José Luis Sampedro
Desde
el punto del campo gravitatorio terrestre en que estoy situado, tan próximo a
su centro, abarco perfectamente la ciudad de Madrid, seleccionada para nuestro
estudio antropológico. Es lo que ustedes llaman domingo; es decir, el día que
hemos seleccionado previamente por razones obvias. Es también la hora del rito
cuya observación nos interesa. Por cierto, hablo en presente por hablar de
algún modo, pues eso que ustedes llaman tiempo tiene para nosotros un sentido
imposible de explicarles.
Pues, naturalmente, yo no soy un terráqueo, sino
que habito cierto asteroide. Supongo que eso ya no sorprenderá a ningún lector,
después de tanto platillo volante como ven desde la Tierra en estos últimos
períodos temporales. No obstante, para hacer más digerible la novedad de esta
información científica, firmo con un nombre y apellidos de los que suelen usar
ustedes y procuro expresarme en vocablos de su medio expresivo. No pueden
imaginarse el trabajo que cuesta. Es como cuando a un gas lo encierran a presión
y no se puede mover.
En fin, el caso es que en nuestro mundo se habían
producido ciertas discusiones sobre el estado actual de las creencias
religiosas en las agrupaciones pensantes primitivas de nuestro espacio próximo,
especialmente en la Tierra, donde esas creencias han jugado un gran papel.
Ciertos etnólogos cósmicos insistían en la fuerte vigencia actual de tales
ideas. En cambio mis maestros –ahora sé que por error– las consideraban en
decadencia. Para abreviar fui comisionado para un desplazamiento que permitiera
aportar hechos sobre la situación en cualquier país terrestre donde la religión
se encontrase viva.
Naturalmente, elegimos España.
Todas nuestras referencias coincidían en que el pueblo español encarna la más
honda raigambre religiosa, mil veces demostrada a lo largo de su historia.
Hasta los propios adversarios lo reconocen, aunque sea para reprochar excesos.
En cuanto a las publicaciones españolas más recientes, todas garantizan el
acendradísimo fervor católico de los españoles, hasta el punto de que sus leyes
no reconocen ningún estado civil si no está religiosamente bendecido. Por eso
en estos momentos, en que la suprema autoridad religiosa de Roma se inclina a
la tolerancia y pide comprensión para los errores del pasado, los españoles no
se sienten afectados por el problema de la libertad religiosa, totalmente
innecesaria en un país donde todo el mundo hace uso de su plena libertad de
conciencia para ser libremente católico.
Pero no es a ustedes a quienes necesito convencer
del indudable acierto al elegir España como caso de estudio. Era preciso
circunscribirse a un solo país y a muy pocas horas de observación porque,
francamente, no soportamos mucho tiempo en la densidad de su medio ambiente y
eso limita nuestro radio de acción hacia la Tierra, desde nuestras bases
matrices. Por eso se eligió un domingo, y aunque la observación había de
realizarse necesariamente durante la tarde (por razones de desplazamiento en el
espacio) eso no era obstáculo puesto que la liturgia actual permite santificar
las fiestas después de comer.
Total: que, como empezaba diciendo, mi campo de
observación en el espacio abarcaba Madrid aquel domingo. Ni demasiado lejos
para perder detalles, ni demasiado cerca para limitar el área a una parte.
Desde allí mi noveno sentido captó en el acto la existencia de una indudable
tensión mental colectiva, polarizada hacia un cierto punto de la ciudad. Hacia
allí convergía el pensamiento de las gentes; hacia allí se organizaban los
transportes públicos y las caravanas de vehículos privados. Desde los barrios más
lejanos se formaban grupos reducidos acudiendo a engrosar los afluentes de los
varios ríos humanos desembocantes en el polo de atracción común. El hecho era
tan unánime, las excepciones tan insignificantes, que aquella manifestación
colectiva, en el día santo del pueblo más religioso del mundo sólo podía
significar una cosa: el pueblo en masa acudiendo al culto.
Prescindí, por tanto, de las áreas periféricas y me
aproximé mucho más al foco de convergencia. La verdad, me sorprendió la
estructura del templo y comprendí que, en ese aspecto, nuestras referencias
eran un poco anticuadas. El edificio se había modernizado mucho, desde aquellas
naves cerradas y sombrías. Era incluso impropio llamado edificio, porque era
una estructura elíptica y abierta, dispuesta en graderío como los viejos circos
romanos. Sólo una pequeña parte estaba relativamente cubierta, y como hacía un
intenso frío invernal, con amenaza de llovizna o nieve –esos inconvenientes de
su densidad ambiental en la Tierra– todavía me admiró más aún el fervor
religioso de aquel pueblo, dispuesto a arrostrar todas las inclemencias.
