Arturo Uslar Pietri
Todavía
dejó pasar más días para que se animara a entrar en aquel aposento. Antes, durante años, sólo lo había
entrevisto borrosamente en la penumbra, al través de la espesa cortina de cuentas
que impedía la mirada cuando él estaba adentro. El resto del tiempo la puerta permanecía
cerrada.
Decían que era
viejo, que ya era viejo cuando se la llevó con él. Sus padres no querían nada con
aquel hombre tan extraño. Había llegado al pueblo con gran fama de curandero. Hizo
algunas curaciones que parecieron milagrosas. Gentes casi moribundas con piernas
inmensas y deformadas, con enormes vientres, con temblores incontrolables, con diarreas
continuas y vómitos y amarilleces en los ojos y en la cara. A veces les daba a tomar
una poción transparente donde se veían flotar filamentos de raíces o de hojas. A
veces los envolvía en un sahumerio espeso y asfixiante como en una nube y los tenía
por horas chorreando sudor, mientras recitaba entre dientes oraciones e invocaciones
con nombres desconocidos. A veces, pura y simplemente, les hacía un ensalmo, les
colocaba algún objeto suyo sobre la picada de culebra o sobre la llaga profunda,
volvía los ojos hacia arriba y comenzaba a implorar o a dar órdenes a espíritus
o a seres infernales.
Algo así pasó
con ella, cuando apenas había dejado de ser una niña. La encontró en la calle y
la miró al fondo de los ojos como nunca nadie lo había hecho. Se quedó como alelada
y sin poder moverse. Allí fue que le habló por primera vez sin que ella pudiera
responder:
–Tú eres la que
yo necesito. Nadie te necesita como yo, ni te puede dar lo que yo te voy a dar.
Además voy a hacer que nadie se atreva a acercarse a ti. Todos te van a respetar.
Desde entonces
empezó a sentirse extrañamente sola. Cuando oía ruidos o vislumbraba sombras le
parecía que era él.
–Yo voy a estar
junto a ti todo el tiempo. De noche y de día. Sin que tú lo veas. Puedo entrar y
salir por las puertas y las ventanas cerradas, puedo ver en la oscuridad, puedo
andar sin tropezar, puedo tocar sin que me toquen, y ver sin que me vean. Sin que
tú te des cuenta. Estoy junto a ti viéndolo todo.
Sentía angustia
de aquella hostigación invisible. Casi no se atrevía a salir de la alcoba y cuando
por la noche se desvestía lo hacía azoradamente como si cien ojos la estuvieran
espiando.
–Estás cambiada
–le dijo Valvanera. Valvanera era su amiga. Con ella pasaba las horas en hablar
de vaguedades y de imaginaciones. El sol de la mañana se convertía en el sol de
la tarde y ellas volvían y volvían a hablar de cómo se iban a casar, con quien.
“Con un vestido blanco y una gran cofia”. “Se les va a secar la lengua de tanto
hablar” decía la madre que las miraba embobadas y ausentes.
Tampoco a Valvanera
le dijo la novedad. Pensaba que no la hubiera entendido. No era uno de los jóvenes
ricos del pueblo. Era aquel hombre tan raro, tan diferente. “¿No te da miedo? Es
un brujo”.
Un día le dijo:
–Nos vamos a casar
la semana próxima.
No iba a ser en
la iglesia ni ante sus padres. Iba a ser sólo con ella, en aquella casa donde vivía
y a donde iban los enfermos y los lisiados a esperar ante la puerta.
No pudo decir
que no. Entraron por el fondo. Ella iba viendo con temor las raras cosas que había
en el interior. Un cráneo humano. Cuernos de extrañas formas, pájaros empajados,
pieles de serpiente, grandes colmillos blancos y un olor pegajoso y dulce que parecía
de sacristía o de recámara de botica.
Había en la pared
algunos grabados manchados y opacados por los vidrios. Hombres de barbas y de intensas
miradas de loco parecían amenazarla. Había triángulos, esferas y estrellas dibujados
en hilo blanco sobre fondo negro. Y luego la puerta que daba a aquel aposento.
–Allí no –le dijo.
–Nadie puede casarnos
sino el gran espíritu. Vamos a invocarlo para que venga y nos una, si somos dignos
el uno del otro.
Estuvieron arrodillados.
Ella lo oía, con temor y casi sin atreverse a verlo, invocando nombres, recitar
letanías y murmurar una especie de canto sordo, mientras con su mano sudorosa y
ardiente oprimía la fría mano de ella.
–Ya está –dijo
luego–. Ya estamos casados. No como los demás sino verdaderamente por los grandes
poderes del otro mundo. Ya no puedes ser de otro ni aunque lo quieras. Ni aunque
lo quiera el otro porque quedará maldito de una manera terrible.
Cuando se dieron
cuenta en su casa de que se había ido con el brujo vinieron su padre y su madre
a recriminarla y a decirle el terrible error que había cometido.
