,
mil, un millón. Contamos con mucho espacio y mucha energía para cada probabilidad
solar.
–¿Más de una casa en cada planeta? –repitió
Mishnoff en tono desabrido.
Ching sabía muy bien a qué se refería.
Cuando se habían establecido las pautas de probabilidad, la propiedad exclusiva
de un planeta constituyó un poderoso incentivo para los primeros colonizadores.
Era una idea atrayente para el esnobismo y la tendencia al despotismo que
existían en cada cual. “No hay hombre tan pobre –rezaba el eslogan publicitario–
como para no poseer un imperio tan grande como Gengis Kan”. Anunciar una
colonización múltiple supondría una afrenta para todo aquel que se estimara en
algo.
Ching se encogió de hombros.
–Bueno, requeriría una preparación sicológica
previa. Es lo único que se precisa para poner en marcha todo el asunto.
–¿Y la alimentación?
–Ya sabe que estamos instalando
explotaciones hidropónicas y plantas de cultivo de levaduras en otras pautas de
probabilidad. Y de necesitarlo, podríamos cultivar su suelo.
–Usando ropa especial e importando
oxígeno.
–Nos cabe el recurso de reducir el dióxido
de carbono mediante el oxígeno, hasta que las plantas prendan y actúen por sí
mismas.
–Calcule un millón de años.
–Mishnoff, el problema con usted es que
lee demasiados libros de historia antigua. Eso le inspira tendencias
obstruccionistas.
Pero Ching tenía demasiada buena pasta
para decir aquello en serio, y Mishnoff continuó con sus libros y sus
preocupaciones. Anhelaba que llegara el día en que, tras reunir el valor
necesario, acudiría al director de la sección para exponerle sin rodeos, como
un escopetazo, lo que le causaba tanta desazón.
Ahora, se enfrentaban a un tal señor
Clarence Rimbro, ligeramente sudoroso y muy enojado por el hecho de haber
necesitado las horas más provechosas de dos días para llegar hasta esa oficina.
El punto culminante de su exposición
consistía en lo siguiente:
–Digo que ese planeta está habitado. Por
lo tanto, me niego a quedarme en él.
Una vez que hubo escuchado su relato por
completo, Ching recurrió al método suave de la diplomacia.
–Un ruido como ése se debe sin duda alguna
a un fenómeno natural.
–¿Qué clase de fenómeno natural? –preguntó
Rimbro–. Deseo una investigación. Si se trata de un fenómeno natural, quiero
saber su origen. Afirmo que el lugar está habitado. Hay vida en él, puedo
jurarlo. No pago mi renta por compartir el planeta. Y menos con dinosaurios, a
juzgar por el jaleo que arman.
–Veamos, señor Rimbro, ¿cuánto tiempo
lleva viviendo en su mundo?
–Quince años y medio.
–¿Y ha habido siempre una evidencia de
vida?
–La hay ahora. Y como ciudadano con
tarjeta de producción de categoría A-1, pido una investigación.
–Desde luego que investigaremos, señor.
Sólo deseamos convencerlo de que todo está en orden. ¿Se da cuenta del cuidado
con que seleccionamos nuestras pautas de probabilidad?
–Soy experto en estadística. Se supone que
debo estar bastante enterado de eso –respondió al punto Rimbro.
–Entonces sabrá a buen seguro que nuestros
ordenadores no pueden fallar. Jamás eligen una probabilidad que haya sido
elegida antes. Les resulta imposible. Y se hallan programados para escoger
pautas de probabilidad en las que la Tierra tenga una atmósfera de dióxido de
carbono y en las cuales, por lo tanto, no se ha desarrollado nunca la vida
vegetal y menos aún la animal. Si las plantas hubieran evolucionado, el dióxido
de carbono se habría reducido a oxígeno. ¿Lo comprende?
–Lo comprendo muy bien. No he venido aquí
para escuchar conferencias. Deseo que procedan ustedes a una investigación,
nada más. Es realmente humillante pensar que comparto mi mundo, mi propio
mundo, con alguien más. No estoy dispuesto a soportarlo.
–No, desde luego que no –masculló Ching,
evitando la sardónica ojeada de Mishnoff–. Nos presentaremos allí antes de la
noche.
Y con todo el equipo necesario, se
dirigieron al lugar de viraje.
–Quería preguntarle algo –le dijo Mishnoff
a Ching–. ¿A qué viene esa rutina de “no hay que preocuparse, señor”? Siempre
se preocupan. ¿Qué consigue con eso?