Verdaderamente, mis maestros se equivocaban. La religión española estaba tan
viva como en sus épocas más gloriosas.
Cuando me acerqué, el templo estaba casi lleno,
pero la ceremonia todavía no había comenzado. Me dediqué a observar el campo
donde aparecía acotada un área rectangular, con ciertas líneas señaladas en su
interior, seguramente para delimitar zonas de distinta significación sagrada.
No había cruces por ninguna parte, pero sí ciertos maderos. Había tres, junto a
cada uno de los lados pequeños del rectángulo, dispuestos de manera que el más
largo descansaba, sobre los dos menores, clavados en la tierra. Aquellas
especies de toscos pórticos aparecían cerrados detrás con una red, no sé si
recordando así la profesión pescadora del primero de los apóstoles.
Un clamoreo del público, atestado ya en los
graderíos, me llamó la atención hacia la aparición de los sacerdotes,
emergiendo uno tras otro por una escalerilla, como si brotaran del seno de la
tierra. Avanzaban en hilera, a grandes saltos elásticos, hasta el centro del
campo. Eran muchos y –detalle también sorprendente–, ninguno era anciano, ni
ostentaba venerables barbas. Vestían muy simplemente con calzón corto, y de
parecida manera todos, pero con perceptibles diferencias. Once llevaban una
camiseta blanca, con una simple insignia a la altura del corazón. Otros once
llevaban camisetas con anchas rayas verticales azules y rojas. Los otros tres
llevaban además una chaqueta y dos de ellos, además, unas pequeñas banderolas.
Y todos, nacidos de la tierra, avanzaban elásticamente, hacia el centro del
terreno sagrado… ¡Ah!, uno de ellos llevaba en brazos una esfera como de un
palmo largo de diámetro.
Pero no voy a explicarles a ustedes un rito que
conocen mucho mejor que yo: los breves preliminares, la religiosa colocación
inicial de la esfera en el centro matemático del campo, el enfrentamiento de
los dos grupos de once sacerdotes diferentemente vestidos, su empeño por llevar
cada grupo la esfera sagrada hacia el pórtico opuesto impulsándola con los
pies, las interrupciones cuando la esfera desborda el campo y cae en tierra
profana –entonces interviene uno de los acólitos con la banderita– o cuando
alguno de los sacerdotes toca la esfera con la mano, salvo si se trata de
alguno de los dos guardianes, la obediencia al silbato del tercer sacerdote con
chaqueta que viene a ser como el Gran Maestro de Ceremonias, el apasionamiento
de los fieles vociferando con frecuencia el nombre de la ciudad “¡Maadrid!,
¡Hala Madrid!”, la contestación de otros coros cuya invocación consistía en “¡Ra,
ra, ra!”… Todo eso lo saben ustedes de sobra. Lo único que pretendo es
explicarles mi propia interpretación del rito, después de mis observaciones. No
dudo de que cometeré algún pequeño error de detalle, pero en conjunto espero
que mis conclusiones puedan aceptarse como una adecuada versión etnológica de
la actual religión hispánica porque, modestia aparte, soy un buen especialista
en religiones terrestres y no es difícil relacionar esas ceremonias con otras
similares muy frecuentes en la especie humana.
Desde luego, mis maestros estaban equivocados en lo
esencial pues el pueblo español es sin duda alguna religiosísimo. Pero no
andaban muy descaminados al no atribuir mucha significación al catolicismo, a
no ser que haya evolucionado de una manera casi increíble.
Pues resulta evidente que el culto presenciado por
mí corresponde a una religión naturalista como tantas otras sobre la Tierra. La
esfera sagrada es una clásica y conocidísima representación del mundo, que las
potencias del bien –representadas por los sacerdotes de blanco– tratan de
impulsar en una dirección, mientras las del mal pretenden llevar el cosmos en
sentido contrario, a lo largo del eje mayor del rectángulo sagrado, que
coincide sensiblemente con la dirección norte-sur del magnetismo terrestre. El
entusiasmo predominante de los fieles por los sacerdotes del bien es
completamente lógico, y las sombrías invocaciones de otros coros menores –“iRa,
ra, ra!”– sirven solamente para dramatizar la ceremonia, como los sacerdotes
que personifican el diablo en tantas religiones. Las invocaciones a “¡Madrid,
Madrid!” se interpretan fácilmente como residuos de cultos locales, pues
lógicamente la idea del bien se vincula a la de la ciudad propia, como lo
demuestra el refrán popular recogido por uno de nuestros eruditos y que
presenta a Madrid, como el escalón inmediatamente anterior al cielo (“De Madrid
al cielo”, creo que dice, pero no es mi especialidad la paremiología).