–Te has ido sin
casarte y con un hombre que es muy viejo para ti. Con un hombre que nadie conoce.
Estás embrujada.
–Ni siquiera sabes
quién es ni cómo se llama.
Le había dicho
que se llamaba Uriel, pero que también tenía otros nombres. Según los países y los
tiempos había usado nombres, porque había vivido en las más remotas tierras y había
visto cosas que habían sucedido en los tiempos más lejanos.
Las describía
como si las hubiera visto, aunque nunca decía que las había presenciado.
–El general Piar
no se dejó vendar para que lo fusilaran. Era un trigueño claro, bien plantado. Se
puso una chaqueta roja y no se abotonó sino los dos últimos botones. Esto me recuerda
también el fusilamiento de Salazar en Tinaquillo. A las once de la mañana lo sacaron
a la plaza.
Nunca comía con
ella. Ella comía en la cocina mientras él andaba con sus enfermos o se encerraba
en el cuarto con sus frascos y sus sahumerios hablando a ratos en alta voz. A veces
le dejaba sobre una mesa algún alimento pero nunca se lo vio comer. Tal vez no comía,
pensaba ella. Era flaco y avellanado con una piel seca y mate que se pegaba a los
huesos. Una piel amarillosa y fría. Y aquel pequeño bigote escaso que le colgaba
por las comisuras. No comía pero siempre estaba mascando algo. Yerbas, raíces, compuestos
de tabaco y escupía verde o negro.
Nunca tampoco
se acostaba con ella para pasar la noche. Cuando sentía sueño ella se iba sola a
la cama. Él estaba metido en su cámara o no había regresado de alguna salida. “Me
voy a acostar” decía y rara vez recibía contestación. Entre sueños, en lo alto de
la noche, sentía a veces ella que alguien se metía en su cama. Entre dormida y despierta
lo nombraba sin tener respuesta. Al tacto era él. Muy lentamente la acariciaba,
y en algún momento en que ella se había vuelto a dormir o a despertar estaba sobre
ella y la poseía sin prisa como si también durmiera. Y así mismo sin saber cómo
ni cuándo desaparecía de la cama. Era algo que pertenecía a los sueños y a las imaginaciones.
Su madre vino
un día a recriminarle que viviera en aquella forma con aquel desconocido. Él llegó
cuando la señora decía las peores cosas.
–Es un escándalo.
Todo el mundo habla de ti. Es una vergüenza. Ya no me atrevo ni a salir. Mi hija
viviendo con un brujo.
–No diga eso.
Es mal hecho. Le va a pesar. Lo va a pagar, muy pronto.
No dijo más ni
volvió a hablar de aquello, pero cuando la madre se enfermó inesperadamente y murió
de un mal violento y desconocido, le entró el horror de pensar que era él quien
lo había provocado con su fuerza oculta.
A veces estaba
fuera por varios días sin despedirse ni anunciar viaje. Volvía y tampoco daba explicaciones.
Ella se acostumbró
a no preguntar. Casi no hablaba sino con los que venían a consultar a Uriel.
–El señor Uriel
me va a alentar.
Y comenzaban a
contarle largas y repetidas historias de enfermedades y mal de ojos y desgracias
que habían caído sobre ellos y sus familias.
Un día llegó un
hombre alto, oscuro, mal encarado, descalzo y medio desnudo, que temblaba de pies
a cabeza. Uriel estaba en el cuarto de trabajo y sin haberlo visto gritó:
–A ese que acaba
de llegar, que salga, le dé tres vueltas a la casa repitiendo su nombre y vuelva
a entrar de espaldas, con los ojos cerrados hasta aquí.
El hombre tembloroso
dio tres lentas vueltas y tropezando con las cosas regresó de espaldas y desapareció
detrás de la cortina.
Primero se oyeron
borrosos cuchicheos, pero luego parecían gritos ahogados y ruidos como de lucha.
Ella estuvo tentada de entrar pero no se atrevió. Dentro se oía la voz terrible
de Uriel acesante:
–Por el poder
que tengo, sal ahora. Ya tienes afuera la cabeza y una pezuña.
Y llamaba nombres
raros que ella nunca había oído. Todo quedó en silencio después y más tarde salió
el hombre sudoroso y doblado y se perdió en el camino.
Luego apareció
Uriel en gran extenuación.
–No se lo pude
sacar. Me faltó muy poquito pero no pude. Se agarraba muy fuerte. No pude con ningún
conjuro, con ninguna yerba.
Guardó silencio
y añadió luego mientras se tendía en el suelo como para descansar:
–Cuando salga
la luna llena se muere.
Nunca se había
ausentado por más de dos o tres días. Volvía sin decir donde había estado y traía
raíces, pájaros muertos, semillas secas y piedras raras.
Un día se la quedó
viendo fijamente y le dijo:
–Tú te vas a poner
vieja, vieja por ti y vieja por mí. Yo no puedo ponerme viejo. Así como me ves estoy
desde hace muchos años y así me voy a quedar hasta…
Ella se atrevió
a preguntar:
–¿Hasta cuándo?