–Debo intentarlo. No debieran preocuparse –respondió
Ching con petulancia–. ¿Ha oído hablar alguna vez de un planeta con atmósfera
de dióxido de carbono que estuviera habitado? Además, Rimbro pertenece al tipo
de los que expanden rumores. Los huelo. Si se le anima un poco, terminará por
decir que su sol se transformó en nova.
–Sucede a veces.
–¿Y qué? Desaparece una casa y muere una
familia. Oiga, usted es un obstruccionista. En los antiguos tiempos, esos que
tanto le gustan, había una inundación en China o en otra parte cualquiera y
miles de personas perecían, pese a que la población no excedía de un
despreciable billón o dos.
–¿Cómo sabe usted que el planeta de Rimbro
no tiene vida? – murmuró Mishnoff.
–Atmósfera de dióxido de carbono.
–Pero suponga… –no, aquello no serviría.
No podía decirlo. Terminó débilmente–: suponga que se desarrolla una vida
vegetal y animal capaz de subsistir a base de dióxido de carbono.
–Jamás ha sido observada.
–En un número infinito de mundos todo
puede suceder –y añadió en un murmullo–: todo debe suceder.
–Las probabilidades son de una entre un
duodecillón –respondió Ching, encogiéndose de hombros.
Llegaron al punto de viraje y, utilizando
el dispositivo de giro de su vehículo –para enviarlo al área de almacenamiento
de Rimbro– penetraron en la pauta de probabilidad de éste. Ching tomó la
delantera, siguiéndolo Mishnoff.
–Magnífica casa –manifestó Ching con
satisfacción–. Bonito modelo. Muy buen gusto.
–¿Oye algo? –preguntó Mishnoff.
–No.
Ching entró en el huerto.
–¡Vaya! –gritó–. ¡Gallinas rojas de Rhode
Island!
Mishnoff lo siguió, mirando el techo de
cristal. El sol presentaba el mismo aspecto que el de un trillón de otras
Tierras. Dijo con aire ausente:
–Tal vez haya vida vegetal naciente. Tal
vez la concentración de dióxido de carbono empiece a disminuir. El ordenador no
lo advertiría.
–Y habrían de transcurrir millones de años
antes de que la vida animal se organizara y algunos millones más antes de que
emergiera del mar.
–¿Y por qué tendría que seguir ese
proceso?
Ching pasó un brazo por los hombros de su
compañero.
–Rumia usted demasiado –lo reconvino–.
Algún día me dirá lo que realmente le preocupa, en vez de sólo sugerirlo.
Entonces lo solucionaremos.
Mishnoff se desprendió del brazo,
frunciendo el entrecejo, incómodo. La tolerancia de Ching se le hacía siempre
difícil de soportar.
–¡Déjese de sicoterapias…! –comenzó. Y se
detuvo casi al punto, para cuchichear–: ¡escuche!
Se oyó un ruido sordo y lejano. Y se
volvió a oír.
Colocaron el sismógrafo en el centro de la
habitación, activaron el campo energético que penetraba hacia abajo y lo
fijaron rígidamente al lecho rocoso, quedándose en contemplación de la
oscilante aguja.
–Sólo ondas de superficie –dijo Mishnoff–.
Muy superficial. Nada subterráneo.
Ching se ensombreció un tanto.
–¿Qué es entonces? –preguntó.
–Será mejor que busquemos afuera. –El
rostro de Mishnoff estaba gris de aprensión–. Hemos de colocar un sismógrafo en
otro punto para determinar la posición del foco.
–Naturalmente –asintió Ching–. Yo saldré
con el otro sismógrafo. Espéreme aquí.
–No –exclamó Mishnoff con gran energía–.
Iré yo.
Se sentía aterrorizado, pero no tenía otra
alternativa. Si era lo que temía, había que prepararse. Él estaba prevenido.
Enviar fuera a un Ching que nada sospechaba sería desastroso. Y no podía avisar
a Ching. Seguro que no le creería.
Pero como Mishnoff no tenía madera de
héroe, temblaba al revestir el traje autónomo. Manoseó nervioso el interruptor,
intentando disolver localmente el campo de fuerza, a fin de dejar libre la
salida de urgencia.
–¿Hay algún motivo para que desee ir
usted? –preguntó Ching, contemplando las ineptas manipulaciones de su compañero–.
Que conste que no me opongo.
