Pablo Avelino Galerna
La lluvia empezó a medio día.
Hubo relámpagos y mi madre nos dijo que apagáramos las luces y cubriéramos los
espejos. A mí no me espantan los truenos, pero mamá se pone muy nerviosa con
las tormentas. “Anden, vayan a la cama mientras pasa el agua”, nos ordena, y
ella también se va a su cuarto con un rosario en la mano.
Poncho sí le tiene miedo a los rayos, por eso hoy
me quedé con él hasta que terminó de tronar el cielo. Yo le he explicado muchas
veces lo que nos dice el profesor en la escuela, que los rayos no caen en las
casas así como así. Pero él se preocupa y pega brincos cuando los escucha. Como
hoy, que cayó uno muy cerca y se oyó como si un ejército con tambores viniera
bajando del cerro. Poncho se asustó tanto que corrió a esconderse bajo las
sábanas. Cuando la tormenta paró, él ya no quiso salir de la cama. Yo le decía
que fuéramos a tirar barcos de papel en el arroyo que se forma en la calle,
pero dijo que se sentía mal. Mamá vino entonces, le tocó la frente y anunció
que Ponchito tenía calentura. Él se quedó en cama y mamá le ofreció té con
galletas. Pensé entonces que a veces conviene tenerle miedos a los rayos.
Mientras mamá arropaba a Poncho, le pedí permiso
para ir a ver cómo había quedado la calle después de la lluvia. Tuve que
insistir mucho, pero al fin aceptó. “Pobre de ti si te mojas”, me advirtió
suavecito. Yo le contesté que no se preocupara, con tono de quien obedece
siempre.
La verdad es que yo deseaba ver si Graciela había
salido de su casa. No he podido verla desde que entramos a vacaciones. A ella
también le gusta estar en la calle después de la lluvia, aunque su mamá no le
da permiso de salir tan fácilmente. Pareciera que todas las mamás fueran
iguales, aunque sabemos cómo convencerlas.
Y sí, ahí estaba, con los demás, jugando en el
charco de la esquina de su casa. De verdad que el charco estaba grande y hondo.
A Graciela el agua le llegaba arriba de las rodillas; yo creo que hasta se
podía nadar. Cuando ella me vio gritó: “¡Ven! ¡Métete!”, yo contesté que no,
que mamá había dicho que no me mojara. Los demás también me invitaban a entrar,
pero preferí mirarlos desde la banqueta. Estaban Paco, Lucy, Arturo, Mariela y
Totó. Graciela corría de un lado a otro del charco, como si estuviera jugando
con las olas en la playa. Se veía bien bonita.
Muchas veces, en el recreo, he tenido ganas de
darle un beso. Pero no sabría cómo pedírselo. Me conformo con estar cerquita de
ella, por ahora. Pero un día de estos le voy a pedir que sea mi novia. Y cuando
diga que sí, la llevaré de paseo a donde ella quiera. Le voy a dedicar
canciones por radio y, seguramente, me dirá que le gustan las melodías que le
mande tocar.
A lo mejor no tenemos edad para andar así. Aunque
este año ya entraremos a tercero grado, y eso quiere decir que casi somos
grandes. Hasta he soñado que Graciela y yo nos vamos a vivir lejos, en una casa
junto a la playa; que pasamos todo el tiempo en el agua y sin que su mamá y la
mía nos digan nada. Una vez le platiqué mi sueño y ella se rio mucho, dijo que
le parecía chistoso.
Yo creo que por acordarme de lo soñado me dieron
muchas ganas de estar junto a Graciela y jugar con ella en el charco. Aunque
también pensé en el regaño que me esperaría cuando volviera a casa con la ropa
húmeda. Pero no me importó. Me quité los zapatos, arremangué mis pantalones y
entré. El agua estaba tibia y casi transparente.
Cuando llegué a su lado, Graciela me puso una
mano sobre el hombro y me pidió que mirara al cielo. “¡Mira! ¡Mira!”, decía
mientras señalaba hacia la cima del cerro. Todos volteamos a ver: se había
puesto el arco iris. A mí ese momento me pareció lindo. Fue cuando sentí otra
vez las ganas de besarla y no me aguanté.
Le planté un beso en el cachete mientras los
demás estaban distraídos mirando el arco iris. Por eso no se dieron cuenta
cuando Graciela se apartó y me aventó con todas su fuerzas. Caí de espaldas;
ella salió del charco y se fue corriendo. Los demás se rieron al verme panza
arriba en el agua. Me dio mucho coraje. No porque ella me hubiera aventado,
sino porque mientras me levantaba los demás hacían escándalo, como los changos
cuando se trepan a los árboles,
Volví a casa con la ropa estilando. Mamá me
regañó delante de Poncho y él también se rio al ver cómo había llegado. Desde
su cama hacía gestos y se burlaba de mí. Entonces grité que cuando volviera a
llover le caería un rayo. A mamá no le gustó que le dijera eso a Poncho y que
se enoja. Me agarró del cabello y me llevó a cambiar de ropa. Yo no lloré, a lo
mejor eso la puso más turulata. Me desvistió y siguió regañándome. Luego me
puso este feo vestido amarillo. Yo protesté, le pedí, le rogué que por
favorcito no me lo pusiera. “¡Las niñas deben andar siempre con vestido!”, me
dijo.
Fue entonces cuando se me acabaron las fuerzas.
Ya no pude más y me solté a llorar por lo que me había hecho Graciela.
(Tomado
de www.ficticia.com)
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