–Hasta que me
vaya la última vez.
A veces sin razón
aparente, se negaba a ir a ver un enfermo. Luego le explicaba a ella.
–A ese no. Ya
está ido y yo no los puedo volver sino hasta cierta distancia. Ya ese pasó.
Eso fue lo que
pasó, con Valvanera…
–Uriel, Valvanera
está enferma. Muy enferma. Quieren que la vayas a ver.
No le respondió.
Al día siguiente
le avisaron que seguía peor. Ella fue a visitarla. La tenían en un cuarto oscuro,
al fondo de la casa, lleno de mujeres, de velas encendidas y de santos. La luz de
las velas le brillaba en el sudor de la cara.
Entre susurros
le dijeron:
–Se está muriendo.
Que venga Uriel.
Tampoco fue pero
le dijo:
–Yo veo las caras
de la gente como el jugador ve las caras del dado. Del primer golpe veo el dado
bueno y el dado malo y no me equivoco. Veo los ases y las senas.
Era cierto que
Valvanera había hablado muy mal de su unión con Uriel. Tampoco había dicho más de
lo que habían dicho muchos otros. Que era un brujo, que estaba condenado, que no
se habían casado.
–No te lo debo
decir, pero te lo voy a decir. Ya esa no se puede devolver. Ya pasó más allá de
donde es posible devolverla. Para devolverla hay que dar otro muerto por ella. El
que la devuelva se queda.
Cuando vinieron
gritando para decir que Valvanera estaba en las últimas, ella no pudo decir más
nada, pero él se metió en la recámara, salió con un envoltorio y se la quedó viendo
como no la había visto nunca.
No se atrevió
a preguntarle qué iba a hacer, ni menos a seguirlo. Se quedó en la casa, callada
y quieta en un rincón, sin atreverse a hacer nada.
Así pasaron los
días sin que volviera Uriel y sin noticias suyas. Tampoco ella se decidía a salir
a preguntar.
Seguía llegando
gente del pueblo y de los campos, en busca de Uriel. Solos, en grupos o llevando
a cuestas entre varios algún tullido. La casa fue quedando cercada por el ruedo
de enfermos y de suplicantes. Ella asomaba a la puerta. Veía el cerco espeso, tendido
en escalones de paciencia y de murmullo. “Ya les he dicho que no está aquí. Se fue.
No sé cuándo va a volver, ni si va a volver”. No reaccionaban. Se quedaban en su
sitio, quietos, en círculos apretados que iban desde el muro y las ventanas hasta
los primeros árboles. Al final del segundo día ya no era posible asomarse a la puerta
o a la ventana. Por la ventana penetraban cabezas de curiosidad husmeando, y por
la puerta avanzaban lentamente, empujados por los de atrás, los primeros enfermos.
Se había llenado
el espacio de afuera y comenzaban a penetrar al interior. Ella se había ido replegando,
paso a paso, rodeada, hasta quedar de espaldas a la puerta del cuarto de Uriel.
Todo lo que veía frente a sus ojos eran rostros desgreñados, sudorosos, cetrinos,
cuerpos temblorosos, manos de esqueleto, cuerpos trastabillantes, sacudidos, babosos,
agitados de fiebre, torcidos, envueltos en gruesas mantas sucias olorosas a caballo.
Todo el espacio reverberaba del eco de las súplicas, las toses, los ahogos y las
oraciones.
Ya estaban sobre
ella y la cubrían. Con la mano en la espalda empujó la puerta y se encontró en el
cuarto de Uriel. Nunca se había atrevido. Vio con susto los frascos de aguas turbias
puestos en fila sobre el estante. Algunos mostraban adentro, flotando, pequeños
lagartos, culebras, arañas y murciélagos. De clavos de la pared colgaban racimos
de pieles secas, de garras y uñas, de plumajes sin cuerpo. Sobre la mesa había muchas
raíces, ya secas, con formas de manos, de cuerpos, de cabezas torcidas.
Entraron detrás
de ella. “No está aquí. Ya lo ven. Yo no puedo hacer nada”. Llegó a quedar atrapada
entre el armario y el gentío que la apretaba. Con temor tomó un frasco. Dentro flotaban
hojas y cabezas de pájaros. Sacó el corcho y comenzó a verter el líquido sobre la
tierra. Un olor de insoportable fetidez se extendió en el aire cerrado. Siguió abriendo
botellas. Se oía tan sólo el ruido del líquido al caer. Nuevos hedores más fuertes
y asfixiantes hicieron retroceder a los más cercanos.
Poco a poco comenzaron
a salir. Ya habían dejado el cuartucho y la habitación principal y estaban más allá
de la puerta. Corrió a alcanzarlos con miedo. Se retiraban hacia el camino. Una
caravana de hormiguero cargada de despojos.
Ella iba de última,
encogida, con la cabeza en el pecho, sin atreverse a mirar hacia la casa vacía.
(Tomado de www.literatura.us)
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