–Todo va bien. Ya salgo –contestó Mishnoff
con la garganta seca.
Atravesó la puerta que conducía a la
desolada superficie de un mundo sin vida. Un mundo presuntamente sin vida.
El
panorama no le era desconocido. Lo habla visto docenas de veces. Roca pelada,
erosionada por el viento y la lluvia, encostrada y cubierta de arena en los
barrancos. Un arroyo batía ruidoso contra su lecho de piedra. Todo pardo y
gris, sin muestra alguna de verdor. Ni el menor sonido de vida.
Sin embargo, el sol era el mismo y, al
caer la noche, las constelaciones serían las mismas también.
El lugar de habitación se hallaba situado
en la región que en la verdadera Tierra corresponde a El Labrador. De hecho,
también se trataba aquí de El Labrador. Se había calculado que aproximadamente
sólo en una entre un cuatrillón de Tierras se daban cambios importantes en el
desarrollo geológico. Los continentes se reconocían muy bien, salvo por muy
pequeños detalles.
A pesar de la situación y de la época del
año –octubre–, la temperatura resultaba pegajosamente elevada, debido al efecto
de almacenamiento del dióxido de carbono en la atmósfera de aquel mundo muerto.
Metido en su traje, y a través del visor
transparente, Mishnoff lo contemplaba todo con ojos sombríos. Si el epicentro
del ruido se encontraba próximo, bastaría ajustar el segundo sismógrafo a cosa
de kilómetro y medio para la fijación. En caso contrario, tendría que traerse
un patín aéreo. Bien, comenzaría por asumir la hipótesis de menor complicación.
Metódicamente, echó a andar por la ladera
de un cerro rocoso, con la intención de instalarse en la cima. Al llegar a
ella, jadeante y muy molesto por el calor, descubrió que no necesitaba ninguna
instalación. El corazón le aporreaba con tal fuerza en el pecho que apenas
alcanzaba a oír su propia voz al aullar en el micrófono instalado ante su boca:
–¡Eh, Ching, hay una construcción en
marcha!
–¿Qué?
La exclamación del otro restalló en sus
oídos. No cabía error alguno. El suelo estaba siendo nivelado. Había maquinaria
en pleno funcionamiento, y la roca volaba a causa de los explosivos.
–Están efectuando voladuras. A eso se debe
el ruido –vociferó Mishnoff.
–¡Pero eso es imposible! –gritó de nuevo
Ching–. El ordenador no habría elegido dos veces la misma pauta de
probabilidad. No puede.
–Usted no comprende… –comenzó Mishnoff.
Pero Ching seguía su propio proceso
mental.
–Vaya allí, Mishnoff. Yo salgo también.
–¡No, maldita sea! ¡Quédese donde está! –gritó
Mishnoff alarmado–. Manténgase en contacto por radio conmigo. Y por el amor de
Dios, permanezca dispuesto a salir volando hacia la Tierra tan pronto como le avise.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?
–Aún no lo sé. Deme una oportunidad para
descubrirlo.
Ante su propia sorpresa, notó que sus
dientes castañeteaban.
Mascullando jadeantes maldiciones contra
el ordenador, las pautas de probabilidad y la necesidad insaciable de espacio
vital por parte de un trillón de seres humanos que se expandían como una
bocanada de humo, Mishnoff dio unos pasos vacilantes hacia el otro lado del
declive, haciendo rodar las piedras, que despertaron peculiares ecos.
Un
hombre salió a su encuentro, vestido asimismo con un traje estanco, diferente
en muchos detalles del de Mishnoff, pero destinado con toda evidencia al mismo
propósito, llevar oxígeno hasta los pulmones.
Mishnoff jadeó sin aliento en su
micrófono:
–¡Atención, Ching! Un hombre viene hacia
mí. Mantenga el contacto.
Notó que los latidos de su corazón se
incrementaban y el ritmo de sus pulmones se hacía más lento. Los dos hombres se
miraban ahora mutuamente con fijeza. El otro era rubio, de facciones afiladas.
Su sorpresa era demasiado patente para ser fingida.
El recién llegado dijo con voz dura:
–Wer sind Sie? Was machen Sie hier?
(¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?)
Mishnoff se sintió apabullado. Había
estudiado el alemán antiguo durante dos años, en la época en que esperaba
dedicarse a la arqueología, y comprendió la pregunta, pese a que la
pronunciación difería de la que le enseñaran.
Tartamudeó estúpidamente:
–Sprechen Sie Deutsch? (¿Habla
usted alemán?)