Pero ¿por qué ofician los sacerdotes con los pies?
A primera vista, en efecto, resulta extraño, dada
la superioridad moral y estética atribuida por los hombres a las manos. Pero
nótese que el pie es justamente la parte del cuerpo más en contacto con la
tierra. Una religión naturalista, que rinde culto a las fuerzas telúricas,
dignifica lógicamente los pies como más directamente receptivos a los efluvios
de esas fuerzas. El detalle de que los sacerdotes todos parezcan emerger por
una escalerilla del seno de la tierra prueba que, en la ceremonia, todos ellos son
considerados emanaciones o personificaciones de lo bueno y lo malo que hay en
el cosmos físico cuyas directas manifestaciones son más fácilmente alcanzables
a través de los pies. Sólo el Guardián de cada pórtico puede usar lícitamente
las manos, porque él es el recurso supremo y entonces el hombre puede y debe
emplear todos sus medios. Y cuando falla el hombre, a pesar de todo, es la Red –símbolo
claro del Firmamento o del Océano Matriz– lo que salva a la esfera terrestre de
perderse definitivamente. Y otro ciclo de la lucha entre el bien y el mal
vuelve a comenzar, provocando la angustia de los fieles y ofreciéndoles la
catarsis pasional facilitada por cada rito.
¿No es cierto que, detalles aparte, la religión
ibérica presenta esos rasgos? Estoy seguro de que cualquier observador
imparcial llegaría a conclusiones parecidas. En mi asteroide, sin embargo,
continúan las discusiones. No es extraño en los sabios no dar su brazo a
torcer; sobre todo cuando, como yo, no han podido observar directamente los
hechos. Contra mi versión se han alzado dos clases de objeciones que, por
honestidad científica, voy a resumir.
La primera coincide con la mía en algunos aspectos:
el apasionamiento de los fieles, la estructura casi circular del templo en
graderío. Pero en vez de enfrentarse dos equipos de sacerdotes, se enfrentan un
hombre y un toro a fin de representar las fuerzas telúricas del bien y del mal.
No pretendo discutir demasiado esa información de algún otro observador de la
Tierra, porque podría reducirse a una variante del culto descrito por mí, ya
que lo único alterado es la personificación ritual de las fuerzas
contrapuestas. Parece incluso que esa variante tiene relación con las
estaciones, y que ese combate entre el Héroe y la Bestia (con tantísimos
equivalentes en otras religiones terrestres) estaría relacionado con el
predominio de la influencia solar durante el verano, mientras que el combate
entre sacerdotes emergidos de la Tierra sería más propio de la época en que el
planeta se recoge sobre sí mismo en el invierno, como las semillas o el celo
genesíaco de los animales terrestres. No es imposible, por tanto, que al menos
en teoría el culto de Madrid –así lo he denominado en mi informe– y el supuesto
culto solar del Héroe y la Bestia, coexistan en la realidad.
En cambio, debo rechazar por completo la segunda
objeción. Pues algún testarudo sigue sosteniendo todavía, con argumentos
exclusivamente documentales, que el catolicismo en su forma clásica es la
religión española actual. Eso es algo que difícilmente puede afirmarse para
cualquiera que haya observado directamente qué es lo que verdaderamente ocupa
las mentes de los fieles durante el domingo e incluso durante la mayor parte de
la semana. Digo esto porque, aun sin haber podido recoger pruebas plenas, tengo
sospecha de que en los demás días los fieles se dedican con entusiasmo a llenar
de cruces unos papelitos y a depositarios en buzones; todo ello en relación con
los ritos dominicales de los sacerdotes enfrentados. No niego que los
documentos siguen aludiendo a las antiguas ceremonias. Pero no sería el primer
caso histórico –en la Tierra o en otros sitios– de la convivencia de una fuerte
y apasionada religión popular con una religión oficial superior, mucho más
elevada espiritualmente pero también con menos influencia sobre la realidad
cotidiana de la vida para las grandes masas humanas.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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