Y acto seguido hubo de murmurar algo
tranquilizador con destino a Ching, cuya agitada voz preguntaba qué significaba
aquel galimatías.
El hombre que hablaba alemán no respondió
a su pregunta, sino que repitió:
–Wer sind Sie? (¿Quién es usted?) –y
añadió con impaciencia–: Hier ist für einen verrückten Spass keine Zeit.
(No tenemos tiempo para bromas estúpidas).
Tampoco a Mishnoff le daba la impresión de
enfrentarse a una broma particularmente estúpida. Sin embargo, volvió a
preguntar:
–Sprechen Sie Planetisch? (¿Habla
usted planetario?)
No conocía la palabra alemana
correspondiente a “lenguaje corriente planetario”. Demasiado tarde pensó que
debía haber dicho “inglés”.
El otro hombre lo miró con ojos
desorbitados y barbotó:
–Sind Sie wahnsinnig? (¿Está usted
loco?)
Mishnoff se sentía casi dispuesto a
concederlo. En débil autodefensa, dijo:
–¡No estoy loco, maldita sea! Quiero decir…
Auf der Erde woher Sie gekom… (De la Tierra de donde usted ha veni…)
Se detuvo al no recordar las palabras
germanas adecuadas. Pero una idea le roía la mente. Tenía que hallar algún
medio de comprobarla. Continuó desesperado:
–Welches Jahr ist es jetzt? (¿En
qué año estamos?)
Seguro que el forastero, que dudaba ya de
que estuviera en sus cabales, quedaría convencido de su demencia ante su
pregunta.
Bueno, al menos Mishnoff conocía el alemán
suficiente para formularla.
El otro murmuró algo que sonó como un
claro juramento germano, pero acabó por contestar:
–Es ist doch
zweitausenddreihundervierundsechzig, und warum… (Pues en el dos mil
trescientos sesenta y cuatro. ¿Por qué…?)
Siguió un torrente de palabras en un
alemán incomprensible por completo. En todo caso, aquello le bastaba por el
momento. Si había traducido de manera correcta, el año era el 2364, que
equivalía a unos dos mil en el pasado. ¿Cómo podía ser?
–Zweitausenddreihundervierundsechzig?
(¿Dos mil trescientos sesenta y cuatro?) –murmuró.
–Ja, ja –corroboró el otro con
manifiesto sarcasmo–. Zweitausenddreihundervierundsechzig. Der ganze Jahr
lang ist es so gewesen. (Sí, sí. Dos mil trescientos sesenta y cuatro. Así
ha sido durante todo el año).
Mishnoff se encogió de hombros. La
manifestación de que todo el año lo había sido suponía una floja agudeza
incluso expresada en alemán, y no ganaba nada con la traducción. Se quedó
pensativo.
Su interlocutor acentuando su tono
irónico, prosiguió:
–Zweitausenddreihundervierundsechzig
nach Hitler. Hilft das Ihnen vielleicht? Nach Hitler! (Dos mil trescientos
sesenta y cuatro después de Hitler. ¿Le sirve eso de algo? ¡Después de Hitler!)
Mishnoff lanzó un aullido de alegría:
–¡Pues claro que me sirve! Es hilft!
Horen Sie, bitte… (¡Sirve! Escuche, por favor…) –y siguió con sus briznas
de alemán–: Um Gottes Willen…! (¡Por el amor de Dios…!)
El 2364 después de Hitler significaba una
gran diferencia.
Recurrió desesperado a todos sus
conocimientos de alemán, intentando explicarse.
El otro frunció el entrecejo y permaneció
caviloso. Alzó su mano enguantada como para darse un golpe en la mandíbula u
otro gesto equivalente, la pasó por el visor transparente que cubría su cara, y
la dejó posada allí, sin bajarla, mientras seguía meditando. De pronto, dijo:
–Ich heisse George Fallenby. (Me
llamo George Fallenby.)
A Mishnoff le dio la impresión de que el
nombre era de origen anglosajón, si bien el cambio en el sonido de las vocales,
tal como las pronunciaba el otro le daba un aire teutónico.
–Guten Tag –respondió con torpeza–.
Ich heisse Alec Mishnoff
Y súbitamente se dio cuenta del origen
eslavo de su propio nombre.
–Kommen Sie mit mir, Herr Mishnoff.
(Venga usted conmigo, señor Mishnoff.)
Mishnoff le siguió con sonrisa forzada,
murmurando en su transmisor:
–Todo va bien, Ching. Todo va bien.
De
regreso a la Tierra, Mishnoff se entrevistó con el director de la Oficina de
Alojamiento del sector, quien había envejecido en el servicio. Cada uno de sus
cabellos grises significaba un problema resuelto, y cada uno de sus cabellos
perdidos, un problema soslayado. Era un hombre alto, con los ojos brillantes
aún y la dentadura incólume. Se llamaba Berg.
–¿Y hablan alemán, dice? –Meneó la cabeza–.
Pero el alemán que usted estudió fue el de hace dos mil años…
–Cierto –asintió Mishnoff–. Pero el inglés
empleado por Hemingway tiene asimismo una antigüedad de dos mil años, y el
planetario es idóneo para que cualquiera pueda leerlo.
–¡Humm! ¿Y quién es ese Hitler?
–Fue una especie de jefe de tribu en
épocas antiguas. Condujo a la tribu germánica a una de las guerras del siglo
XX, justamente hacia el comienzo de la era atómica, en que principió también la
verdadera historia.
–¿Antes de la Devastación, quiere usted
decir?
–Exacto. Hubo una serie de guerras
entonces. Los anglosajones vencieron. Supongo que a eso se debe que en la
Tierra se hable el planetario.
–¿Cree usted que, si Hitler y sus germanos
hubiesen vencido, se hablaría el alemán?
–Vencieron en el mundo de Fallenby, señor,
y en él se habla alemán.
–Y señalan sus fechas con la mención “después
de Hitler”, en lugar de “después de la Devastación”, ¿no es eso?
–Así es. Supongo que existirá también algún
mundo en el que vencieron las tribus eslavas y en el que se hablará el ruso.
–De todos modos –opinó Berg–, me parece
que debimos haberlo previsto. Sin embargo nadie lo hizo, que yo sepa. Después
de todo, existe un número infinito de mundos deshabitados y sin duda no somos
los únicos que decidieron resolver el problema de la población siempre en
aumento mediante la expansión en los mundos probables.
–Exacto –convino Mishnoff–. En mi opinión,
debe haber innumerables mundos habitados que lo están haciendo así. Seguramente
se dan múltiples ocupaciones en los trescientos billones de mundos de que nosotros
disponemos. Dimos con éste por pura casualidad, porque decidieron construir a
kilómetro y medio de la vivienda que emplazamos en él. Habrá que comprobarlo.
–¿Sugiere que examinemos todos nuestros
mundos…?
–Sí, señor. Hemos de establecer algún
arreglo con los demás mundos habitados. Al fin y al cabo, hay lugar suficiente
para todos, y la expansión sin previo convenio puede dar como resultado una
serie de desazones y conflictos.
–Tiene razón –afirmó pensativo Berg–.
Estoy de acuerdo con usted.
Clarence
Rimbro miró con suspicacia el arrugado rostro de Berg, en el que se pintaba
ahora una expresión de benevolencia.
–¿Está seguro?
–Por completo –manifestó el director–.
Sentimos que se viera usted obligado a aceptar un alojamiento temporal durante
las dos últimas semanas.
–Más bien tres.
–Tres semanas. Pero se le compensará.
–¿Y qué era aquel ruido?
–Puramente geológico. Una roca desprendida
que se desequilibré y que a causa del viento establecía de vez en cuando
contacto con las que había en la ladera del cerro. Ya la hemos desplazado y
examinado la zona para asegurarnos de que nada semejante vuelva a ocurrir.
Rimbro recogió su sombrero.
–Bien, gracias por haberse tomado la
molestia.
–No se merecen, se lo aseguro, señor
Rimbro. Es nuestro trabajo.
Una vez que Rimbro se despidió, Berg se
volvió a Mishnoff, quien había esperado en plan de espectador a que se
solventara el asunto.
–Menos mal que los germanos se pusieron a
tono –dijo Berg.
–Admitieron que teníamos prioridad y
despejaron el terreno. Hay espacio para todos, dijeron. Naturalmente, resultó
que habían construido cierto número de viviendas en cada mundo desocupado… Y
ahora existe el proyecto de explorar otros mundos y establecer convenios
similares con quienes encontremos en ellos. Esto es estrictamente confidencial,
claro. No puede ponerse en conocimiento del público sin una preparación previa…
Pero no era de esto de lo que quería hablarle…
–¿Ah, no?
El desarrollo de los acontecimientos no le
había alegrado de manera visible. Seguía preocupándole su propio fantasma.
Berg le sonrió.
–Comprenderá usted, Mishnoff, que en este
departamento, y también en el gobierno planetario, se ha apreciado la rapidez
de pensamiento y su comprensión de la situación. De no haber sido por usted, la
cuestión podría haber evolucionado de manera muy trágica. Y este aprecio tomará
forma tangible.
–Gracias, señor.
–Sin embargo, como ya he dicho, se trata
de algo en lo que muchos de nosotros debimos haber pensado antes. ¿Cómo se le
ocurrió…? Hemos repasado un poco sus antecedentes. Su compañero Ching, nos dijo
que ya en otras ocasiones había sugerido usted que algún grave peligro
amenazaba nuestro sistema de pautas de probabilidad y que insistió en salir al encuentro
de los germanos, a pesar de hallarse evidentemente atemorizado. Preveía con lo
que se iba a encontrar, ¿no es eso? ¿Cómo lo descubrió?
–No, no –respondió confuso Mishnoff–. No
era eso lo que había en mi mente. En absoluto. Me cogió de sorpresa. Yo…
Se irguió de pronto. ¿Por qué no ahora…?
Le estaban agradecidos. Había demostrado ser un hombre con el que había que
contar. Algo inesperado había sucedido ya…
–Se trata de algo muy distinto –dijo con
firmeza.
–¿Ah, sí?
¿Cómo empezar?
–No hay vida alguna en el sistema solar, a
excepción de la Tierra.
–Exacto –asintió Berg en tono benévolo.
–Y la probabilidad de que se desarrolle
alguna forma de viaje interestelar es tan baja como para resultar
infinitesimal.
–¿Adónde pretende llegar?
–¡A que todo eso es cierto en esta
probabilidad! Pero ha de haber algunas pautas de probabilidad en que existan en
el sistema solar otras formas de vida o en las cuales los moradores de otros
sistemas hayan desarrollado los viajes interestelares.
Berg frunció el entrecejo.
–Teóricamente…
–Y en una de esas probabilidades, la
Tierra podría ser visitada por tales inteligencias. Si se da el caso en una
pauta de probabilidad en que la Tierra se halle habitada, no nos afectaría,
pues no tendrían conexión con nuestra propia Tierra. Pero si establecen una
especie de base en un mundo deshabitado, pueden elegir al azar uno de nuestros
lugares de habitación.
–¿Y por qué uno de los nuestros y no de
los germanos, por ejemplo? – preguntó con sequedad Berg.
–Porque nosotros sólo emplazamos una
vivienda en cada mundo, y los alemanes no. Muy pocos lo harán. La ventaja a
nuestro favor es de billones a uno. Y si los extraterrestres encuentran tal
vivienda, investigarán y hallarán la ruta hasta la Tierra, a un mundo sumamente
desarrollado y vivo.
–No, si desviamos el lugar de viraje.
–Una vez que conozcan la existencia de
tales lugares, construirán el suyo propio –adujo Mishnoff–. Una raza lo
bastante inteligente para viajar por el espacio será capaz de hacerlo. Y por el
equipo y el mobiliario de la vivienda de que se apoderen, deducirán nuestra
probabilidad… Y en tal caso, ¿cómo manejaríamos a los extraterrestres? No son
germanos, ni otra clase de terrestres. Tendrían una sicología extraña a la
nuestra y otras motivaciones. Y ni siquiera estamos en guardia. Seguimos
asentándonos cada vez en más mundos. Cada día que pasa aumenta la posibilidad
de que…
Su voz se había alzado a causa de la
excitación. Berg lo atajó diciendo con voz fuerte:
–¡Tonterías! Todo eso es ridículo.
Sonó el teléfono, y la pantalla se iluminó
mostrando el rostro de Ching, cuya voz dijo:
–Siento interrumpir, pero…
–¿Qué sucede? –preguntó furioso Berg.
–Hay un hombre aquí que no sé cómo
despachar. Se queja de que su casa está rodeada por cosas que miran a través
del techo de cristal de su jardín.
–¿Cosas? –gritó Mishnoff.
–Unas cosas de color púrpura, con grandes
venas rojas, tres ojos y una especie de tentáculos en vez de cabello. Tienen…
Pero Mishnoff y Berg no oyeron el resto.
Se miraban con fijeza, inmovilizados en un estupefacto horror.
(Tomado
de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid,
2002)
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